Había sido un año difícil, muchos habían muerto por diversas
causas y los problemas, de todo tipo, anidaban en los hogares. Había sido un
mal año. Y así llegó el año nuevo, en plena navidad, y ahí, mientras la familia
veía la televisión, aparecieron los muertos, sus muertos, a hacerles compañía,
y así es como el abuelo y el nieto pudieron terminar aquella conversación, aunque
para ser sinceros ni con esas pudieron, pues las lágrimas acudieron a sus ojos
y empezaron a llorar mientras se abrazaban. La adolescente callada se encontró
de pronto con los ojos de aquel que murió en un accidente de moto y del que
nadie parecía acordarse una semana después. También se sentó en silencio la
vecina, muerta sola, como sola vivió, y curiosamente a su regazo fue a
acomodarse el gato. De ser cinco pasaron a ser dos docenas, y todos veían la
televisión, las campanadas, las canciones empapadas en turrón y los anuncios de
seguros con el olor a cava flotando en el ambiente. Algunos sonreían y otros
lloraban en silencio, la madre, en un momento, se fue a llorar al baño mientras
que con la mano con la que no se cubría rostro espantaba a su marido diciendo “estoy
bien, estoy bien”. Y daban igual los detalles, el ambiente general era de
felicidad, queriendo que aquella noche de año nuevo fuese eterna, pues todos
sabían que al despertar los muertos se habrían ido. Alguien se preguntó si les
volverían a ver el día de Todos los Santos, pero se calló y siguió viendo la
tele mientras abrazaba al tío, desaparecido años atrás y que ahora se sabía que
estaba muerto.
Todo el mundo lo repetía, pero en el fondo nadie llegó a creerlo. Por eso todos se refugiaron aquí.
domingo, 31 de mayo de 2015
miércoles, 27 de mayo de 2015
Buenas noches
El agua del vaso se queda tranquila, mis vecinos discuten y
yo no consigo estar tranquilo. Odio no estar borracho desde hace ya un mes. Él
debe haberle pegado a ella, porque ambos han callado sin que hubiese antes un
gran grito. Me imagino subiendo, llamando a la puerta y pegando al hombre que
me abre, y después, por supuesto, bebiendo por la victoria. Tal imagen me hace
querer ir a la cocina y servirme un vaso, saltándome el paso de la paliza al
vecino. Voy a la biblioteca, atravesando la nube de humo con residencia en el
cenicero, y cojo un libro. Antes de sentarme ya he leído el título, la
contraportada, la información sobre el autor y un par de hojas al azar. Me
siento y en treinta segundo estoy de pie de nuevo, me acerco a la ventana y la
abro. El aire entrante despeja y limpia, pero es demasiado fresco, el tiempo
tiene complejo de desierto, calor de día y frío de nuche. Tiro el libro por la
ventana y la cierro. Vuelve la discusión vecina, me siento de mala manera en el
sillón y enciendo la televisión. Subo el volumen hasta un punto en el que me
molesta con tal de no oír a los vecinos, la programación es una mierda, cambio
hasta un total de setenta y dos canales, solo en doce no había anuncios, apago
la televisión. Enciendo el último cigarrillo y mientras practico a hacer aros
con el humo pienso a cerca de que realmente habrá unos ocho canales ‘buenos’
que se llevan la audiencia y que dejan al resto de la televisión subsistiendo a
base de teletienda. En un último gran esfuerzo dejo el cigarrillo sobre el
cenicero y me duermo sin darme cuenta, cuando despierto la televisión está
encendida pese a que juraría haberla apagado y el cigarrillo no está
simplemente apoyado en su cementerio, sino que ha sido aplastado contra el
vidrio con la intención de acabar con su breve y tan metafórica existencia. Me
levanto y estiro las piernas, no sé si lo he soñado o me lo estoy imaginando en
el momento, pero a mi cabeza viene una imagen de mí subiendo las escaleras y
disparando los perdigones de una escopeta sobre el pecho desnudo de mi vecino.
Vuelvo a abrir la ventana, estornudo, se me llena la nariz de mocos y cierro.
Si pienso tanto en hacerle daño al vecino quizá sea por alguna razón más intrincada
que debería sacarme de la cabeza algún psicólogo. Me acerco a la mesa, me
siento, cojo una pluma y me enfrento al papel. Miro a la pulpa de celulosa
procesada y ella me mira a mí, tan blanca, tan pura, tan inocente, tan hoja de
papel y no folio. No consigo hacerle daño con tinta azul, y ya ni hablemos de
la tinta negra, así que me levanto, cojo la silla con cuidado y la tumbo.
