domingo, 24 de enero de 2021

El coche, la nieve y eso

No diría que la culpa fue mía. Iba caminando por mitad de la calzada, sí, pero lo hacía porque las aceras estaban cubiertas de nieve. Hasta parte de la calzada lo estaba, y eso que ya era estrecha de por sí. Tampoco tengo yo culpa de que la mayor parte de farolas de la zona no funcionen, unos dicen que es por incompetencia, otros que por corrupción, a mí francamente me da igual, no funcionan y ya está, no pasa nada, no se hunde el mundo. Bueno, igual se hunde un poco, se le hunde a personas concretas, como aquel tipo. Yo iba caminando por la calzada por lo que ya he explicado, llevaba las manos en los bolsillos y eso. No había luz y vestía ropa oscura, pero no esperaréis que horas antes, cuando salí de casa, supiese que iba a caminar por aquella calle a esas horas, ni que recordase que en los plenos municipales se lanzan cosas a la cabeza en lugar de solucionar nada, y lo de lanzarse cosas lo digo de forma literal, se lanzan papeles, bolígrafos, clips, lo más grande que se han tirado fue una grapadora, lo sé porque salió en las noticias. Bueno, pues yo iba por la calzada y cuando había empezado a girar en la curva entra en la calle un tipo con su monovolumen plateado. Ah, y yo me moría de sueño, se me ha olvidado decirlo. Pues el tipo iba muy rápido, o al menos no debería ir tan rápido por aquellas calles y menos en esas condiciones, porque cuando fue a girar la curva me vio y volvió a girar el volante para esquivarme de manera que siguió de frente y pam, se estrelló contra la nieve. Que podría haberse dado contra un árbol u otro coche, pero se dio con la nieve, lo cual no me parece tan grave. Y claro, yo lo vi y pensé y ahora qué hago, y de vedad que me pasé la mano por la cara porque me moría de sueño y lo que más deseaba en el mundo era llegar a casa y meterme en la cama, pero aquel pobre imbécil se había estrellado en parte por mi culpa. Así que me acerqué y le dije Ey, señor, ¿está bien, necesita algo? Y él Coño chaval, cómo se te ocurre, por poco me mato Y yo ¿Necesita ayuda? Y él Anda, ven aquí, que no sale, a ver si empujando. Y estuvimos empujando, yo empujé de verdad, apoyando todo el cuerpo y con las piernas estiradas en diagonal, que si el coche llega a salir me caigo de bruces. Pero nada, el coche no salía, y el tipo empezó Menuda mierda. Yo le miraba con los brazos en jarras, pero él seguía Menuda mierda Y luego Menuda pedazo de mierda. Entonces claro, yo veía que el coche no salía ni iba a salir, y el tipo se estaba calentando solito. De un momento a otro me iba a decir algo, y yo me moría de sueño, y de verdad que allí no se podía hacer nada. Al menos yo, yo no podía hacer nada por ayudar al señor. Así que me largué. No me vio ni nada. Ahora era él quien tenía los brazos en jarras y negaba despacio mirando a su coche diciendo de vez en cuando Vaya mierda, o Menuda mierda, o Menuda pedazo de mierda. Y yo me escabullí, desaparecí entre la nieve, y hasta ahora no he vuelto a pasar por aquella calle.


jueves, 21 de enero de 2021

El peor lugar del mundo

Lo cierto es que el tiempo no iba a la par. Las estaciones no se diferenciaban mucho, hacía buena temperatura y en la zona había varios ríos que se podrían bifurcar para traer el agua. Pero eso no quitaba que ese pequeño lugar, esa especie de pueblo escondido en un país del que ni sabes el nombre, fuera el peor lugar del mundo.

La gente estaba sentada en la puerta de lo que hacían las veces de casas. Estaban sentados pero si uno se caía de lado probablemente se quedase tumbado. Si uno caía hacia adelante y rodaba por la tierra de lo que se supone que es la calle no le apartarían hasta en tanto no viniesen los pájaros a comérselo. Ellos no se la comerían, aunque igual deberían, porque allí no se comía nada. Te podías alimentar de rocas, del polvo que flotaba en el aire, de la madera descolchada de los árboles. Probablemente el esfuerzo que dedicasen a obtener comida fuera equivalente a la energía que ésta les proporcionaría, después de eso podían arrastrarse de nuevo a su choza, sentarse en la puerta y morir con dignidad, porque de lo contrario morirían más allá de la choza, en medio de la nada, y morir en la nada en medio de la nada está muy feo.

Allí llegó un doctor. Pertenecía a un grupo de médicos que se dedicaba a ayudar en un campo de refugiados del país. Ellos ya se habían ido, pero aquel doctor aún quería ayudar en lo que pudiera, o igual tan solo no quería volver a casa. Cuando se topó con aquel lugar se sorprendió, no aparecía en los mapas, de hecho en su lugar había otra cosa reflejada, un bosque, una colina o algo así, alguien había preferido dibujar unos montículos de tierra en vez de comprobar si no habría algo allí de verdad, porque a los pobres pobres les habían caído toneladas de tierra encima por culpa de un garabato.

El doctor empezó a atender a aquella gente. Tenía tanto trabajo como quisiera. Usó todo lo que llevaba encima. Hasta la última grapa o bolígrafo podía encontrar una dolencia extraña que aliviar. Así que hizo todo lo posible y se marchó en busca de más medios. Pero cuando llegó a la ciudad ésta le poseyó de forma que dejó el botiquín y se puso a pensar que lo que realmente necesitaba aquella gente era dinero, que tenía que recaudar dinero porque eso sí aliviaría sus vidas. Así emprendió un trabajo de publicidad que tuvo la suerte de encontrar algún micrófono que le quiso dar voz.

Al poblado, por llamarlo de alguna manera, llegó un día un todoterreno blanco. Era un vehículo hermoso y desproporcionado, que reflejaba tanta luz que dejó ciegos a algunos de esos pobres diablos. Del vehículo angelical bajó un hombre rubio tan guapo y tan arreglado que también parecía un ángel. Bajó junto con otros dos hombres que portaban cámaras y una mujer que sujetaba bien alto un palo con un micrófono. Cuando digo que aquel aparecido iba arreglado no quiero decir que vistiese traje o algo similar, todo lo contrario, vestía botas, pantalones caquis de estilo militar, una camiseta ceñida y gafas de sol, pero estaban todas las prendas tan nuevas y limpias que le quedaban maravillosamente. Aquel señor era una estrella de cine de un país lejano, de hecho de otro continente, pero venía hoy a ayudar a aquellas gentes necesitadas. Fue filmado y fotografiado dándoles comida, entregándoles balones de fútbol y enseñándoles a jugar, impartiéndoles clase junto a una pizarra que sus ayudantes pusieron para la foto y que luego se volverían a llevar. Todo lo hizo sonriendo a cámara, era difícil repartir paquetes de comida sin mirar a quiénes se los estaba dando, pero de todas formas tampoco los habría podido ver por culpa de los focos.

