miércoles, 28 de mayo de 2014

él y ella

Él, como siempre que debía disculparse sin palabras, le preparó el desayuno, le susurró buenos días y la besó ligeramente en la frente, no en los labios porque no sabía si ella firmaría la tregua que él le ofrecía o habría aun un par de batallas más. Ella cumplió su papel pintando una sonrisa en un cuadro que era solo para él, tomándose el zumo de naranja antes de que se fuesen las vitaminas y terminando el café con un estaba todo delicioso, no me importaría que hicieses esto más a menudo. Pero ambos, él mientras consultaba la prensa y ella mientras se duchaba, seguían pensando en lo que había pasado, y ya no concretamente en ello, sino en lo que había pasado incluyéndolo en un contexto mucho más grande y desproporcionado. Él tuvo que leer cuatro veces el mismo artículo antes de darse cuenta si quiera de qué trataba, y ella se equivocó de champú y de toalla. Cuando salió de la ducha avisó de que había salido, así que él dobló el periódico y lo puso debajo del libro de sudokus de ella. Se cruzaron un segundo en el pasillo, ella con la toalla desde la axila hasta el muslo y él con el pijama de verano, que había sustituido a la camiseta y calzoncillos de siempre para dar una mejor imagen cuando fue a llevarle el desayuno en bandeja a la cama. Al entrar en el cuarto para vestirse, empujó la puerta, que no llegó a cerrarse sino que dejó una delgada línea, él soltó el manillar de la puerta del baño por la que iba a entrar y espió sin espiar. Ella le daba la espalda cuando se quitó la toalla, pero mientras iba de un cajón a otro sin deparar en su presencia, él la contempló, contempló sus pechos, aun provocativos, sus piernas, su vientre y sus nalgas, que se habían enfrentado bien a las arrugas y los años, contempló cómo se le pegaba el pelo en la espalda. Recordó esa escena, el pelo, aunque seco, cayéndole por la espalda, y él apartándolo para basarla por toda la columna, pensó en lo mucho que se parecía aquella mujer a la de su memoria, pensó que eran casi iguales, pero algo las diferenciaba. Una vez desnudo en el baño se sorprendió de que por primera vez no le hubiera excitado ver a su mujer desnuda.
En el coche, él bromeó con que ella se había vestido a juego con las nubes cargadas de tormenta, y acabaron teniendo una conversación agradable que ella olvidó al bajarse en la entrada del edificio donde trabajaba y él en el parking de su propio trabajo.
Ambos trabajaban delante de pantallas de ordenador, no hablaban con nadie que no fuesen sus compañeros y colaboradores, ambos tenían una brevísima pausa para comer, ambos, a pesar de no fumar, acompañaban a fuera a los que sí lo hacían para poder descansar un momento los ojos, las máquinas de café de ambos edificios proporcionaban un mejunje horroroso, en ninguno de los dos trabajos se hacían ya fiestas ni regalos por navidad, ambos conserjes eran amables, en los dos sitios había una mujer de la limpieza increíblemente parecida, gorda y malhumorada, y aun así ambos trabajos eran completamente diferentes.
Mientras trabajaban llovió mucho, a ella le gustaba escuchar las gotas, le relajaban, él sin embargo prefería verlas caer, ver la lluvia golpeando los cristales cuando caía fuerte o verla caer completamente vertical, con las gotas completamente definidas como en los comics. Mientras trabajaban y la lluvia caía, ninguno pensó en la infidelidad, nunca habían sido infieles y ni siquiera se les podía pasar por la cabeza, para ser infiel debes sentir algo fuerte y espontáneo sobre alguien, y ambos serían incapaces de ello, no con una persona en casa a la que sin lugar a dudas habían querido y a la que probablemente seguían queriendo, aunque de otra forma.
Cuando dejó de llover, él se despidió de sus compañeros una hora antes de lo normal, a nadie le importó más que el hecho de apartar la vista de las pantallas, levantar las manos y gritar hasta mañana. Cogió el coche y condujo por una autopista prácticamente vacía, rodeada de bosque y más allá del mar, se desvió en una salida poniendo el intermitente pese a no haber coches cerca, condujo tan solo un poco más antes de pararse en algo parecido a un mirador. Era una península diminuta en la que tan solo había tres árboles y cinco bancos de piedra, dos a la derecha, uno al frente y dos a la izquierda, cualquiera hubiera supuesto que el banco solitario era el mejor, estar justo enfrente del mar, sin lada a los lados y con la bruma allá al fondo, pero él escogió el primero de la derecha, era su banco, ése al que iba siempre que podía cuando dejaba de llover. Puso dos hojas de periódico y se sentó en ellas para no mojarse, después se dejó perder en la similitud de colores de la ciudad, al fondo a la derecha, el mar y el cielo, grises, blancos y azules en un cuadro de acuarela que te parece bonito pero que nunca comprarías. Apenas visibles había barcos en el puerto, tan a lo lejos que no se movían y se sumaban al cuadro, le gustaba ver los barcos, se preguntaba por qué de niño, junto a los trabajos idealizados, no había dicho que le gustaría ser marine, aunque daba igual, tampoco había dicho nada de trabajar en un ordenador y es en lo que había acabado, pese a estar considerado como un buen empleo.
El reloj le advirtió de que se había entretenido, cogió el coche y fue a la ciudad en una carretera vacía a más velocidad de la que debía. Nunca había llevado a su mujer a aquel lugar, ni le había hablado del mismo, pero no lo veía como una mentira o una traición, solo como algo suyo que no tenía por qué dejar de serlo, además seguro que ella tenía su lugar, y a él no le importaba, llevar a quien fuese a allí lo rompería todo, dejaría de ser suyo. Llegó apenas unos minutos más tarde de lo normal a recogerla y acabó con el silencio de los primeros dos minutos hablando del programa que se había caído y lo que había hecho ése y el morro que tenía aquél al irse en un día así una hora antes de lo normal.

