viernes, 7 de agosto de 2015

El objeto de las niñas

En aquel lugar a las niñas, al nacer, se les entregaba un cubo que parecía de cristal en el que se veía una sustancia de apariencia mágica que juntaba azules, blancos y ocasionalmente rosáceos. Al cubo lo llamaban Virginidad, pero había quien lo llamaba también la caja o el objeto de las niñas. A los niños no se les entregaba nada parecido, de hecho si algún niño, movido por la envidia de los colores de las niñas, se quejaba de que no tenía un cubo, su padre le miraba muy serio y muy fijamente, reprochándole sin palabras tan deplorable comportamiento. Sin embargo a los niños se les dejaba jugar desde que aprendían a andar, se les dejaba jugar en cualquier sitio, especialmente en el parque, solos o con otros niños. Las niñas no podían jugar, debían dedicar su tiempo a cuidar sus cajas o a estar sentadas, conversando como mucho. Sin embargo ocurría una cosa, las niñas, cuando tenían uso de razón, podían entregar su cubo a un niño, al hacerlo se liberaban, por así decirlo, y podían jugar con el resto de niños y niñas sin cubo. Sin embargo muchas niñas no entregaban su cubo sin más, pues había una directriz, que no ley o norma, que decía que las niñas debían entregar su cubo a un niño que se portase bien con ellas y que se quedase a su lado un tiempo en el que podían estar jugando. Nunca se dio mucha importancia a qué hacían después los niños con los cubos recibidos, la verdad es que los enterraban en la parte de atrás del jardín, donde a veces crecían hermosos árboles y cuya colección incitaba a muchos de ellos a conseguir todos los cubos posibles llegando incluso a engañar a las niñas.
Conocí a una niña que mimaba su cubo como las demás, pero un día, sin saber nadie por qué, se la entregó de mala manera a un niño al que apenas conocía y salió corriendo. Se podría pensar que estaba desesperada por jugar, pero la verdad es que nunca participó en los juegos de los demás niños con demasiadas ganas y realmente nunca disfrutó de los juegos. Creo que envidiaba a las niñas que, sentadas, aun tenían su cubo, siendo cameladas por niños buenos a los que ella había empezado a odiar.
Conocía a otra chica con una historia bastante distinta. Esta niña creció junto a un grupo de amigas en el que se sentaban en corro a hablar, cada una con su cubo apoyado entre las piernas. Cuando alcanzaron cierta edad una a una fueron entregando sus cubos y dejaron el corro por los juegos. Esta niña de la que hablo seguía sentada mientras veía como sus amigas se iban marchando, sin encontrar el momento de entregar su cubo. Al final se extinguió el corro, y sus amigas, que la echaban de falta en los juegos, deseaban verla con ellas, pero sabían que no podían presionarla para que entregase su cubo. Ella fue creciendo sin conocer los juegos. Una vez estuvo a punto de entregar su cubo, pero se arrepintió en el último momento. Le gustaba meterse en la bañera y meter el cubo con ella, viendo como iluminaba el agua con sus preciosos colores. Al morir la enterraron con su cubo en su regazo, entre las manos, y no sé si es que acabó por enamorarse de él.

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