Ese señor vino como se fue y las gentes se volvieron a sentar en sus puertas, pero no tardarían mucho en llegar reporteros, famosos y expertos de la caridad que les vestirían con ropa ilustrada con grandes logos de marcas de comida rápida, que les harían fotos y que les robarían de vez en cuando uno o dos niños para grabar algún documental o película realmente impactante.

Qué maravilla, se acabó levantando un parque temático. Podías ir allí y fotografiar a una mujer pariendo en medio del polvo, si tenías suerte hasta moriría en el parto. También podías ser fotografiado haciendo como que les ayudabas a descontaminar un pozo y luego lanzar en el mismo el envoltorio de plástico de la chocolatina que te fueses a comer. Ah, qué maravilla, se construyeron atracciones, aquella gente por fin tenía un trabajo limpiando y sirviendo a los turistas, barriendo los restos de tu hermano devorado por un animal traído a tu casa únicamente para enseñar a aquellos visitantes lo dura que puede ser la madre naturaleza.

Pero nosequé accionista vio pérdidas en un papel que hacía referencia a un asunto futuro y de la noche a la mañana el parque dejó de ser rentable y se cerró. Todos se fueron porque aquello había pasado de moda. Entre las atracciones ahora oxidadas y las montañas de plástico aquellas gentes volvieron despacio a las puertas de sus casas y allí se sentaron a esperar el fin del mundo.

Detalles

En la casa siempre hay café reciente. Descansa sobre el fuego, o junto a él, y se huele en todas las habitaciones. Hay un jardín donde siempre hace fresco y las ramas se mecen despacio. Es un lugar tranquilo, el silencio se altera en pocos momentos, por ejemplo cuando se enciende la televisión a las nueve de la noche y permanece encendida solo una hora, o cuando se oye la puerta del garaje abrirse, o cuando se habla en susurros. Se habla en susurros por lo general, cuando el café hierve es fácil que no se oigan unos a otros. También se escucha el vibrar ocasional de los teléfonos, porque están todos en silencio.
Ahora un dedo recorre la pantalla del móvil una y otra vez. Pasa de un menú a otro y luego vuelve, no está buscando nada en concreto pero va dejando sobre la pantalla, sin darse cuenta, un dibujo de líneas que avanzan en una dirección y después otras en la contraria que las borran. Alguien podría exponer un cuadro así, las marcas de un dedo en la pantalla, el marco podría hacerse con la suciedad encontrada en el bolsillo.
Al final, y solo por forzarse a hacer algo, el dedo abre una aplicación, escribe unas palabras y la dueña del dedo sale de casa porque de pronto tiene algo que hacer. Antes de salir de casa, y solo por tradición, bebe los restos de la penúltima cafetera, que descansan templados en un vaso de cristal sobre la encimera.
Hace el frío justo como para poder estar en la calle pero que te duelan las manos y las tengas rojas. La dueña de éstas, que por lo demás se ha puesto la capucha, las intenta ocultar en los bolsillos del vaquero, en los de la chaqueta, dentro de las mangas, lo que sea con tal de que no vean la luz hasta la primavera, como hijas que aún no han sido presentadas en sociedad. Sin embargo tiene que estas sacándolas todo el rato para contestar mensajes que le zumban el bolsillo. Siempre al terminar de escribir sale de la aplicación y el dedo sigue dibujando sobre la pantalla, pasando de un menú a otro, hasta que finalmente lo guarda.
Hay un pequeño centro comercial. Parece un intento de centro comercial o una cría de éste. Tal vez sea un centro comercial adolescente porque está desproporcionado: tiene una fachada enorme, pocas tiendas, un tiovivo, un supermercado que parece una tienda de ultramarinos venida a más, un local que fusiona todos los tipos de bares, restaurantes, clubs y tiendas de comida rápida, un cajero sin sucursal bancaria y algunos de estos locales vacíos que parecen tener inconsistencia porque no aguantan un negocio más de dos meses. En Navidad, cuando se ponen las luces, se sobrecargan la fachada delantera y el tiovivo, el resto de paredes exteriores quedan tan pobremente iluminadas que parecen faros en la costa. Junto al centro comercial hay una gasolinera que por el contrario emite una luz tan verde y brillante que dirías que se trata de una reacción nuclear. De verdad, es tan brillante hasta en plena noche que el resto de gasolineras tuvieron que cerrar, porque todos los conductores se veían atraídos por ésta. Y luego, entre la gasolinera y el centro comercial hay un parking, de estos que tienen una fila de carritos de la compra enganchados, solo que aquí el enganche se rompió hace tiempo y ahora los carritos campan a sus anchas por el parking, mecidos por el viento y ocupando las plazas de los coches, los cuales prefieren aparcar en la gasolinera.
Cuando la chica llega al parking tiene las manos tan frías que le duelen. Le espera una amiga que está apoyada en una barra de metal, se lo puede permitir porque va mejor abrigada. Se saludan sin tocarse y comentan sobre si ir a comprar algo de comer o beber, por hacer algo, pero la duda sobre si ir al supermercado o a la gasolinera acaba por hacer que no se muevan. Hablan de cosas varias, de un chico circunstancial, de una anécdota sobre la tía de una de las dos, de un examen. Sacan los móviles, contestan a algunos mensajes, se enseñan fotos la una a la otra, se hacen una foto, la suben. A la chica que está de pie en realidad no le gusta la foto que se han hecho, no le gusta cómo sale su nariz, pero no dice nada. La nariz le duele y le moquea. En ese momento piensa en la luz cálida de jardín su jardín a ciertas horas de la tarde y en el olor a café recién hecho, y justo en ese momento una brisa de aire helada se le mete en los ojos y se los llena de lágrimas. No están mucho más tiempo, la que estaba apoyada sobre la barra de metal dice de pronto que tiene que ir a casa a cenar y se marcha.

Cuando entra se da cuenta del frío que tenía. Sabía lo de las mejillas, la nariz, las manos, los dedos de los pies y hasta los párpados, pero ahora nota el frío en el resto del cuerpo. Va a su cuarto a cambiarse de ropa, pero cuando se quita los vaqueros se toca los muslos y los nota tan fríos que hace una pausa para apoyarse en el radiador. Apoya las piernas, los glúteos y las manos. Más que calentarle, el radiador le quema, sin calentar por ello la piel, nota el frío y el calor a la vez, sin que ninguno cambie, pero aun así aguanta apoyada. En un momento mira hacia abajo y le hace gracia ver sus piernas desde esa posición. Le llaman la atención las bragas que lleva puestas, son sencillas de un violeta muy artificial. Se hace preguntas del tipo a quién se le ocurriría buscar un tono tan estridente para unas bragas sencillas, en qué momento se inventaría ese color, si las flores de alguna planta tendrán también ese color. Después oye que la llaman a cenar, se termina de cambiar, se suena la nariz y grita ¡ya voy!