Aquella noche, mientras cenaban, él se llevó la copa de vino a los labios y la miró a los ojos, que estaban fijos en su plato, y se dio cuenta de que ya no sentía nada.

martes, 27 de mayo de 2014

Ciudad de polvo y fuego

Los muros de la ciudad caían a cámara lenta atacados por las catapultas. Dentro, las llamas habían tomado el control y lo devoraban todo, los edificios de madera iban disminuyendo y los de piedra caían, uno tras otro, sepultando las calles. La gente que aun quedaba ya no lloraba ni gritaba, solo se encogía abrazándose las rodillas, mientras las altas llamas crepitaban acercándose, rodeándoles, y las piedras catapultadas silbaban sobre sus cabezas. El Enemigo entró por las ya inexistentes puertas y se dirigió al corazón de la ciudad, y entonces, entre las ruinas, llamas y miseria, un loco alzó la espada y dirigió su caballo a galope contra el Enemigo.

Lo que pasó después es por todos conocido, asique no diré más, solo dejaré en memoria vuestra la espada que brillaba, las llamas, las lágrimas de rabia, las súplicas y el coro que, en mitad de las llamas,  lo cantaba justo antes de los aplausos, con voces desgarradas.

domingo, 25 de mayo de 2014

Cierre temporal.

Ahora mismo estoy en el limbo que es el estudio para la Selectividad, llamada ahora PAU, que se 'celebra' los días 10, 11 y 12. Intentaré subir alguna entrada pero ni mucho menos podrá ser a diario. Creo que me había ganado algún lector que he perdido, en fin, habrá que recuperarlos ¿no? Además quizá vuelva con sorpresas, quizá.
En fin, me despido.
Un saludo o un abrazo o lo que sea más apropiado.

jueves, 22 de mayo de 2014

Estúpidos pájaros

Y así es como cerró el libro de repente, y no solo lo cerró, ya cerrado miró la portada y lo lanzó lo más lejos posible dentro de la habitación, luego vio la ventana abierta y pensó que podía levantarse, recoger el libro y regalárselo a los pájaros, sí, a los estúpidos pájaros como los que había en el libro, pero claro, éste no se merecía que se levantase a recogerlo.
Se levantó aun así, se sentó en la silla y la acercó a la mesa, después cogió una hoja en blanco del montón que siempre tenía preparado y su bolígrafo. Empezó a escribir siete veces, tachándolo todo, matando las siete vidas del gato. Luego se sintió mal pues el gato podía haberse comido a los malditos pájaros. Estúpidos pájaros.
Con la tontería acabó escribiendo sobre un gato, pero como no sabía en qué pensaban los gatos, hizo que se metiese tras un biombo y se cambiase a mujer, luego dudó si matarla. Lo que le había molestado no era la muerte que se había producido en el libro, ya hacía una hora que lo había lanzado con fuerza contra el suelo donde aún seguía, sino la genialidad, una genialidad que no podía, no debía tener quien lo había escrito, malditos pájaros.
En realidad le apetecía escribir sobre un medio vagabundo que paseaba por la calle, hacía un par de profundas reflexiones, llegaba a su sucia casa y se inyectaba heroína, perdiendo la vida a la vez que terminaba la obra, con el increíble aplauso y ojos rojos de todos los espectadores. Pero no, ya no se podía, ¿por qué? Por qué va a ser, por los pájaros, por los estúpidos pájaros.
Escribió que la mujer cogía una escopeta y acababa a perdigonazos con los pájaros de la cabeza de quien hubiese escrito aquel odioso libro, luego lo tachó.
Arrugó la hoja y no, no la tiró a la basura, la agarró aun siendo una bola, se guardó el bolígrafo en el bolsillo, cogió las llaves y salió de casa.
Anduvo hasta llegar a la avenida plagada de propaganda electoral, pero no, no le valía, carecía de la fantasiosa magia del libro que aun se encontraba en el suelo de su casa y le sobraba realidad, una realidad fétida de la que huiría todo pájaro, estúpidos pájaros.
Vio un niño sentado en la acera enfrente de la puerta de la que seguramente era su casa, y tuvo una idea.
Toma.
Y le dio la hoja de papel arrugada que contenía tachones y no ideas.
De la que volvía a casa se le ocurrió escribir sobre aquel chico que, inspirado por el que un extraño le entregare algo, corría a vivir enérgicamente su vida y cumplía sus sueños convirtiéndose en cantante o abriendo un café con su mejor amigo. Pero no, no podía ser, ante él vio el futuro de aquel niño, que perdería a ese amigo y nunca lograría ningún sueño importante, de hecho perdería la capacidad de tener sueños, nunca podría volver a soñar, nunca se sentiría realizado, nunca un extraño volvería a darle nada, nunca sería feliz.
Volvió corriendo a casa, corriendo de manera literal, pues quería intentar dejar atrás aquella capa de angustia que le acosaba. De hecho corría como los pájaros de aquel libro que dormitaba en el suelo de su casa, indiferente a que a él no le gustase. Pensar que estaba corriendo como en el libro le hizo correr aun más deprisa y luego parar, prefería la angustia que le seguía con la lengua fuera a parecerse a aquel libro, le dio ánimos su angustia y se la subió a los hombros.
Lo peor, y esto era verdad, es que volvería a casa, miraría mal el libro, lo recogería y se lo terminaría, y después… después seguiría leyendo todos los libros que publicase esa autora.

Estúpidos y malditos pájaros.

