-Cuéntame cómo es un nacimiento.
-Puff, verás, la madre, bueno, la futura madre, se tumba en una cama de hospital y, con médicos y enfermeras, empuja mucho hasta que el bebé, que estaba dentro de ella ya formado, sale.
-Y cuéntame cómo es el bebé al nacer.
-Pues suele estar mojado y manchado de sangre, por lo que se le limpia. Tiene los ojos cerrados y aprieta las manos con fuerza, también suele llorar y, cuando se le da a la madre...
-Pero dime cómo es.
-¿Físicamente?
-Sí.
-Bueno, pues tiene dos brazos, dos piernas, el vientre abultado, es muy pequeño, claro, tiene dedos muy finos, una cabeza grande, una cabellera escasa y suave y no sé que más decirte.
-¿Y no tiene nada más? ¿Nada que sea diferente en unos y otros?
-No que yo sepa, a ver, sí, todos las personas son distintas, pero en cuanto al cuerpo lo normal es que sean iguales, diferenciando a hombres y mujeres, claro.
-Entonces háblame de lo que va antes.
-¿Antes del parto?
-Sí.
-Pues la evolución del feto en el vientre materno.
-¿Y eso es igual en todos los bebés?
-Sí, hay bebés que nacen antes de nueve meses y otros después, pero el embarazo es similar.
-¿Seguro que no hay algo que cambie en unos y otros?
-Como no te refieras a la alimentación de la madre o si fuma o no...
-¿Y antes del embarazo?
-¿Antes del embarazo? Ejem, pues lo que te han explicado en clase, lo del espermatozoide y el óvulo. Y sí, antes de que preguntes eso es igual siempre, a no ser que haya más de un óvulo fecundado o que varios espermatozoides lleguen a un mismo óvulo, que eso da lugar a mellizos o gemelos.
-¿Y antes?
-¡Antes no hay nada! No hay bebé, no hay niño ni hay nada.
-¿Entonces en qué momento nos crece el nombre?
Todo el mundo lo repetía, pero en el fondo nadie llegó a creerlo. Por eso todos se refugiaron aquí.
sábado, 29 de noviembre de 2014
viernes, 28 de noviembre de 2014
Cleptomanía
Acababa de salir de la clínica hacía unas tres
horas, dos y media si me apuran, y lo primero que hice fue comerme un enorme sándwich
de siete pisos que chorreaba queso fundido, y después, una vez satisfecho mi
apetito, me pedí otro. En ese momento era de noche, yo estaba en el bus, viendo
la carretera pasar, cuando el bus paró. Si hubiese oído un sonido fuerte habría
apostado a que el bus paraba por haberse chocado con algún otro vehículo, pero
al parar sin más supuse que simplemente se había estropeado, otra vez. Cuál fue
mi sorpresa al ver que la puerta del conductor se abría y subía un chico que,
con total normalidad, pasaba el bono por el lector y se sentaba como si nada,
resultó que es que había una parada de bus allí, en mitad de una carretera a la
que le habían robado la luz de más de la mitad de las farolas. Ese chico me
había sonado de algo, sabía que, si era quien yo creía que era, le había
conocido hacía unos cinco años para verle por última vez hacía unos dos. Era un
chico al que tendría un cariño de pasado especial, gente que, tal vez por muy
simpática o por curiosa, acababa figurando en mi memoria con un toque de
cariño. Ahora bien ¿cómo se llamaba? Había entrado y se había sentado sin
entablar contacto visual conmigo, por lo que el factor de que él me reconociese
a mí y yo pudiese obviar su nombre no era posible. Pasé el resto de trayecto por
la autopista pensando en su nombre, tal vez, que no lo recuerdo, con esa
sensación de “tenerlo en la punta de la lengua”, para que finalmente saliese
como el agua aprisionada por la fuga de una presa ¡Millán! ¡Jesús Millán! Ahora
de repente me resultaba raro no haberme acordado de su nombre, el famoso
Millán, Jesús Millán, con quien tal vez yo aprendí a rapear en mis tiempos
mozos. Aprovechando una de las paradas del bus, me levanté y, hábilmente, me
cambie de sitio para, siguiendo estando detrás, acercarme más a él.
—Millán… ¡Millán!
—¿Me hablas a mí?
—¿No eres Jesús?
—No.
—Ah, vale, perdona.
Y entonces fue cuando, girando la cabeza para
volver a perderme en las infinitas posibilidades del paisaje más allá de la
ventana, la vi subir. Era una chica de pelo castaño, con abrigo verde de
capucha ancha, una pequeña mochila de diseño y botas color mostaza, una de esas
chicas que directamente meto en el apartado de “jamás tendré algo con ella pero
me da igual porque lo tengo interiorizado”, para que os hagáis una idea estas
chicas son la evolución de aquellas híper-populares de los institutos
norteamericanos a las que todos quieren y que solo se van con cachas que
¡casualmente! tienen poca cabeza. Pero ojo, que no son las más guapas, o no
tienen por qué serlo, simplemente llevan ese cartel de “contigo no tendré nada,
pero puedes invitarme a otra copa. Muy amable”. En fin, que decidí observarla,
pero lo justo como para quedarme con su ella
etéreo pero no tanto como para mirarla más de lo que miraría con curiosidad a
cualquier otro pasajero. Lo que pasó es que, nada más sentarse, dejó la mochila
en el suelo, entre sus piernas, abrió la cremallera pequeña, introdujo la mano
y, después de moverla como si buscase algo, la sacó con el puño cerrado,
apretado sobre algo que yo desconocía porque no lo podía ver, entonces metió
ese algo en el bolsillo de su abrigo. Tenía que saber qué era, y no solo eso,
también lo necesitaba, lo quería, debía ser mío ¿Recuerdan que empecé diciendo
que hacía poco que había salido de la clínica? Bien, es que soy cleptómano.
Volví la vista a la ventana, con intermitentes
miradas de vigilancia a la chica castaña, y empecé a planear algo, o por lo
menos intentarlo. Mi pensamiento únicamente se interrumpió con la siguiente
escena:
Era un gran recinto abierto pero vallado que incluía
un campo de fútbol y dos de baloncesto, y, como había llovido, estaba vacío a
excepción de dos personas con abrigos negros y un perro. Una de las dos personas
lanzó una pelota con mucha fuerza y el perro salió disparado tras ella,
cabalgando a bastante velocidad. Pero la pelota iba con tanta fuerza que llegó
hasta el otro lado de la pista, donde rebotó con la valla y, entonces, el perro,
viendo lo que se le venía encima, intentó frenar, con la mala suerte de que lo
intentó sobre un charco, lo que se sumó a la velocidad que llevaba y provocó
que, como patinando, se diese un buen golpe contra la valla de metal.
La chica se bajó y yo me bajé también, junto a dos
personas que se dispersaron por ninguna parte rápidamente. Y la chica, en vez
de ponérmelo fácil yendo por un callejón estrecho y oscuro donde pudiese pasar
rozándola y quitándole sin que se enterase eso
del bolsillo con un “disculpe”, me lo puso mucho más fácil yendo a una especie
de centro comercial, o eso creía yo.
No sé si ella sería consciente de que la seguía,
probablemente no, pues bajarse de un autobús para meterse en el pequeño Centro
Comercial Santa Helena, podría ser una actividad perfectamente corriente.
Posibles lugares a los que podía dirigirse esta chica en mi opinión eran: A
encontrarse con unas amigas, a un chino, a encontrarse con un familiar, a
comprar algo en la única tienda de ropa del centro (si es que estaba aun
abierta), a comprar el pan por encargo paterno, a comprar una revista o recoger
un libro encargado en la papelería, o, y no había que descartarlo, al baño pues
se estaba meando y no aguantaba como para llegar a casa. ¿Qué hizo realmente? Meterse
en un bar, pero, oh no, no ha beber una cerveza y mientras tanto dejarse robar,
no no no, entró en el bar, levantó el trozo de la barra que se puede levantar,
pasó, la bajó y se metió en la cocina. No sé exactamente cuánto tiempo estuve
ahí plantado con cara de gilipollas, pero fue el suficiente como para que me
viniese la cara de pocos amigos que tenía su razón de ser en la rabia que se
estaba apoderando de mí, pero todo cambió cuando la volví a ver saliendo de la
cocina, sin abrigo verde y vestida de camarera. ¿Y ahora qué?