El espejo de la oveja

 Adib Alabi, de siete años, tenía que entregar al día siguiente un trabajo para clase. La profesora les había advertido de que algunos tendrían que leerlo ante sus compañeros, y no solo eso, sino que los mejores serían seleccionados para ser leídos ante todo el colegio. Esto último era lo que Adib deseaba. Había escogido como objeto de su trabajo a su padre y quería que el resto de niños viesen lo maravilloso que era. Adib no tenía madre, pero es probable que de no ser así esto no hubiese afectado a su decisión, pues lo que sentía por su padre era puro fervor. El problema es que no sabía bien a que se dedicaba, solo sabía que era un científico importantísimo, así que empezó buscando su nombre en internet.

Mohamed Alabi (Trípoli, Libia, 29 de febrero de 2000) es un embriologista alemán de origen libio, conocido principalmente por ser el padre de la clonación moderna y por contarse como uno de los científicos más influyentes en la actualidad.
Sus proyectos más importantes se han llevado a cabo junto a la empresa de biotecnología Tecnal, en donde trabaja desde abril de 2030.”

Adib entonces clicó en el nombre de la empresa, que aparecía en azul, tentador.

La compañía Tecnal (Tecnal Company) es una empresa multinacional germano-británica cotizada en bolsa y productora de biotecnología destinada a la investigación y al armamento biológico. La sede de la corporación se encuentra en Dresde, Sajonia, Alemania. Es líder mundial en ingeniería genética de clonación de órganos y formas de vida.”

Después el texto se volvía más complejo de lo que Adib podía entender, así que fue bajando por la página mirando las fotografías que de tanto en tanto aparecían a la derecha. De pronto vio a su padre en una de ellas, con bata blanca y hablando con otros científicos, el pie de foto rezaba Mohamed Alabi en las últimas etapas del proyecto Sigma. Aquello parecía prometedor, Adib buscó en el texto dónde aparecía lo del proyecto Sigma y clicó sobre él.

El proyecto Sigma (28 de febrero de 2033) fue el primer resultado exitoso de clonar a un ser humano a partir de una célula adulta. Su creador fue Mohamed Alabi en el seno de la empresa de biotecnología Tecnal. Su nacimiento causó una gran controversia en la opinión pública, cuyo debate sobre la moral del experimento sigue presente a día de hoy, provocando que muchos países hayan legislado en contra de esta práctica.

Alabi declaró en una entrevista al diario británico New Periods que la fecha del nacimiento no fue casual, sino que le hubiese gustado que su experimento hubiese nacido el 29 de febrero, fecha en que el propio científico nació, pero que se tuvo que producir el 28 de febrero y no el 29 al no ser 2033 un año bisiesto.”

La mano de Adib temblaba un poco, pero tampoco sabía bien por qué, al fin y al cabo no lograba entender del todo lo que estaba leyendo. Fue hasta el índice de la página y abrió el antepenúltimo apartado, antes de Referencias y Vínculos de interés, aquel llamado En la actualidad.

Al poco de nacer el proyecto Sigma, Mohamed Alabi compró los derechos del mismo a Tecnal e inició un largo camino ante la justicia alemana para su acogida en el sistema legal germano y su posterior adopción. Actualmente convive con él en calidad de su hijo, bajo el nombre de Adib Alabi.”

Quién fuera príncipe

He tenido que bajar al salón a preguntarle a mi madre por aquel cumpleaños y por el disfraz. Recuerdo que era el cumpleaños de una niña a la que no recuerdo. Pasé toda la educación primaria con los mismos compañeros a excepción de tres, uno vino a mitad, otro vino y le hicieron repetir de curso y finalmente estaba esta niña de la que no recuerdo nada. Le he preguntado a mi madre por el disfraz, así que ha parado la serie que estaba viendo y nos hemos puesto a ver álbumes de fotos buscándolo. Habremos visto desde 1996 a 2002, pasando por vacaciones de verano y la gran nevada en el jardín. Me he visto de bebé con mis padres juntos y luego de niño en la playa en el primer verano después de que se divorciaran. Mi madre dice que en esas últimas se nos ve a mi hermano y a mí tristes, yo no recuerdo nada, pero veo que nos habían rapado el pelo como a militares o presos.

Mi madre ha dicho que el disfraz debía ser uno de príncipe que fue muy caro pero con el que se sintió muy orgullosa de verme tan guapo. Yo solo recuerdo la espada. Por alguna razón había creído que aquella fiesta de cumpleaños era una fiesta de disfraces y me presenté allí con dos bolsas, con un disfraz en cada una, aunque no sé si el segundo era de repuesto o por si algún niño no llevaba. Le he tenido que preguntar a mi madre que por qué al haber llegado, al haber saludado a la madre de la niña adoptiva que no recuerdo y haber visto que no, que no era una fiesta de disfraces, por qué me lo puse. Imagino que serían dos mujeres adultas rodeadas de niños pensando que qué más daba que me lo pusiera o no. Pero no era un disfraz fácil de poner, así que me encerré con la madre de la niña en una sala que había junto al salón para que me desnudara y me lo pusiera. Los cristales de la puerta de la sala eran opacos, pero tenían dibujos hechos de cristal transparente y tras ellos se apelotonaron los niños de la fiesta a mirar cómo me cambiaba la señora mientras gritaban que estaba en calzoncillos. Recuerdo sacar la espada y amenazar a los cristales, golpeándolos incluso, haciendo que los niños saliesen corriendo, gritando y riendo. Pero los niños volvieron y mi espada ya no tenía efecto. La madre que me cambiaba, imagino que harta, no me ayudó a que los niños dejasen de mirar, o diría unas palabras vagas que no cambiaron nada. Y no recuerdo si al salir de esa sala, ya vestido de príncipe, guardaba aún la sensación que hoy tengo al recordarlo.

Tenía un disfraz de repuesto en otra bolsa, y no recuerdo cómo se lo acabó poniendo otro niño, quien era mi mejor amigo en el colegio. Mientras que a mí me recuerdo amargado, ultrajado, queriendo hacer un daño imposible, a él le recuerdo contento, disfrutando el disfraz de dinosaurio que llevaba puesto. No sé si me invento que le dije que el disfraz era mío y que podía decir que se lo quitara y no recuerdo si la madre de la niña de la que no sé nada me desautorizó quitándome ese poder.

Al revisar mi pasado me sale pensar que sería un príncipe déspota, casi cruel con quien ahora pienso que me hizo daño. Pero también es verdad que en muchas de las fotos de esos álbumes salía yo serio, enfadado. Y es que probablemente me he pasado gran parte de mi vida enfadado y no he conseguido absolutamente nada. Lo cierto es que ahora solo me siento muy triste.

