Por el otro lado de la calle, en la
acera donde da el sol, pasea una pareja de ancianos. Él lleva las manos a la
espalda y ella las tiene ocultas en los bolsillos. Hace frío y pasean despacio
buscando el sol. A aquella hora de la mañana no hay nadie en las calles, la
calle es ancha y la acera estrecha, tampoco hay coches. Al pasar junto a una
valla, el perro del jardín les empieza a ladrar. Desde detrás de ellos, casi de
entre medias, suena otro ladrido, uno muy agudo, y el perro del jardín calla
inmediatamente. Los ancianos no se alteran ni por el primer perro ni por el
segundo ladrido sin dueño. Ellos caminarán hasta la arboleda y después darán la
vuelta, como todos los días.
Al llegar a casa, él abre la
puerta y ambos se echan a un lado durante un momento, después entran precedidos
por un sonido de pasos que corren por toda la planta baja, de la cocina al
salón, y que después suben las escaleras, hasta el cuarto de ellos y el otro
cuarto, el que es hermoso a aquella hora de la mañana, que tiene las paredes
pintadas de colores claros y una cuna vacía en el centro, una cuna que rodea el
sonido de las patas corriendo y del que empieza a brotar un sonido como de llanto
de recién despertado.