miércoles, 21 de mayo de 2014

papel fino rosa

-Señor ¿Quiere sentarse?- El muchacho ya se había levantado y señalaba el asiento con ambas manos, me recordó a un vendedor de algún producto de la teletienda.
Pese a que me pareció una eternidad el tiempo que tardé en darme cuenta de que se refería a mí, en realidad contesté al instante un:
-No no, no gracias.
Pasé el resto del trayecto en metro pensando en cuál sería la razón exacta de por qué me habría ofrecido el asiento y en qué me habría visto ¿Tan viejo era?
El aire ausente de calor que me recibió al salir de la boca de metro contribuyó en un tercio a olvidar la escena, el pensar que metro venía de la palabra "metropolitano" ocupó otro tercio y el tercero se debió a ver que aun tenía en la mano aquella hoja de papel fino rosa, de hecho esto último se hizo con toda mi atención.
Había ido a una tienda a gastar un vale que había obtenido como premio al haber ganado, después de mucho tiempo sin conseguir nada, el primer premio de un concurso de poca monta de barrio, y decidiendo en qué gastarlo antes de que caducase vi un libro de Javier Marías que había huido, años atrás, de la biblioteca de mi padre y su mujer y de la de mi madre, por diferentes motivos. Ahora no podía ser menos, cuando fui a pagar el servidor de la tienda se estropeó impidiéndome la compra, el libro se escapaba de mi lectura por tercera vez, se escapó él y los otros libros que había comprado, o pensaba comprar, para mi sobrino. Al mismo tiempo que me comunicaban la imposibilidad de comprar, no dejaba de ver por todas partes carteles que anunciaban vales como el que yo tenía ridículamente en la mano, aquello me fastidió de veras y puse una reclamación, así es cómo había obtenido el papel fino rosa, con una reclamación.
Me gusta que me den un papel a firmar o rellenar y cuando quien me lo ha dado se da la vuela para buscar un bolígrafo que prestarme, yo saque el que siempre llevó en el bolsillo, aquél negro y plateado que me regaló mi padre, y que cuando se da la vuelta la persona, me encuentre ya con las gafas de cerca y gesto de concentración sobre el papel.
Llegué a casa y subí por las escaleras pese a tener ascensor, era una de mis formas de hacer mi vida algo más sana. En el vestíbulo, a oscuras, me miré en el espejo, vi mi pelo, abundante pero enteramente canoso, mis arrugas, mi piel castigada de alternar fríos inviernos y ardientes veranos y vi sobretodo ese aire de cansancio que desprendía por cada poro, no solo entendí por qué aquel educado muchacho me había ofrecido el sitio, sino que me vi mucho más viejo, viejísimo. La media de edad estaba en los cien años, me quedaba entonces casi la mitad del total de mi vida, pero parecía que la muerte se me había acercado a preguntarme una dirección y que, charlando tranquilamente, me había desviado de las calles que solía transitar y me había conducido a la gran avenida que llevaba al cementerio, luego recordé que la gente pensaba que la muerte era una mujer, por eso de “la” y esas cosas, y el pensar en ello, en el que siempre había pensado que la muerte era masculina, le quitó el dramatismo a la escena. Era por la tarde, eso y las nubes contribuían a que hubiese poca luz, así que encendí la del vestíbulo, amarilla, como la del estudio de mi padre años atrás, una luz que asociaba al fin del domingo y al inicio de las clases, una luz que por lo tanto había llegado a despreciar y que había sustituido por una blanca, espectral y fría, ahora, años después, veía esta luz como una cálida que te recibía bien al llegar a casa. Luego pensé que era curioso que un día, fuese lo oscuro que fuese, se encendía siempre en naranjas y rojos al llegar la puesta de sol, “su mejor show para el final”.
De la que iba al salón pasé por delante de la mesita cuya función era portar pocas pero significativas fotografías, algo que había heredado de mi madre quien creo que también lo heredó. Cogí la fotografía de los tanques.
Mi hermano, pese a preferir el verde, la lluvia, el frío y la niebla, hacía años había viajado a oriente próximo siguiendo los pasos de uno de mis tíos, y se había llevado a su mujer con él, creo que de hecho era un viaje para su mujer. Cuando viajó a aquel país, la situación estaba en tensión, pero aun no lo suficiente para disuadir a los turistas, había grupos de sublevados en distintas partes del país, pero estas partes estaban controladas, delimitadas, “no hay problema” decían todos. La fotografía, muy bien definida, cuadrada y esas cosas, representaba dos tanques del ejército que abandonaban la vigilancia del templo de Saujií para aplacar algún nuevo foco de rebelión, mi hermano luchó con su mujer para disuadirla de visitar dicho templo, lo consiguió a duras penas, al día siguiente hubo un ataque terrorista en el templo de Saujií en el que murieron trece turistas, dos días después de que mi hermano y su mujer hubiesen llegado sanos y salvos a casa, los sublevados, con una pieza de artillería robada, derribaron un avión comercial en el que viajaban quinientas cuarenta personas. La situación acabó en una guerra étnica y otra civil, diferenciadas a duras penas, más tarde tres países circundantes atacaron éste por los recursos, mi hermano no volvió a pisar ningún país que no tuviese algo de verde, lluvia, frío o niebla. Tiempo después vi una fotografía del templo de Saujií destruido.
De repente pensé en que si mi hermano o su mujer o ambos hubiesen muerto, mi queridísimo sobrino no habría nacido, eso me hizo sentarme, con el papel fino rosa aun en mano, y replantearme si no debería dejar de usar con mi hermano el extraño humor negro que habíamos heredado de nuestro padre. Luego pensé en que “usar” era un verbo, mientras que “húsar” era un miembro de la caballería húngara.
Mi sobrino no sabía nada de los libros que pensaba regalarle, no podría poner cara de tristeza mientras pronunciaba “no no, si no pasa nada”, pero el que se sentía mal era yo, y no por la incompetencia de la tienda de origen francés, sino por no poder ver en mi sobrino la curiosidad del saber qué es, la extrañeza al desenvolver, la fascinación al ver los libros, la concentración al estudiar sus portadas y contraportadas y la relajación al abrir uno por la mitad y leer algo al azar. Luego pensé que existiendo “azar”, era una pena que no existiese “hazar” con algún exótico significado.
Yo quise ser escritor, y no se quedó en un sueño bobo, se quedó en algo peor, lo intenté y hasta pude ver mi triunfo, luego me estrellé con un cristal transparente que no había visto desde lejos y todo se acabó. No hay nada peor que cumplir un sueño y que éste se desmorone contigo dentro, probablemente eso aumentó la vejez que me apreció el chico del metro.
No me avergüenzo de lo que hice después porque no hice como esos padres que se realizan en sus hijos, lo que hice fue ir regalándole libros a mi sobrino, enseñarle algunas cosas, pero siempre dejando que fuese él quien descubriese y decidiese si le gustaba la escritura, y le gustó. No le miré con odio por hacer lo que yo no pude, tan solo sonreí como nunca y le eché, y le echo, una mano como ayuda cuando lo necesitase.