El baile de las fieras

—No te vayas a poner celosa.
Juan abrazaba a Ana por detrás mientras le intentaba besar en la mejilla, ella alejaba el rostro imitando el personaje que él le había construido. Así llegaron al local, donde un hombre inmenso les pidió las entradas, él se las entregó y después comentaron en susurros que ninguno se esperaba tanto formalismo.
—¿De qué decías que la conocías?
—Es una vieja amiga —respondió él.
En el local había globos, mesas redondas para los invitados con manteles y platos blancos, mesas rectangulares con comida y camareros en las esquinas. El ambiente era una mezcla de un exceso de etiqueta y de la idea que tendría una niña de cinco años de una fiesta de cumpleaños.
La mesa que tenían asignada estaba muy cerca del escenario, encima del cual había un micrófono plateado. Cuando se sentaron había todavía asientos vacíos. Sus compañeros eran todos hombres, todos vestidos igual, con caras simpáticas. Juan no reconoció a ninguno, aunque sí vio un parecido entre todos ellos, morenos, pelo corto, narices normales. Se sentaron algunos más y la luz de la sala se apagó a la vez que se encendía un foco sobre el micrófono.
—Tengo que ir al baño, vuelvo enseguida —le susurró Ana.
—No me dejes solo mucho tiempo.
Al escenario subió un hombre mayor de cara larga. Entonces Juan notó movimiento a su lado y vio que se había sentado un extraño en el sitio de Ana. Intentó indicarle que ese sitio estaba reservado, pero el hombre, que no apartaba los ojos del anciano, le enseñó su propia invitación, y cuando Juan insistió fue callado por un chistido de los demás hombres de la mesa. Pensó entonces que esperaría a que Ana volviese y le ayudase, no se sentía con fuerzas de pelear contra toda una mesa, además de que verla allí de pie, a su lado y esperando, probablemente incitaría a la educación del desconocido, que cedería el sitio.
Para cuando la escena había terminado Ana aún no había vuelto pero el anciano había terminado su discurso. Después subió a hablar una mujer mayor a la que Juan no llegaba a entender, no es que no entendiese lo que quería decir, sino que no entendía bien sus palabras, como si hablase en otro idioma aunque muy parecido. Finalmente salió la protagonista de la noche, llevaba un vestido verde y les agradeció a todos su presencia. La gente aplaudió y Juan les siguió, pero de pronto había olvidado de qué conocía a aquella mujer, había olvidado incluso su nombre.
Las luces se encendieron y Juan se preguntó cuánto tiempo habría pasado. Las mesas estaban casi todas vacías, solo permanecían unos veinte hombres. De la comida quedaban las sobras y había restos de globos y serpentinas por el suelo. La mujer de verde se bajó del escenario y empezó a pasearse entre las mesas. Los hombres hablaban entre sí con completa normalidad, no parecían darse cuenta de que había algo extraño. Juan volvió la vista hacia ella y la vio acariciar los brazos de algunos, intercambiaba palabras con otros y a dos de ellos les enderezó el rostro con una caricia en el mentón para besarlos después.
Entonces empezó a sonar una música y todos se levantaron de muy buen humor. Juan les siguió y quedó perdido en mitad de la pista de baile, donde bailaban unos con otros. Una mano le tocó el hombro y le hizo girarse y de la que se giraba la mujer de verde aprovechó para colocar su otra mano en la cintura de él.
—Cariño, qué feliz me hace que hayas podido venir. ¿Te lo estás pasando bien?
El no podía responder, tenía la boca abierta y seca, se sentía perdido y con mucho calor.
—Oh, vaya, qué lástima. De entre todos mis exnovios hay varios que se te parecen, pensé que haríais buenas migas.
Y sin más le besó, y de la que lo hacía Juan recordó quién era ella, los recordó a los dos de adolescentes un verano cualquiera. Pero mientras se besaban vio en la puerta principal, al fondo de la sala, a mucha gente saliendo. De entre ellos distinguió a Ana, que le miraba mientras era arrastrada por los demás. Juan soltó a la mujer de verde y corrió hacia la puerta, pero se fue chocando con todos los antiguos novios, que eran pesados y lentos, como una densa masa negra, y cuando logró salir era de noche y la calle estaba vacía. Juan jadeaba, empapado en sudor y con restos de confeti adheridos a la chaqueta. De pronto se dio cuenta de que todo estaba en silencio, se giró y vio la puerta del local cerrada. A través del cristal logró ver el interior, había una inmensa sala en ruinas, parecía llevar años abandonada.

Hombre negro sobre mundo gris

Amin nació el menor de cuatro hermanos. Su infancia la pasó en un patio con el suelo de tierra, jugando con sus hermanos y los hijos de los vecinos. También fue algunos años a la escuela. Un edificio de cemento con techo de plástico en el que una sola profesora daba clases a todas las edades. La mujer separaba en el aula a los que merecían la pena de los que no, dejando a los segundos hacer en clase lo que quisieran, siempre y cuando no molestaran a los primeros ni se pegaran entre sí. Amin fue relegado al final, pero consiguió, lo cual era raro, volver a llamar la atención de la profesora y pasar a las primeras filas. Fue un alumno aplicado, lograba conciliar el ser buen estudiante con seguir juntándose con las malas influencias de las filas del fondo. Le sacó verdadero provecho a las clases, pero no por mucho tiempo. Un día su madre les llevó ya a trabajar a una fábrica. Lo cierto es que era una pérdida de tiempo, la empresa no necesitaba más trabajadores a excepción de días u horas sueltas, de forma que uno debía quedarse en la puerta, al sol, con un trapo atado en la cabeza dejando pasar el tiempo, a ver si salía el gerente con su camisa blanca de manga corta y gritaba que necesitaba a alguien.

Visto desde nuestra perspectiva Amin y su familia eran pobres, pero desde la suya no. No tenían casi nada, pero tampoco pensaban que lo necesitaran. Fue el aburrimiento y no la necesidad lo que impulsó a Amin a cruzar el mar junto con su hermano y unos amigos suyos. Lo hicieron en una balsa rudimentaria. Desde su punto de vista era una aventura, pero una noche, ya en el agua, sin ver tierra, la luna ni estrellas, fue consciente de que ahí mismo podía morir, en lo fácil que sería que la balsa se volcase y estuvieran muertos antes de dos horas, con altas posibilidades de que no se encontrasen ni los cuerpos. Esa experiencia le cambió, de la noche a la mañana, literalmente, se endureció y se le apretaron los labios. Al llegar a la costa ya apresaron a varios y los demás se dispersaron. Estaba solo en un país extranjero que le era muy hostil, del que no sabía nada y al que en realidad no había querido venir, pero volver a casa expulsado se le hacía impensable, si retornaba no podía ser así.

