Todo el mundo lo repetía, pero en el fondo nadie llegó a creerlo. Por eso todos se refugiaron aquí.
domingo, 30 de agosto de 2015
La tormenta
La tormenta llegó de pronto, en cuestión de dos minutos. Todos los asistentes de la piscina, a la carrera, cogieron sus bolsas y toallas y corrieron a sus respectivos portales. La socorrista se lanzó a recoger los salvavidas y el palo del limpiafondos. Mi padre, mi hermano y yo la observábamos desde la misma ventana. Empezaban a caer las primeras gotas y los rayos surcaban el cielo en horizontal. Una neblina lo cubrió todo, desdibujando ligeramente las formas. La socorrista, sola, amontonaba las sillas de plástico mientras el viento huracanado amenazaba con tirarla al agua. El portero se guareció en su cubículo y yo dudé si me daría tiempo de bajar y ayudar a la mujer antes de que hubiese terminado. Al final la socorrista salió corriendo sin haberse puesto el pantalón corto que traía por las mañanas, de forma que contra el gris del cielo y del aire destacaba el verde de su bikini. El agua de la piscina se ondulaba como si engendrase olas. Allí quieto, ya solo, me di cuenta de por qué me picaban los ojos y de dónde venía aquel olor, la aparente neblina era en realidad arena que transportaba el viento.
sábado, 29 de agosto de 2015
Un silbido
Se habían conocido por internet y aquel día por fin
se iban a ver en persona. El lugar del encuentro era una de las plazas
principales de la ciudad, una plaza grande rodeada de emblemáticos edificios. Pese
a que cada uno conocía el rostro del otro gracias a una serie de fotografías
que se habían ido enviando, decidieron concretar que el encuentro sería en el
parte este de la plaza, y él, en un arrebato de genialidad, le dijo que no se
preocupase por su rostro, pues la esperaría silbando para que no hubiese duda.
Él llegó al encuentro cinco premeditados minutos antes; entonó, cuidó abrir la
garganta, buscó la postura adecuada y empezó con una canción sencilla. Cuando
su reloj indicó que ya era la hora interrumpió lo que silbaba y lo sustituyó
por la canción más conocida de la película preferida de ella. La canción
terminó antes de que ella llegase, y eso que había repetido un par de partes
por el placer del ritmo, así que volvió a silbarla, y al terminar la silbó otra
vez, y así tres veces más. Ya eran y cuarto pasadas y ella no llegaba, y como
la canción le aburría y le molestaba estar parado, empezó a silbar el resto de
la banda sonora mientras daba pequeños paseos de diez pasos y giraba. Los
minutos pasaron y con ellos las canciones. Aquella banda sonora era compleja e
incluía notas a las que no era fácil llegar, por lo que él se vio rebajado,
sintiéndolo como una derrota, a silbar otras canciones, conocidas o no, que se
pudiesen interpretar en varias tonalidades. Tenía los labios secos, el reloj
marcaba media hora de retraso y el sol en lo alto empezaba a calentar el
mediodía. Miró el teléfono con apenas un par de notas largas e inconexas en los
labios, y no vio ninguna llamada, así que él le dio a llamar, pero colgó de
pronto al darse cuenta de que no podía hablar y silbar a la vez, ¿y si llamaba
y justo ella pasaba por allí sin ver a nadie silbando? Cuarenta y cinco minutos
pasaban ya y él, con los ojos rojos, se acercaba a las jóvenes que veía,
silbando, con gestos casi de súplica, pero ellas huían de aquel extraño tipo.
Ella llegó con una hora y cinco minutos de retraso, no podía evitar sonreír
pensando en el sinsentido del espectáculo que había presenciado en el metro,
acontecimiento que le había retrasado y que le había impedido llamar debido a
las profundidades del subterráneo, seguro que él se reiría cuando se lo
contase. Buscó por el lado este y por el centro de la plaza, afinando el oído a
ver si captaba unas provocativas notas en clave de humor, de esas que les
suelen dirigir los obreros a las mujeres que pasan frente a su obra. Sin
embargo no escuchó ninguna melodía, ni tan siquiera de algún músico apostado en
una esquina, tan solo encontró un chico tumbado de lado, encogido en sí mismo,
que con los labios en forma de “o” soplaba aire con ligeros sonidos y al cual
le sangraban los labios.
lunes, 24 de agosto de 2015
Rapidito
Diana dice que no, que ella no le cae mal a Laura, pero María le confiesa que sí, que no solo le cae mal en secreto sino que además habla mal de ella a sus espaldas. Diana se siente traicionada y María, que también le cae mal a Laura, se siente un poco como en un pedestal por encima de Diana, porque aun cayéndole también mal lo hace de un forma llana y quieta. Pero bueno, Diana se recupera de ese inesperado tumor que le ha salido a su historia, lo rodea sintácticamente, y sigue contando que ya eran las dos y media, de la noche, por supuesto, y que Sara había desaparecido, pero que conste que a ella no le importaba, eh, que ella estaba bien sola, pero que joe, que desaparece así, sin decir nada a nadie y medio borracha, y claro, luego pasa lo que pasa, que le encontraron medio desnuda entre unos arbustos y Juan juraba que se la había chupado, pero Sara dice que no, ¿sabes? Que si no se calla la puta boca le va a partir la boca...
Y yo en ese momento las adelanto, porque camino más deprisa, y decido que quiero que se fijen en mí, así que me pongo a hacer posturitas, y mira que brazo, y el pelo así y asá, y pongo carita triste, ¿y esta sonrisa de medio lado? ¿Qué, eh? Pero nada, oye, que Pablo, que Pablo y más Pablo. Pablo, Pablo, Pablo, Pablo y ay que guapo es Pablo, que sincero, y su pelo rubio... Aunque la verdad es que Pablo es tan genial... Me convencen, me vuelvo pablista, porque Pablo está callado, pero de pronto habla y dice lo que tiene que decir, y esos ojos tan, tan profundos, como dos charcas escondidas en el bosque. Cuando Pablo mira al infinito se me pone la piel de gallina y solo deseo que me bese... Un momento, ¡pero qué es esto! Diana, que parecía una adolescente cuenta-anecdotas de pacotilla, inspirada por la malvada Laura, ha desarrollado la magia de la manipulación. ¡Maldita psicópata! Acelero el paso y deseo quitarme de la cabeza ese pensamiento, ¿qué pensamiento? Ah, sí, Pablo, hecho de oro y charcas azules... ¡Rayos y retruécanos! Ya lo tengo, recuerdo que hace tan solo un momento, cuando aun no oía hablar a Diana y María por encontrarme algo rezagado, pensé, en clave de humor, que esa pobre chica (la que después fue llamada Diana) era pobre pese a vestir bien. Lo pensé porque la pobre mujercita llevaba unos pantalones de hacía años que le quedaban pequeños, tanto que por encima de cada pierna le sobresalía media nalga.
Al final llego a casa, introduzco en la cerradura la llave de capuchón naranja y la puerta se abre, sin ofrecer resistencia, ¡qué felicidad! Me han hecho caso y la han arreglado.
Y yo en ese momento las adelanto, porque camino más deprisa, y decido que quiero que se fijen en mí, así que me pongo a hacer posturitas, y mira que brazo, y el pelo así y asá, y pongo carita triste, ¿y esta sonrisa de medio lado? ¿Qué, eh? Pero nada, oye, que Pablo, que Pablo y más Pablo. Pablo, Pablo, Pablo, Pablo y ay que guapo es Pablo, que sincero, y su pelo rubio... Aunque la verdad es que Pablo es tan genial... Me convencen, me vuelvo pablista, porque Pablo está callado, pero de pronto habla y dice lo que tiene que decir, y esos ojos tan, tan profundos, como dos charcas escondidas en el bosque. Cuando Pablo mira al infinito se me pone la piel de gallina y solo deseo que me bese... Un momento, ¡pero qué es esto! Diana, que parecía una adolescente cuenta-anecdotas de pacotilla, inspirada por la malvada Laura, ha desarrollado la magia de la manipulación. ¡Maldita psicópata! Acelero el paso y deseo quitarme de la cabeza ese pensamiento, ¿qué pensamiento? Ah, sí, Pablo, hecho de oro y charcas azules... ¡Rayos y retruécanos! Ya lo tengo, recuerdo que hace tan solo un momento, cuando aun no oía hablar a Diana y María por encontrarme algo rezagado, pensé, en clave de humor, que esa pobre chica (la que después fue llamada Diana) era pobre pese a vestir bien. Lo pensé porque la pobre mujercita llevaba unos pantalones de hacía años que le quedaban pequeños, tanto que por encima de cada pierna le sobresalía media nalga.
