Él,
como siempre que debía disculparse sin palabras, le preparó el desayuno, le
susurró buenos días y la besó ligeramente en la frente, no en los labios porque
no sabía si ella firmaría la tregua que él le ofrecía o habría aun un par de
batallas más. Ella cumplió su papel pintando una sonrisa en un cuadro que era
solo para él, tomándose el zumo de naranja antes de que se fuesen las vitaminas
y terminando el café con un estaba todo delicioso, no me importaría que
hicieses esto más a menudo. Pero ambos, él mientras consultaba la prensa y ella
mientras se duchaba, seguían pensando en lo que había pasado, y ya no
concretamente en ello, sino en lo que había pasado incluyéndolo en un contexto
mucho más grande y desproporcionado. Él tuvo que leer cuatro veces el mismo
artículo antes de darse cuenta si quiera de qué trataba, y ella se equivocó de
champú y de toalla. Cuando salió de la ducha avisó de que había salido, así que
él dobló el periódico y lo puso debajo del libro de sudokus de ella. Se
cruzaron un segundo en el pasillo, ella con la toalla desde la axila hasta el
muslo y él con el pijama de verano, que había sustituido a la camiseta y
calzoncillos de siempre para dar una mejor imagen cuando fue a llevarle el
desayuno en bandeja a la cama. Al entrar en el cuarto para vestirse, empujó la
puerta, que no llegó a cerrarse sino que dejó una delgada línea, él soltó el
manillar de la puerta del baño por la que iba a entrar y espió sin espiar. Ella
le daba la espalda cuando se quitó la toalla, pero mientras iba de un cajón a
otro sin deparar en su presencia, él la contempló, contempló sus pechos, aun
provocativos, sus piernas, su vientre y sus nalgas, que se habían enfrentado
bien a las arrugas y los años, contempló cómo se le pegaba el pelo en la
espalda. Recordó esa escena, el pelo, aunque seco, cayéndole por la espalda, y
él apartándolo para basarla por toda la columna, pensó en lo mucho que se
parecía aquella mujer a la de su memoria, pensó que eran casi iguales, pero
algo las diferenciaba. Una vez desnudo en el baño se sorprendió de que por
primera vez no le hubiera excitado ver a su mujer desnuda.
En el
coche, él bromeó con que ella se había vestido a juego con las nubes cargadas
de tormenta, y acabaron teniendo una conversación agradable que ella olvidó al
bajarse en la entrada del edificio donde trabajaba y él en el parking de su
propio trabajo.
Ambos
trabajaban delante de pantallas de ordenador, no hablaban con nadie que no
fuesen sus compañeros y colaboradores, ambos tenían una brevísima pausa para
comer, ambos, a pesar de no fumar, acompañaban a fuera a los que sí lo hacían
para poder descansar un momento los ojos, las máquinas de café de ambos
edificios proporcionaban un mejunje horroroso, en ninguno de los dos trabajos
se hacían ya fiestas ni regalos por navidad, ambos conserjes eran amables, en
los dos sitios había una mujer de la limpieza increíblemente parecida, gorda y
malhumorada, y aun así ambos trabajos eran completamente diferentes.
Mientras
trabajaban llovió mucho, a ella le gustaba escuchar las gotas, le relajaban, él
sin embargo prefería verlas caer, ver la lluvia golpeando los cristales cuando
caía fuerte o verla caer completamente vertical, con las gotas completamente
definidas como en los comics. Mientras trabajaban y la lluvia caía, ninguno
pensó en la infidelidad, nunca habían sido infieles y ni siquiera se les podía
pasar por la cabeza, para ser infiel debes sentir algo fuerte y espontáneo
sobre alguien, y ambos serían incapaces de ello, no con una persona en casa a
la que sin lugar a dudas habían querido y a la que probablemente seguían
queriendo, aunque de otra forma.
Cuando
dejó de llover, él se despidió de sus compañeros una hora antes de lo normal, a
nadie le importó más que el hecho de apartar la vista de las pantallas,
levantar las manos y gritar hasta mañana. Cogió el coche y condujo por una
autopista prácticamente vacía, rodeada de bosque y más allá del mar, se desvió
en una salida poniendo el intermitente pese a no haber coches cerca, condujo
tan solo un poco más antes de pararse en algo parecido a un mirador. Era una
península diminuta en la que tan solo había tres árboles y cinco bancos de
piedra, dos a la derecha, uno al frente y dos a la izquierda, cualquiera
hubiera supuesto que el banco solitario era el mejor, estar justo enfrente del
mar, sin lada a los lados y con la bruma allá al fondo, pero él escogió el
primero de la derecha, era su banco, ése al que iba siempre que podía cuando
dejaba de llover. Puso dos hojas de periódico y se sentó en ellas para no
mojarse, después se dejó perder en la similitud de colores de la ciudad, al
fondo a la derecha, el mar y el cielo, grises, blancos y azules en un cuadro de
acuarela que te parece bonito pero que nunca comprarías. Apenas visibles había
barcos en el puerto, tan a lo lejos que no se movían y se sumaban al cuadro, le
gustaba ver los barcos, se preguntaba por qué de niño, junto a los trabajos
idealizados, no había dicho que le gustaría ser marine, aunque daba igual,
tampoco había dicho nada de trabajar en un ordenador y es en lo que había
acabado, pese a estar considerado como un buen empleo.
El
reloj le advirtió de que se había entretenido, cogió el coche y fue a la ciudad
en una carretera vacía a más velocidad de la que debía. Nunca había llevado a
su mujer a aquel lugar, ni le había hablado del mismo, pero no lo veía como una
mentira o una traición, solo como algo suyo que no tenía por qué dejar de
serlo, además seguro que ella tenía su
lugar, y a él no le importaba, llevar a quien fuese a allí lo rompería todo,
dejaría de ser suyo. Llegó apenas unos minutos más tarde de lo normal a
recogerla y acabó con el silencio de los primeros dos minutos hablando del
programa que se había caído y lo que había hecho ése y el morro que tenía aquél
al irse en un día así una hora antes de lo normal.
Aquella
noche, mientras cenaban, él se llevó la copa de vino a los labios y la miró a
los ojos, que estaban fijos en su plato, y se dio cuenta de que ya no sentía
nada.