El poco dinero que llevaba se le había acabado a los dos días. Durmió varias noches en la calle como nunca podía haberse imaginado, pasando un frío que debió marcarle casi tanto como el naufragio imaginado. Acabó en la capital y allí conoció a un hombre que le daba trabajo a cambio de alojamiento. El alojamiento en sí era un piso de dos habitaciones y un baño que compartía con siete personas. El trabajo le ocupaba prácticamente todo el día y se les había olvidado en la negociación incluir algo de dinero o comida. Dios, qué hambre pasó. Venía de malas condiciones en un país pobre, pero no recordaba haberse sentido nunca tan desdichado.

Su debilitamiento a causa de no comer le llevó a tener un accidente laboral, de manera que le echaron y se quedó también sin casa. En parte fue una liberación. Por suerte ahora eran los meses cálidos y no era tan desagradable dormir en la calle. Así, sentado en el banco de una plaza, una mañana sin mucha afluencia se le acercó un hombre vestido de Spiderman. Éste le contó que era famoso, que vendía muñecos y camisetas, que la gente venía para hacerse fotos con él y ganaba mucho, de forma que ahora quería abrir otra sucursal. De esta manera se vio Amin vestido de Batman, piel negra bajo antifaz negro.

No ganaba mucho y la mayor parte se lo daba a Spiderman, pero tenía una habitación y comía bien. Era feliz a su modo. Pero este apuro de felicidad duró lo que un hombre tardó en insultarle y darle una patada al sombrero donde se lanzaban las monedas. El hombre sufrió una inesperada paliza por parte de Batman y la policía se llevó al vigilante nocturno.

Así acabó Amin, con su traje de faena, en un despacho de abogados. Se lo habían recomendado, eran malos pero baratos y él se enfrentaba a un delito de lesiones. Fue allí, en la consulta, donde un pequeño de un matrimonio argentino sin papeles se le acercó y preguntó:
—¿Hace cuánto no luchás?

Amin había estado pensando en aprovechar la condena para volver, para que el viaje le saliese gratis y poder colgar la capa de murciélago, pero cuando pasó ante el abogado le vino la imagen de la determinación que sintió en las playas de aquel país. Al pasar al despacho no preguntó por el delito, sino en cómo obtener papeles y poder volver a casa con la cabeza bien alta.

Los ojos que caminan desde el techo

Lleva puesto un gorro de lana gris, le queda un poco pequeño y debería comprarse uno más grande, pero siempre lleva este mismo gorro. El motivo es que se lo regaló él. Fue un regalo inesperado, no era su cumpleaños, ni un aniversario, tan solo un jueves que le había visto había comentado que tenía frío y a la semana siguiente él se lo regaló. Además había tenido el detalle de envolverlo en papel de regalo. Con todo esto se había convertido en un objeto muy preciado para ella, no tanto un talismán, sino una costumbre.

Lleva puesta una chaqueta de cuero negra que ahora está manchada. La compró en un mercadillo y es posible que el cuero no sea auténtico, pero le gusta llevarla, se la pone mucho. En realidad es parte de una moda, pero de entre todas las modas que hay, esta, la moda de hacer parecer que tienes un estilo único y no sigues ninguna moda, le gusta, le hace sentirse moderna. Solo espera que la mancha se pueda ir, o aún no lo espera, lo pensará luego, más tarde.

Lleva puesto un jersey de lana debajo de la chaqueta. Éste apenas se ha manchado, aunque sí le ha salpicado un poco. Este jersey lo hizo ella, fue su primera gran prenda después de dos bufandas y tres pares de calcetines. Lo tejió en secreto para él, aunque esto no fue demasiado difícil, aún no vivían juntos. El problema es que le quedó demasiado pequeño y él lo hubiese desgarrado de ponérselo, así que se lo quedó ella. Después volvió la idea de hacer uno para él, pero empezaron las discusiones y acabó haciendo una manta, una manta que ahora debe estar en el otro cuarto, a los pies de la cama.

Lleva puestos unos pantalones vaqueros ajustados, son azules, comprados ya con aspecto desgastado. Son los últimos pantalones que comprará así, se dijo después de saber que necesitan muchos más litros de agua y productos químicos para su elaboración. Es una pena que no vaya a poder comprar unos iguales, porque a diferencia de la chaqueta y el jersey aquí se notan mucho las gotas que han salpicado y, como estas manchas no se van, solo va a quedar tirarlos.

Lleva puestas unas botas negras con una suela gorda que le hacen ser un poco más alta. Son un tanto rudas, pero quedan muy bien con la chaqueta vaquera y cuando llueve en otoño. Ahora estas suelas descansan sobre un charco oscuro que se ha ido secando, haciendo que cuando decida moverse y empiece a andar, sus pasos sonarán pegajosos, como una especie de pequeño chapoteo. Sus pasos podrían llevarla al baño, por ejemplo, donde podría ver cómo sus ojos le han invadido la cara ocupando todas las zonas donde el maquillaje se ha corrido. Podría ver también su nariz, que parece rota, y la sangre seca que salió de la misma, llegando hasta el mentón. Al salir del baño podría caminar haciendo ruido hasta el cuarto, donde colocaría encima de la manta que tejió su chaqueta, su jersey y sus pantalones manchados de la otra sangre. El gorro, como le queda pequeño, igual se cae al suelo y ni se da cuenta, o lo pisa incluso, manchándolo también. Luego sus pasos tendrían que tomar muchas decisiones, tendrían que hacer algo con el instrumento de cocina que ha tenido que usar y, más importante, pensar si debería hacer caso a las películas o llamar a la policía e intentar explicarles cómo los tres últimos meses con él se han resumido en un simple accidente.


El epicentro de tantas cosas

La carretera no estaba iluminada y el coche iba a más velocidad de la que debería. La velocidad había ido aumentando a medida que empezaron a hablar. Concretamente fue ella quien empezó a hacerlo, él solo respondió y pisó el acelerador.

Venían de la fiesta de una pareja de amigos. El problema no venía dado por los celos, ni porque uno hubiese puesto en ridículo al otro, el problema había surgido después y más despacio. La chica de la fiesta brindó y ellos brindaron. Después salió el chico de la fiesta y abrazó a su mujer, todos aplaudieron. Pero más tarde, ya en el coche, ella pensó que aquel abrazo del anfitrión a su mujer significaba que le apoyaba, que le dejaba hablar en el brindis y después le decía: yo te apoyo, y que lo vea toda esta gente. Y ella lo vio, claro, como ahora miraba a su pareja, que tenía la mirada puesta en la carretera y las manos en el volante. Se veía que él andaba pensando en algo, pero no lo manifestó. Entonces ella empezó a preguntarle por la fiesta, qué tal lo había pasado, cómo se había sentido. Esto último le extrañó a él, supo que se venía algo y se puso a la defensiva con respuestas breves. Ella sin embargo siguió, le preguntó qué opinaba del brindis y del abrazo del anfitrión. Bien. Pero qué te pareció. Normal, emotivo. Pero qué crees que significaba. No lo sé, por qué no me lo dices tú. No crees que significaba que él la apoya. Crees que no te apoyo. No he dicho eso. Es lo que piensas. Pues mira, sí, creo a veces no me apoyas. A veces. Sí, a veces, parece que me impulsas a hacer cosas pero cuando ya estoy subiendo te alejas. Así que me alejo. Sí, te alejas, a veces me parece que tienes envidia y me saboteas callando. Pues si te ando saboteando no sé por qué dejas que mis palabras te influyan tanto.