Al final llego a casa, introduzco en la cerradura la llave de capuchón naranja y la puerta se abre, sin ofrecer resistencia, ¡qué felicidad! Me han hecho caso y la han arreglado.
jueves, 20 de agosto de 2015
P.
La descalzo, llevaba manoletinas negras. Le quito
el calcetín del pie izquierdo, cojo éste y lo sopeso. Está algo frío, es muy
blanco y está como encogido, como si fuese un pie tímido. El pie, y
probablemente también el otro, ha sido lavado hace poco, seguro que ella se ha
duchado esa misma tarde para la ocasión. No está sucio y huele bien, pero el
calcetín ha dejado una bolita negra de lana entre el dedo gordo y el índice, la
quito y ya toco todo el pie, pasando mis dedos entre los suyos y palpando un
talón que de seguro recibe algún tipo de crema, pues está suave, de forma que
no se sabe dónde acaba el talón y dónde empieza el pie. Después le quito el
otro zapato y el otro calcetín. Examino el pie derecho de la misma forma que el
anterior aunque ahora lo hago como si lo hiciese por cumplir, por seguir una
simetría, no porque me apetezca realmente. Deposito los pies en el felpudo que
coloqué antes de empezar al saber que el suelo estaba frío. Entonces me
levanto, cojo sus pantalones elásticos a la altura de la cintura y se los quito
con breves y alternos tirones. Los doblo y los dejo sobre la mesa. Ella sube
los brazos y le quito la camiseta, que acaba al lado de los pantalones aunque
peor doblada. Me vuelvo a agachar y paso mis manos por sus piernas, esta vez
con interés por ambas. Entonces cojo la espuma y la extiendo con cuidado sobre
su piel. Después la retiro con la cuchilla, dejando surcos suaves. Termino con
la derecha y hago lo mismo en la izquierda. Vuelvo a pasar mis manos por sus
piernas, están suaves. Entonces retiro sus bragas, las dejo encima de la cama y
abro ligeramente sus piernas. Con unas pequeñas tijeras voy cortando los pelos,
primero de encima, luego de los lados. Cuando termino vuelvo a echar espuma,
pero echo menos y la extiendo con más cuidado. Luego rasuro lentamente. Cuando
termino paso el dedo por encima y tengo que volver a echar espuma y pasar la
cuchilla. Le desabrocho el sujetador y observo detenidamente su vientre y
espalda, arrancando con una pinza cada pelo que encuentro. Observo que tiene
vello en las aureolas de los pezones y lo empiezo a quitar con pinzas, pero le
oigo sonidos de dolor ahogado, por lo que tapo sendos pezones con tiras de
cinta adhesiva y los retiro muy rápidamente, dejando la piel roja debajo. En
las axilas repito el proceso de la espuma y la cuchilla. Por último llego a la
cabeza y empiezo a cortarle el pelo con unas tijeras grandes. Ella tiene los
ojos cerrados y llora en silencio, comenta:
—Aun recuerdo las canoas.
Y yo, al terminar de usar las tijeras, paso por su
cabeza una maquinilla eléctrica para después afeitar también. Dejo para el
final los pelos de encima de los pies, de los nudillos, de encima del labio, de
la nariz, las cejas y las pestañas.
Cuando lo recojo todo y limpio, dejándola dormida
en la cama antes ocupada por las ropas que ahora descansan en la silla en la
que ella estaba sentada, salgo al pasillo y recuerdo lo que ella ha dicho. En
el cañón de un río ella vio navegar tres canoas naranjas y comentó que le
encantaría ir en una. Después, cuando bajamos y la llevé a un pequeño muelle
viejo donde estaban esperándonos las tres canoas, ella lloró de emoción.
miércoles, 19 de agosto de 2015
Cosas que pasan
Yo mismo decía que tras una relación había que
dejar un tiempo prudencial antes de la siguiente, pero no estaba muy seguro de
si esto también se aplicaba a las aventuras esporádicas finitas. Y ahí estaba
yo, bajo un cielo nublado, esquivando los charcos y muerto de frío. En todas
mis rupturas he llevado siempre la misma cazadora de cuero negra, y eso que casi
nunca sabía qué iba a pasar ese día. En aquella ocasión mis pasos me llevaron
hasta la estación de trenes, pero porque me la encontré, no porque un dolor en
el pecho me hiciese querer irme lejos o algo parecido. Llevaba las manos en los
bolsillos de la cazadora y un pitillo que ni me había molestado en encender en
los labios. Me quedé allí quieto, en la acera opuesta a la puerta de la estación,
seguro de que cogería un resfriado, pues tenía los pies húmedos.
A punto estaba ya de irme, sintiendo los ojos
irritados y creyendo haber pensado lo suficiente en mí recién fracasada
relación como buen penitente, cuando una voz a mi espalda dijo:
—Perdona, ¿tienes fuego?
Al girarme me encontré con una chica de pelo
castaño y piercing en la nariz.
—Claro —y estiré el brazo para encenderle el
cigarrillo que ya tenía entre los labios.
Ella debió ver que pese a tener fuego mi
cigarrillo estaba apagado.
—¿Te gusta el sabor?
—¿Perdona?
—No, como llevas el piti como si fuese una
piruleta he pensado que quizá lo estabas degustando, como quien toma caramelos
de café.
Me quité el cigarrillo de los labios y lo
contemplé húmedo y arrugado, una birria de colilla. Lo lancé, describió una
parábola y entró en la basura de forma limpia, sin rozar las paredes de la
misma.
—Es que fui jugador profesional de baloncesto, ya
ves —tuve que añadir sacando las dos manos de los bolsillos por primera vez.
—Un poco canijo me pareces para ser jugador de
baloncesto, te veo más en el fútbol.
—También, también. Ahí hice fortuna. Tenía un
mote, por eso probablemente no te suene mi nombre, pero claro, me lesioné en la
rodilla y tuve que cambiarme al baloncesto.
—¿Te cambiaste con la rodilla mal?
—Es que resultó que estar todo el día pegando
brincos era bueno para las piernas.
—¿Y cuál es ese nombre que seguro que no conozco?
Se lo dije.
—¿Y el mote?
—“Pichichi”
—¿Eso no se le dice a los que marcan muchos goles?
—Imagínate entonces lo bueno que era. ¿Y cuál es
tu nombre?
—Natalia.
—¿Y tu historia? —hizo un gesto extraño.
—Puf, pues verás, yo no soy de aquí. Soy de un
pueblo de mierda, era de un pueblo de mierda, en el que tenía a mi familia y un
novio con el que me iba a casar…
—¿Y murieron todos en un sangriento tiroteo?
—sonrió.
—No… la verdad es que no. Solo me agobié, pero
llevaba tiempo estando mal con mis padres y con Ricardo, mi novio, y yo no
quería casarme y ellos me instaban, y Ricardo, y sus padres, y los míos, y todo
el puto pueblo. Y todo, ¿sabes por qué? Porque me quedé embarazada, entonces
todo el puto mundo perdió la cabeza, todos me querían casar ya, todos me veían
de mujer florero cuidando niños y una casa con jardín, vestidita de novia,
sonriendo siempre, quedando con mis amigas en casa para tomar el té en el salón…
¿y sabes que es lo mejor? Que con tanta mierda perdí al niño. Ni siquiera había
querido tenerlo, pero a ver que me hubiesen hecho allí, supongo que quemarme
por bruja. Así que un día eché andar hasta la primera parada de autobús que vi,
de allí a una ciudad, luego gasté todo lo que tenía en un billete de tren y
aquí estoy. Ni siquiera pasé por casa a coger mis cosas.
—Joder… —. La verdad es que en esos casos, en los
que hay que consolar o soltar algo acertado, soy un completo incompetente. —Si
tienes hambre te invito a cenar.
—Claro —dijo sin sonreír.
Bajamos una avenida, torcimos una calle,
recorrimos otra que era pequeña y salimos a una plaza.
—Ya hemos llegado.
—¿Dónde? ¿Aquí?
Ante nosotros se erigía el descomunal Hotel
Budapest, de cinco estrellas.
—Estás loco, ¿acaso eres rico?
—Ya te dije que fui jugador en dos ligas
profesionales.
