—Niño, come, que viene
el avión, que si no lo comes se caerán las torres. Come niño, y dejarás de
llorar.
—Quiero ver a mamá.
—Tu mamá no existe
porque no está aquí ahora, come e igual aparezca.
—Quiero a mi mamá
El niño, más que
llorar, gritaba. El grito caía de la silla, cubría el suelo, manchaba los
zapatos de ella y en algunas partes golpeaba las paredes con tanta fuerza que había
gotas que saltaban llegaban a tocar las ventanas selladas con tablas de madera.
—Niño, tengo que tener
paciencia porque ese es mi trabajo. Para mí la paciencia es dinero. Come.
El niño seguía
llorando.
—Niño, que no te asuste
el que no te llame por tu nombre, pero es que no quiero mancharlo, quiero que
guarde la frescura de tu madre.
El niño llora, llora y
llora.
—Te puedo dejar mi mano
para que juegues con ella, con los dedos, o la cuchara cuando termines de
comer, pero aquí no hay más juguetes, todo lo que hay por aquí te puede hacer
daño, como mi manita.
—Mamá.
—Corazón, por favor, no
llores. No me gusta estar aquí como no te gusta estar a ti. Solo come y deja de
llorar, pronto, muy pronto, todo esto habrá acabado.
—Mamá.
—Calla, calla, te daré
tu nombre. Mira mis dedos jugar, Pablo. Pablo, Pablo, Pablo. Mira, mira cómo se
mueven.
Una calle que gira a la
izquierda, otra que gira a la derecha, otra que gira a la izquierda y entonces
aparece un parque. Él camina de forma extraña, en parte porque está nervioso y
en parte porque está feliz. Es todo un empresario, ha dedicado mucho dinero y
esfuerzo a un solo proyecto, se ha arriesgado, pero ahora tiene frente a sí un
parque viejo y vacío, a excepción de dos personas que le esperan en el banco de
el fondo con una bolsa. Piensa el hombre que ha costado llegar hasta allí, que
sobre todo costó atreverse, pero que ahora ya tendrá la vida resuelta. No llega
a oír el disparo, ni ver a ninguno de
los uniformes azul oscuro, están bien escondidos. Tampoco llega a pensar en que
hay quien le espera antes de morir.