Y en ese momento los faros del coche descubrieron a un ciervo al que le brillaban los ojos. Él dio un volantazo y el ciervo salió corriendo mientras que el coche se estampaba contra un árbol con tanta fuerza que parecía que se fuera a partir en dos.

La abuela le trajo un cazo con caldo caliente, ella lo cogió y le dio las gracias. La verdad es que no podía dejar de mirar el mar, aunque se sentía un poco culpable porque lo que más le gustase fuesen los barcos. Tanto azul, tantas maravillas y ella se quedaba con un petrolero visto de perfil sobre el horizonte. No podía evitarlo, no sabía nada de barcos, pero le encantaban. Le gustaban por fuera y lo que conocía por dentro. Alguna vez se imaginó siendo marina, con un peto azul y unos brazos enormes al descubierto en plena tormenta. El problema de estas historias que se contaba era el momento de llegar a puerto, porque siempre se dice que los marinos tienen una mujer en cada uno, a veces una familia, y si no siempre se gastan el salario en los prostíbulos donde pasan de ser los reyes del mar a los reyes de la carne. En estas historias no se veía a sí misma, y no por falta de promiscuidad, sino porque lo que le gustaba era el mar, el peligro, el no ver nada, el vaivén, el pasear entre la carga y si acaso robar fruta, esas cosas, no las aventuras de puerto porque ella misma podría bajar a la calle y que la abuela la empujase hasta el puerto con sus grúas, sus cargas, sus familias abandonadas y sus putas. Esas cosas no tenían mérito, eran un Poseidón muerto en el mar contaminado, flotando boca abajo mientras miles de gaviotas se posaban en su descomunal espalda para picotear su carne.

Entonces le distrajo el sonido de un teléfono. Alargó la mano y lo cogió. Era él, ella sonrió y hablaron un rato. Le contó que estaba mirando el mar y él le contestó algo así como qué bien o cuánto me alegro. Después se despidieron, colgó y ella se quedó mirando las aguas a esperar el ocaso.

Ropa limpia

La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la casa de la Zona Universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana. Le llegó el olor hasta el cuartito donde su madre terminaba de planchar. Nunca le habían dicho que no podía subir a buscarla, pero él lo hacía, y aunque tampoco le habían dicho que no podía ir más allá de la cocina, nunca lo había hecho. Esta vez siguió el perfume, las notas de salida del mismo eran mandarina roja, pomelo y menta. Al doblar el pasillo la vio, su cuarto estaba al fondo y la puerta estaba entrecerrada, pero aún podía verla de costado y de frente, porque el hueco de la puerta llegaba a mostrar el espejo en el que ella se estaba mirando. Se arreglaba para salir, llevaba una blusa y una falda, estaba muy guapa pero Luigi no pensaba en eso, sino que estaba entrando en su intimidad. Verla así, sin que ella le viese, era casi como estar viéndola desnuda. Sabía que el matrimonio de la casa tenía una hija, pero nunca la había visto y siempre se la había imaginado como una niña sin importancia. De pronto ella se giró hacia él y Luigi fingió estar haciendo algo. Al poco ella pasó junto al cuarto de la plancha donde Luigi se había refugiado, le gritó un saludo a su madre y salió por la puerta, él intentó poner su mayor cara de indiferencia, pero probablemente se puso rojo, al menos la cara le abrasaba.

Ahora vuelve a olerla. Las notas de corazón del perfume son canela, rosa y notas especiadas. Es una colonia para hombres, muchos de sus amigos la llevan y eso no termina de gustarle. También él podría llevarla, le gusta su dulzor, pero su madre dice que es demasiado cara. Al olerla se gira y la ve a ella. Están en una zona donde se juntan dos corrientes de personas cuando salen de fiesta, la gente como ella y la gente como él. Y la gente como él siempre intenta ligar con la gente como ella, es por eso que sus amigos saltan y comentan sobre todas las mujeres que ven. Pero a Luigi le molesta que hablen también de ella. Conoce su nombre, dónde vive, que perfume usa, le ha visto cambiarse –en realidad no, pero al caso es lo mismo–, así que siente que tiene como un estatus especial ante ella, de prioridad y protección.

No le pierde de vista en toda la noche. Baila con sus amigos, se acercan a otras chicas, pero de vez en cuando se gira y se pone nervioso si no la encuentra. Si la ve hablando con otro chico odia a éste inmediatamente, si ve que se acerca a la barra a pedir aparta la mirada para no pensar que tendría que ofrecerse a invitar.

Al final ella desaparece y Luigi no la encuentra hasta que sale a la calle y la ve volviendo a casa. Se ofrece a acompañarla, para que no vuelva sola tan tarde. Ella lo acepta, después hace una broma sobre que él no ha dejado de mirarla toda la noche y acaban peleándose. Caminan en silencio y él, tras darle varias vueltas, la abandona en su vuelta a casa.

Volverá a percibir el olor del perfume. Las notas de fondo serán cuero, ámbar, notas amaderadas y pachulí hindú. El olor se distinguirá bien entre el de ropa limpia de la lavandería que regenta Luigi. Se girará pensando en ella. Es un perfume pasado de moda y no esperará volver a verla, de hecho ni la recordará más allá de un par de veces en que rememoró cómo la vio desnudarse en su cuarto, o vestirse. Sin embargo en su lugar habrá un chico joven, con ropa hortera, que vendrá a pedir la colcha que su madre trajo hace unos días. Luigi dirá que claro, tomará su papel con el número del pedido y entrará a buscar la colcha ya limpia.

El otoño pasado

Este relato, como los de alrededor, se deben a sus premisas, son como animales que nacieron en cautividad. 


El otoño pasado, al cerrar la piscina, se nos olvidó que estaba el abuelo dentro cuando echamos la lona. No fue culpa nuestra, de verdad. Él se pasaba horas y horas nadando a espalda, mirando el cielo, o cerrando los ojos y quedándose dormido. Nadaba más que un pez porque no creo que los peces naden tanto. Uno no sabe hasta qué punto su piel estaba arrugada por el agua o porque era viejo. Sea como fuera le arropamos con la lona, echamos líquido anticongelante al agua y nos metimos en casa hasta que volviese a salir un sol como dios manda.