La verdad es que en el bolsillo trasero tenía un
sobre con mucho dinero, era para una sorpresa que aquella misma tarde se había
tornado en ruptura.
Entramos, el maître nos miró mal, le traté de
usted con acento áspero y nos sentó en una mesa alejada. Pese a que quisiese
alejarnos de la clase alta que allí comía y hablaba como horribles actores,
solo consiguió sentarnos al lado del radiador, donde mejor se estaba con aquel
tiempo. Pedí vino y Natalia se bebió una copa de un trago, le volví a servir y
se bebió entonces la mitad, por si acaso pedí agua también. Con el vino se
soltó y empezó a reír cuando yo me lo proponía. Me habló de su hermano mayor
que debía estar dando tumbos por las Américas y por el que ella, intuí yo, se
había sentido abandonada, pues ella confiaba en que él la hubiese defendido del
caos del que acababa de huir. También me habló de sus padres de mala forma, y
de Ricardo, del cual yo no dejaba de burlarme de forma ácida haciéndola reír.
Pedí sopa caliente y humeante, con uno de esos vapores que te calientan la
nariz pero que provocan el moqueo. Natalia partió un pan en muchos pequeños
trozos y los fue lanzando al caldo como una niña que juega a los barquitos,
después los rescató con la cuchara y al probarlos le apareció la mejor sonrisa
que le pude ver. Allí, viéndola comer, se me quitó el hambre y me dediqué a
marear la comida por los platos a la vez que iba despedazando panes. Al llegar
la carta de postres Natalia se quejó de que todos eran fríos o secos, así que llamé
al camarero y le pedí por favor que si podía traer un batido caliente de chocolate,
él empezó a decir que lo sentía pero que… y yo entonces yo se lo volví a pedir
por-fa-vor y él salió del restaurante, fue al bar del propio hotel y trajo un
batido caliente de chocolate. Escuchando a Natalia decir “¡Me encantan los
batidos de chocolate!” y viéndola disfrutar de aquél me sentí como un rey.
Pagué y dejé una propina desorbitada a modo de ataque sutil a la mala mirada
del maître. Después le pregunté a Natalia si quería dormir allí aquella noche,
ella no se lo creyó, pero cuando vio que hablaba enserio me dijo que no
diciéndome que sí, así que pedí una habitación para uno y la vi sonreír detrás
de mí por el espejo que estaba detrás del empleado del hotel que nos atendía.
Entonces, con la llave en mano, le dije a Natalia que ahí ya me iba, y ella me
dijo que por lo menos la acompañase hasta la puerta de su habitación. En el
ascensor subimos junto a una anciana que se bajó en la tercera planta, nosotros
íbamos a la quinta. Entonces Natalia se arrimó a mí de una forma que yo sabía
qué significaba, pero aun así en ese momento fui incapaz de explicarle las
cosas o por lo menos de no devolverle el juego. En la puerta de su habitación
me cogió de la mano y me metió dentro. Allí me quitó la chaqueta y, en un solo
movimiento que incluía jersey y camiseta, se quedó en sujetador. Entonces me
besó, y digo que me besó porque yo no la besé a ella. La cogí por los brazos
suavemente y la aparté de mí.
—Natalia, no quiero que me des un agradecimiento.
Cogí mi chaqueta, salí de la habitación y bajé por
las escaleras saltando los escalones en grupos de cuatro. En el hall un calor
exagerado me puso la cara roja. Fuera, en la calle, el frío me destrozó y,
encogido, no pude evitar pensar qué tal se habría dormido en una habitación de
la quinta planta de un hotel de cinco estrellas.
martes, 18 de agosto de 2015
Gato
Ceniza me la había vuelto a jugar. Desperté de la
siesta en mitad de un prado, de cara a un cielo azul nublado. Lo más llamativo,
la verdadera razón por la que escribo esto, es que me desperté siendo un gato.
No era la primera vez que era objeto de una de las bromas, o venganzas, de
Ceniza, así que en vez de agobiarme, intentar orientarme o buscarla preso de la
ira, me lancé saltando por el prado en busca de una charca, porque lo que más deseaba
en ese momento era ver qué tipo de gato era. Pese a estar todo verde no di con
ningún charco, lo más parecido fue un abrevadero de caballos con el agua sucia
donde me llevé un gran disgusto. Era un gato blanco con el lomo color caramel.
Ceniza podía haber hecho de mí un gato negro, o uno gris de ojos mágicos, pero
no, tenía que haberme puesto colores de gato aburguesado. Al principio deambulé
de mal humor por donde las hierbas eran más bajas, le bufé a una vaca sin tener
ningún motivo. Deseaba que llegase ya el momento de mi reconversión en humano y
poder entonces negarle a Ceniza mi conversación. Sin embargo vi una mariposa volar
hasta posarse en mi nariz, mover las alas dos veces y proseguir el vuelo,
entonces no pude sino ir saltando tras de ella, intentando alcanzarla con mis
zarpas. Y con eso y cosas parecidas pasé la tarde.
Pero llegó la noche, y con ella el frío. Yo era un
gato, los gatos sienten menos frío que las personas, o, mejor dicho, lo
resisten más, pero el frío lo sienten igual. Y no solo hacía frío, sino que
cuando Ceniza me convierte en animal, si éste es relativamente pequeño, suelo
temer que me coman, es un sentimiento que no se llega a sentir de forma plena
cuando se es humano, es un sentimiento que mezcla el escalofrío y la más
profunda incomodidad. Pero se me hizo la luz, literalmente, pues fui a topar
con una casa rural con las luces encendidas. La puerta era de cristal y solo
tuve que maullar un par de veces para que una mujer muy guapa abriese la puerta
y me acariciase (que placer, por dios), lo malo es que después cerró. Seguí
maullando hasta que un hombre abrió y me dejó un recipiente con leche tibia y
un poco de jamón, pero, como yo quería a la mujer diciéndome cosas bonitas y no
al hombre, no probé bocado en forma de castigo. De cualquier forma yo seguía
teniendo frío, además de que sabía que cuando apagasen la luz y se fuesen a
dormir el miedo a ser devorado reaparecería, por lo que tomé medidas drásticas.
Me acerqué al cristal, fijé mis ojos en la mujer que leía dentro y cuando ella
me miró levante la pata derecha y golpeé dos veces el cristal, ella exclamó de
ternura. Así es cómo logré que me abriesen, lo malo es que querían encerrarme
en el baño, pero pude rehuir esa prisión al bufar cada vez que comentaban la
idea, no entiendo cómo no descubrieron que no era un verdadero gato.
Allí, sobre el sofá tumbado y con ellos durmiendo
(o no) en su cuarto, se me ocurrió hacer alguna fechoría, pero no lo veía bien
si me habían ayudado, además de que no sabía cuánto tiempo tardaría en volver a
andar sobre dos patas, digo piernas, y dejar de ver las cosas desde abajo. Al
día siguiente salté al suelo y corrí hacia la puerta como quien corre al baño
tras un apretón. Antes de llegar sentí un gran dolor en la espalda y me erguí
como un hermoso hombre desnudo. Recorrí la carretera asfaltada hasta el pueblo
(seguía desnudo) donde pensé en preguntar a ver si me ubicaba. Lo que se iba a
reír Ceniza cuando se lo contase todo.Dedicado a la gata embarazada a la que le encantaba el jamón ibérico pero a la que no dejaron entrar por no estar vacunada.
lunes, 17 de agosto de 2015
El camping
Él sabe dónde tiene que buscarla si la quiere
encontrar, son muchos años ya. Es tanto tiempo de pensarla e imaginarla que
adivina dónde va a ir o qué va a hacer, aunque sea la primera vez que lo haga.
Ahora, frente a las puertas de un camping, sabe que ella está en la cuarta
tienda contando desde el lago, en la tienda verde. Sabe también que está con
dos amigos, una amiga y un medio novio. Él sabe que podría hacer que ella
desterrase al medio novio, pero sabe también que no podría hacer que ella
volviese a quererle a él, y es eso lo que le escuece y lo que le hace no saber
si entrar en el camping.
Él sabe, porque lo sabe, que en la tienda azul que
está a solo tres tiendas de la entrada hay dos amigas muy extrañas, con una de
las cuales podría lograr tener sexo esa misma noche. Sabe que se podría
encontrar con quien ha venido a buscar llevando por la cintura el cuerpo medio
desnudo de la nueva, y que eso le haría daño a quien ha venido a buscar, pero
que no por ello ella recordaría qué era quererle a él.