Nunca me ha gustado pedirme un refresco en un bar,
no entiendo cómo poner un vaso de cristal, tres hielos que muchas veces sobran
y una rodajita de limón llegan a más que duplicar el precio del mismo refresco
en un supermercado, y lo digo yo, que soy cleptómano. Aun así me pedí una
cerveza con limón, porque no me gusta la cerveza pero sí el limón, y a quien
ponga en duda mi hombría por el hecho de que aun me sepa repugnante la cerveza
a secas, se llevará la respuesta más hiriente que halle reuniendo todas las
letras del abecedario.
Se podría suponer que la cerveza me la sirvió la
chica del pelo largo y castaño, pero no, oye, que eso sería lo normal, me la
sirvió el hombre gordo con bigote blanco al que me pegaría ver en una foto con
una pata de jamón en cada mano. Después de la segunda cerveza pensé que eso no
podía ser, que como perdiese la concentración podría echar a perder todo el improvisado
pero cuidado plan, así que me pedí un refresco con teína y, entonces, escuché
algo interesante:
—Oye Laura, ese chico no te quita los ojos de
encima ¡Qué has ligao!- Y le dio una palmada en la espalda a la vez que reía
como suponía que reiría el cerdo al que le pertenecían las patas que tenía ese
hombre en las manos en aquella foto que me había imaginado hacía un rato.
—Ya lo sé, Ramón.
Y de repente cambié de estrategia. Saqué cuaderno,
bolígrafo y me puse a escribir. Unos tres cuartos de hora más tarde oí:
—Bueno qué, ¿vas a irte en algún momento o te vas
a esperar a que termine de trabajar y entonces me ofrecerás tomarnos unas
copas?- Levanté la vista, nos miramos y ella levantó las cejas, lo cual fue
como si dijese “Bueno qué, ¿vas a irte en algún momento o te vas a esperar a
que termine de trabajar y entonces me ofrecerás tomarnos unas copas?” pero de
manera más seria.
—Para serte sincera te vi en el bus y el resto de
actos han sido innatos, te vi y se me cayó el alma a los pies para, acto
seguido, subir a las nubes, entonces te seguí porque supe que si no, me
arrepentiría toda mi vida, y eso que yo vivo en realidad muy lejos de aquí- A
ella se le escapó una sonrisilla.
—Hacía tiempo que no me decían algo tan cursi, yo
termino ya, si quieres damos una vuelta por aquí.
—¡Genial! Pero hace un frío que pela, cógete el
abrigo.
Éramos como esas típicas dos personas que usan el
frío como escusa para meter las manos en los bolsillos, pegar la cabeza a los
hombros y hablar tímidamente sin mirarse, con la vista fija en el suelo. Yo le
conté la escena del perro y ella hizo eso que solo he visto hacer a las
mujeres, mostrar que algo les parece divertido a la vez que, culpables o no,
intentan mostrar que les da pena. También le conté lo que titulé como “El
capítulo de Jesús Millán”, cambiando ligeramente los detalles para hacerlo más
emocionante, parando así el autobús en una total oscuridad, abriéndose la puerta
con un chirrido fantasmal, yo acercándome a él con el autobús en marcha y a
unos doscientos kilómetros hora y, por último, él diciéndome “Jesús Millán
murió hace dos años al ser atropellado por este mismo autobús, yo soy su
fantasma” a lo que ella rió. Un rato después nos estábamos besando con pasión
contra una pared de ladrillos cerca de un contenedor de basura.
Ella no quería más que unos besos, aunque
realmente ella no quería ni dejaba de querer nada pues no se había podido
imaginar aquello, lo que más bien constituía la frase: ella no hubiese querido
más que unos besos, pero me las apañé sin tener que apañármelas para que mis
manos recorriesen todo su cuerpo, tomasen detalle de sus pechos, por fuera y
por dentro del jersey, aunque no del sujetador, y montasen un campamento en sus
nalgas. Me parece que me iba a decir que parásemos cuando introduje mi mano
dentro de su pantalón y sus bragas y su suspiro acalló todo cuanto fuese a
decir.
—Vamos a mi casa —Dijo en su lugar.
El trayecto hacia la misma fue curiosamente
parecido al de antes, ambos con las manos en los bolsillos, la cabeza pegada a
los hombros, sin hablar nada y con la vista en el suelo, con las únicas
diferencias de que antes andábamos despacio y ahora no podíamos andar más
rápido y que había una excitación sobre nuestras cabezas que parecía salir disparada
hacia el entorno para revotar y volver a nosotros. La volví a besar en el
portal y, mientras lo hacía, ambos con los ojos cerrados, ella abrió la puerta,
una vez en el primero, frente a la puerta de madera que prometía hacernos entrar
en calor, y no precisamente por la calefacción, ella me dijo que había olvidado
cerrar la puerta del portal, así que yo bajé, la cerré y subí. De nuevo en el
primero ella no estaba, pero sí la puerta ligeramente abierta, y yo entré con
cuidado y pretendiendo no hacer ruido, pues justo en ese momento no recordaba
si ella me había dicho que vivía sola o yo me lo había inventado. Cerré y seguí
andando por el pasillo a oscuras, dirigiéndome a la habitación del fondo, de
donde provenía la única luz, de una puerta entre abierta que aun no me dejaba
ver qué había dentro. Justo antes de pasar me fijé que sobre una mesa de
pasillo descansaba un abrigo verde, “aun no”, me dije, y entré.
Sobre la cama me esperaba ella en una posición que
debía estar ensayada, vestida únicamente con la ropa interior, pero después de
que se abalanzase sobre mí no tardé apenas un instante en estar yo más desnudo
que ella.
No sé del sexo con amor, pero en mi opinión el
sexo con pasión entre dos personas que ansían poseer a la otra es el mejor, el
sentir el placer en la carne, los músculos, los suspiros y los gritos de la
otra persona y saber que eso es gracias a ti. Acabé como nunca había terminado
una serie de polvos, cogiendo todo el aire posible en bocanadas de pura
felicidad y unas increíbles agujetas en las ingles que portaría como trofeo y
que, cada vez que me doliesen, probablemente me provocasen una sonrisa.
—¿No te vas a ir?- Y realmente no sé si lo dijo en
serio o en broma.
—Ya te dije que yo vivo muy lejos de aquí- Y nos
quedamos dormidos en cuestión de segundos, es lo que tiene el ejercicio sano.
Me desperté antes que ella, pues cuando duermo en
lugar desconocido un sexto sentido me mantiene alerta, tengo conciencia de que
esto me lleva pasando desde los campamentos a los que iba cuando era pequeño, en
los que me despertaba en una habitación poblada por los ruidos y olores de diecinueve
niños durmiendo y la luz temprana del sol intentando entrar a empujones por las
persianas cerradas, quizá fue también ahí cuando empecé a robar.
Entonces me levanté con el sigilo de un ladrón de
los que se visten entero de negro y, si hace falta, se esconden en los arbustos,
y me deslicé entre las ropas desperdigadas por el suelo como si de caídos en un
campo de batalla se tratase fuera de la habitación. Allí al fin alcancé el
abrigo verde, metí la mano en el bolsillo y saqué eso, pero eso resultaron
ser sus llaves, y pensé que no podía ser, que de ser así la hubiese visto
sacarlas la noche anterior, pero forzando la memoria recordé que la puerta del
portal la abrió cuando ambos teníamos los ojos cerrados y que cuando hizo lo
propio con la de su casa yo estaba abajo cerrando la puerta. En ese momento no
supe qué hacer, pues me tenía que llevar el botín, era una necesidad, pero por
otra parte el día anterior me habían dicho que ya estaba totalmente recuperado
y además aquello eran sus llaves, algo que ella necesitaba y que me sentía mal
robando, no así como una joya o un reloj. Tomé una decisión y entré de nuevo en
su cuarto. Me puse los calcetines y, antes de seguir vistiéndome, me acerqué a
la cama y, con delicadeza, aparté las sábanas. Ahí estaba su cuerpo desnudo,
sus pechos redondeados, su vientre liso y curvo, su pubis tan hechizante, y mi
miembro me dio los buenos días. Estuve a punto de despertarla y de recordar las
risas y placeres de la noche anterior, pero me contuve. Terminé de vestirme y
entonces la volví a tapar, pues como no estábamos en ningún bus y nadie me
miraba mirar, quería hacer el mejor ella
desnudo etéreo para recordar en tiempos en los que no consiguiese tener sexo
partiendo de las más extrañas situaciones.
