domingo, 31 de mayo de 2015

Bajo el muérdago

Había sido un año difícil, muchos habían muerto por diversas causas y los problemas, de todo tipo, anidaban en los hogares. Había sido un mal año. Y así llegó el año nuevo, en plena navidad, y ahí, mientras la familia veía la televisión, aparecieron los muertos, sus muertos, a hacerles compañía, y así es como el abuelo y el nieto pudieron terminar aquella conversación, aunque para ser sinceros ni con esas pudieron, pues las lágrimas acudieron a sus ojos y empezaron a llorar mientras se abrazaban. La adolescente callada se encontró de pronto con los ojos de aquel que murió en un accidente de moto y del que nadie parecía acordarse una semana después. También se sentó en silencio la vecina, muerta sola, como sola vivió, y curiosamente a su regazo fue a acomodarse el gato. De ser cinco pasaron a ser dos docenas, y todos veían la televisión, las campanadas, las canciones empapadas en turrón y los anuncios de seguros con el olor a cava flotando en el ambiente. Algunos sonreían y otros lloraban en silencio, la madre, en un momento, se fue a llorar al baño mientras que con la mano con la que no se cubría rostro espantaba a su marido diciendo “estoy bien, estoy bien”. Y daban igual los detalles, el ambiente general era de felicidad, queriendo que aquella noche de año nuevo fuese eterna, pues todos sabían que al despertar los muertos se habrían ido. Alguien se preguntó si les volverían a ver el día de Todos los Santos, pero se calló y siguió viendo la tele mientras abrazaba al tío, desaparecido años atrás y que ahora se sabía que estaba muerto.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Buenas noches

El agua del vaso se queda tranquila, mis vecinos discuten y yo no consigo estar tranquilo. Odio no estar borracho desde hace ya un mes. Él debe haberle pegado a ella, porque ambos han callado sin que hubiese antes un gran grito. Me imagino subiendo, llamando a la puerta y pegando al hombre que me abre, y después, por supuesto, bebiendo por la victoria. Tal imagen me hace querer ir a la cocina y servirme un vaso, saltándome el paso de la paliza al vecino. Voy a la biblioteca, atravesando la nube de humo con residencia en el cenicero, y cojo un libro. Antes de sentarme ya he leído el título, la contraportada, la información sobre el autor y un par de hojas al azar. Me siento y en treinta segundo estoy de pie de nuevo, me acerco a la ventana y la abro. El aire entrante despeja y limpia, pero es demasiado fresco, el tiempo tiene complejo de desierto, calor de día y frío de nuche. Tiro el libro por la ventana y la cierro. Vuelve la discusión vecina, me siento de mala manera en el sillón y enciendo la televisión. Subo el volumen hasta un punto en el que me molesta con tal de no oír a los vecinos, la programación es una mierda, cambio hasta un total de setenta y dos canales, solo en doce no había anuncios, apago la televisión. Enciendo el último cigarrillo y mientras practico a hacer aros con el humo pienso a cerca de que realmente habrá unos ocho canales ‘buenos’ que se llevan la audiencia y que dejan al resto de la televisión subsistiendo a base de teletienda. En un último gran esfuerzo dejo el cigarrillo sobre el cenicero y me duermo sin darme cuenta, cuando despierto la televisión está encendida pese a que juraría haberla apagado y el cigarrillo no está simplemente apoyado en su cementerio, sino que ha sido aplastado contra el vidrio con la intención de acabar con su breve y tan metafórica existencia. Me levanto y estiro las piernas, no sé si lo he soñado o me lo estoy imaginando en el momento, pero a mi cabeza viene una imagen de mí subiendo las escaleras y disparando los perdigones de una escopeta sobre el pecho desnudo de mi vecino. Vuelvo a abrir la ventana, estornudo, se me llena la nariz de mocos y cierro. Si pienso tanto en hacerle daño al vecino quizá sea por alguna razón más intrincada que debería sacarme de la cabeza algún psicólogo. Me acerco a la mesa, me siento, cojo una pluma y me enfrento al papel. Miro a la pulpa de celulosa procesada y ella me mira a mí, tan blanca, tan pura, tan inocente, tan hoja de papel y no folio. No consigo hacerle daño con tinta azul, y ya ni hablemos de la tinta negra, así que me levanto, cojo la silla con cuidado y la tumbo. Entonces, de pie pero encorvado, cojo de nuevo la pluma y escribo “la silla está tumbada, la silla está muerta”. Contemplo mi trabajo, sonrío satisfecho, arrugo la hoja de papel, abro la ventana y la tiro, así si alguien encuentra el libro sabrá cómo acaba la historia. Vuelvo al sillón, apago la televisión, me levanto, desconecto el cable del aparato, me vuelvo a sentar y cierro los ojos con la intención de dormirme. Para distraerme y lograr el sueño me imagino la silla tumbada, el humo flotando despacio y la ventana que ojalá haya cerrado bien, entonces me doy cuenta de que no se oye a los vecinos, de que no se les ha oído en un rato, y mi última imaginación conocida antes de dormirme es de mí despertándome, apagando un cigarrillo encendido, encendiendo la televisión apagada, cogiendo la escopeta del paragüero, subiendo un piso, llamando a una puerta y disparando al pecho desnudo de un hombre cuando éste abre.