Él sabe que ninguno de los caminos que escoja esa
noche, por muy perverso que sea, le hará dejar de sentir triste. Así que echa a
andar, frente a la tienda azul se detiene y hace una reverencia muy formal,
frente a la tienda verde se llena los pulmones con las manos frías. Antes de
llegar al lago se encuentra sin querer con el medio novio, él sabe quién es él
pero él no sabe quién es él. Piensa en tantas fechorías para al final pasar de
largo sin saludar si quiera. Frente al lago se quita los zapatos y se mete en
el agua vestido, porque él sabe que si nada toda la noche acabará en la cabaña
de la enfermería, y sabe que ella lo sabrá de pronto y que irá a verle, y que
no recordará qué era quererle, pero por lo menos le dirá ese insulto dulce que
le decía antes y él se sentirá mejor mientras tose fruto de la pulmonía.
Chandurria
El caballero derrotado se alza poniéndose las cenizas como
cama. Llama a su adversario diciéndole que aun no se vaya. El otro, el
adversario, aprieta en los labios una colilla mojada. Uno porta una espada y el
otro una vara de avellano, no importa quién el qué. Los pasos vuelven a sonar
en ese baile tan perfecto. Suena un grito, pero éste pertenece a la mujer que
les ve luchar, mujer que se plantea el por qué está ahí y decide marcharse
buscando la tierra donde las mujeres sean libres de ver la estupidez de sus
maridos, o pretendientes, reflejada en duelos. Suena un grito, esta vez de
hombre. Cae una colilla, media vara de avellano y sangre del espadachín. Uno ha
muerto, el otro también, pero uno ha muerto de cementerio, al otro solo se le
ha muerto el honor. El vencedor, que ni él sabe ya quién es con tanta vuelta
dada al ruedo, busca a una mujer que ya no está. Entierra al muerto
con la espada, dejando constancia de la sepultura con la mitad de la vara de
avellano clavada en la tierra a la altura de la cabeza del muerto. Entonces se
va caminando utilizando la otra mitad de la vara como bastón.
domingo, 16 de agosto de 2015
Pillow man
Les prometí a Manuel y a Carlos que si me lo pasaba bien escribiría esta entrada, y como mientras tenía la noble labor de sujetar la almohada Carlos me dijo "eh, eres Pillow man", le prometí a él que ese sería el nombre de la entrada.
Realmente habíamos quedado los tres con el inocente propósito de ir a una tienda donde se iba a hacer el ensayo final de un juego de cartas de gladiadores que consistía en que jugábamos gratis y, con el pulgar hacia arriba o hacia abajo, decíamos si nos gustaba o no. Jugar jugamos, pero Manuel comentó de broma (creo que empezó de broma) "¡Vámonos de fiesta!" y, broma o no, acabamos por irnos de fiesta.
Ahora bien, mientras volvía a casa de madrugada decidí contar esta historia de forma ininteligible, de forma que la pudiesen entender solo Carlos y Manu, como mucho. Es una historia contada en forma de imágenes:
Juego de cartas de gladiadores, reducción al absurdo, bus de veinte minutos, conversación sobre la amiga de la novia, ¿dónde está el Barrio de las Letras? Punto y coma, libros y modo avión, ingeniería al hacer una cama, la cucaracha musical, frutos secos de barrio y medio, vueltas y vueltas que llevan a un bar cerrado, club de striptis al que no nos quisieron invitar, apoyados contra la pared que criticaba un grupo de música, el bar de la boca del hermano, luz blanca que teletransporta a las personas, prostitutas limón-vodka*, la boca grande de Carlos, la larga elección del amigo de Harry, sillas oxidadas, charla sobre mujeres, diferentes puntos de vista en la profundización de la vida amorosa de Miguel, Manuel abraza a Miguel por encontrar el romanticismo perdido, fotografía de mujer con piercing en el pezón, sudaderas grandes y pequeñas, pasillo amarillo con puerta al fondo, tras los pasos de Cecilia, autobús de curiosos ocupantes, hombre que no cree que no tenga fuego y me han hecho caso y han arreglado la cerradura.
*Este punto, "prostitutas limón-vodka", sí lo voy a explicar. Nos encontrábamos de vuelta en Gran Vía, habíamos salido del Rey Lagarto porque la abuela de Carlos le había llamado para preguntarle que si estaba bien, y ya que estábamos fuera decidimos ir a la azotea de Manu, lo que nos llevó a la calle Montera. Allí entramos en un chino y empezamos a ver qué podíamos comprar, haciendo una broma por cada posible bebida. Entonces entraron dos prostitutas de las que por allí transitan y el chino inmediatamente les sacó un bote de refresco de limón y un botellín de vodka. Una de las dos mujeres, la más grande, dio un largo trago al refresco, vaciaron el alcohol en él, lo removieron con una pajita y pagaron cinco céntimos (antes de que se marchasen a Carlos le dio tiempo de decir "ese vodka no compramos, que sabe a perfume" y ambas prostitutas le echaron una mirada que me encantó, pues ahí fueron ellas, quienes quiera que fuesen realmente, y no lo que fingen ser). Después entraron dos prostitutas más y repitieron el proceso, con la diferencia de que encargaron al hijo del chino, que no sabía dónde esconder la erección, que les vaciase medio refresco. Pagaron solo un euro.
Realmente habíamos quedado los tres con el inocente propósito de ir a una tienda donde se iba a hacer el ensayo final de un juego de cartas de gladiadores que consistía en que jugábamos gratis y, con el pulgar hacia arriba o hacia abajo, decíamos si nos gustaba o no. Jugar jugamos, pero Manuel comentó de broma (creo que empezó de broma) "¡Vámonos de fiesta!" y, broma o no, acabamos por irnos de fiesta.
Ahora bien, mientras volvía a casa de madrugada decidí contar esta historia de forma ininteligible, de forma que la pudiesen entender solo Carlos y Manu, como mucho. Es una historia contada en forma de imágenes:
Juego de cartas de gladiadores, reducción al absurdo, bus de veinte minutos, conversación sobre la amiga de la novia, ¿dónde está el Barrio de las Letras? Punto y coma, libros y modo avión, ingeniería al hacer una cama, la cucaracha musical, frutos secos de barrio y medio, vueltas y vueltas que llevan a un bar cerrado, club de striptis al que no nos quisieron invitar, apoyados contra la pared que criticaba un grupo de música, el bar de la boca del hermano, luz blanca que teletransporta a las personas, prostitutas limón-vodka*, la boca grande de Carlos, la larga elección del amigo de Harry, sillas oxidadas, charla sobre mujeres, diferentes puntos de vista en la profundización de la vida amorosa de Miguel, Manuel abraza a Miguel por encontrar el romanticismo perdido, fotografía de mujer con piercing en el pezón, sudaderas grandes y pequeñas, pasillo amarillo con puerta al fondo, tras los pasos de Cecilia, autobús de curiosos ocupantes, hombre que no cree que no tenga fuego y me han hecho caso y han arreglado la cerradura.
*Este punto, "prostitutas limón-vodka", sí lo voy a explicar. Nos encontrábamos de vuelta en Gran Vía, habíamos salido del Rey Lagarto porque la abuela de Carlos le había llamado para preguntarle que si estaba bien, y ya que estábamos fuera decidimos ir a la azotea de Manu, lo que nos llevó a la calle Montera. Allí entramos en un chino y empezamos a ver qué podíamos comprar, haciendo una broma por cada posible bebida. Entonces entraron dos prostitutas de las que por allí transitan y el chino inmediatamente les sacó un bote de refresco de limón y un botellín de vodka. Una de las dos mujeres, la más grande, dio un largo trago al refresco, vaciaron el alcohol en él, lo removieron con una pajita y pagaron cinco céntimos (antes de que se marchasen a Carlos le dio tiempo de decir "ese vodka no compramos, que sabe a perfume" y ambas prostitutas le echaron una mirada que me encantó, pues ahí fueron ellas, quienes quiera que fuesen realmente, y no lo que fingen ser). Después entraron dos prostitutas más y repitieron el proceso, con la diferencia de que encargaron al hijo del chino, que no sabía dónde esconder la erección, que les vaciase medio refresco. Pagaron solo un euro.
jueves, 13 de agosto de 2015
Trascendencia
Y el niño murió y en el cielo se vio de pronto
frente a un inmenso dios sentado. Tenía cara de humano pero aun así recordaba a
un felino.