Una vez en el pasillo saqué sus llaves del
bolsillo del abrigo, las metí en el mío y a cambio deposité en el suyo mis
propias llaves, entonces me marché.
miércoles, 26 de noviembre de 2014
Que buena noche.
Había llovido para dejar de repente un cielo
nocturno despejado, dejándolo así todo mojado, pero no encharcado, y con los
suelos reflejando el amarillo de las luces de ciudad. Yo me encontraba en uno
de esos puntos perdidos del centro de Madrid y no recuerdo exactamente qué
pensaba, pero no me extrañaría que tuviese que ver con el amor, el
funcionamiento de las fuentes o algo relacionado con lo más nimio del
comportamiento humano. Tampoco sé que hacía a aquellas horas de la noche parado
con las manos en los bolsillos de una chupa negra y maldiciendo haber dejado de
fumar, probablemente se trataba del final de otra historia que ahora no venía a
cuento. En la nocturnidad de Madrid puedes ver muchas más cosas que durante el
día, de hecho un taxista me dijo una vez que cuando el boom inmobiliario podías
ver atascos en el centro a la una de la madrugada, cosa que al parecer
desconcertaba a los turistas ingleses. Y por ello no me sorprendía oír lejanas
sirenas de coches de policía, pero todo cambió cuando a punto de salir a la Gran
Vía pasó como un rayo, un rayo vestido de negro, una mujer corriendo. Y es que
esto es así, en la noche puedes ver muchas cosas, pero nunca prisas, pues éstas
tienen horario de oficina. Tras la chica pasó un coche de policía y entonces
eché a correr yo también.
Ellos le dieron alcance a la derecha de Cibeles,
más allá de donde hay muchos buses, y yo les di alcance en cuanto pararon. Los
dos agentes y la chica me miraron sin entender por qué acababa de llegar
corriendo, de hecho ella me miró como diciendo “que me han detenido a mí” de
una manera grotesca y egoísta. Lo que pasa es que cuando la miré con intención
de prestar atención, la reconocí, y eso motivó a mi lengua.
-Tranquilos, señores agentes, que soy abogado- La
cogí del brazo y la puse a mi lado, pasando por en medio de ellos dos. Si no
reaccionaron no fue porque ser abogado supere a ser policía en algún tipo de
escala, sino porque estaban realmente sorprendidos. –No digas nada, vamos un poco
más allá para que me cuentes lo sucedido- Todo lo decía con ese formidable
acento de seriedad que me había salido. Y a los tres pasos le susurré- ¡Corre!
Y entonces echamos a correr, y un policía dudó entre
si seguirnos o coger el coche, y el otro empezó la persecución a pie, con una
mano en la porra que, desde el cinturón, no dejaba de golpearle la pierna, y la
otra en la gorra que a las pocas zancadas le empezó a tambalear, todo esto reduciendo
considerablemente su velocidad. No sé en qué momento ella y yo empezamos a reírnos
tan alto, seguramente antes de mezclarnos con las ojeras andantes que esperaban
el turno para subir al bus que por fin les llevase a casa, donde al final
podrían dormir. Perdimos la sirena azul cuando nos metimos en otras calles
desconocidas del centro y, entonces, verdaderamente fatigados, intentamos
recuperar el aliento durante un par de minutos con el corazón en la garganta y
esa saliva densa que se te forma después de un gran y repentino esfuerzo físico.
Al alzarme, ya algo mejor pero con el corazón aun latiendo más rápido de lo recomendable,
me fijé en que ella llevaba un par de tacones en la mano, y cuando me vio
mirándole los pies, comentó:
-Son buenas medias.
Empezamos a pasear, ella aun con los tacones en la
mano, y no contestó a mi primera pregunta “¿Quieres que compre agua en ese
chino?” ni a la segunda “¿Por qué te perseguía la policía?”. De todas formas compré
agua y, a propósito, bebí yo antes que ella, debí beber un tercio, pero ella se
acabó la botella, para devolvérmela vacía con la sonrisa de una niña que te
enseña un plato vacío y te dice que se ha comido toda la comida, me tocó a mí
tirar la botella a la basura.
Le pregunté por sus antiguos hobbies y me contó
como uno a uno los había ido cambiando todos, ahora al parecer hacía esculturas
con piezas de metal de la chatarra. Yo le di pie a que me preguntase cosas,
pero no lo hizo, por no hacer no me dio ni las gracias por el hecho tonto de
haberla salvado de la policía, cosa que parecía ya muy lejana. ¿Y si la
perseguían porque había matado a alguien? Limpié mi conciencia al pensar que,
de ser así, no hubiesen ido tan solo dos policías a por ella. Así, de manera
tonta, acabamos por llegar a su casa, más bien a su calle, que nunca me dijo
donde vivía exactamente ni a mí me importó mucho no saberlo. Entonces me dio un
beso en la mejilla y yo cerré el paréntesis de aquella noche, pues volvía a
estar quieto, en una calle que no era la mía, en algún lugar perdido del
centro, con las manos metidas en los bolsillos de mi chupa negra, echando de
menos un cigarrillo y admirando como se refleja la noche en el suelo mojado.
martes, 25 de noviembre de 2014
yo que sé
Hoy he pensado que los exámenes son como las
historias de amor y me ha salido una bonita metáfora, pero en fin, eso ha sido hoy, no esta noche, y es que las noches
en las que no duermo ni hago nada no son noches normales. Si no duermo es en
parte porque mis sueños son el reflejo de lo que ya no está, no los recuerdo,
pero cuando soy consciente de lo que sueño, siempre es genial, y así eran las
cosas, había que ser paciente esperándolas, pero cuando llegaban, eran
geniales. Ahora ni eso, ahora me tengo que contentar con el hombre del bus al
que voy a empezar a acosar y los pequeños detalles que hacen de cada día un
capítulo de una historia verdaderamente absurda e irreal (hoy tenía examen y,
después de no pasar el bus de “y media”, el de “y cuarenta y cinco” se ha
estropeado en la misma parada). Lo sé, si es que lo estáis pensando,
últimamente no se compaginar adjetivos y me salen parejas que no dicen lo que
querría que dijesen. Por cierto, el trío de cantautores que he descubierto está
muy bien, sí, pero físicamente no son como deberían, y eso aun no he decidido
si es triste o frustrante, creo que simplemente es molesto. Estoy harto de
muchísimas cosas, lo que me hace volver a las cosas que había escondido en los
cajones esperando a tiempos turbios, lo malo es que estaba preparado para una tormenta
desoladora, pero no para esto, una seca y picante tormenta de arena. Pero
tranquilidad, que hay algo bueno, últimamente estoy comiendo comidas muy ricas
y me abrigo un poco, me pongo el abrigo negro con la pequeña mancha de pintura
que consigo ocultar a cambio de los calcetines gordos, y eso me evita
resfriados, también noto mis piernas aun más fuertes, con las que subo los
escalones del metro corriendo y de dos en dos sin cansarme, y se me ha ocurrido
empezar a utilizar “buena leche” en contraposición a la mala leche y el
adjetivo “molotavo” que viene de cóctel molotov.
En fin, recordad, los catorce de febrero no son
días especiales y en la Gran Vía hay que tener los ojos abiertos pues puede
pasar alguien que conoces o alguien a quien querrías conocer.
