Fuera no llovía, pero
cuando se quitó el abrigo al entrar en casa le dio la sensación de que estaba
húmedo. El salón, la primera estancia al entrar, estaba a oscuras. La persiana
estaba bajada y la luz de las farolas no conseguía filtrarse, sin embargo todo
tenía un tono azul. El negro era azulado. La cocina, la luz del pasillo, eran
azules. La luz filtrada por debajo de la puerta del fondo del pasillo no era
azul, era cálida, naranja, si se moviese parecería la luz de un fuego. Antes de
recorrer el pasillo, él fue a la cocina y bebió un vaso de agua, intentando
hacer el ruido suficiente para que se le oyese desde el cuarto por si la puerta
no hubiese sido suficiente. El techo era de madera y a veces crujía. El agua,
en el vaso, se veía azul. En la casa hacía frío y algo decía que el cuarto del
fondo era el único espacio seguro, sin embargo él primero fue a otro cuarto, uno
azul y negro, y en la oscuridad abrió un cajón, cogió algo y lo metió en el
bolsillo. Ya en el pasillo tropezó con algo y lo recogió del suelo, era un
libro infantil. Entonces hizo dos amagos: el amago de llamar a la puerta y el
amago de abrir sin llamar, finalmente tocó despacio con los nudillos, de forma
que si al otro lado había alguien dormido no lo oyese.
—Adelante.
Y él entró.
—Te traigo una lectura
de buenas noches —y enseñó el libro que acababa de recoger—. Veamos, oh, la protagonista
es una yegua rosa que quiere correr y no quedarse en casa.
—Y aquí estamos
nosotros, en casa. Cierra la puerta.
—¿Es que temes que
entren monstruos por el pasillo?
—Ya ha entrado uno, de
todas formas son las tres de la mañana.
—Un buen momento para
irse a dormir.
—Un buen momento para
acostarse.
—Hazme un hueco, que te
leo.
—Parece que no hay
espacio, tendrás que tumbarte a los pies de la cama.
Él se tumbó como pudo y
empezó a leer. La pierna de ella emergió de entre las sábanas y el pie empujó
suavemente la portada hasta cerrarla. La pierna no era muy larga, pero lo
parecía, parecía ser una larga noche si recorrías la pierna hasta debajo de las
sábanas.
—¿No quieres que te
lea?
—No, quiero otra cosa.
Él metió la mano en un
bolsillo y sacó un caramelo de envoltorio brillante. Ella se irguió por primera
vez, lo tomó y sonriendo lo introdujo en su boca, después estuvo jugando con él
de forma que se viera y desapareciese.
—¿No tienes nada más?
Y él sacó lo que en el
otro cuarto se había guardado, un preservativo, de envoltorio casi más
brillante que el del caramelo.
—¿Eso? Vaya, debiste
haberme dado el caramelo en último lugar. Ya sabes, lo mejor para el final.
Él se lo puso en la
boca y reptó cama arriba, despacio, queriendo hacer que su sombra se proyectase
sobre ella, una pausa en la calidez del cuarto. Ella le quitó el preservativo
de la boca y a él se le fue haciendo cada vez más grande la sonrisa, hasta
abarcar más allá del cuarto, solo menguó cuando susurró:
—Podrían arrestarnos
por esto.
—No, solo a ti.
Y él besó sus labios
tiernos que sabían a caramelo. La besó sobre las sábanas con dibujos de
corazones rosas, sobre el pijama suave con la palabra Love, bajo los dibujos en la pared, la besó a la vista de las niñas
que, desde un marco de cerámica pintada hecho a mano, le miraban con temor y
reproche.