La abuela mientras tanto había desarrollado demencia. Tal vez se debiera a que el abuelo era quien le gestionaba las pastillas y ahora, sin él, ella no tomó ninguna, o las tomó todas o las que tomó las acompañó de un poco de vodka, pero lo cierto es que desarrolló demencia. Debido a su nuevo estado tuvimos que poner en la puerta de cada habitación lo que había detrás, “cocina”, “cuarto de baño”, “no entrar, tu nieto está masturbándose dentro”. La pobre, perdida en la casa como estaba porque se había olvidado también de leer, acabó en el estudio, ahora lleno de trastos. Allí orinó dentro de una cerámica mesopotámica que papá trajo de un país al que ayudó a saquear mientras fingíamos ayudarles a extraer petróleo mientras en realidad también se lo saqueábamos. Después de orinar se secó con un mantel bordado en oro y después se miró en lo que creyó que era un espejo, pero que no era sino un cuadro del siglo XVIII. Qué contenta se puso la abuela al mirarse en ese cuadro, se veía tan guapa. Puestos a olvidar olvidó la demencia y acudía todos los días, a todas horas, al estudio a contemplarse. Aborrecía los espejos de verdad, decía que estaban mal graduados y que no la reflejaban como realmente era.

Entonces llegó la primavera y destapamos la piscina. Allí estaba el abuelo, vivo, en parte por haberse alimentado de las hojas e insectos que se filtraban y en parte porque el líquido invernador también le había hecho efecto a él, dejándole dormidito, como los osos polares. El problema es que ahora no quería salir de la piscina, decía que había devuelto a los mamíferos al mar, de-donde-nunca-debieron-salir, porque solo los pájaros tenía sentido que se hubieran independizado, porque mira que en el mar se puede hacer de todo pero volar no te dejan. ¿Pero nosotros? ¡Venga ya! Tenemos tierra en el fondo marino para dar y regalar, mientras que el oxígeno nos oxida los pulmones. ¿Quién quiere vivir donde le están matando? Si la gente fuera tan masoquista viviría en un Estado capitalista con cada vez más explotación laboral, decía el abuelo.

La abuela a todo esto había vuelto a fumar, porque si una sobredosis de pastillas no le había matado tampoco lo iba a hacer una cajetilla al día. Y fumando y mirando el cuadro, claro, se quedó dormida y le encendió el rostro al retrato. Sin embargo tuvo mucha suerte, porque el fuego le quemó la cara a ella también, de forma que seguía a la par con la pintura.

Como la abuela no quería ni oír hablar del abuelo, de quien decía que la había abandonado para acostarse con peces y sirenas, y aprovechando que el cuadro ahora era feo y olía a quemado, colgamos éste de un árbol en el jardín y construimos alrededor una cabaña con madera de balsa. Allí fue corriendo la abuela, que pasó sus últimos días a la vera de la piscina, donde escuchaba a su tritón mientras no dejaba de contemplar lo hermosa que había sido haría tres siglos.

Que viene

 Este relato debe su forma y su tema a una temática que me fue dada, yo no tuve nada que ver.


—Cuénteme lo sucedido.
—Ya se lo conté a su compañero. Yo solo volvía del bosque cuando vi algo extraño en la casa de mi vecina. Es una señora mayor, sabe usted, y sin embargo estaba todo revuelto. Era muy extraño, me dio mala espina, sabe. Una vez en la puerta ya no pude entrar, me dieron nauseas cuando lo vi. Estaba todo destrozado y en el suelo los restos de la muchacha. Con tanta sangre que había se le había teñido el vestido de rojo.

—Leo aquí que en su declaración dijo que a usted y sus dos hermanos les persiguió un hombre armado con un hacha pero, y corríjame si me equivoco, que no parecía querer llegar a hacerles daño.
—Efectivamente, así fue.
—Perdóneme, pero no entiendo, ¿cómo que parecía no querer hacerles daño? ¿Acaso no arremetió con un hacha contra la puerta de la casa de su hermano pequeño y rompió una ventana de la casa de su otro hermano?
—Sí, así fue.
—¿No le parece peligroso que entren en su casa con un hacha?
—Sí.
—¿Entonces?
—Déjeme a ver si me explico. Llamó a la casa de mi hermano, sí. Hablaron sin que le llegara a abrir y cuando el tipo le dijo que lo hiciera y mi hermano se negó pues el loco este la emprendió a hachazos contra la puerta. Pero para cuando pudo pasar siguió dándole a los restos de la madera, como dándole tiempo, mientras él saltaba por la ventana del baño. Luego fue corriendo al otro lado de la calle donde vive mi otro hermano. Vale, pues en este rato en que el mediano tardó en abrirle, el loco pudo haber ido a por el pequeño, ¿entiende?, sin embargo ni corrió ni nada, fue caminando hasta la puerta, riéndose y como bailando.
—¿Y qué pasó después?
—Pues lo que ya he declarado. Mi hermano el mediano sufrió un robo hará dos veranos, así que su puerta es mejor, parece de madera pero está como blindada por dentro, así que el loco no podía entrar por ahí, por lo que se lió a porrazos contra la ventana de la cocina, que es la única que no tiene barrotes porque en principio es más pequeña. Mis hermanos me llamaron a mí, que llamé a la policía, y les recomendé no se enfrentaran al tipo este, así que salieron por la puerta de atrás y corrieron hasta mi casa.
—¿Sabe si sus hermanos han echado en falta algo, si sufrieron algún robo?
—Nada, nada, el psicópata ese solo quería asustarles, es un tipo peligroso y a mí lo que me asusta es que aún no le hayan cogido ustedes.

—Cuénteme agente.
—Madre soltera, caucásica, nos llama al volver a casa del supermercado. Dice que era una gestión rápida y por eso dejó a sus hijos solos en casa. Al llegar se encontró el espectáculo, todos muertos, o al menos eso es lo que creía ella. Al llegar nosotros hemos encontrado al pequeño de los siete escondido en el reloj de suelo, en el salón.
—¿Ha dicho algo?
—Nada, está en estado de shock.
—¿Tenemos algo?
—La puerta no muestra señales de violencia, así que o conocían al agresor o éste se ganó su confianza. Las heridas son de arma blanca y se ve que fueron infringidas por alguien sin mucho conocimiento.
—O por placer.
—¿Cómo dice?
—¿Pueden deberse a alguien que se quería recrear?
—Sí, podría ser. Es extraño, pero podría.

A la vuelta del cole Juan para en un parque. Sus amigos se van y él se queda en los columpios. En un momento dado ve que un hombre le mira desde el otro lado de la calle. Tiene las manos metidas en los bolsillos del abrigo. A Juan le da miedo y decide volver ya. Mira frecuentemente hacia atrás y ve que el hombre le sigue. Al doblar una esquina echa a correr y no se detiene hasta llegar a casa. Allí encuentra a su madre en la cocina.
—¡Que viene el lobo, que viene el lobo!
Pero nadie le creyó porque todos saben que Juan nunca dice la verdad.

Crucifixión canina

Este relato se escribió bajo unas consignas muy precisas y por eso es como es.