viernes, 22 de mayo de 2015

Fantasía

No quiero importunar, tan solo contaros, lo más brevemente posible, que un tipo llamado Julián, apremiado por una lágrima tatuada en una mejilla ajena, cogió un barco de velas blancas y se lanzó al mar en una gloriosa aventura. También que los duendes se rebelaron contra la bruja, y que como no sabían cómo hacerle daño, se pusieron a aplaudir con más fuerza y energía que en ninguna ocasión pasada, y aplaudieron tanto que la bruja se sintió arrinconada y dijo de liberar al preso como si fuese decisión suya, entonces los duendes aplaudieron de nuevo. Mientras el preso, llamado ahora Protagonista y antes Juan, se tatuaba una lágrima en la mejilla y se dedicaba a olvidar a los duendes, a la bruja y a la cueva, vio pasar a un joven perdido, habló con él, le besó y vio como se alejaba en un barco de hermosas velas blancas que se perdía en una bruma lejana. Un duende escapó de la cueva, incapaz de seguir albergando tanto odio hacia la bruja, y dijo llamarse también Protagonista, lo que desembocó en una confusión de nombres en todo el reino. Finalmente el Hada exhaló su último respiro, eco de un ya lejano orgasmo, y dijo “ya está bien”, y en todos los lugares del reino se prohibió aquel día la entrada a los cementerios. Al final un viejo general, tuerto y rapado, perdedor de mil guerras, abrió la puerta del palacio y un hombre, un duende y un ser se arrodillaron y le entregaron al Hada sus presentes, sus promesas y sus futuros.
Y entonces, ya para terminar, alguien escribió aquella canción que por título llevaba “el Amor”, y que todos en el reino empezarían a tararear desde aquel momento sin recordar nunca la letra, el motivo ni quién la escribió.

domingo, 10 de mayo de 2015

La luz del baño está encendida

Me visto de negro y me pongo la máscara de perro muerto. Salto por la ventana de mi habitación y caigo sobre el mullido césped, después escalo los setos que delimitan mi jardín, atravieso el callejón pobremente iluminado y escalo unos setos aun mayores para caer el estrecho jardín vecino. La luz del baño está encendida, así que araño dicha ventana con mis uñas falsas de metal, oyendo un sobresalto y la voz de una mujer llamando a su marido, abren la ventana pero ya me he ido. Recorro el jardín hasta llegar al salón, allí me asomo por una ventana de persiana subida, en la sala solo está el hijo, que sufre de algún retraso, me ve, el pavor se refleja en su cara y empieza a berrear como hace en los días de verano, aunque ahora tiene una nota más desesperada. Los padres llegan a consolar a su hijo pensando que se ha asustado con algún anuncio de la televisión encendida. Recorro otra vez el jardín hasta llegar a la puerta de la entrada y llamo con los nudillos. Hay una puerta que da de la calle al jardín y otra que da desde éste a la casa, llamo en la segunda, por eso la voz de la mujer que pregunta quién es suena desesperada. Vuelvo atrás, donde los setos que escalé, y vuelvo a subir por ellos, pero en vez de caer al otro lado, al callejón, me aferro a la ventana abierta del segundo piso y me dejo caer dentro. Son los primeros días de primavera en los que hace calor, la familia ha abierto algunas ventanas y yo he entrado por una, susurro una frase rasgada que nadie escucha. Bajo despacio las escaleras, pisando a los lados de los escalones para que la madera no haga ruido. De pronto me encuentro cara a cara con la mujer, observo su pelo rubio mientras cae de espaldas, con los ojos y la boca muy abiertos, no consigue formular una palabra. Llega su marido, empieza una frase pero me ve y la interrumpe con un grito largo de quien se desespera de miedo, entonces, animada por el grito de él, ella también grita, y los gritos de ambos hacen llorar al hijo, en el salón, que no sabe qué ocurre. Estiro la mano y con mis uñas falsas araño el rostro de la mujer, provocándole tres arañazos profundos de los que empieza brotar sangre, eso anima al hombre, que se abalanza sobre mí mientras que la mujer huye a encerrarse en el baño. Tengo al hombre encima, pero mientras que él lucha contra mí de forma rápida, yo actúo lentamente, y así le clavo dos falsos dedos de mi mano izquierda en el vientre mientras que poco a poco voy introduciendo mi falso dedo índice de la mano derecha en su cuello, hasta que deja de moverse. Me levanto con las ropas mojadas de sangre pegadas a mi cuerpo, la mujer está encerrada en el baño, así que voy al salón, donde encuentro al niño retrasado meciéndose sobre si mismo mientras abraza sus rodillas. Me coloco detrás de él y paso mi brazo por su cuello, asfixiándole parcialmente. Como lucha con torpes manotazos contra mi brazo no opone resistencia a que le arrastre al pasillo, a la altura de su padre muerto. Allí le suelto, coge aire y empieza a berrear. Su madre entonces abre la puerta y saca la cabeza. Yo golpeo a su hijo que cae de rodillas, le agarro del pelo con la mano izquierda teniendo cuidado de no arañarle con mis uñas falsas y con la mano derecha le hago un gesto a la madre para que se acerque. Su sentimiento maternal vence a su miedo y viene hacia mí.