Como había predicho, el cielo apareció con amarillos y violetas y un sueño precoz se apoderó de mí, todo el día de pie es lo que tiene. Cambié el estar sentado en el sofá por el estar sentado en la cama, y ahí vi que aun tenía en la mano el papel fino rosa.

domingo, 18 de mayo de 2014

el partido

Cuando el partido de fútbol empezó, yo estaba haciendo un Nurikabe, que es un tipo de pasatiempo. Después, cuando las redes sociales empezaron a echar humo por el transcurso del juego, vi un capítulo de una serie en el ordenador. Y ahora, cuando el partido está en su punto álgido, estoy viendo una película de amor, que no tiene que ver con el amor, sino que trata sobre él, de hecho la he parado para escribir esto. La verdad es que el día de hoy está muy ligado al de ayer, hoy han continuado tres conversaciones brevemente interrumpidas por el transcurso de la noche, el pensamiento importuno que me rondaba ayer esporádicamente ha ocupado el único sueño que recuerdo haber tenido, y hoy se ha tornado en realidad, una realidad que conocía desde hace meses y solo desde hace semanas es mala.

Y la función de todo esto es ninguna, simplemente quería escribirlo.

sábado, 17 de mayo de 2014

Lalalacasitos

Cuando nos miramos al espejo vemos nuestro reflejo, pero este ha tenido que salir de nosotros para poder ser reflejado, por lo que en realidad estamos viéndonos en el pasado. Mi pasado aún me mira con media sonrisa y ojos tristes. Me parece curioso, tal vez llamativo, que apenas haya soñado contigo, e irónico que dos de esas pocas veces hayan sido esta semana. Pero no eran sueños imposibles, en ellos no aparecía el renacer de algo que ya no existe, simplemente hablábamos, me contabas cómo te habían ido las cosas y al hablarme la desmentías a ella, la que dijo "déjalo, te ha olvidado".
Tengo que reconocer que desde un principio tenía un plan, y era magnífico, era un regalo de cumpleaños metido en un sobre que llegaría a tus manos a través de otra persona, y tú, antes de nada, podrías decidir si abrirlo o no. Era un regalo especial, pero esa persona al final dijo que no era buena idea y me sentí como en una alfombra roja en la que pasan celebridades, y la gente grita de emoción al otro lado de las vallas, y entonces se baja del coche una famosa con un vestido precioso, y un niño salta la valla queriendo entregarle un regalo que torpemente ha hecho con sus propias manos, y corre hacia ella y entonces los guardaespaldas se le echan encima, y ella sigue andando, ajena a lo que acaba de ocurrir. Probablemente ella no hubiese querido el regalo, pero así nunca se sabrá.
Siempre me gustó hacerte detalles, y esta vez pensaba hacer que te cantasen cumpleaños feliz con un poema de Mario Benedetti llamado Como siempre en el que mi agente debía sustituir la parte en la que dice "Aunque hoy cumplas trescientos treinta y seis meses" por los doscientos cuatro meses que cumples, pero mi agente se ha puesto enfermo de la garganta, una verdadera lástima.
En fin, no quiero importunarte más.
Feliz cumpleaños.

jueves, 15 de mayo de 2014

Exiliado en ti mismo

No tiembles, no tiembles amor, por favor. Otra vez no, no hagas tonterías, supéralo, por favor, yo también sufro ¿Sabes? Anda, deja el ordenador, apaga esa canción, si quieres te dejo un libro, pero no hagas tonterías, no amor, no por favor. Ven, dame la mano, vamos a la calle, te llevaré al parque, ya verás como a la vuelta estarás mucho mejor, vamos, ya verás como todo será distinto.