—Mi mamá dice que tú no existes —Y el gato ladeó
la cabeza— No, no existes.
Y el dios maulló como maullaría un ser que fuese
dios, hombre y gato a un tiempo.
Entonces todo cambió y el niño se vio en un parque
con árboles de hojas de plata, suelo liso, blanco y brillante y una espesa
niebla que lo rodeaba todo. Había un banco, el niño se acercó y se sentó. De
pronto vio que en la pequeña superficie que lograba ver frente a él había
muchos bebés gateando, sentados o intentando ponerse de pie. Una voz contestó a
sus preguntas sin formular.
—Esto es el limbo. Aquí vienen quienes no han sido
bautizados.
Quien hablaba, comprobó el niño, era un esqueleto
que vestía túnica negra con capucha y portaba una guadaña, parecía inmensamente
triste. El niño no recordaba si a él lo habían bautizado, probablemente no.
—¿Y por qué son todo bebés?
—Porque ellos aun no pudieron ser buenos o malos.
—¿Y por qué estoy yo aquí?
—Porque le has dicho a Dios que no existe creyendo
de verdad que así era.
—¿Y cuál es tú relación con él?
—Sería difícil de explicar.
miércoles, 12 de agosto de 2015
Es tarde ya
Es de noche, son las tres y poco. Todos duermen pero yo no
podría estar más despierto. Pienso, veo una película y pienso, también escucho
de recuerdo algunas canciones de la película. Supuestamente me desahogo
escribiendo, pero me gustaría desahogarme pintando, que ya no dibujando,
pintando, y ahí por fin ya no me interesaría triunfar, solo aprender cómo
funcionan los colores, ver como paso un pincel por un lienzo y éste deja una
línea. Las letras son siempre tan monótonas… a veces no lo son, cierto, pero a
mí casi siempre se me desmoronan antes de llegar a formar castillo. A veces
pienso en el futuro, puedo pensar en futuros ajenos y adivinar muchas cosas,
pero me cuesta pensar en el mío, porque en él hay partes que hasta me cuesta
inventarme. Es tarde ya, quizá el sueño, aun tímido, va tendiendo ya telarañas
en los ojos, pero sobre todo me acuesto porque es lo que debo hacer, porque no
tiene sentido que esté de noche, con los ojos enrojecidos, pensando en cosas
amorfas de esas que se piensan cuando se necesita desaturar la mente. Si por lo
menos fumase, si acostumbrase a llenar estancias de humo, entonces sí podría
quedarme de noche en esta habitación de luz amarilla, y podría pensar cosas
claras, y podría, quién sabe, adivinar esos momentos de mi futuro que aparecen
todavía vedados frente a mis ojos rojos.
martes, 11 de agosto de 2015
Ojos grandes de caramelo
Era un hombre que de tanto comer y tener hijos se
volvió muy feliz. Tenía una hermosa barriga redonda y varias mujeres, a las que
todas quería sin querer demasiado a ninguna. Era comerciante y acabó por
hacerse rico, de forma que mantenía a toda su creciente familia y se rodeaba de
los niños del pueblo, en las fiestas o en los días importantes de la familia, para
repartir unos caramelos riquísimos de fresa ácida que nadie sabía de dónde
traía. Todos los niños corrían a él cuando lo veían salir a la calle, todos
menos una niña que les miraba seria o con media sonrisa, siempre sentada en la
sombra. Una de sus mujeres más recientes dio a luz con la luna equivocada,
muriendo y engendrando un bebé que no dejaba de llorar pese a que le acunasen
mil manos y cientos de nodrizas lo amamantasen. Una noche calurosa dejaron al
berreante bebé solo en una habitación, pues nadie podía soportar ya sus gritos,
y de pronto todos en la casa creyeron volverse sordos, tan solo oían un ligero
pitido y hasta que el gordo no dijo un par de palabras no se dieron cuenta de
que lo que ocurría era que el bebé había dejado de llorar. Abrieron la puerta
de la habitación despacio, con el aliento contenido, pensando que probablemente
el bebé había muerto, pero lo que vieron no dejó a nadie indiferente. Había una
niña en mitad de la habitación meciendo apenas perceptiblemente al bebé, el
cual sonreía sin dientes e intentaba alcanzarle la nariz con sus bracitos
rechonchos. Ella había entrado por la ventana abierta, y era la niña que nunca
había corrido a aceptar los caramelos del gordo.
Desde aquella noche se le encomendó a la niña el
cuidado del bebé, y ella, que aceptada sonriendo sin decir palabra, desaparecía
con la criatura por los lugares más extraños del pueblo o del bosque, donde, si
sabía que nadie podía verles, se bañaba con él en el río de agua helada, de
forma que el bebé lloraba y ella le acunaba sobre su piel fría hasta que se
calmaba.
Pero el niño fue creciendo y aprendió a andar y,
poco a poco, a hablar. Empezó a hacer y decir cosas raras, y el día que insultó
a todas las mujeres del hombre gordo, el pueblo le gritó a la niña, la cual
huyó corriendo al bosque, era de noche. El hombre, que parecía ser el único que
mantenía la cabeza fría, mandó partidas de búsqueda temiendo por la seguridad
de la pequeña, pero fue él quien la encontró. La niña lloraba de rabia,
pensando que no era su culpa que el niño se comportase así, que como poco era
culpa del gordo de su padre. Pero éste no la reprendió, tan solo le dijo que
siempre se quedaba con la espina clavada de no poder darle un caramelo a
aquella niña que se reía del resto sentada en la sombra.
—¿Quieres volver a cuidar al bebé?
Entonces ella se acercó, escaló su redonda
barriga, se abrazó a su cuello, le besó en la mejilla y le susurró al oído:
—No, gracias. Si quiero cuidar un niño ya tendré
yo uno.
Se bajó y se alejó de él. Y con los ojos del gordo
en su espalda no pudo evitar sonreír palpando en su bolsillo los caramelos de
fresa ácida que le había robado.
Cieux
Era plena noche cuando desde la calle se pudo
observar cómo la luz de la habitación se encendía. Dentro, un hombre se levantó
de la cama excitado, se puso las gafas que se encontraban en la mesilla de
noche y se calzó con las zapatillas de andar por casa. Su mujer, que dormía con
un camisón de mujer vieja de textura suave, al principio creyó que le había
despertado una pesadilla, pero cuando le vio abriendo el armario y estirándose
para coger el baúl que descansaba al fondo, detrás incluso de la ropa en
desuso, no supo qué pensar. Era un baúl que debiera haber sido olvidado,
abierto solo por sus herederos con ellos dos ya muertos. Y de hecho el baúl
había sido olvidado, pero erase de un hombre que había despertado de un sueño que
no recordaba y que, impulsado por una fuerza extraña, se había adentrado al
fondo del armario. Abrió la tapa, que no necesitaba de llaves ni fórmulas
mágicas, y bajo ella halló papeles viejos y alguna fotografía dada la vuelta.
El hombre cogió una en la que aparecía una mujer joven riendo en blanco y
negro, ella salía en la mitad de la imagen, no estaba posando cuando la
fotografiaron, el fondo parecía algún lugar del campo sin mayor encanto.
—Rocío, querida, creo que tenemos que separarnos.
—¿Pero de qué estás hablando? ¿Has perdido la
cabeza?
Y él, con los recuerdos en sus manos sabía que no,
que más bien la había encontrado.
El amanecer lo encontró riendo en un parque. Se
había vestido, puesto una gabardina y cogido el baúl. Ahora leía escritos,
cartas y hasta artículos de periódico. En aquel baúl había guardado a dos
personas, dos de las más importantes sin contar a familiares. Por supuesto no
estaba Rocío. Una era una amiga, una de la que recordaba hasta cómo fue la
primera vez que la vio. Ella entró por el patio de butacas vacío y se dirigió
al escenario, llegaba tarde, por lo que él ya estaba en él. Lo que no lograba
recordar es cómo de ser compañeros de teatro había llegado él a apreciarla
tanto. Recordaba cuando le decía “ojalá me gustases y ojalá te gustase,
seríamos la pareja perfecta”, y fue decir eso y ella se hizo lesbiana, pero no
pasó nada, así pudieron tener la conversación sobre culos femeninos más
trascendente que se haya podido tener. Iban juntos a todos esos lugares a los
que la gente dice que quiere ir y de hecho les gustaría ir pero no van. De ella
fue de la persona que más cerca se sintió en cuanto a gustos de cine y
literarios, de hecho fue de la persona que más cerca se sintió. Pero aquella
amistad había terminado hacía tiempo, de una forma horrible que todavía se le
clavaba a él en la columna de una manera punzante a causa del arrepentimiento,
por eso ella estaba en el baúl.