Entonces, de pie pero encorvado, cojo de nuevo la pluma y escribo “la silla
está tumbada, la silla está muerta”. Contemplo mi trabajo, sonrío satisfecho,
arrugo la hoja de papel, abro la ventana y la tiro, así si alguien encuentra el
libro sabrá cómo acaba la historia. Vuelvo al sillón, apago la televisión, me
levanto, desconecto el cable del aparato, me vuelvo a sentar y cierro los ojos
con la intención de dormirme. Para distraerme y lograr el sueño me imagino la
silla tumbada, el humo flotando despacio y la ventana que ojalá haya cerrado
bien, entonces me doy cuenta de que no se oye a los vecinos, de que no se les
ha oído en un rato, y mi última imaginación conocida antes de dormirme es de mí
despertándome, apagando un cigarrillo encendido, encendiendo la televisión
apagada, cogiendo la escopeta del paragüero, subiendo un piso, llamando a una
puerta y disparando al pecho desnudo de un hombre cuando éste abre.
viernes, 22 de mayo de 2015
Fantasía
No quiero importunar, tan solo contaros, lo más brevemente
posible, que un tipo llamado Julián, apremiado por una lágrima tatuada en una
mejilla ajena, cogió un barco de velas blancas y se lanzó al mar en una
gloriosa aventura. También que los duendes se rebelaron contra la bruja, y que
como no sabían cómo hacerle daño, se pusieron a aplaudir con más fuerza y
energía que en ninguna ocasión pasada, y aplaudieron tanto que la bruja se
sintió arrinconada y dijo de liberar al preso como si fuese decisión suya,
entonces los duendes aplaudieron de nuevo. Mientras el preso, llamado ahora
Protagonista y antes Juan, se tatuaba una lágrima en la mejilla y se dedicaba a
olvidar a los duendes, a la bruja y a la cueva, vio pasar a un joven perdido,
habló con él, le besó y vio como se alejaba en un barco de hermosas velas
blancas que se perdía en una bruma lejana. Un duende escapó de la cueva,
incapaz de seguir albergando tanto odio hacia la bruja, y dijo llamarse también
Protagonista, lo que desembocó en una confusión de nombres en todo el reino.
Finalmente el Hada exhaló su último respiro, eco de un ya lejano orgasmo, y
dijo “ya está bien”, y en todos los lugares del reino se prohibió aquel día la
entrada a los cementerios. Al final un viejo general, tuerto y rapado, perdedor
de mil guerras, abrió la puerta del palacio y un hombre, un duende y un ser se
arrodillaron y le entregaron al Hada sus presentes, sus promesas y sus futuros.
Y entonces, ya para terminar, alguien escribió aquella canción que por título
llevaba “el Amor”, y que todos en el reino empezarían a tararear desde aquel momento
sin recordar nunca la letra, el motivo ni quién la escribió.
domingo, 10 de mayo de 2015
La luz del baño está encendida
Me visto de negro y me pongo la máscara de perro
muerto. Salto por la ventana de mi habitación y caigo sobre el mullido césped,
después escalo los setos que delimitan mi jardín, atravieso el callejón
pobremente iluminado y escalo unos setos aun mayores para caer el estrecho
jardín vecino. La luz del baño está encendida, así que araño dicha ventana con
mis uñas falsas de metal, oyendo un sobresalto y la voz de una mujer llamando a
su marido, abren la ventana pero ya me he ido. Recorro el jardín hasta llegar
al salón, allí me asomo por una ventana de persiana subida, en la sala solo
está el hijo, que sufre de algún retraso, me ve, el pavor se refleja en su cara
y empieza a berrear como hace en los días de verano, aunque ahora tiene una
nota más desesperada. Los padres llegan a consolar a su hijo pensando que se ha
asustado con algún anuncio de la televisión encendida. Recorro otra vez el
jardín hasta llegar a la puerta de la entrada y llamo con los nudillos. Hay una
puerta que da de la calle al jardín y otra que da desde éste a la casa, llamo
en la segunda, por eso la voz de la mujer que pregunta quién es suena
desesperada. Vuelvo atrás, donde los setos que escalé, y vuelvo a subir por
ellos, pero en vez de caer al otro lado, al callejón, me aferro a la ventana
abierta del segundo piso y me dejo caer dentro. Son los primeros días de
primavera en los que hace calor, la familia ha abierto algunas ventanas y yo he
entrado por una, susurro una frase rasgada que nadie escucha. Bajo despacio las
escaleras, pisando a los lados de los escalones para que la madera no haga
ruido. De pronto me encuentro cara a cara con la mujer, observo su pelo rubio
mientras cae de espaldas, con los ojos y la boca muy abiertos, no consigue
formular una palabra. Llega su marido, empieza una frase pero me ve y la
interrumpe con un grito largo de quien se desespera de miedo, entonces, animada
por el grito de él, ella también grita, y los gritos de ambos hacen llorar al
hijo, en el salón, que no sabe qué ocurre. Estiro la mano y con mis uñas falsas
araño el rostro de la mujer, provocándole tres arañazos profundos de los que
empieza brotar sangre, eso anima al hombre, que se abalanza sobre mí mientras
que la mujer huye a encerrarse en el baño. Tengo al hombre encima, pero
mientras que él lucha contra mí de forma rápida, yo actúo lentamente, y así le
clavo dos falsos dedos de mi mano izquierda en el vientre mientras que poco a
poco voy introduciendo mi falso dedo índice de la mano derecha en su cuello,
hasta que deja de moverse. Me levanto con las ropas mojadas de sangre pegadas a
mi cuerpo, la mujer está encerrada en el baño, así que voy al salón, donde
encuentro al niño retrasado meciéndose sobre si mismo mientras abraza sus
rodillas. Me coloco detrás de él y paso mi brazo por su cuello, asfixiándole
parcialmente. Como lucha con torpes manotazos contra mi brazo no opone
resistencia a que le arrastre al pasillo, a la altura de su padre muerto. Allí
le suelto, coge aire y empieza a berrear. Su madre entonces abre la puerta y
saca la cabeza. Yo golpeo a su hijo que cae de rodillas, le agarro del pelo con
la mano izquierda teniendo cuidado de no arañarle con mis uñas falsas y con la
mano derecha le hago un gesto a la madre para que se acerque. Su sentimiento
maternal vence a su miedo y viene hacia mí.