Cacógrafo

-Respira conmigo, tenemos mucho que hacer hoy- Me despertó Eva.
Tanteé aun medio dormido la mesilla de noche en busca del móvil, del cual quité la alarma que debía sonar unos minutos después. Como algunas noches hacía fresco y otras calor, había adoptado la costumbre de dormir con manta pero sin el pantalón corto del pijama, quedándome así con la camiseta y los calzoncillos. Rodé sobre la cama hasta coger los pantalones, que estaban a los pies de la misma, y, con no mucha puntería a la hora de meter las piernas, me los puse.
Entré en la cocina frotándome un ojo, en realidad ya me había hasta lavado la cara, pero quería que pareciese que aun estaba muy dormido, eso me daría minutos de ventaja en los que no se me podría gritar, lo estipulaba el código de educación, en el apartado del dormir, podría esquivar algunas preguntas con un vago “¿qué?” y, lo mejor de todo, mientras tardase años en untar una tostada, podría escuchar conversaciones catalogadas de importantes sin que tan siquiera se notase mi presencia. Me senté a la vez que Marcos y Balayo dejaban sus platos en la pila y se marchaban. Eva también estaba allí, haciendo algo en la encimera, dándome la espalda, la verdad es que no me gustaba estar solo con ella en la misma habitación, aunque yo contase con mi escudo de falso soñoliento.
-Date prisa, hoy no desayunes mucho, tenemos burro y que andar, ¿café?- Asentí con la cabeza, pero lentamente, como lo haría un dormido- ¿Con o sin azúcar?
-Sin.
-Marcos dice que es malo.
-Marcos no sabe nada.
Ella hizo unas quince cosas en un minuto y salió de la cocina dejando en el aire la frase.
-Date prisa y recoge lo que queda.
No me apetecía mucho desayunar, algunos días me despertaba y devoraba todo lo que encontrase a mi paso, otros, como aquél, sentía que no me apetecía hacerme pequeñas heridas en la boca con el pan tostado y dejarme esa sensación de sed constante con el queso, así que solo me tomé mi taza de café, sin azúcar, y antes de apurármela la elevé y susurré “por ti, Marcos”, luego me fijé en que nadie me hubiese oído.
Corrí al baño, muy bien metaforeado por un soldado que corría a cubrirse en su trinchera tras oír la sirena que amenazaba de bombas, pues una de las cosas que peor me sentaban era salir de casa sintiéndome sucio, y era lo que me propondría Eva si me cruzaba con ella. Calculé tardar dos minutos pero mi tiempo bajo el chorro de agua se extendió a siete, por suerte al salir del baño no había nadie gritándome, Eva era una de esas personas que no dejan de decir “hay que salir ya, vamos tarde” durante toda una hora.
Desnudo en la habitación, antes de vestirme, me miré en el espejo de cuerpo entero. Me miré el pecho, los músculos que empezaban a asomarse, dormidos, como fingía yo hace un rato, e hice algunas extrañas poses para que me doliesen las agujetas de los ejercicios de la noche anterior, me colgué ese dolor como una medalla. Apenas le dediqué tiempo a pensar en qué haría cuando hubiese alcanzado mi cuerpo idolatrado, nada ostentoso o desproporcionado, solo la mayor parte de músculos visibles algo marcados a causa de ejercicios que pudiese realizar yo, nada de máquinas, herramientas o productos. Me vestí, salí de la habitación y salí de la casa siguiendo el visible rastro de Eva, dejar la puerta abierta. Contemplé el amarillo que se extendía en todas direcciones desde la casa.
-Tierra seca sin llegar a ser desierto- murmuré - Tierra de hierbajos y reptiles.
En realidad esas dos frases eran dos versos de un poema que presenté en la escuela, de niño, ganando el reconocimiento de mi profesora. Sonreí al recordar que el poema en su conjunto llevaba el nombre de “la Mala”, y que eso se debía a que nada más terminarlo me había enfadado con Eva y el primer borrador se había titulado “Eva, la Mala”, se me fue la sonrisa al recordar que cuando habían mecanografiado y colgado en el corcho de notificaciones mi poema, el título era “La mala”, estúpidos profesores, el título no tenía faltas, el título estaba como tenía que estar, volví a sonreír al recordar como, lleno de ira, había arrancado el poema del corcho y, como más tarde, pensando que algún envidioso lo había hecho para fastidiarme y que a eso se debía mi evidente rabia, la señorita me había regalado una bolsa de golosinas.
Marcos, sonriendo y con su cartera de cuero bajo el brazo, se llevó el coche, le dediqué una cara de asco al polvo que levantó.
Yo, sin embargo, bueno, yo y Eva o Eva y yo, cogimos los burros durante gran parte del trayecto, en el cual, cómo no, sacó algún tema puntiagudo.
-¿Qué tal llevas tu libro?
-Bien, quizá lo termine, lo mande a la imprenta y luego lo queme.
Lo que pasaba es que en su momento, el año pasado, había tenido una curiosa idea, había preguntado sobre cuáles eran sus fantasías a los chicos de mi clase y luego las había descrito con todo detalle en diferentes historias, habían tenido un éxito rotundo, todo el mundo parecía haberlas leído y a todos sorprendían. Así que un día me planteé escribir un libro compuesto de diferentes relatos eróticos, excitantes y cautivadores a un tiempo, cada cual diferente al anterior. Pero llegó un momento en el que el éxito me empezó a irritar y comencé a sentir vergüenza, a aborrecer los malditos relatos. Desconocía si Eva intentaba sacar un tema de conversación o tan solo atacar.
El resto del camino lo pasó comparándome con Balayo, como hiciera con Marcos antes de mi llegada. Qué genial era Balayo, qué maravilloso, cómo le odiaba.
Tras tener que bajarnos de los burros y andar un rato, Eva dijo:
-Aquí es.
Y lo vi, bajo una fina neblina de polvo había un hombre tumbado boca abajo, muerto. Su espalda mostraba unas diecisiete salidas de bala.
-¿Y quién es este desgraciado cosido a balazos?
-No preguntes, se un profesional, joder.
Bajamos el cuerpo, ella cogiéndolo de las piernas y yo por los brazos, hasta donde estaban los burros, después cavamos durante unos cuarenta minutos, arrojamos el cuerpo al fondo de la reciente fosa, cerramos los ojos y pronunciamos palabras sin emitir ningún ruido, cada cual su plegaria o despedida, entonces Eva sacó la bolsita de cuero, lanzó unas semillas sobre el pecho del muerto y procedimos a enterrarle.
Ya de vuelta, con Eva y su burro unos metros delante, me miré los brazos, sucios de polvo y arena, con lo limpio que había salido de casa.
Llegamos al cruce y Eva continuó por el camino correcto sin pensar o sin alterar lo que ya estuviese pensando, yo en cambio detuve mi burro y por primera vez me pregunté si el camino que había seguido ella era el correcto. Giré al animal y lo dejé mirando al camino que cortaba el de siempre. ¿A dónde iría? Al pueblo, probablemente ¿Y qué habría más allá? ¿Sería yo capaz de continuar habiendo perdido cualquier indicio de futuro?

Giré el burro y seguí a Eva, con quien llegaría a la casa rodeada de tierra que es casi desierto, donde estaban los estúpidos de Marcos y Balayo, donde estaba mi habitación, donde se encontraban mis estúpidas historias eróticas y donde, por las mañanas, podría fingir que estaba dormido.