La otra persona, hartamente conocida ya, era la
historia de algo que no fue amor que todo el mundo hubiese querido tener. Una
persona que apareció, brilló en su vida hasta cegar y despareció de pronto,
dejándole a él con el recuerdo y medio ciego. Esa persona, además, reapareció
varias veces más en su vida a lo largo de los años, continuando con la antigua
hipótesis de ambos de que aquella historia, de tan fantástica, parecía irreal.
Cada vez que se volvían a encontrar, como dos enemigos viejos o dos antiguos
amantes, portaban caras nuevas, y como además intentaban enseñarle al otro
cuánto poco sabía y lo mucho que habían cambiado las cosas en sus vidas,
acababan interpretando cada uno su papel sin saber ya muy bien qué era del otro
y qué era de sí mismos en relación con el otro. Esa relación terminó porque uno
se alejó un poco y entonces el otro se alejó más y el uno se enfadó y el otro
empezó a jugar con el odio y los dos, el uno y el otro, no volvieron a verse
dejando sus diferencias en el baúl.
Y cuando el hombre terminó de repasar su recuerdo
más querido y se dio cuenta de que aquellas dos personas no estaban ni podrían
estar más, pensó que no quería seguir teniendo una vida normal, que aunque no
pudiese vivir en los recuerdos él quería volver a portar una vida
extraordinaria.
sábado, 8 de agosto de 2015
Al fin llegó la noche
La noche se alza. Todos la contemplan, es hermosa. Hacía ya
dos meses que no había noche, ahora las parejas y los delincuentes pueden proceder.
Al fin se pueden encender las velas. La luna, que ha tenido tiempo de engordar,
sale hermosamente bella. El poeta, que entre sudores se había desintoxicado de
la melancolía, puede ahora volver a escribir. En algunos lugares cae una lluvia sin
duda muy distinta a la del día. Los niños pueden volver a temer a los monstruos
y a la vez dormir de un tión en la cama de sus padres. Los paseos se vuelven paseos nocturnos. Los vecinos, aliviados, pueden volver a protestar por
los ruidos. Los conductores, exhaustos, despejan las calles de una vez. Los
perros ladran y las discusiones cobran forma de personas. Pobres todos, que no
saben que ahora la noche se quedará por otros dos meses.
El cigarrillo
El cigarrillo, con su humo de lento subir, parece decir que
el tiempo ha de ir lento. Además iba a llover, estaba seguro, pero no ha
llovido. Todo parece indicar que deba estar triste. Pero qué narices.
Me levanto, cojo el sombrero, las gafas de sol y me demoro apenas un segundo pensando en si llevar capa o gabardina. Qué más da, esto es un escrito, si no me describo nadie me va a ver. Bajo hasta el primer piso en vez de al bajo. Allí llamo a la puerta de un entrañable y desconocido señor, le beso en la mejilla y salto desde la ventana de su salón hasta la calle. Allí me acuerdo del cigarrillo, con su lento devenir y no puedo evitar reírme. Sigue oliendo a lluvia sin que llueva, tampoco hay hormigas voladoras de esas que presagian el diluvio. Camino deprisa, tanto que acabo pasando sobre la piscina sin hundirme como hiciera un amigo mío unos dos mil años atrás. Saludo a las damas, que no me saludan porque dicen que nunca hablo bien de ellas en mis escritos. También dedico un tiempo a pensar en mis sueños de esta noche y el de la pasada. Una vez fui a escribir una historia de un chico que tiene su vida real y otra distinta mientras duerme, dentro del sueño. Al final terminaban por mezclarse ambas historias de modo que no sabía cuando soñaba y cuando no, terminando todo con una incógnita. Ahora pienso que eso se está cumpliendo, que las personas de mi vida pasada o actual se arrastran hasta mis sueños, donde todo es siempre al revés. Dejo de pensar. Salto vallas y nunca abro puertas. Llego hasta el metro y en vez de esperar a la serpiente me lanzo a las vías y entro corriendo en el túnel que me llevará a la siguiente parada. Al final me encuentro cansado, pienso que el cigarrillo se habrá apagado, y fuera, en la calle, de pronto llueve barro.
Me levanto, cojo el sombrero, las gafas de sol y me demoro apenas un segundo pensando en si llevar capa o gabardina. Qué más da, esto es un escrito, si no me describo nadie me va a ver. Bajo hasta el primer piso en vez de al bajo. Allí llamo a la puerta de un entrañable y desconocido señor, le beso en la mejilla y salto desde la ventana de su salón hasta la calle. Allí me acuerdo del cigarrillo, con su lento devenir y no puedo evitar reírme. Sigue oliendo a lluvia sin que llueva, tampoco hay hormigas voladoras de esas que presagian el diluvio. Camino deprisa, tanto que acabo pasando sobre la piscina sin hundirme como hiciera un amigo mío unos dos mil años atrás. Saludo a las damas, que no me saludan porque dicen que nunca hablo bien de ellas en mis escritos. También dedico un tiempo a pensar en mis sueños de esta noche y el de la pasada. Una vez fui a escribir una historia de un chico que tiene su vida real y otra distinta mientras duerme, dentro del sueño. Al final terminaban por mezclarse ambas historias de modo que no sabía cuando soñaba y cuando no, terminando todo con una incógnita. Ahora pienso que eso se está cumpliendo, que las personas de mi vida pasada o actual se arrastran hasta mis sueños, donde todo es siempre al revés. Dejo de pensar. Salto vallas y nunca abro puertas. Llego hasta el metro y en vez de esperar a la serpiente me lanzo a las vías y entro corriendo en el túnel que me llevará a la siguiente parada. Al final me encuentro cansado, pienso que el cigarrillo se habrá apagado, y fuera, en la calle, de pronto llueve barro.
viernes, 7 de agosto de 2015
El objeto de las niñas
En aquel lugar a las niñas, al nacer, se les entregaba un
cubo que parecía de cristal en el que se veía una sustancia de apariencia
mágica que juntaba azules, blancos y ocasionalmente rosáceos. Al cubo lo
llamaban Virginidad, pero había quien lo llamaba también la caja o el objeto de
las niñas. A los niños no se les entregaba nada parecido, de hecho si algún
niño, movido por la envidia de los colores de las niñas, se quejaba de que no
tenía un cubo, su padre le miraba muy serio y muy fijamente, reprochándole sin
palabras tan deplorable comportamiento. Sin embargo a los niños se les dejaba
jugar desde que aprendían a andar, se les dejaba jugar en cualquier sitio,
especialmente en el parque, solos o con otros niños. Las niñas no podían jugar,
debían dedicar su tiempo a cuidar sus cajas o a estar sentadas, conversando
como mucho. Sin embargo ocurría una cosa, las niñas, cuando tenían uso de
razón, podían entregar su cubo a un niño, al hacerlo se liberaban, por así
decirlo, y podían jugar con el resto de niños y niñas sin cubo. Sin embargo
muchas niñas no entregaban su cubo sin más, pues había una directriz, que no
ley o norma, que decía que las niñas debían entregar su cubo a un niño que se
portase bien con ellas y que se quedase a su lado un tiempo en el que podían
estar jugando. Nunca se dio mucha importancia a qué hacían después los niños
con los cubos recibidos, la verdad es que los enterraban en la parte de atrás
del jardín, donde a veces crecían hermosos árboles y cuya colección incitaba a
muchos de ellos a conseguir todos los cubos posibles llegando incluso a engañar
a las niñas.
Conocí a una niña que mimaba su cubo como las demás, pero un día, sin saber nadie por qué, se la entregó de mala manera a un niño al que apenas conocía y salió corriendo. Se podría pensar que estaba desesperada por jugar, pero la verdad es que nunca participó en los juegos de los demás niños con demasiadas ganas y realmente nunca disfrutó de los juegos. Creo que envidiaba a las niñas que, sentadas, aun tenían su cubo, siendo cameladas por niños buenos a los que ella había empezado a odiar.
