domingo, 9 de junio de 2019

Conversación temprana


—¿Cómo ha ido?
—Bien, la verdad, al final me quedé a dormir con él.
—Vaya, qué bien. ¿Y qué hicisteis?
—Pues nada, vimos una peli y ya sabes.
—¿Ya sé…?
—Venga, no seas tonto.
—Anda, dime.
—Pues que nos acostamos.
—Ah.
—Sí, bueno, ¿y tú qué hiciste?
—Nada, la verdad.
—Algo harías.
—Sí, bueno, estuve en mi casa sin hacer mucho, ya sabes. La verdad es que estaba un poco triste.
—Anda, ¿y eso?
—No sé, últimamente no estoy muy animado, es como que no me encuentro.
—¿Cómo que no te encuentras?
—Bueno, a ver, no es que no me encuentre, es que ando desanimado.
—¿Desanimado?
—Sí, no sé, que no sé qué hacer.
—¿Pero hablas de los estudios?
—De todo, no sé.
—Anda, chico, que no sabes nada.
—Pues que siento que todo se torna en mi contra.
—¿En tu contra?
—Sí, joder, a ver, es que hay cosas que son como sensaciones, que no se pueden explicar.
—Pero te sentirás así por algo.
—Me siento como vacío, como que nada me llena. Me gustaría hacer cosas, no sé, como tú.
—Ah, pues apúntate a clases de algo, o al gimnasio.
—No hablo de eso.
—¿De qué hablas entonces?
—Pues me gustaría conocer gente, como haces tú.
—Entonces te sientes vacío y quieres que alguien te llene.
—No es eso, pero me gustaría compartir algo con alguien. A veces pienso que hasta me gustaría tener pareja, hacer cosas juntos. Como haces tú.
—Bueno, yo quedo para follar y poco más.
—Ya, bueno, pero eso también está bien.
—Pero por lo que me cuentas esa no es la solución para nada de lo que te pasa.
—Bueno, da igual, hablemos de otra cosa. ¿Vas a volver a verle?
—Puede, me dijo de quedar el viernes.
—¿Y os vais a volver a acostar?
—Pues no sé, si surge.
—Ah.
—Oye, ¿te pasa algo?
—No, nada, lo que te he contado.
—No, digo que si te pasa algo conmigo.
—¿Por qué lo dices?
—No sé, te noto raro.
—No, estoy normal. Bueno, me da cosa lo del chico ese.
—Pero si no le conoces.
—Hablo de que hayáis intimado tan rápido.
—Bueno, que solo nos hemos acostado.
—Ya, pero os acababais de conocer.
—¿Y?
—No sé, tú y yo nos conocemos desde hace mucho y nunca ha pasado nada.
—¿De qué hablas?
—Nada, déjalo.
—No, de qué estabas hablando.
—Bueno, pues eso, lo que he dicho, que entre tú y yo nunca ha pasado nada. Nos conocemos desde hace mucho, hemos pasado de todo y nunca ha pasado nada entre nosotros.
—¿Y por qué tendría que pasar?
—Pues, no sé, estaría bien, ¿no?
—Pues no. Nosotros solo somos amigos.
—Ya bueno, pero… Nada, olvídalo anda, era una tontería en realidad.
—Ahora no sé qué decirte, la verdad.
—Es que me jode que siempre me hables de la gente con la que estás.
—¿Prefieres que no te cuente nada?
—No, prefiero saberlo.
—Pero si dices que te hace daño.
—No, pero me interesa saber lo que pasa por tu vida.
—¿Te interesa? ¿Te interesa de verdad?
—Claro.
—Es que ahora lo dudo. Pensándolo parece que fuera más bien una obsesión, eso o que me quieres tener controlada.
—No, no, claro que no es eso, me importas de verdad.
—Mira, creo que será mejor que sigamos hablando en otro momento.