Qué nos deparará la ducha

El agua no salía fría, pero estaba ausente de calor. Me gustaba que me cayese directamente sobre la cara, con los ojos cerrados, o sobre la espalda, masajeándomela, podía pasar así mucho tiempo, tal vez horas. Sabía que cuando saliese, me secase y me envolviese en la toalla, una terrible ola de frío me golpearía, estar dentro de la cortina de plástico transparente con líneas de colores era como ausentarse de cualquier problema, de hecho allí dentro podía no pensar, y así nada existía. Salí de la ducha, me sequé y me vestí lo más rápido posible con la ropa que había dejado sobre la cama para evitar todo el frío posible.
Aun con la cabeza húmeda salí a la calle dando un paso, si hubiese dado dos me hubiese caído. Frente a mí, frente a mi casa, se abría un enorme cráter, y más allá solo esperaba un paisaje de algún futuro caótico, todo destrozado, todo en ruinas, nada. Bordeé el cráter como pude y eché a andar, en algún momento se me pasó por la cabeza lo aburridas que serían las cosas a partir de ese momento. Una bolsa de plástico, ausente de la realidad en la que vivía, vino flotando a posarse en mis pies, yo le ofrecí una atención tal vez indebida y la recogí del suelo. Pertenecía a alguna antigua cadena de supermercados, antigua en el sentido de que ya no existía, pues cerca había habido uno de esos centros comerciales que el día de antes había funcionado perfectamente, con la chica fea que no paraba de sonreír, la chica de pendientes de aro y la chica guapa con su permanente cara de asco y el chicle que no dejaba de mascar durante horas. Solo por curiosidad me dirigí a donde debía estar el supermercado del que probablemente se hubiese escapado la bolsa, curiosamente dentro de su destrucción era uno de los edificios mejor conservados. Le faltaba el techo, todas las paredes y el hombre que solía pedir una limosna en la puerta, pero el resto estaba igual, aunque negro y petrificado. Ahí estaba el pescadero, con expresión de haber estado gritando justo cuando le tocó morir, gritaba, seguramente, al mozo que colocaba los productos provenientes de las cajas, el cual, a su vez, le dedicaba un cuidado corte de mangas, y esta escena, como siempre, estaba arbitrada por el carnicero, con brazos cruzados sobre el pecho, gordo y muy muerto, como todos. En las cajas estaban petrificadas la chica fea que aun así sonreía, la chica de los pendientes de aro y la chica guapa con cara de asco, cuya extraña mueca me sugería que tras sus labios de piedra se podría encontrar un chicle, lo más probable es que de piedra también.
Miré con ojos tristes a la bolsa de plástico, no la podía apadrinar, así que la dejé en el suelo para que flotase en busca de un nuevo dueño.
Aunque todo estaba tan callado, con ese silbido del aire que te señala que ya solo quedas tú, se me empezaban a acumular muchas cuestiones sobre el futuro, inmediato y no tanto, y esas cuestiones de alguna forma eran problemas, ¿Saben lo que hago cuando no quiero escuchar los problemas? Me doy una ducha.

lunes, 12 de mayo de 2014

El jinete triste

La ciudad de Yerma estaba acostumbrada a ver aparecer grandes grupos de jinetes con la intención de saquearla, pero ese día los vigías solo vieron un jinete solitario en el horizonte.
Cuando los arqueros le tuvieron a tiro de flecha, vieron con sus ojos de águila que su rostro no expresaba ira, venganza o tan siquiera violencia, solo tristeza.
Su caballo iba al paso y así llegó hasta las filas de soldados que flanqueaban las puertas. No paró frente a las lanzas con las que le apuntaban, ni frente a los ballesteros, ni siquiera ante el alto del coronel, al que ni siquiera contestó.
Su caballo iba despacio, siempre rodeado de nerviosos lanceros, lanzas en alto hasta que se les cansaron los brazos. Al final el triste jinete acabó rodeado de ciudadanos curiosos y temerosos a partes iguales. Finalmente detuvo al animal frente a una casa de barro, desmontó con el sonido metálico de algunas piezas de armadura que sí llevaba y entró por ella dando un portazo.
El gobernador mandó rodear la casa con tres mil hombres, poner arqueros y ballesteros en los tejados de las casas colindantes, trazar una serie de pozos para detectar algún posible túnel que saliese de la casa y colocar soldados en las habitaciones de las casas que compartiesen pared con la casa en cuestión, lanceros que apuntaban con lanzas temblorosas a una pared.
El hombre salió de la casa a la mañana siguiente, aun con el rostro sembrado de tristeza. Su caballo recorrió un sendero entre los soldados y jinete y montura se marcharon de la ciudad.
Un espía, claro, un espía, dijo el gobernador, el cual mandó doscientos jinetes en su búsqueda, los cuales no llegaron a encontrarle, así que ofreció quinientas coronas a quien se hiciese con el jinete triste.
Con tan pocos datos como se pudieron ofrecer, era extraño que alguien hubiese dado con él, o que no se hubiesen capturado miles de erróneos caballeros, pero así no fue.

Cuando salió de la habitación de un hostal de una ciudad portuaria, una saeta se le clavó en el muslo, otra en el vientre, entonces cayó de rodillas, pero comenzó a levantarse, por lo que le clavaron una espada en la espalda, dos lanzas y otra espada acabaron con su vida. Después le decapitaron, a él y a su caballo, aunque esto fue más problemático porque no supieron bien a qué altura del cuello del animal cortar.

Cuando el gobernador abrió la caja que le había sido enviada, no profirió un grito o arrugó la nariz por el olor de la piel muerta, ni presenció el rastro de la ira de los últimos momentos de la lucha en sus ojos, solo vio un rostro triste, y sintió tristeza también.

sábado, 10 de mayo de 2014

Decalogue

El vaho salía lentamente de mi boca, como el humo de una intensa calada.
Odio las torturas, alguna vez he sentido curiosidad por el tema, pero las torturas son una de las cosas que más miedo me dan. No me pondré a hablar de ello, y no porque no fuese mi intención, sino porque me resulta molesto.
Pero todo cambia cuando te torturas a ti mismo.
No he conocido a ningún paciente que tras haber superado una dolorosa enfermedad, haya querido volver a experimentar los síntomas de la misma, por dolorosos que hubiesen sido, solo para recordar.
Y quién explica ahora por qué a mi alrededor solo hay nieve y esqueletos de árboles, y más lejos solo niebla, en todas direcciones.
Se me podría haber escapado un susurro con nombre de mujer, pero no me lo habría perdonado, pese a que nadie pudiese escucharlo. También podría contaros qué pasa, que ha pasado y que hubo pasado, hace tiempo, y sobre lo que ha nevado, pero eso sería similar a pronunciar dolorosas sílabas, y no dolorosas en el sentido de recordar y sufrir, sino un dolor tan marchito que duele sobre la piel y bajo la misma, un dolor físico y real.
Creo que iba por donde el vaho salía lentamente de mi boca, yo le daba el empujón para que saliese como una larga columna de humo blanco, de pequeño era el humo de un dragón, más tarde el humo de un cigarrillo ¿Qué era entonces?
Miré a mi alrededor, blanco, la verdad es que podría considerarse una bella visión, una ensoñación, una fantasía, una visión, lo que al leer no se ve es el frío, un frió que no entendía de capas de ropa, un frío de los que te hacen desear estar en cualquier lugar, cualquiera, menos ese. Por un momento recordé una película en la que dos soldados caminan por helado suelo ruso y uno se desploma, el otro se agacha a su lado y le dice que menos mal que no están en un desierto, y hasta que muere le habla de lo desagradable que es el sudor. Con aquel frío jamás hubiese pensado en sudor, y de haberlo hecho lo habría asemejado al calor y hubiese sido una bendición. Eché a andar.
Anduve hasta que ni siquiera hubo antiguos árboles. Anduve hasta que el cielo, el horizonte y el suelo fueron de un blanco sucio y no se apreciaba su separación. Lo que sentí eclipsó al frío pues estaba flotando, mirase a donde mirase veía lo que de niño me había figurado que sería la nada, solo que lo que veía en ese momento carecía de la luz que hacía mi imaginación irreal, ahora me encontraba en la nada, una nada real, una nada que a la vez era profunda y a la vez cercana. Sentí un fuerte deseo de correr hasta encontrar alguna de las últimas y olvidadas ramas, volver a ese lugar y cavar hasta hacer un hoyo lo suficientemente profundo para que cupiese yo, después enterrarme y morir. No es que quisiese morir, no por ello me torturaba, pero aquel lugar me absorbía y vaciaba, y era tan perfecto… era el lugar perfecto para morir. Pero no morí, o por lo menos no allí, me tuve que marchar, y el doloroso recuerdo de dejar aquellas tierras me obligó a olvidar cualquier otro sufrimiento, que me torturasen si querían, que una mujer vestida de afiladas sílabas viniese. Me daba igual.