Conocía a otra chica con una historia bastante distinta. Esta niña creció junto a un grupo de amigas en el que se sentaban en corro a hablar, cada una con su cubo apoyado entre las piernas. Cuando alcanzaron cierta edad una a una fueron entregando sus cubos y dejaron el corro por los juegos. Esta niña de la que hablo seguía sentada mientras veía como sus amigas se iban marchando, sin encontrar el momento de entregar su cubo. Al final se extinguió el corro, y sus amigas, que la echaban de falta en los juegos, deseaban verla con ellas, pero sabían que no podían presionarla para que entregase su cubo. Ella fue creciendo sin conocer los juegos. Una vez estuvo a punto de entregar su cubo, pero se arrepintió en el último momento. Le gustaba meterse en la bañera y meter el cubo con ella, viendo como iluminaba el agua con sus preciosos colores. Al morir la enterraron con su cubo en su regazo, entre las manos, y no sé si es que acabó por enamorarse de él.
Conocí a una niña que mimaba su cubo como las demás, pero un día, sin saber nadie por qué, se la entregó de mala manera a un niño al que apenas conocía y salió corriendo. Se podría pensar que estaba desesperada por jugar, pero la verdad es que nunca participó en los juegos de los demás niños con demasiadas ganas y realmente nunca disfrutó de los juegos. Creo que envidiaba a las niñas que, sentadas, aun tenían su cubo, siendo cameladas por niños buenos a los que ella había empezado a odiar.
Conocía a otra chica con una historia bastante distinta. Esta niña creció junto a un grupo de amigas en el que se sentaban en corro a hablar, cada una con su cubo apoyado entre las piernas. Cuando alcanzaron cierta edad una a una fueron entregando sus cubos y dejaron el corro por los juegos. Esta niña de la que hablo seguía sentada mientras veía como sus amigas se iban marchando, sin encontrar el momento de entregar su cubo. Al final se extinguió el corro, y sus amigas, que la echaban de falta en los juegos, deseaban verla con ellas, pero sabían que no podían presionarla para que entregase su cubo. Ella fue creciendo sin conocer los juegos. Una vez estuvo a punto de entregar su cubo, pero se arrepintió en el último momento. Le gustaba meterse en la bañera y meter el cubo con ella, viendo como iluminaba el agua con sus preciosos colores. Al morir la enterraron con su cubo en su regazo, entre las manos, y no sé si es que acabó por enamorarse de él.
martes, 4 de agosto de 2015
La escalera entre el cielo y la tierra
Trabajó muchos años en aquella escalera de mármol, que llegaba más alto que la torre de Babel y que era sin duda la obra más bella jamás concebida por el hombre. Quien la construyó, el Artífice, tan solo quería vivir en el cielo de una forma real, y allí, empleando la escalera a su vez como columna, erigió una plataforma que impedía ver el sol a quien se situase debajo. El Artífice pudo descansar, pero poco tardaron en llegar las primeras personas al final de la escalera, y él, que jamás pensó en la escalera como un elemento privado, les recibió cortesmente. Llegaron más personas a las que atendieron los primeros llegados, pues el Artífice no se sentía anfitrión al no haberse detenido a pensar que todo aquello era suyo, teniendo él solo que aceptar los cumplidos de quienes le reconocían como el mayor arquitecto de la humanidad. Pero tanta gente quería ver el cielo que la plataforma se llenó, y el Artífice, que disfrutaba de estar sentado, perdió las vistas del azul, las nubes y el infinito, pudiendo ver solo personas y más personas, con su presencia, ruido y basura. Al final le apartaron también de su asiento y él tuvo que andar a duras penas entre tanta gente, añorando cuando aquello era una extensión intimidante de mármol vacío. Sus pasos le llevaron a la escalera, que sorprendentemente estaba vacía, todo el mundo se encontraba en la plataforma pese a ser la escalera lo que en verdad importaba, aquella gente no estaba en el cielo por un suelo, sino por una escalera que les había llevado hasta allí. Así el Artífice recorrió hacia abajo los escalones con la pesadumbre de quien hace algo que jamás pudo llegar a imaginar. Al final, cuando pisó la tierra fresca empezó a reír, no pudiendo parar de las cosquillas que sentía en las plantas de los pies al andar después de tanto tiempo por un suelo blando. Allí, contemplando a su alrededor el verde que había podido crecer en la ausencia de la gente, no echó en falta el azul del cielo, y después de recorrer los infinitos senderos de un hombre solitario descubrió que la tierra para él era un cielo, y pensó también que ojalá no lo descubriesen quienes ahora ensuciaban éste.
lunes, 3 de agosto de 2015
Viva la música
Estaba Miguel tumbado en el sofá contemplando los discos de la estantería de su padre cuando vio el nombre de un cantautor al que había descubierto hacía poco y al que no se esperaba encontrar en una colección que no se incrementaba desde hacía muchos años. Estiró el pie, que no la mano, para intentar coger el disco entre el índice y el dedo gordo, pero falló y cogió el disco que estaba al lado, así que lo volvió a meter en su sitio cuando llevaba la mitad sacado, con la mala suerte de que el movimiento hizo temblar la pila de discos que había encima, los cuales empezaron a caer. Las carátulas de plástico empezaron a golpearle las pantorrillas, cuando la esquina de una le hizo un corte, a lo que se apuntaron las demás, que empezaron a clavársele llegando incluso una a tocar el hueso. Otra carátula se abrió y de ésta salió un disco que fue rodando desde la pantorrilla, por el muslo, la tripa y el pecho con su filo cortante hasta que llegó a la oreja y la saturó de un tajo. Tras esto, Miguel se levantó deprisa, con la mala suerte de que el suelo estaba lleno de discos, los cuales le hicieron resbalar y caer directamente bajo la cascada musical. El pelo amortiguó un poco los golpes, la barba no tanto, pues un CD le dejó una calva al pasar rozándole la mejilla y afeitándosela de paso. Miguel gritó, y con la lengua fuera cayó la última carátula, la del cantautor, que se abrió, le pilló la lengua y se volvió a cerrar de tal forma que se la arrancó de cuajo, con tal perfección que ni sangró.
Miguel, destrozado y empapado en sangre, se fue al cuarto y se tumbó en la cama, y de pronto descubrió con pavor que frente a él se erigía una estantería llena de libros, algunos de los cuales, los tomos más grandes, parecían mirarle con enloquecido sadismo.
Miguel, destrozado y empapado en sangre, se fue al cuarto y se tumbó en la cama, y de pronto descubrió con pavor que frente a él se erigía una estantería llena de libros, algunos de los cuales, los tomos más grandes, parecían mirarle con enloquecido sadismo.
Las guerras
Miguel había estado toda la noche leyendo un libro que profundizaba en las personalidades de las personas según su horóscopo y había llegado a la conclusión de que tal vez no pudiese tener paz con algunas personas o recuperar lo perdido, pero no por voluntad o coraje, sino por causas ajenas a él y a terceros, que no tenían por qué tener la más mínima relación con horóscopos o reglas impuestas al nacer, simplemente que a veces la gente se vuelve humo y hay que dejar que se marchen con el viento en vez de intentar atarlos a tu lado.
Y de pronto se vio ahí sentado, en el porche, en mitad de un pueblo destartalado, habiendo dejado el libro dentro, con el fusil cubierto de polvo a la derecha y el machete con el filo manchado de sangre seca a la izquierda, y se sintió absurdo. De qué había servido todo aquello, la guerra de fuera y la de dentro, la de enemigos con nombre y la guerra de fantasmas que aparecían en sueños, cuando, con los ojillos cerrados, no tienes un arma a mano.
Desde el otro lado de la calle vio aparecer una luz que se aliaba con el sol para cegarle, de hecho eran varias luces de colores que se iban acercando. Cuando pudo dejar de entrecerrar los ojos se encontró con un niño que caminaba erguido, mirando al frente, con un enorme ramo de globos en la mano.
—¿A dónde vas con eso, chico? —No supo si llegó a preguntar, de cualquier forma el niño no torció la vista un momento hasta que desapareció al otro lado de la calle.
Miguel se levantó y se sintió mareado, así que se sentó entonces en la mecedora, de la cual se obligó a levantarse enseguida pues sabía que si se quedaba más tiempo su cuerpo echaría raíces en la comodidad. Entró en la penumbra medio fresca de la casa y guardó el fusil (más bien lo arrojó sin desprecio) en el baúl de la ropa de invierno, después alcanzó la cocina, con esa luz blanca que revela las motas de polvo que flotan en el cuarto, y dejó el machete en la pila, junto con los platos sucios. Por último buscó hasta dar con un bol y una bolsa de pistachos que vació en el mismo. Ahora, armado con los frutos secos y vestido con sandalias y un poncho que llegaba a cubrirle los calzoncillos y la camiseta interior, salió a la calle.
