domingo, 21 de abril de 2019

Juego en azul

El juego consistía en que quien quisiese podía darme tres frases de un total de cincuenta preestablecidas y con cada tres escribir yo un relato. Dado que varias personas repitieron algunas frases y que a veces el conjunto de las tres ya parecían encerrar una historia clara, he intentado ir más allá de la idea fácil. Las tres frases de este relato son: Cierra la puerta, Son las tres de la mañana y Podrían arrestarnos por esto.



Fuera no llovía, pero cuando se quitó el abrigo al entrar en casa le dio la sensación de que estaba húmedo. El salón, la primera estancia al entrar, estaba a oscuras. La persiana estaba bajada y la luz de las farolas no conseguía filtrarse, sin embargo todo tenía un tono azul. El negro era azulado. La cocina, la luz del pasillo, eran azules. La luz filtrada por debajo de la puerta del fondo del pasillo no era azul, era cálida, naranja, si se moviese parecería la luz de un fuego. Antes de recorrer el pasillo, él fue a la cocina y bebió un vaso de agua, intentando hacer el ruido suficiente para que se le oyese desde el cuarto por si la puerta no hubiese sido suficiente. El techo era de madera y a veces crujía. El agua, en el vaso, se veía azul. En la casa hacía frío y algo decía que el cuarto del fondo era el único espacio seguro, sin embargo él primero fue a otro cuarto, uno azul y negro, y en la oscuridad abrió un cajón, cogió algo y lo metió en el bolsillo. Ya en el pasillo tropezó con algo y lo recogió del suelo, era un libro infantil. Entonces hizo dos amagos: el amago de llamar a la puerta y el amago de abrir sin llamar, finalmente tocó despacio con los nudillos, de forma que si al otro lado había alguien dormido no lo oyese.
—Adelante.
Y él entró.
—Te traigo una lectura de buenas noches —y enseñó el libro que acababa de recoger—. Veamos, oh, la protagonista es una yegua rosa que quiere correr y no quedarse en casa.
—Y aquí estamos nosotros, en casa. Cierra la puerta.
—¿Es que temes que entren monstruos por el pasillo?
—Ya ha entrado uno, de todas formas son las tres de la mañana.
—Un buen momento para irse a dormir.
—Un buen momento para acostarse.
—Hazme un hueco, que te leo.
—Parece que no hay espacio, tendrás que tumbarte a los pies de la cama.
Él se tumbó como pudo y empezó a leer. La pierna de ella emergió de entre las sábanas y el pie empujó suavemente la portada hasta cerrarla. La pierna no era muy larga, pero lo parecía, parecía ser una larga noche si recorrías la pierna hasta debajo de las sábanas.
—¿No quieres que te lea?
—No, quiero otra cosa.
Él metió la mano en un bolsillo y sacó un caramelo de envoltorio brillante. Ella se irguió por primera vez, lo tomó y sonriendo lo introdujo en su boca, después estuvo jugando con él de forma que se viera y desapareciese.
—¿No tienes nada más?
Y él sacó lo que en el otro cuarto se había guardado, un preservativo, de envoltorio casi más brillante que el del caramelo.
—¿Eso? Vaya, debiste haberme dado el caramelo en último lugar. Ya sabes, lo mejor para el final.
Él se lo puso en la boca y reptó cama arriba, despacio, queriendo hacer que su sombra se proyectase sobre ella, una pausa en la calidez del cuarto. Ella le quitó el preservativo de la boca y a él se le fue haciendo cada vez más grande la sonrisa, hasta abarcar más allá del cuarto, solo menguó cuando susurró:
—Podrían arrestarnos por esto.
—No, solo a ti.
Y él besó sus labios tiernos que sabían a caramelo. La besó sobre las sábanas con dibujos de corazones rosas, sobre el pijama suave con la palabra Love, bajo los dibujos en la pared, la besó a la vista de las niñas que, desde un marco de cerámica pintada hecho a mano, le miraban con temor y reproche.