Decalogue significa decálogo, y esa palabra no tiene nada que ver con el texto, pero yo por una vez entiendo por qué lo pongo, y claro, el que yo lo entienda significa que nadie más podrá.

viernes, 9 de mayo de 2014

El corredor de historias

Las agujas del reloj pesaban, parecían indicar que el tiempo pasaba despacio, pero en realidad señalaban que transcurría más deprisa de lo normal. Se acercaba la medianoche.
Boiler Darko corría por las calles oscuras, su ritmo era bastante deficiente pues llevaba corriendo mucho rato ya, se acercaba la medianoche, y su rostro parecía un tomate recién lavado, rojo bajo las farolas y brillante por el sudor. Necesitaba encontrar una historia, todas las que se le habían ido ocurrido ese día eran despreciables, y las pocas dignas eran demasiado largas como para hacer un pequeño relato con ellas. Necesitaba encontrar una historia, necesitaba hacerlo antes de medianoche, y a la medianoche ya se la oía tararear un par de calles más allá.
Boiler Darko ya no sabía qué era real y qué no, sus ojos y su imaginación le mostraban parpadeantes y borrosas visiones. Abrió una puerta y vio un conejo erguido sobre dos patas, midiendo unos dos metros, con americana, vio también a su mujer conejo, que con las patas en el rostro sollozaba en silencio, un niño conejo le abrazaba la pata a su madre, frente a los tres, en el suelo, se encontraba el cadáver de algún conejo perteneciente a la familia, frito a tiros. Era una buena historia, pero demasiado larga para poder contarla en el poco tiempo que quedaba, Boiler vio a dos hombres, uno vestido de arlequín y a otro vestido de mariachi, con guitarra colgada en la espalda, hablando sobre temas de droga, algo que costaría demasiado hilar para poder formar un relato. Abrió otra puerta de golpe y vio a una familia de farolas que acababan de bendecir la mesa y se disponían a cenar, el padre farola le gritó que se marchara hecho una furia.
Cuando Boiler Darko llegó a la plaza, dispuesto a pedirle alguna historia al poeta amargado, cayó al suelo muerto, la medianoche había llegado.
Lo que no sabía el señor Darko es que yo le había seguido en todo momento y había ido recogiendo migas de su trabajo, lo que pasó fue lo siguiente:
El mariachi necesitaba una nueva canción que poder cantar, pero el poeta seguía amargado y se negaba a colaborar, por lo que tuvo que acudir a su amigo el arlequín para que le suministrase algo de mikeina. La farola era el camello por excelencia, todas las transacciones se realizaban bajo su luz, y cuando vio aparecer al conejo, que había seguido al arlequín, quien también realizaba los números de magia como el del sombrero y conejo, para asegurarse de que no tomaba drogas, le disparó. Podía despistar ver a las farolas en familia y habiendo acabado de bendecir, pero ¿qué familia que se precie cena a las doce de la noche?

Pobre Boiler Darko, ahora la plaza en la que murió lleva su nombre. Se podría pensar que tras verle morir por no cumplir los plazos de sus escritos habría yo aprendido la lección, bien, pues por las horas que son yo ya sería fiambre desde hace dos horas, maldita medianoche, malditas farolas.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Sus ojos y el taller de los cordones de hilo.

En el taller en el que se fabricaban cordones de hilo vivía la chica de los ojos preciosos. Trabajaban en total cinco mujeres, de las cuales solo tienen relevancia tres para esta historia, la jefa, la mala y la muchacha de los ojos preciosos. El trabajo en un taller de cordones de hilo era muy duro y más laborioso de lo que pueda parecer, era más duro aun si la jefa aprovechaba su condición de jefa para no realizar las duras tareas con el telar y, peor aún, con las propias manos. Ya solo quedaban cuatro para realizar el trabajo, y la mala, ejerciendo de tal, consiguió cargar la mayor parte de su trabajo sobre los hombros, las manos y los ojos de aquella gentil muchacha que calló y no dijo nada. Las otras dos, viendo lo que hacía la mala y lo que no hacía la muchacha, dividieron su trabajo en dos, limpiamente, como con un cuchillo, y sirvieron todas aquellas tareas en bandeja de plata a los ojos de aquella chica, tan bellos. Ella no dijo nada, lo tragó todo como tragaba las llaves que abrían cofres llenos de tormentos. La jefa no durmió allí, las dos se acostaron tarde por quedarse hablando y la mala durmió más y mejor que nunca, la chica de los ojos bellos tuvo que reducir sus cuidadas ocho horas de sueño a cuatro para poder avanzar con todos aquellos cordones de hilo, que ni siquiera pudo terminar. No mucho más trabajo fue entregado en los sucesivos meses a aquella que callaba, pero nada del ya otorgado se retiró. Sus ojos, agotados y brillantes, amenazaban con apagarse. Un día le apareció un tic, sus ojos parpadeaban de manera exagerada y sus manos temblaban ligeramente, el único pensamiento que se le pasó por la cabeza fue que quizá eso lo perjudicase en su trabajo. Algo, tan vez azul, tal vez un azul cálido, estalló, dentro o cerca de sus ojos, eso no lo tengo claro, y ella se levantó. En el cuartucho en el que trabajaba vivía casi ahogada en cordones de hilo de todos los colores, los lila eran sin duda los más bonitos, así que ella cogió dos puñados, uno en cada mano, salió del cuarto, entró en los dormitorios y estampó y restregó ambos amasijos en cada una de las caras de las dos, después, cogió cinco cordones de hilo, encontró a la mala y se pasó veinte minutos intentando asfixiarla, cuando descubrió que los cordones de hilo eran demasiado frágiles para ello, desistió. Sacó una vieja maleta y la llenó de cordones de hilo, era todo cuanto tenía, y se marchó para siempre de aquel taller, bueno, se marchó de aquel taller con todos aquellos colores y con sus preciosos ojos.