Salgo por la puerta, corro al callejón y escalo los setos de mi casa. En el jardín lavo mis ropas y las falsas uñas con agua de la manguera sobre el césped. Escalo a mi habitación con muchas dificultades, me pongo el pijama y me meto en la cama.

lunes, 4 de mayo de 2015

El viento no nació para quedarse

Te regalaré una flor de papel de plata, porque esas no se ponen malas pero no son tan bonitas. Te regalaré la flor, y un libro, para que aprendas sobre el mundo al que te has de enfrentar. Además de la flor y el libro te enseñaré a bailar en sociedad, a cuándo apartar el pie para que no te pisen. Te regalaré un vestido bonito pero sencillo y te daré dinero para que te compres otro. Finalmente escribiré en una hojita un inventario con todo lo que te he dado y apuntaré al final de éste una cajita, una que esconderé en tu bolsillo, aunque no tengas, para que la descubras más adelante. Entonces pararé lo que esté pasando, te besaré en la mejilla y te diré adiós.

Lo que dura el cansancio

“Hay que joderse”, pensé mirando a los árboles, los cuales no me hacían caso por andar terminando el proceso de la fotosíntesis, sin prisa, de noche. Miré sus altas copas, mis manos manchadas de negro y la puerta cerrada, y entonces seguí rememorando la mejor carrera que se podía haber visto nunca en aquel lugar. Que me hubiese colado en el Retiro de noche era cosa mía, una aventura que se quedaría sin el dulzor de comentarla a los amigos, y aunque no tenía por bien que me descubriese la vigilancia que por allí pudiese haber, tampoco me importaba demasiado, de hecho esto se podía comprobar con el verme allí tirado, sentado en mitad de una calle asfaltada, pero, ¿qué iba a hacer si no? Tenía que borrar de nuevo unas líneas que esta vez me habían pintado a traición, y yo, que soy débil, y las líneas, que son fuertes, habíamos llegado a una paz, yo las contemplaba embelesado y ellas seguían brillando en negro, pero las líneas, si es que tenían una mínima voluntad, eran malas, cuanto más las miraba me volvía menos yo y más línea, y eso no podía ser. Como un buen exdrogadicto que conoce tanto el camino de la recaída como el de la abstinencia, me había despertado bien arropado y aun así temblando, entonces me imaginé a la muerte recostándose tras de mí y besándome en la mejilla y se me ocurrieron las siguientes palabras “La muerte, como no tiene labios, cuando te besa lo hace con los dientes, fríos, de plata”, entonces supe que tenía que terminar con aquello, por tercera vez. Desde por la mañana, una vez logré hacer café y lavar la cafetera, salí a buscar ciertos lugares muy alejados entre ellos y diseminados por la geografía madrileña, y una vez hube terminado era ya de noche. El Retiro estaba cerrado y salté la valla pensando que semejante imbecilidad de dos metros y medio de alto con pinchos en lo alto ni iba a frenarme ni tan siquiera a consolidarse como el más mínimo obstáculo, de hecho me enfadé por la existencia de una valla en mi camino.
Oí una sirena de policía lo lejos, y aunque no iba por mí, me levanté y eché a andar con las manos en los bolsillos. Pensé que hasta que amaneciese podría fijarme una última vez en aquellas líneas negras, a modo de despedida, pero algo me salvó, un brote de dolido sentido común, vaya tontería acabar con todo nada más haber empezado. Seguí andando y observé mis manos manchadas de negro, entonces me pareció que los árboles me susurraban que les contase ahora aquello de la carrera, pero negué la cabeza, ya no era tiempo de recordar.

Cuando empezó a amanecer miré al sol como no se le puede mirar durante el resto del día hasta que se va, la diferencia es que cuando amanece el sol sale con fulgurantes energías mientras que al atardecer se va cansado, demacrado. Miré al sol y sonreí, con las manos manchadas y el temblor de lo incierto, entonces formulé mi promesa de final y sonreí imaginando cuánto duraría esta vez.