Esto que estoy escribiendo nunca debería ver la
luz, es la absurdez hecha 398 palabras. Pero claro, no lo voy a borrar, pues si
lo borro ¿para qué lo escribo? Y también se podría pensar que, una vez escrito,
para qué lo publico, y ahí daría toda la razón a quien me hiciese la pregunta,
de hecho me subiría a esta silla, con cuidado de no matarme, que tiene ruedas,
y aplaudiría enérgicamente, aunque en realidad no lo haría, porque hacer jazz
parece muy fácil, pero ¡oh! no lo es. Estoy pensando en dedicar toda mi vida a
estudiar un tema que no le interese a nadie y una vez anciano ser el mayor
experto en el susodicho tema, y así cuando me detenga la policía gritaré con mi
voz anciana “¡Suéltenme! ¡No saben quién soy! ¡Soy el mayor experto en x tema!” Me pregunto si habrá cátedras
para x temas absurdos. Y ojo que
reitero que esto no debería ver la luz.
Son la 1:23, una hora bonita para dejar de
escribir lo que no debería ser escrito y mucho menos leído. Y, recordad, odiad
y ser odiados, así crearemos un mundo peor y todo lo malo que digamos será
verdad porque todo ya será completamente horrible. Si esta noche llueve no me
voy a quejar, porque solo me quejo de que esto no debería ser leído.
domingo, 23 de noviembre de 2014
Lo verde es ceniza
Las llamas se alzaban contra un cielo gris y la
boca me sabía a ceniza, pero no me resultaba un sabor desagradable, más bien
conocido, pues hace un tiempo estuve todo un mes comiendo manjares para después
descubrir que cada bocado se convertía en mi boca en una ceniza densa como la
tierra.
¿Por qué arde? Porque yo le he prendido fuego.
Hace tiempo este lugar era un santuario hermoso,
con salas y habitaciones de todo tipo y extrañas gentes que deambulaban por los
pasillos para desaparecer al cruzar las puertas. También tenía una inmensa red
alrededor, pues las palabras se las lleva el viento y no había que dejarlas
marchar.
Una vez llegué y me encontré la puerta rota y solo
entonces observé lo vieja que era. Aquello era extraño, normalmente la puerta
estaba atrancada y debías emplear bastante fuerza para abrirla, y a veces
incluso estaba directamente cerrada con llave o con un letrero que no invitaba
precisamente a entrar. Aquel día entré con cuidado y me pareció aquél un lugar
frío y desnudo, al que le echaba en falta muchas cosas de las que en su momento
me habían fascinado, así que salí a la calle. Una vez bajo la luz del sol vi a
una chica en bicicleta y le pregunté si sabía qué pasaba, y me dijo “sí, han
trasladado la fiesta a otra parte, sígueme” y empezó a pedalear muy fuerte,
tanto que cogió mucha velocidad y no la alcancé corriendo, en ningún momento se
me ocurrió gritarle, pues pensé que volvería. Entonces empecé a seguir a gente,
a todo aquel que se dirigiese al lugar donde debía haber ido la ciclista pero a
muchos les perdía la pista de repente, de una manera casi mágica e irreal, y un
par acabaron describiendo círculos absurdos que no llevaban a ninguna parte. Un
par de veces emprendí el viaje en solitario, pero no encontré aquello que no se
encuentra si no te llevan, y mi último viaje terminó aquí, en el punto de
inicio, y con la rabia o la pena, o ambas, o tal vez una sensación a la que
nadie se ha molestado en poner nombre, le prendí fuego.
Las llamas se alzaban contra el cielo gris, y aun
lo hacen, pues queman y a la vez no queman aquello que el fuego no sabe cómo
tratar.
jueves, 20 de noviembre de 2014
John Still Morning
Después de pasar una semana mala y especialmente
aburrida, John Still Morning quedó con una amiga suya, habiendo pensado que
tomarían un café, darían un paseo por la avenida donde los árboles crecían
frondosos y bellos y terminarían la velada en la puerta de la casa de ella,
donde, si él tenía ocasión, le compraría una rosa, pero todo bajo la más
estricta y pura amistad. Resultó que ella tomó té en vez de café y a él el café
le dio ganas de ir al baño, al que no fue, por supuesto, por estar en presencia
de una dama. Bajo los árboles llovió y se mojaron de manera colateral, con
chorros ocasionales que atravesaban las hojas, haciendo así de un precioso y
plácido paseo, una carrera sin conversación. En la puerta de la casa de ella la
lluvia espantó a los vendedores y la hizo refugiarse rápidamente en casa, por
lo que él volvió a casa justo cuando dejaba de llover, mientras volvía sintió
una desazón y decidió ir al médico.
El Doctor Cagadas le tomó el pulso, la tensión, le
auscultó, miró de cerca sus ojos, le hizo abrir la boca para meter una linterna
dentro y le metió un dedo por el culo, tras todo esto dijo “Me temo que hay que
operar”, y John Still Morning se asustó.
La operación se hizo en el momento y no fue ni la
hermana pequeña de las operaciones, sino más bien un par de niños jugando a los
médicos, pues el doctor tan solo le extendió el brazo y, con un movimiento ágil
de bisturí y sin anestesia alguna, le hizo un corte de hombro a muñeca, abriendo
tras esto la piel cortara, de la que salió una especie de humo que se fundió
con el entorno. “Lo que me temía, polvo, tiene usted polvo en las venas, señor
Still Morning” “¡Sálveme la Marimorena! ¿Y qué hago?” “Está la situación difícil,
pues el polvo hay que quitarlo y no se puede dejar solo aire, que es muy soso.
Sangre de repuesto yo no tengo, además de que habría que ver si su corazón
funciona después de tanto tiempo sin girar. Lo mejor será poner cualquier
líquido mientras pienso en qué hacer” Y le metió en vena el jabón líquido azul
de la consulta.
Y así es como John Still Morning salió volando
nada más atravesar la puerta y salir a la calle. Resulta que con el movimiento de brazos y
piernas el jabón había generado burbujas y ala, a flotar.
Cuentan que John Still Morning está hasta los
huevos de que se hagan bromas con sus apellidos y el hecho de que va por ahí
persiguiendo a las nubes y el sol.
miércoles, 19 de noviembre de 2014
Luco
-¿Qué pasó con el chico callado del final de la
calle?
-No lo sé.
-Pues invéntatelo.
-Era un chico extranjero, de nombre Steferi, que
cuando llegó aquí, a los siete años, no sabía nada de castellano, lo que le
hizo empezar las cosas con una deficiencia de amigos…
-Pero era italiano, se llamaba Luco.
-Luco tenía una hermana que se fue de casa cuando
él era muy niño, dejándole dolido y pensando que cualquier día aparecería y,
con completa naturalidad, le diría de irse con ella y, aunque ya había pensado
que, de darse el caso, le sería muy difícil hacerlo, se había prometido que
iría con ella sí o sí, dejando atrás lo que fuese. Pero ella nunca fue a
buscarle, y él no se molestó en buscarla pues no quería saber nada de quien le
había abandonado.
Luco no sabía por qué, y de hecho le asustaba,
pero odiaba a sus padres, algo que nunca les hizo saber y encubrió con las
mejores notas que pudo sacar y sin sobresalir nunca en nada malo. Luco amaba a
sus abuelos maternos, quienes habían venido con ellos a España y con quienes
pasaba todo el tiempo posible, sintiendo que solo con ellos era realmente libre.
A casa de sus abuelos iba sobre todo los fines de semana, y por eso tú le veías
los domingos.
-También le veía los lunes y los martes.