lunes, 5 de mayo de 2014

Una canción que sosiega

Una canción que sosiega, que calma el alma. Guarda las uñas, deja las armas y vete a casa. Que siempre hay una razón para todo, y una solución, aunque esta nos pueda dar miedo. Que cuando algo se acaba, no tiene por qué haber acabado todo, sigue en ti. Tranquilo, cierra los ojos y en ti piensa ¿Cuánto tiempo hace que no lo haces? Duerme todo lo posible, y mañana tómate tiempo al levantarte, y después mírate al espejo, sin mala o buena cara, sosiégate y piensa “así soy yo”. Después aprovecha el sol, sin prisas pero con eficacia, muévete cuanto haga falta. No dejes que el orgullo te arruine las comidas y sonríe siempre que tengas ocasión.



Cuenta la leyenda que así uno es feliz.

domingo, 4 de mayo de 2014

Los chicles de menta

A Párfulo Rodríguez le encantaban, le apasionaban, los chicles de fresa, pero cual era su desgracia cuando siempre le decían "¿Quieres un chicle?", y él "¿De qué?", a lo que respondían "De menta" y terminaba con un "No gracias". Párfulo odiaba los chicles de menta, pero eso tenía que cambiar, así que cogió una bolsa de chicles de menta, metió uno de fresa y la removió. Fue tomando un chicle cada vez que le apetecía, en los primeros segundos el paladar no identificaba lo que se le había dado, y más tarde: "oh... menta".
Fue acabándose la bolsa hasta la bolsa hasta que quedaron tres chicles, el de fresa aun no había salido.
Hizo una pirámide y cogió el que quedó arriba, resultó ser el de fresa. Lo degustó con placer, con un orgasmo de sabores en la boca. Más tarde, cuando le apeteció otro chicle, miró mal a los dos quedaban, "malditos mentas", ninguno podía ser ya el de fresa, ¿Qué iba a hacer con ellos?
Ahora, en los "¿Quieres un chicle?" "¿De qué?" "De menta", acepta una de cada tres veces.

sábado, 3 de mayo de 2014

Mi blog en una guerra

Hace tiempo, la mitad de mis lectores, según las estadísticas, eran rusos. No entendía muy bien que les atraía hasta aquí, acabé deduciendo que el título de mi entrada "relato erótico" les salía al hacer, bueno, pues otro tipo de búsquedas, y ya que estaban, entraban para desilusionarse con lo que aquí encontraban.
Ese periodo dio paso a gente de toda Sudamérica, EEUU, Canadá, gran parte de Europa, algún país africano y, sobre todo, a españoles.
Cual fue mi sorpresa al volver a mirar las estadísticas y ver que había nuevos lectores rusos... y ucranianos. No se si sabrán lo que está ocurriendo allá en Ucrania, yo no mucho (esto se debe a mi descontento con las fuentes de información y por tanto a mi desinformación), pero si no es una guerra, poco le queda.
Entonces claro, yo me imagino uno de esos combates callejeros, con coches, contenedores y hasta edificios ardiendo y a un ucraniano que pide el alto al fuego.
-хлопці, Мігель випустила новий запис.
Lo que viene a decir:
-khloptsi, Mihelʹ vypustyla novyy zapys.
Lo que a su vez significa:
-Chicos, Miguel ha sacado una nueva entrada.
Todos se van a leer y luego ya seguirán pegando tiros.




Dedicado a todos los que me tengan que traducir al cirílico.

jueves, 1 de mayo de 2014

Miultimatum

Cuéntame lo que tú solo sabes, cuéntame una historia historia que poder contar yo a su vez. Cuéntame los secretos que mueven el alma, dame más magia, la echo de menos. No entremos en el juego de lo que echo de menos, que la liamos, pero tú cuéntame, dame el poder de no dejar a la gente indiferente.
Un pájaro, abrir la ventana y echar a volar, pasar por encima de la piscina y de los niños que juegan, por encima del Manzanares, escuálido río de Madrid. Volar, volar y contar la verdad.
¿Sabes por qué te mentí?
¿Sabes por qué hice eso?
¿Sabes lo qué realmente pienso?
¿Sabes por qué escribo en realidad?
Volar y dejar este cuaderno sobre la mesa, con las páginas a merced del viento. Que haya necesitado un cuaderno para poder contar algo con lo que no sentirme desgraciado me parece un poco triste, pero no quiero más tristeza de momento, el pájaro que ha salido de mí hace un momento aun vuela, con férrea mirada, mucho más arriba de esta ciudad, tan arriba que ya no oye las mil bocas y todas esas historias que contar. Aunque sea un ave seria, es feliz y está alegre ¿qué más se puede pedir?
Hoy pensaba en esas películas que sirven para preparar el final de las mismas, me ha dado por ponerme a inventar finales, tanto alegres como tristes, pero todos ellos llenos de humanidad. Entonces ha sido cuando he pensado "Miguel, tienes dieciocho años, no es momento para ponerse a pensar en finales".