Salgo por la puerta, corro al callejón y escalo
los setos de mi casa. En el jardín lavo mis ropas y las falsas uñas con agua de
la manguera sobre el césped. Escalo a mi habitación con muchas dificultades, me
pongo el pijama y me meto en la cama.
lunes, 4 de mayo de 2015
El viento no nació para quedarse
Te regalaré una flor de papel de plata, porque esas no se
ponen malas pero no son tan bonitas. Te regalaré la flor, y un libro, para que
aprendas sobre el mundo al que te has de enfrentar. Además de la flor y el
libro te enseñaré a bailar en sociedad, a cuándo apartar el pie para que no te
pisen. Te regalaré un vestido bonito pero sencillo y te daré dinero para que te
compres otro. Finalmente escribiré en una hojita un inventario con todo lo que
te he dado y apuntaré al final de éste una cajita, una que esconderé en tu
bolsillo, aunque no tengas, para que la descubras más adelante. Entonces pararé
lo que esté pasando, te besaré en la mejilla y te diré adiós.
Lo que dura el cansancio
“Hay que joderse”, pensé mirando a los árboles, los
cuales no me hacían caso por andar terminando el proceso de la fotosíntesis,
sin prisa, de noche. Miré sus altas copas, mis manos manchadas de negro y la
puerta cerrada, y entonces seguí rememorando la mejor carrera que se podía
haber visto nunca en aquel lugar. Que me hubiese colado en el Retiro de noche
era cosa mía, una aventura que se quedaría sin el dulzor de comentarla a los
amigos, y aunque no tenía por bien que me descubriese la vigilancia que por allí
pudiese haber, tampoco me importaba demasiado, de hecho esto se podía comprobar
con el verme allí tirado, sentado en mitad de una calle asfaltada, pero, ¿qué
iba a hacer si no? Tenía que borrar de nuevo unas líneas que esta vez me habían
pintado a traición, y yo, que soy débil, y las líneas, que son fuertes,
habíamos llegado a una paz, yo las contemplaba embelesado y ellas seguían
brillando en negro, pero las líneas, si es que tenían una mínima voluntad, eran
malas, cuanto más las miraba me volvía menos yo y más línea, y eso no podía
ser. Como un buen exdrogadicto que conoce tanto el camino de la recaída como el
de la abstinencia, me había despertado bien arropado y aun así temblando, entonces
me imaginé a la muerte recostándose tras de mí y besándome en la mejilla y se
me ocurrieron las siguientes palabras “La muerte, como no tiene labios, cuando
te besa lo hace con los dientes, fríos, de plata”, entonces supe que tenía que
terminar con aquello, por tercera vez. Desde por la mañana, una vez logré hacer
café y lavar la cafetera, salí a buscar ciertos lugares muy alejados entre
ellos y diseminados por la geografía madrileña, y una vez hube terminado era ya
de noche. El Retiro estaba cerrado y salté la valla pensando que semejante
imbecilidad de dos metros y medio de alto con pinchos en lo alto ni iba a
frenarme ni tan siquiera a consolidarse como el más mínimo obstáculo, de hecho
me enfadé por la existencia de una valla en mi camino.
Oí una sirena de policía lo lejos, y aunque no iba
por mí, me levanté y eché a andar con las manos en los bolsillos. Pensé que
hasta que amaneciese podría fijarme una última vez en aquellas líneas negras, a
modo de despedida, pero algo me salvó, un brote de dolido sentido común, vaya
tontería acabar con todo nada más haber empezado. Seguí andando y observé mis
manos manchadas de negro, entonces me pareció que los árboles me susurraban que
les contase ahora aquello de la carrera, pero negué la cabeza, ya no era tiempo
de recordar.
Cuando empezó a amanecer miré al sol como no se le
puede mirar durante el resto del día hasta que se va, la diferencia es que
cuando amanece el sol sale con fulgurantes energías mientras que al atardecer
se va cansado, demacrado. Miré al sol y sonreí, con las manos manchadas y el
temblor de lo incierto, entonces formulé mi promesa de final y sonreí
imaginando cuánto duraría esta vez.
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