A Darío, por quien lo publico.

Por aquel entonces la cuarentena acababa de empezar y él lo sentía como un juego. Era una experiencia nueva, el mundo tras la ventana y todos encerrados. Vivía en un bloque de pisos que junto con otros dos hacían lo que podría parecer un triángulo, dejando un pequeño parque entre los tres. Aquel día bien podría nevar. El cielo estaba denso y oscuro. La luz era muy blanca. Hacía frío. Parecía que en cualquier momento pudiesen empezar a caer copos del cielo, como aquel gran copo que estaba en medio del parque. Fue a buscar los prismáticos que había comprado su madre cuando viajó a África y enfocó aquello. En mitad del parque, se elevaba sobre la hierba una pequeña cruz con algo clavado a ella. Se fijó mejor, había un animal, un perro pequeño y blanco clavado a un tablón que se había vencido y quedaba inclinado en lugar de permanecer horizontal. Se veía que habían intentado clavar las extremidades del perro muerto a la madera, pero el autor no lo había conseguido y había optado por atar las patas. Era un espectáculo patético y deplorable y él no podía dejar de pensar en Musu, el que fuera su perro cuando era niño y que un día desapareció sin más.

Pensó en llamar a la policía, pero estos llegaron antes alertados por algún vecino. Él no podía dejar de pensar en Musu, de haber podido acercarse al cuerpo le hubiese gustado examinarlo, buscando alguna marca propia, aunque era imposible que se tratase de su perro, por los años que habían pasado éste habría muerto ya de muerte natural.

Aquella tarde, buscando en la prensa local alguna información sobre la crucifixión canina, deparó en que tenía un correo electrónico sin abrir desde por la mañana, en el mismo solo se decía “cuidado con lo que haces”. Lo extraño era el firmante, porque el correo se lo había enviado a sí mismo. Esto era una práctica habitual en él, usar la bandeja de entrada para guardar documentos, pero no recordaba haber escrito ese mensaje, de hecho aquella mañana ni siquiera había abierto su correo distraído como estaba pensando en Musu.

Pero entonces miró por la ventana. En la plaza vaciada por la cuarentena jugaba un niño con un abrigo gris. Jugaba donde había aparecido muerto Musu. Y debía tratarse efectivamente de Musu, pues el niño al que estaba mirando jugar era él mismo cuando era niño. Bajó por las escaleras muy deprisa y salió del bloque 2. El niño no le había visto, así que le gritó:
—¡Eh, tú, ven aquí!
Pero cuando el niño levantó la vista y le miró echó a correr hacia el bloque 1 y él corrió detrás. Y en el bloque 3, arriba, muy arriba, un hombre sentado en una silla de ruedas miraba la escena, pero lo hacía a través de la mirilla de un rifle de precisión. Entonces disparó sobre el hombre que corría tras el niño.

Después del disparo tuvo que pasar largo tiempo en el hospital. La bala le había cercenado la columna, haciéndole perder la movilidad de las piernas. El niño, que era él mismo, había matado al perro, de forma que probablemente él también lo había hecho en su momento. La causa del olvido podía deberse al acto traumático del asesinato en sí mismo, o tal vez a que le persiguiese un hombre seguido de un disparo.

En realidad había sido lo correcto que alguien le parara, si hubiera alcanzado a aquel niño, probablemente se hubiese matado a sí mismo. Tal vez le tocase ayudarse a no matarse en un futuro. Tal vez fuese también a una protectora de animales y se llevase un cachorro blanco y se lo regalase a un niño del vecindario por su cumpleaños, porque sabía cuán feliz le haría a aquel niño jugar con el animal.

Que hable y que se callen

 Ella va ordenando sobre la repisa la figurita de la tortuga, la del tigre de bengala y la del sapo de ojos grandes. Él la mira mientras tanto. Tiene los brazos cruzados y se le nota clara la impaciencia. No está impaciente porque ella esté tardando, lo que no soporta es que ella siga colocando las figuras una y otra vez, quitándolas para limpiar el polvo y volviéndolas a poner. Ya ha pasado un tiempo, piensa él, pero ella sigue con las figuritas. Entonces se oye en el piso de arriba un grito, unos golpes y después más gritos. Es una mujer que grita hasta quemarse la garganta. Pero ella no se mueve y él, que la mira, también piensa que son cosas de otras personas y que éstas tienen que solucionar sus asuntos, o que otro los solucione en su lugar, pero no él, él tiene suficiente con su mujer que está loca.

El martes llega el psicólogo. Ella no puede salir de casa así que él ha trasladado aquí su consulta. Se encierran en el cuarto y hablan bajo. Él fuma en el salón, esperando y queriendo poder escuchar. En el fondo tiene miedo de que ella hable de él, de lo que pasó cuando llegó al piso y la encontró, teme que el psicólogo entienda mal los hechos. Así se acerca a la puerta del cuarto e intenta escuchar, pero no oye nada, hablan tan bajo que parecen una cortina de agua. Lo que sí oye es en el piso de arriba a la mujer de la otra vez gritar y después llorar. Después gritar otra vez y la voz de un hombre que le dice que se calme, que todo está bien, pero como ella vuelve a gritar él grita a su vez que se calle, que todo está bien, y ya solo se le oye a ella llorar.

Él se pregunta por qué la tortuga. Se la regaló a ella un vendedor ambulante a cambio de una limosna. Las otras figuras, el tigre y el sapo, son de un viaje que hizo ella y no fueron baratas, tiene sentido dedicarles tiempo. Pero no a una tortuga de plástico, ésta no tiene el mismo derecho a recabar la atención de ella, una atención que no tiene siquiera él.

Algunas noches llora ella, en el cuarto, y él la oye desde el sofá. Otras noches llora la mujer del piso de arriba. Él está harto, no entiende cómo ella puede seguir así, ida, sin hablar apenas. Fue una experiencia traumática, sí, ya se lo ha explicado el psicólogo, pero sigue sin entender. Al parecer ella no puede mirarle porque como le abrió la puerta al desconocido pensando que era él, ahora los asocia. Además el hecho de que él llegara no mucho más tarde y la encontrara así terminó por sumar su cara al cuerpo del agresor.

El jueves vuelve el psicólogo. Ambos se encierran y él intenta escuchar, pero no lo consigue, en el piso de arriba una mujer habla con alguien y el murmullo se vuelve tal que a él le ensordece. Se harta, abre la puerta, sube las escaleras y aporrea la puerta. Le abre el psicólogo, muy asustado al verle. Él busca algún objeto grande al alcance de la mano y le golpea hasta acallar cualquier susurro. Después sale del piso, baja las escaleras y entra en el suyo. Allí está ella, ordenando sobre la repisa la figurita de la tortuga, la del tigre de bengala y la del sapo de ojos grandes. Él le acaricia el pelo y le susurra que todo va a estar bien. Después le besa en la frente.