miércoles, 5 de junio de 2019

Al perro lo había vuelto loco el viento


Al perro lo había vuelto loco el viento y desde entonces no había dejado de ladrar. Era un ladrido desesperado, como si buscase algún tipo de fin, una especie de demencia animal. En casa intentábamos apaciguar el ruido sacándolo al jardín durante el día, bajo las constantes quejas de los vecinos, y encerrándole en el cuarto de las escobas durante la noche, que era el más alejado de las habitaciones.
Un verano apareció por casa mi hermano con su mujer y su hija. Se había independizado hacía años, dejándome con mi madre, su marido y la abuela, y la verdadera razón de que volviese ahora no era la de pasar el verano en una casa grande y con jardín, como nos contó a su hija y a mí, sino que habían perdido la casa y creía poder encontrar otra en lo que durasen estos meses.
A la niña le andaban haciendo algunas pruebas por algo que empezó con una forma extraña de mirar y que ahora algunos decían que podía ser autismo. Yo la veía bastante normal, reservada si acaso cuando hablabas con ella, pero esta nueva forma de mirar había hecho que de pronto viese en ella a mi abuela. Ella, mi abuela, pasaba ahora la mayor parte del día sentada en penumbra en una butaca del salón, a veces con la televisión encendida, pero casi siempre en silencio. Uno no moría del susto al verla porque ya sabía que estaba allí, una figura apagada de la que ya no quedaba nada, una persona que los adultos ya querrían que muriese, una cáscara de piel sin músculos que no había perdido sin embargo esa forma de mirar.
Un día comiendo todos menos la abuela, ella apenas comía y solía hacerlo en el salón, la niña sacó el tema y de pronto todos nos volvimos conscientes de algo que habíamos conseguido olvidar. Qué le pasa al perro. A través de las ventanas cerradas, siempre cerradas aunque hiciese calor, oímos entonces los ladridos que no habían cesado desde ayer ni desde hacía años. Por alguna extraña razón perdimos casi todos el apetito en ese momento, puede que los ladridos nos llenasen, o la irritación, u otra cosa.
A pesar de la molestia constante, la niña salía al jardín y se acercaba a él. Uno imaginaba que sería como en las películas y entonces el animal dejaría de ladrar y le lamería la mano o la cara, pero no era así, ella salía y él seguía ladrando, ladrándole a ella, y uno, mirando desde la ventana del piso superior, apretaba el puño o los labios y le odiaba más en aquellos momentos. O se daba cuenta entonces de que lo odiaba, de la misma forma que algunos pensaban que la abuela ya había vivido su vida y ahora solo copaba el salón, uno pensaba que aquel perro había conseguido inundar mucho más espacio del que en principio podría parecer posible.
Ya no podías sentirte cómodo allí. Aquella casa lo empujaba a uno al enfado o a la irritación constante. En el piso de arriba no era difícil escuchar amortiguadas por las paredes discusiones de cada una de las parejas, en cualquier parte podías toparte de pronto con los ojos de la niña, en el salón brillaba la abuela, a quien ahora le había dado también por sonreír, y todo lo demás, las estancias vacías, la calle, el espacio entre los libros, quedaba inundado por los ladridos del perro.
La mujer de mi hermano se fue un día, oí algo y a la mañana siguiente ya no estaba allí, la niña sin embargo sí estaba. La indiferencia de su hija hacía que mi hermano se sintiese alejado de ella, su frialdad había podido con los deseos de mi madre de tener nietos, el marido de mi madre nos odiaba a todos los que interferíamos en su idea detallada y bien recortada de una jubilación tranquila. El perro había adoptado entonces el mismo lugar en el jardín y ello había llevado a que todos sufriésemos molestias en el cuello y en la espalda.
Más o menos a la par que mi abuela volvió a tener apetito, la situación se tornó crítica. Hubo una discusión entre mi madre y su marido sobre deshacerse del perro que derivó en una discusión sobre su relación. Todos queríamos deshacernos de él, o al menos todos los que manifestaban sus emociones de cualquier forma más allá que con la mirada. El asunto eran las formas, cómo deshacerse de un perro loco.
Hubo un día en que encontré en el salón a la niña sentada junto a la abuela, las dos en silencio, sin mirarse, solo escuchando. Esa noche mi hermano trabajó con la madera en el garaje hasta tarde y el novio de mi madre soñó con que recorría un pasadizo y al final se topaba con un templo pequeño, en el que no cabrían más de cinco personas, pero completamente vacío, entonces se daba cuenta que debajo de las tablas agrietadas del suelo había otro lugar y más gente, pero antes de poder levantar el suelo se despertaba. Al día siguiente se calló el perro. Fue extraño despertar y no oírle, al principio ni me di cuenta. Antes de darte cuenta de que ya no le oyes te das cuenta de otras cosas, como que falta la cortina de la ducha, que el marido de tu madre no está en la casa pese a ser temprano, que faltan herramientas de las que usa tu hermano o que tienes una mancha reseca en la mano.
Al perro lo había vuelto loco el viento.