-Los abuelos de Luco, sobre todo la abuela, vieron
lo qué realmente pasaba y acogieron a Luco en su casa algunos días de la semana
con la escusa de liberar a los padres del trabajo de educar al niño. Luco era
muy flaco, pero por algún motivo tenía el abdomen hinchado, por lo que los
demás niños le decían que estaba gordo y así empezó a llevar ropas muy anchas
que ocultasen su silueta, y la ropa le acercó más que su curiosidad a los
peores chicos de su instituto que, gracias a Dios, no eran tan malos como
podría haber sido. Así Luco empezó a fumar y a beber, a beber alcohol, cosa que
no quiero que hagas nunca ¿Me oyes? Y también a pintar grafitis, donde
casualmente triunfó entre sus compañeros al hacer de pinturas callejeras obras
realmente tristes. Este hecho le sacó de las malas compañías y fue así como
vecinos y dueños de locales le pidieron, a cambio de pagarle el material, que
empezase a decorar puertas y paredes, lo cual empezó a hacer de casas baratas
para gente pobre una ciudad hermosa y triste. El problema vino cuando el
ayuntamiento le hizo el encargo de pintar la fachada del edificio de las
juventudes y, debido a la forma de pago, los padres de Luco descubrieron qué
había estado haciendo tanto tiempo en secreto. A los padres de Luco no se les
podría definir en absoluto como personas violentas, pero su padre, al sentirse
sumamente angustiado al ver que su inocente hijo era todo un terrorista de la
propiedad ajena, le pegó, y además le pegó sin escatimar esfuerzos al no tener
experiencia en eso de impartir palizas. Tras este episodio volvieron a Italia,
pensando que allí las cosas serían mejores, pero no fueron así los abuelos, el
último apoyo de Luco.
-¿Y los abuelos siguen viviendo al final de la
calle?
-Claro, y tienen un limonero enfermo que
languidece con ellos y que es la fuente de ese mal olor que hay en verano.
-¿Podemos ir a verles?
-No hasta que vuelva Luco.
martes, 18 de noviembre de 2014
Agua
Noté como acababa por tocar el suelo frío con la
tripa, también notaba cómo me iba quedando sin aire. Entonces, cuando pensé que
ya debía quedar poco, abrí los ojos y lo que vi fue un mero que me miraba desde muy cerca, y
me enfadé, de entre todos los peces debía haber sido aquél. Me puse de
cuclillas, ahuyentando al pez, y me di impulso llegando así a la superficie donde
cogí aire como un hambriento que se lanza sobre una mesa repleta de aperitivos.
En fin, decepcionado nadé hacia la orilla más cercana. Hacía frío pero el agua
estaba razonablemente cálida, cuando salí me recibió el viento y encogí tanto
que debí menguar un metro. Mis dientes sonaban como dos piedras chocando a
mucha velocidad, era divertido, pero hacía frío. Corrí a la toalla que se
encontraba bajo la sombrilla y me envolví con ella sentándome en un extremo de
la otra toalla, donde estaba ella, con sus enormes gafas de sol y lo que
supuestamente era un bañador, que a mí me parecía un pijama.
-¿Y bien?
-Nada.
No entendía por qué teníamos la sombrilla si el
cielo estaba encapotado y parecía que iba a llover, además la sombrilla se
calaría en caso de lluvia porque era de tela. La playa estaba desierta, pero yo
aun temblaba demasiado como para pensar en nada, y con nada me refiero a sexo,
sexo en plan así salvaje en la playa desierta.
Un rayo iluminó el horizonte, el cual pertenecía
al mar, y con su luz iluminó un barco. Cayeron más rayos y me pregunté si
alguno caería sobre el barco ¿alguna vez había caído un rayo sobre un barco? Seguro
que sí, que divertido sería.
Ya más seco me desprendí de la toalla y volví
corriendo al agua. Mientras me cubría por las rodillas, y luego por la cintura,
me pregunté si saldría esta vez en caso de no encontrarme con ningún mero.
lunes, 17 de noviembre de 2014
La época de la pulsera.
Pocas etapas de la vida están definidas con un inicio y un final, y aun menos se pueden permitir un nombre. Este verano mi hermano viajó mucho, y de uno de sus viajes me trajo una pulsera, una de las que más me han gustado (teniendo en cuenta que todas son regalos).
No con el regalo empezó una nueva etapa, sino que más bien el regalo se produjo en una época de transición. Y así pues, aunque los diferentes estudiosos de la historia no se ponen de acuerdo en la fecha en la que ésta empezó, la opinión más generalizada fue que el inicio se dio en el Curso Cero, un taller preparatorio al que acudí una semana antes de empezar la universidad. Yo soy muy dado a crear teorías sobre mí y sobre las cosas, teorías que en su momento me parecen la culminación del ámbito en el que se den y ante las que muchas personas asienten sin expresión ninguna, pero después (puede que en la siguiente etapa, no lo sé) me avergüenzo muchísimo de haber dicho semejantes cosas, de habérmelas creído y de haberlas llevado a cabo, lo bueno es que con cada torta las voy haciendo mejores, quizá un día quede permanentemente satisfecho con una. Bien, pues en el Curso Cero ideé nuevas de estas ideas y, aunque no creo que tenga relación, encontré un grupo de amigos con el que empecé el curso llevando ventaja en cuanto a fiestas y a gente con la que poder hablar. Hace poco, no sé bien si dos o tres semanas semanas, todo empezó a ir mal, suspendí mi primer examen oficial, perdí las amistades como arena que se te desliza de los dedos sin que puedas quedarte con ella y se me cayó la pulsera de mi hermano, dejando mi muñeca mucho más fea. Todo empezó a ir mal, tanto que me desesperé, aunque aprendí a contener los problemas con un método que quizá cuente algún día, y entonces tomé una decisión, después de afeitarme y cortarme el pelo, volviendo así a tener unos quince años, decidí que seguiría cayendo, que caería con todas mis fuerzas hasta el día dieciséis de noviembre, tras el cual me obligaría a levantarme, mi idea era chocar tan fuerte contra el sueno que rebotase subiendo muy alto, y, pese a la horrible media hora del nuevo día, hoy estamos a día diecisiete y doy por completamente terminado el epílogo de la época de la pulsera. Me preguntó qué nuevo nombre tendrá esta nueva etapa y qué tal será.
No con el regalo empezó una nueva etapa, sino que más bien el regalo se produjo en una época de transición. Y así pues, aunque los diferentes estudiosos de la historia no se ponen de acuerdo en la fecha en la que ésta empezó, la opinión más generalizada fue que el inicio se dio en el Curso Cero, un taller preparatorio al que acudí una semana antes de empezar la universidad. Yo soy muy dado a crear teorías sobre mí y sobre las cosas, teorías que en su momento me parecen la culminación del ámbito en el que se den y ante las que muchas personas asienten sin expresión ninguna, pero después (puede que en la siguiente etapa, no lo sé) me avergüenzo muchísimo de haber dicho semejantes cosas, de habérmelas creído y de haberlas llevado a cabo, lo bueno es que con cada torta las voy haciendo mejores, quizá un día quede permanentemente satisfecho con una. Bien, pues en el Curso Cero ideé nuevas de estas ideas y, aunque no creo que tenga relación, encontré un grupo de amigos con el que empecé el curso llevando ventaja en cuanto a fiestas y a gente con la que poder hablar. Hace poco, no sé bien si dos o tres semanas semanas, todo empezó a ir mal, suspendí mi primer examen oficial, perdí las amistades como arena que se te desliza de los dedos sin que puedas quedarte con ella y se me cayó la pulsera de mi hermano, dejando mi muñeca mucho más fea. Todo empezó a ir mal, tanto que me desesperé, aunque aprendí a contener los problemas con un método que quizá cuente algún día, y entonces tomé una decisión, después de afeitarme y cortarme el pelo, volviendo así a tener unos quince años, decidí que seguiría cayendo, que caería con todas mis fuerzas hasta el día dieciséis de noviembre, tras el cual me obligaría a levantarme, mi idea era chocar tan fuerte contra el sueno que rebotase subiendo muy alto, y, pese a la horrible media hora del nuevo día, hoy estamos a día diecisiete y doy por completamente terminado el epílogo de la época de la pulsera. Me preguntó qué nuevo nombre tendrá esta nueva etapa y qué tal será.