Iba a paso lento, acababa de rendirse, sin testigos ni trascendencias pero se había rendido igualmente, y ahora los pistachos le daban sed y ese estaba verde y ese negro mejor no lo comas. Hubo un pistacho tan cerrado que cuando logró abrirlo se había hecho sangre bajo dos uñas.
Llegó a la taberna y los tres clientes y el dueño le miraron ciertamente sorprendidos, no solía pasar por allí pues no bebía acompañado por temor a una traición, el billar lo habían robado hacía ya más de medio año y el televisor, aquel pedazo de modernidad único en el pueblo, no le gustaba y eran conocidas sus opiniones de que los avances tecnológicos acabarían por pudrir a los hombres.
—Un poco pronto para empezar a beber.
—Hable por usted, Don Miguel, que nosotros no le decimos a quién llevarse al desierto ni a qué familia ir menguando.
—Deberías vigilar tu lengua, no vaya a ser que un día salgas de casa y descubras que te la has dejado en la mesilla de noche.
—No le tengo miedo ya, si guarda un revólver bajo ese poncho podemos salir y me enseña esa famosa puntería. Hay que joderse, Don Miguel, que es más joven que yo y se le ve con menos vitalidad que mi abuelo, que en paz descanse.
—Calla antes de que piense que no estás de broma y tu bravuconearía de lleve con los pies por delante al camposanto.
Entonces Miguel estiró el brazo y se hizo con el mando a distancia, colocó un taburete frente al televisor y al tercer botón lo encendió. En la pequeña pantalla se podía ver una selva con el primer plano de dos chimpancés, uno detrás de otro, que se despiojaban entre carcajadas. Probó con otro botón y la imagen fue entonces la de un barco en blanco y negro en el que los marineros con el pecho desnudo corrían con cuerdas en las manos intentando evitar que la tormenta les hundiese.
—¿Qué buscas? —Se acercó el dueño.
—El canal 10, ponme en canal 10.
La imagen volvió a tener color y en ella aparecieron dos mujeres sentadas la una en frente de la otra. La primera llevaba el pelo recogido y un bloc de notas en el regazo, la otra un vestido azul oscuro y las miradas de todos los espectadores.
Miguel susurró su nombre, y lo hizo dos veces más a lo largo de la entrevista. Hacía ya tanto tiempo que se habían separado, él siguiendo un ideal y ella un sueño para el que entonces aun no tenía nombre. Ahora ella tenía dinero y reconocimiento, y cada vez que le preguntaban por su romance con el líder rebelde, ella lo negaba todo, ojalá solo por no salpicarse, pensaba Miguel. Y ahora él se había rendido y a ella la entrevistaban en el canal internacional. Que curioso era que nadie se hubiese dado cuenta de que cada vez que a aquella mujer le otorgaban un premio, salía en las noticias o volvía a recorrer el mundo, el ataque a las diligencias y los cuarteles por parte de los rebeldes aumentasen tantísimo, porque aquello, aquella guerra externa, también había sido una guerra interna en la que Miguel competía con aquella mujer de la que no sabía si quiera si leería los titulares fijándose a ver si lo habían matado ya.
Se puso de puntillas y apagó la televisión dándole al único botón que ésta tenía.
—Hoy vi a un niño con un montón de globos, ¿saben algo?
Genial, pensó al salir, al final también me he vuelto loco.
Y de pronto se vio ahí sentado, en el porche, en mitad de un pueblo destartalado, habiendo dejado el libro dentro, con el fusil cubierto de polvo a la derecha y el machete con el filo manchado de sangre seca a la izquierda, y se sintió absurdo. De qué había servido todo aquello, la guerra de fuera y la de dentro, la de enemigos con nombre y la guerra de fantasmas que aparecían en sueños, cuando, con los ojillos cerrados, no tienes un arma a mano.
Desde el otro lado de la calle vio aparecer una luz que se aliaba con el sol para cegarle, de hecho eran varias luces de colores que se iban acercando. Cuando pudo dejar de entrecerrar los ojos se encontró con un niño que caminaba erguido, mirando al frente, con un enorme ramo de globos en la mano.
—¿A dónde vas con eso, chico? —No supo si llegó a preguntar, de cualquier forma el niño no torció la vista un momento hasta que desapareció al otro lado de la calle.
Miguel se levantó y se sintió mareado, así que se sentó entonces en la mecedora, de la cual se obligó a levantarse enseguida pues sabía que si se quedaba más tiempo su cuerpo echaría raíces en la comodidad. Entró en la penumbra medio fresca de la casa y guardó el fusil (más bien lo arrojó sin desprecio) en el baúl de la ropa de invierno, después alcanzó la cocina, con esa luz blanca que revela las motas de polvo que flotan en el cuarto, y dejó el machete en la pila, junto con los platos sucios. Por último buscó hasta dar con un bol y una bolsa de pistachos que vació en el mismo. Ahora, armado con los frutos secos y vestido con sandalias y un poncho que llegaba a cubrirle los calzoncillos y la camiseta interior, salió a la calle.
Iba a paso lento, acababa de rendirse, sin testigos ni trascendencias pero se había rendido igualmente, y ahora los pistachos le daban sed y ese estaba verde y ese negro mejor no lo comas. Hubo un pistacho tan cerrado que cuando logró abrirlo se había hecho sangre bajo dos uñas.
Llegó a la taberna y los tres clientes y el dueño le miraron ciertamente sorprendidos, no solía pasar por allí pues no bebía acompañado por temor a una traición, el billar lo habían robado hacía ya más de medio año y el televisor, aquel pedazo de modernidad único en el pueblo, no le gustaba y eran conocidas sus opiniones de que los avances tecnológicos acabarían por pudrir a los hombres.
—Un poco pronto para empezar a beber.
—Hable por usted, Don Miguel, que nosotros no le decimos a quién llevarse al desierto ni a qué familia ir menguando.
—Deberías vigilar tu lengua, no vaya a ser que un día salgas de casa y descubras que te la has dejado en la mesilla de noche.
—No le tengo miedo ya, si guarda un revólver bajo ese poncho podemos salir y me enseña esa famosa puntería. Hay que joderse, Don Miguel, que es más joven que yo y se le ve con menos vitalidad que mi abuelo, que en paz descanse.
—Calla antes de que piense que no estás de broma y tu bravuconearía de lleve con los pies por delante al camposanto.
Entonces Miguel estiró el brazo y se hizo con el mando a distancia, colocó un taburete frente al televisor y al tercer botón lo encendió. En la pequeña pantalla se podía ver una selva con el primer plano de dos chimpancés, uno detrás de otro, que se despiojaban entre carcajadas. Probó con otro botón y la imagen fue entonces la de un barco en blanco y negro en el que los marineros con el pecho desnudo corrían con cuerdas en las manos intentando evitar que la tormenta les hundiese.
—¿Qué buscas? —Se acercó el dueño.
—El canal 10, ponme en canal 10.
La imagen volvió a tener color y en ella aparecieron dos mujeres sentadas la una en frente de la otra. La primera llevaba el pelo recogido y un bloc de notas en el regazo, la otra un vestido azul oscuro y las miradas de todos los espectadores.
Miguel susurró su nombre, y lo hizo dos veces más a lo largo de la entrevista. Hacía ya tanto tiempo que se habían separado, él siguiendo un ideal y ella un sueño para el que entonces aun no tenía nombre. Ahora ella tenía dinero y reconocimiento, y cada vez que le preguntaban por su romance con el líder rebelde, ella lo negaba todo, ojalá solo por no salpicarse, pensaba Miguel. Y ahora él se había rendido y a ella la entrevistaban en el canal internacional. Que curioso era que nadie se hubiese dado cuenta de que cada vez que a aquella mujer le otorgaban un premio, salía en las noticias o volvía a recorrer el mundo, el ataque a las diligencias y los cuarteles por parte de los rebeldes aumentasen tantísimo, porque aquello, aquella guerra externa, también había sido una guerra interna en la que Miguel competía con aquella mujer de la que no sabía si quiera si leería los titulares fijándose a ver si lo habían matado ya.
Se puso de puntillas y apagó la televisión dándole al único botón que ésta tenía.
—Hoy vi a un niño con un montón de globos, ¿saben algo?
Genial, pensó al salir, al final también me he vuelto loco.
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