Y de sus gritos no se podía entender nada, solo rabia, sabia
contra sí mismo, contra el mundo, contra el por qué ¿por qué? Es que no tiene
sentido que a las personas se las pegue de todos lados, ¿y qué? Nos creemos que
luego vendrá algo mejor ¿la felicidad? ¿la puta felicidad a la que me aferro
como un profeta que ve que o cree o se suicida? Pero qué coño pasa, cómo vamos
a jugar a un juego si no hay unas solas reglas, si todo el mundo tiene las suyas
y éstas se contradicen entre sí y me hacen gritar de rabia, y si no grito, éstos salen por los ojos en forma
de lágrimas, abrasadoras lágrimas que huyen porque aquí no les espera nada
mejor, porque todo es una mierda, pero no en el sentido de siempre, sino que es
una mierda porque lo que no es malo o está podrido nunca lo podrás alcanzar,
pero si podrás verlo, podrás contemplarlo para ver en ello reflejado tu propia
impotencia. Que no, que todo está perdido, que no queda nada, así que mejor
dormir para que las pesadillas nos distraigan.
viernes, 14 de noviembre de 2014
Cosas de duendes
Hace tiempo me topé con un duende que destronó a
los gallos a la hora de cantar por la mañana, aunque no fuese a la misma hora
cada día. Este duende se sabía mi nombre y, a cambio de un par de cervezas de
vez en cuando, me contaba increíbles historias de vidas que le hubiese gustado
vivir. El problema fue que un día un par de niños jugando le enseñaron a
mentir, y al duende le gustó la mentira, tanto es así que empezó a mentir sobre
cualquier cosa y hasta dejó de cantar por las mañanas para hacerlo al
anochecer. El problema fue cuando empezó a mentir sobre mí a mis espaldas y
tuve yo muchos problemas por su culpa, así que le dije que me dejase en paz,
que no se acercase a mi casa y que no quería volver a quedar con él. Por alguna
razón que desconozco, un día, después de no saber de él un tiempo, entró en mi
casa y destrozó mi salón. Yo no hice nada por no saber qué hacer, así que lo
dejé pasar, pero un día se lanzó al cuello de un amigo mío y, tras susurrarle
cosas malas al oído durante toda la noche, éste me repudió. Ahí fue cuando
decidí matar al duende. El problema es que no fui capaz, por distintos motivos
que no vienen a cuento, así que encargué a un carnicero que conozco que lo hiciese,
y el carnicero mató al duende. Durante todo un día tuve la cabeza de aquel
desagradable ser en la puerta de mi casa clavada en una estaca.
No pretendo atemorizar a los duendes para que no
vengan, pero en cuanto uno empiezo a molestar le cuento la historia, si sigue, le
muestro la calavera en miniatura, y ya, si no cesa en su empeño, le acorralo y
le explico en un susurro lo fácil que es matar a los duendes que me vienen a
tocar las narices.
miércoles, 12 de noviembre de 2014
ultimun fragmen
Cuentan que la bruja de la montaña leyó El esclavo enamorado y
lloró por su inesperado final y que, cuando el recadero fue a llevarle las
provisiones para el invierno, ésta entró en trance y dijo con la voz áspera de
un hombre:
"Puede que el capataz no le viera como un esclavo, sino, como un amigo, o puede que algo más. Y si trabajando el doble el capataz no le deja en paz, oh esclavo mío, no es porque quiera azotarte, es porque el capataz se mostró al esclavo tal y como era, afable, cercano, cortés; pero el esclavo valiéndose de sus artimañas quiso destruir al capataz, por miedo a dejarse vencer por una amistad imposible, ya que era impensable una relación de amistad entre un capataz y un esclavo. El esclavo urdió el más atroz de los planes, hacer creer al capataz que era su amigo, su confidente. El esclavo tejió con mimo la telaraña que llevaría al capataz a su fin. Tal fue así que, para defender al esclavo, el capataz mintió y destruyó a una doncella por él, pero de lo que el capataz no se percató fue de que todo era en realidad un plan para acorralarle y dejarle solo y, una vez en la miseria, acertarle el golpe final. El capataz, al darse cuenta de ésto, intento reaccionar, pero fue demasiado tarde. El capataz no entendió nunca el por qué el esclavo le destruyó de esa manera, ¿Sería porque se cansó de ser esclavo? ¿o solo quería disfrutar viéndole sufrir? ¿Pero por qué él? ¿por qué el capataz? Él, herido de muerte, se retiró, pues no había batalla que librar, y si la había, estaba perdida antes de empezar. Solo reconoció algo antes de marchar:
"Muy inteligente, esclavo, brillante tu
hazaña. Pero con ella me has convertido a mí en esclavo, para convertirte tú en
férreo capataz. Si te entrego mi corazón y lo destruyes ¿cómo la doncella
querrá aceptar el tuyo? Ahora entiendes, oh esclavo, por qué no se puede fiar.
El amor no tiene explicación, como así el más bello de los regalo la tiene.
Cuando regalas algo, por más pequeño que sea, si le pones la intención, la
pasión y la honestidad, no has de explicarlo, si explicas algo tan sublime como
el regalo que has citado, es porque ese regalo, quizás, sea un Caballo de
Troya, tal y como me ha pasado a mí contigo, esclavo."
Llegados a este punto debemos darle las gracias al recadero por su brillante memoria capaz de recitar las palabras exactas, cosa no extraña pues nunca supo escribir y, para acordarse de lo que se le pedía en cada punto de la cordillera, necesitaba tener buena sesera, ya que llegar a la cima del Meigito y descubrir que no te han pedido lentejas sino judías ¡judías! y tener que volver a bajar para volver a subir y, tras todo esto, pedir disculpas, no es precisamente agradable.
Bueno, llegados al presente dentro del pasado
desde donde estoy contando la historia, me volví a leer el libro, sí, otra vez,
he de reconocer que El esclavo
enamorado es un buen libro y me gusta, pero de tantas lecturas estoy
empezando a cansarme de él y me empiezo a preguntar cosas como "¿Cómo
narices un solo hombre que, además, según las descripciones, está en los
huesos, puede tirar de semejantes bloques de piedra?"y no entendí las
palabras de la bruja en el contexto del libro, así que llamé a Lucy, que por
entonces era una niña que acudía al colegio y ayudaba de vez en cuando en la
tienda de ropas para bebé de su madre, le di el libro y esperé una semana a que
lo leyese. Entonces quedamos y la conversación fue algo así:
"-¿Te ha gustado el libro?
-Me gustaron los cuentos del abuelo, como el de
Adalia de la Selva, el Aliento del Tigre o el de Por Qué Susurran los árboles,
este último mucho más que ninguno, pero la historia de amor me parece tonta, y
la mujer más tonta aun."
Entonces le recité lo que a su vez recitó una
vez la bruja, Lucy me escuchó, lo pensó un poco y profirió una inmensa y serena
carcajada, cuando terminó dijo:
"-Pobre tonto el capataz, y más tonta aun
la bruja, ésta no habló, sino que habló el capataz por sus labios. Él amaba al
esclavo y, al ver que éste le odiaba en lo más profundo de su negro corazón,
sufría y por ello le pegaba, con sus propias lágrimas disimuladas por el polvo
de las obras, y por eso mismo no le mató cuando el esclavo se giró y blasfemó
enfrentándose a él. Pobre tonto el capataz que leyó un capítulo distinto en un
libro equívoco, ya lo dijo el escritor triste al que recita mi padre "Si
no se ha dado con la A no hay que seguir con el resto de letras del
abecedario". También por eso el capataz huyó con la chica, quería sentir
qué veía el esclavo en ella y por eso, al no ver nada especial, intentó matarla
creyendo haberlo conseguido. Ahora, por favor, no me des más libros basura para
leer,"
Y ahora estoy en el presente real, el de verdad y, con un ejemplar de El esclavo enamorado bajo el brazo, me dispongo a subir hasta las faldas del Meigito para hablar con la bruja, ya os contaré.
secunda fragmenta II
"Habiendo dicho lo que
había dicho, habiendo terminado su discurso sincero e improvisado, el esclavo
dejó su negro palpitante corazón en las manos de aquella mujer, se dio la
vuelta y, con el paso torpe de quien no tiene todos los huesos consigo, se
dirigió de nuevo hacia su trabajo.
-¡Eh, tú!¿Y por qué lo das sin más? es decir, sin dar tantos adjetivos de ese corazón tuyo ¿Será porque ella no se cree que en verdad el regalo por tu parte sea sincero? Cuando algo se explica, es porque no es honesto, nunca lo fue y nunca lo será.
Lentamente, y aun sin estar seguro de que se acababan
de dirigir a él, el esclavo se giró y vio a Ar-Tu, uno de los capataces. En
cuanto le vio, con una mano en el cinturón y la otra cogiendo el látigo, se dio
la vuelta de nuevo pensando que quizá si trabajaba el doble de lo normal el
capataz le dejaría en paz o por lo menos no sería más benevolente.
-Vuelve a mirarme y habla sin miedo, esclavo.
Su abuelo le contaba de pequeño los cuentos que
traía el viento, cuentos como el de Adalia de la Selva o el de el Aliento del Tigre,
y este último se dio en el esclavo cuando todo miedo se apartó y el fuego tomó
sus pulmones, boca, labios y ojos.
-Soy un esclavo, mis únicas pertenencias son mis
harapos y mi catre, pero en realidad no son mías, son de los Generosísimos que,
al igual que me las dan, me las pueden arrebatar ¿Qué me queda entonces? Mi
piel y mis huesos, pero en realidad tampoco me pertenecen, si hago algo mal o
simplemente a vuestra merced le parece, mi piel sangrará bajo la soga y mis
huesos se quebrarán bajo el tormento ¿Tengo algo entonces? Sí, algo que ni tu
espada más larga y afilada podría alcanzar, mi corazón. Entenderá vuestra
merced que si por algún motivo, como ha ocurrido, llego a darlo, avisaré con
pena y orgullo de que es todo cuanto poseo y que aun así hago entrega de él.
Además, cuando los ojos de aquella a la que le he dado mi ofrenda me miran y
sus manos se alzan, me siento más pobre y mísero de lo habitual al encontrarme
frente a tal belleza. Podría darle una galera cubierta del más brillante oro
que aun así pensaría que no es suficiente regalo, entenderá entonces vuestra
merced que me disculpe por lo que le doy. Ahora bien, me da igual que ella
pueda pensar que mi corazón es sincero o no, yo sí se lo di dándole también
todo lo bello, aun sucio, que pudiese quedar en mí.
Cuando algo se explica solo se pretende mostrar
lo que es importante para quien habla, pero oh capataz, no pretendo que lo
entienda, usted ya está completo en su miseria. ¿Se imagina que Adalia de la
Selva no le hubiese explicado al rey que aquello que se le escapaba se las
manos no era arena sino fino oro? Ahora hágame lo que quiera, capataz, que ya
no soy nada más que una piedra que empuja piedras."
El esclavo enamorado
lunes, 10 de noviembre de 2014
secunda fragmenta
"-Mi corazón es negro y no solo por el carbón. Es pequeño, está agujereado y desgarrado. Es un corazón pobre de una persona pobre que solo sirve para recordarme que aun sigo vivo. Un corazón pequeño en el que apenas cabe nada y por el que muy poca gente ha pasado a lo largo de mi vida.
Y aun con todo, te lo regalo."
Y aun con todo, te lo regalo."
El esclavo enamorado
sábado, 8 de noviembre de 2014
la tierra del algún día
Que nadie se sorprenda cuando un día sietesiete venga a buscarme y nos fuguemos en su autocaravana de origen incierto. No pienso deciros dónde iré, principalmente porque no lo sabré, pero aun sabiéndolo no os lo diría. Seguramente dejaré una nota, en parte para que nadie se preocupe en exceso y en parte porque siempre me ha gustado cuando el protagonista de una historia deja una nota que suele leer su propia voz haciendo de narrador mientras se alternan planos de quien la ha encontrado y supuestamente lee y del protagonista alejándose por el camino que haya elegido para, muchas veces, empezar de cero. Y sí, en esta historia yo sería el protagonista y todos me darías un poquito igual, aunque sietesiete también tendría bastante importancia, tal vez la nombre cuasi-protagonista. Lo curioso es que tendré por plan lo inesperado, pero llegará un momento en el que, por ir a tanta velocidad, me chocaré contra lo desconocido y entonces sietesiete y yo, amargados por la convivencia extrema, nos enfadaremos y ella se volverá a casa quedándome yo en algún lugar de Francia, quien sabe si cerca de Toulouse o más al norte, y tendré que volver andando. Eso sí será costoso, pero cuando llegue, extenuado y asqueado con tantas cosas, habré descubierto algo, algo muy importante, el verdadero por qué de mi fuga y la respuesta a tantas preguntas, la llave que te abre la otra mitad de las puertas y te hace la vida más fácil, pero, oh, no os voy a decir qué es, haber venido desde Toulouse a Madrid andando.
viernes, 7 de noviembre de 2014
fragmenta
...ahora eran ya 196 las piedras que llevaba sobre la espalda, pero aun así seguía llorando por amor. Da igual los latigazos que puedan caer sobre tu piel si ésta está ya insensibilizada por la maldición de que nada más te pueda importar. Algún día aquella gran obra de la humanidad estaría completada y él vería como la segunda mayor tarea de su vida llegaba a su fin, a un amargo fin.
El esclavo enamorado
miércoles, 5 de noviembre de 2014
sueño
Era de noche, el autobús llegó a Conde de Casal, como debía, pero en vez de parar se dio la vuelta y volvió a la carretera de Valencia, entonces yo me levanté y anduve hasta el conductor, uno que nunca había visto y que tenía algo que no me gustaba. Le pregunté que por qué dábamos la vuelta y él me dijo que sería vergonzoso llegar pronto, así que en mitad de la carretera de Valencia volvió a dar la vuelta rumbo a Conde de Casal, otra vez. Cuando volví a mi asiento descubrí que me lo había quitado una señora, porque en cada pareja de asientos había solo una persona y donde tuviese que haber dos era mala cosa, así que me senté con alguien a quien no recuerdo y juntos criticamos a la señora que me había robado el sitio, pues su hija y su hijo, ambos pequeños, ocupaban respectivamente una pareja de asientos cada uno. Cuando el autobús paró no se abrió la puerta del medio, por la que se baja, ni la de delante, por la que se sube y a veces se baja, sino que salimos por la ventana del conductor, que era algo más grande de lo normal. Era de noche como ya he dicho, pero en ese momento realmente lo aprecié, era una noche bien iluminada por farolas amarillas, y aun era una hora temprana, pues no había sueño y las calles tenían su tránsito común. Yo tenía la sensación de que tenía que ir a algún lado, no sé si recordaba a donde, pero no sentía ninguna prisa. Entonces hice algo que hago muy poco y que es uno de mis mayores placeres del mundo, cogí un poco de carrerilla, salté, estiré los brazos y planeé un rato como a metro y medio del suelo, es una sensación alucinante, lo más parecido a volar por mis propios medios sin tener en cuenta la vez que pude hacer varios saltos de unos cincuenta metros de altura. Después sentí hambre, así que entré en una tienda de alimentación en la que había napolitanas y demás bollería colgada de unos ganchos de una pared. Cogí uno de aquellos dulces y estuve tentado de comerlo, de hecho lo olí mucho, pero sabía que el precio sería muy alto, por lo que no le di bocado, creo, así que crucé al otro lado de la calle, entré en otra tienda de alimentación y dejé allí el bollo, pero a mi vuelta no sé si sentía el estómago lleno o que lo estaba masticando y pensé que, de alguna extraña manera, al final me había comido el dulce, y así me sentí culpable y entré en la primera tienda a comprar algo para indemnizar de algún modo el hurto sin dolo cometido. Cogí una especie de chupa-chups rosas, pero la asiática dependienta me dijo desde el otro lado de la tienda que cogiese dos, no sé si por algo referido a una oferta, pero cuando cogí el segundo, éste llevaba pegado un tercero, así que la dependienta hizo un gesto como de "no, no" y luego otro de "bueno, da igual", pero yo me di cuenta y los separé en dos. Cuando me estaba cobrando, dijo algo del precio y pensé que me estaba cobrando el dulce de antes, que se había dado cuenta, pero resultó que no. Lo último que recuerdo es que me dio las vueltas en muchas monedas de céntimos y dos mandarinas, y no recuerdo más porque era un sueño.
En una milésima de segundo
El viento chilla y pide sangre, mientras, nuestro héroe descubre que la herida de su rostro no es herida y es grano. Dáminis dijo "voy a escribir la mejor historia de todos los tiempos y mi nombre será recordado", y cuando murió, en su tumba quedó inscrito "Dáminis, iba a escribir la mejor historia de todos los tiempos y su nombre sería recordado". La anciana no teme a la juventud y hace ruido. Mientras tanto, el viento juega con el pelo de nuestro héroe despeinándole, y él lo sabe, pero le gusta.
lunes, 3 de noviembre de 2014
Pájaros al vuelo
¡Oh,
por favor! ¡Qué buen día hacía en Monterbaló! Los niños habían claudicado en su
huelga de no salir de casa y ahora corrían y jugaban, desprendiendo así sus
pieles un extraño vapor anaranjado que hacía sentir la necesidad de moverse, de
hablar y, sobre todo, de reír a quien lo respiraba. A pesar de no ser domingo,
la señora Filoberta tiró el trapo de cocina al suelo exclamando sonoramente
“¡Hombre ya!”, salió a la calle y montó su puesto de chucherías, siendo así el
ejemplo de toda una revolución que desembocó en un mercadillo en jueves. Don
Agustín partió en su carro para estar otro mes fuera, dejando así el cuidado de
la casa, los criados y las tierras a su hija de siete años Cataleya, que no os
preocupéis, no, que la niña estaba del todo preparada para ocuparse de esa
labor ya que la practicaba desde los cuatro años y era una de las razones por
las que Don Agustín se marchaba siempre que podía, y cuanto más tiempo mejor,
pues quería mucho a su hija, pero le intimidaba enormemente. La sombra de la difunta
madre de la niña se apreciaba en sus ojos, algo mágico y estremecedor a un
tiempo.
Así
pues, un pueblo generalmente gris azulado se tornó naranja y rojo, pero no
cualquier posibilidad de estos colores, sino los que se dan al atardecer. Al
pueblo solo le faltaba el cantar de unos pájaros que nunca había tenido. Pero
siempre existen sombras, y ahí apareció, haciendo retumbar el suelo por su peso
descomunal, el alcalde. No le acompañaban los dos secuaces de siempre pues el
vapor naranja de los niños les había hecho participar en una carrera de sacos,
pero a él ese vapor no le afectaba. Se situó en mitad de la plaza y, a través
de su megáfono negro, comenzó a gritar, acusando a la gente de amoral, irresponsable,
ilógica y demente. De tal modo que todos empezaron a sentirse culpables, hasta
que Cataleya dio un paso, extendió la mano y empleó la magia de su madre. El
alcalde pareció quedarse mudo, pues no emitía ningún sonido, pero lo que en
realidad sucedía es que cada vez que gritaba, la palabra salía de su cono
materializada en un pájaro de papel.
Y
así fue como el alcalde de Monterbaló se quedó afónico y la ciudad por fin tuvo
pájaros, aunque de papel.
Microrrelato presentado a concurso en el que pasaron de mí.
Microrrelato presentado a concurso en el que pasaron de mí.
the sounds of silence
Cuando el hermano de Elia murió en aquel accidente, ella se llevó del hospital, de entre la bolsa de sus pertenencias, su reproductor de música, y en un rincón de su habitación, con los cascos puestos y las rodillas abrazadas, lloró y escuchó música toda la noche.
Así se fue haciendo inseparable de aquel reproductor, a todas partes lo llevaba, junto con su cargador por si se le acababa la batería. Siempre estaba escuchando la música que su hermano, como el experto de una materia, había seleccionado con cuidado y de una manera meticulosa durante toda su corta vida. Los ojos acabaron por secarse, pero la tristeza se aferraba a Elia, quizá en parte por las dos cadenas blancas que siempre llevaba asomando desde las orejas. Le fascinaba aquella música, y un autor en especial, pero nunca miró qué grupo o qué canción sonaba, escucharla era como escuchar a su hermano, y no quería estar tentada de dejar de oírle. Con el tiempo las cosas cambiaron, como los parques, que llega un momento en el que interrumpen su ciclo se árboles verdes, árboles marrones y árboles sin hojas para que empieces a ver árboles que faltan, árboles que antes no estaban ahí y árboles que se pasan el año verdes, sin cambiar, y todo es un cambio que pasa sin que te des cuenta hasta que te das cuenta, y así es como Elia salió, sin saber cómo, de su mundo de soledad y música y apartó el reproductor de música en un cajón saliendo de vez en cuando con unos nuevos amigos, uno de los cuales se fijó en ella y observó, sorprendido, cómo ella se alteró mucho una vez en un bar al sonar una canción en concreto.
Tiempo más tarde aquel chico y Elia empezaron a salir, y una vez, en casa de él, comenzaron a besarse con la inmediata intención de quitarse la ropa, y él, ávido y listo, estiró el brazo a la par que su otra mano cogía a Elia por la cintura y sus labios no se despegaban un momento, y cogió el mando a distancia del equipo de música. Elia en un primer momento gritó y creyó ver a su hermano en todas partes a su alrededor, luego se dio cuenta de que era la música. El chico había pensado que aquel autor le gustaba a Elia y había grabado todas sus canciones, y ahora tenía los restos de una antigua sonrisa congelada en el rostro. Tras apagar la música y calmar a Elia, el chico le explicó que aquel era un conocido cantautor, y ella no pudo soportarlo, aquel no era un cantautor conocido por todo el mundo, aquel era el secreto de su hermano que solo ella conocía. No pudo soportarlo.
Aun hoy no se sabe qué fue de ella, aunque, temeroso, investigué y por lo menos sé que viva está. A veces, cuando paso por su antigua casa, aunque sé que no puede ser, me parece escuchar desde la que fue su habitación la voz de un hombre con una guitarra, una canción triste, pero no de las que te hunden, sino de las que te ayudan a salir.
Así se fue haciendo inseparable de aquel reproductor, a todas partes lo llevaba, junto con su cargador por si se le acababa la batería. Siempre estaba escuchando la música que su hermano, como el experto de una materia, había seleccionado con cuidado y de una manera meticulosa durante toda su corta vida. Los ojos acabaron por secarse, pero la tristeza se aferraba a Elia, quizá en parte por las dos cadenas blancas que siempre llevaba asomando desde las orejas. Le fascinaba aquella música, y un autor en especial, pero nunca miró qué grupo o qué canción sonaba, escucharla era como escuchar a su hermano, y no quería estar tentada de dejar de oírle. Con el tiempo las cosas cambiaron, como los parques, que llega un momento en el que interrumpen su ciclo se árboles verdes, árboles marrones y árboles sin hojas para que empieces a ver árboles que faltan, árboles que antes no estaban ahí y árboles que se pasan el año verdes, sin cambiar, y todo es un cambio que pasa sin que te des cuenta hasta que te das cuenta, y así es como Elia salió, sin saber cómo, de su mundo de soledad y música y apartó el reproductor de música en un cajón saliendo de vez en cuando con unos nuevos amigos, uno de los cuales se fijó en ella y observó, sorprendido, cómo ella se alteró mucho una vez en un bar al sonar una canción en concreto.
Tiempo más tarde aquel chico y Elia empezaron a salir, y una vez, en casa de él, comenzaron a besarse con la inmediata intención de quitarse la ropa, y él, ávido y listo, estiró el brazo a la par que su otra mano cogía a Elia por la cintura y sus labios no se despegaban un momento, y cogió el mando a distancia del equipo de música. Elia en un primer momento gritó y creyó ver a su hermano en todas partes a su alrededor, luego se dio cuenta de que era la música. El chico había pensado que aquel autor le gustaba a Elia y había grabado todas sus canciones, y ahora tenía los restos de una antigua sonrisa congelada en el rostro. Tras apagar la música y calmar a Elia, el chico le explicó que aquel era un conocido cantautor, y ella no pudo soportarlo, aquel no era un cantautor conocido por todo el mundo, aquel era el secreto de su hermano que solo ella conocía. No pudo soportarlo.
Aun hoy no se sabe qué fue de ella, aunque, temeroso, investigué y por lo menos sé que viva está. A veces, cuando paso por su antigua casa, aunque sé que no puede ser, me parece escuchar desde la que fue su habitación la voz de un hombre con una guitarra, una canción triste, pero no de las que te hunden, sino de las que te ayudan a salir.
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