Acababa de salir de la clínica hacía unas tres
horas, dos y media si me apuran, y lo primero que hice fue comerme un enorme sándwich
de siete pisos que chorreaba queso fundido, y después, una vez satisfecho mi
apetito, me pedí otro. En ese momento era de noche, yo estaba en el bus, viendo
la carretera pasar, cuando el bus paró. Si hubiese oído un sonido fuerte habría
apostado a que el bus paraba por haberse chocado con algún otro vehículo, pero
al parar sin más supuse que simplemente se había estropeado, otra vez. Cuál fue
mi sorpresa al ver que la puerta del conductor se abría y subía un chico que,
con total normalidad, pasaba el bono por el lector y se sentaba como si nada,
resultó que es que había una parada de bus allí, en mitad de una carretera a la
que le habían robado la luz de más de la mitad de las farolas. Ese chico me
había sonado de algo, sabía que, si era quien yo creía que era, le había
conocido hacía unos cinco años para verle por última vez hacía unos dos. Era un
chico al que tendría un cariño de pasado especial, gente que, tal vez por muy
simpática o por curiosa, acababa figurando en mi memoria con un toque de
cariño. Ahora bien ¿cómo se llamaba? Había entrado y se había sentado sin
entablar contacto visual conmigo, por lo que el factor de que él me reconociese
a mí y yo pudiese obviar su nombre no era posible. Pasé el resto de trayecto por
la autopista pensando en su nombre, tal vez, que no lo recuerdo, con esa
sensación de “tenerlo en la punta de la lengua”, para que finalmente saliese
como el agua aprisionada por la fuga de una presa ¡Millán! ¡Jesús Millán! Ahora
de repente me resultaba raro no haberme acordado de su nombre, el famoso
Millán, Jesús Millán, con quien tal vez yo aprendí a rapear en mis tiempos
mozos. Aprovechando una de las paradas del bus, me levanté y, hábilmente, me
cambie de sitio para, siguiendo estando detrás, acercarme más a él.
—Millán… ¡Millán!
—¿Me hablas a mí?
—¿No eres Jesús?
—No.
—Ah, vale, perdona.
Y entonces fue cuando, girando la cabeza para
volver a perderme en las infinitas posibilidades del paisaje más allá de la
ventana, la vi subir. Era una chica de pelo castaño, con abrigo verde de
capucha ancha, una pequeña mochila de diseño y botas color mostaza, una de esas
chicas que directamente meto en el apartado de “jamás tendré algo con ella pero
me da igual porque lo tengo interiorizado”, para que os hagáis una idea estas
chicas son la evolución de aquellas híper-populares de los institutos
norteamericanos a las que todos quieren y que solo se van con cachas que
¡casualmente! tienen poca cabeza. Pero ojo, que no son las más guapas, o no
tienen por qué serlo, simplemente llevan ese cartel de “contigo no tendré nada,
pero puedes invitarme a otra copa. Muy amable”. En fin, que decidí observarla,
pero lo justo como para quedarme con su ella
etéreo pero no tanto como para mirarla más de lo que miraría con curiosidad a
cualquier otro pasajero. Lo que pasó es que, nada más sentarse, dejó la mochila
en el suelo, entre sus piernas, abrió la cremallera pequeña, introdujo la mano
y, después de moverla como si buscase algo, la sacó con el puño cerrado,
apretado sobre algo que yo desconocía porque no lo podía ver, entonces metió
ese algo en el bolsillo de su abrigo. Tenía que saber qué era, y no solo eso,
también lo necesitaba, lo quería, debía ser mío ¿Recuerdan que empecé diciendo
que hacía poco que había salido de la clínica? Bien, es que soy cleptómano.
Volví la vista a la ventana, con intermitentes
miradas de vigilancia a la chica castaña, y empecé a planear algo, o por lo
menos intentarlo. Mi pensamiento únicamente se interrumpió con la siguiente
escena:
Era un gran recinto abierto pero vallado que incluía
un campo de fútbol y dos de baloncesto, y, como había llovido, estaba vacío a
excepción de dos personas con abrigos negros y un perro. Una de las dos personas
lanzó una pelota con mucha fuerza y el perro salió disparado tras ella,
cabalgando a bastante velocidad. Pero la pelota iba con tanta fuerza que llegó
hasta el otro lado de la pista, donde rebotó con la valla y, entonces, el perro,
viendo lo que se le venía encima, intentó frenar, con la mala suerte de que lo
intentó sobre un charco, lo que se sumó a la velocidad que llevaba y provocó
que, como patinando, se diese un buen golpe contra la valla de metal.
La chica se bajó y yo me bajé también, junto a dos
personas que se dispersaron por ninguna parte rápidamente. Y la chica, en vez
de ponérmelo fácil yendo por un callejón estrecho y oscuro donde pudiese pasar
rozándola y quitándole sin que se enterase eso
del bolsillo con un “disculpe”, me lo puso mucho más fácil yendo a una especie
de centro comercial, o eso creía yo.
No sé si ella sería consciente de que la seguía,
probablemente no, pues bajarse de un autobús para meterse en el pequeño Centro
Comercial Santa Helena, podría ser una actividad perfectamente corriente.
Posibles lugares a los que podía dirigirse esta chica en mi opinión eran: A
encontrarse con unas amigas, a un chino, a encontrarse con un familiar, a
comprar algo en la única tienda de ropa del centro (si es que estaba aun
abierta), a comprar el pan por encargo paterno, a comprar una revista o recoger
un libro encargado en la papelería, o, y no había que descartarlo, al baño pues
se estaba meando y no aguantaba como para llegar a casa. ¿Qué hizo realmente? Meterse
en un bar, pero, oh no, no ha beber una cerveza y mientras tanto dejarse robar,
no no no, entró en el bar, levantó el trozo de la barra que se puede levantar,
pasó, la bajó y se metió en la cocina. No sé exactamente cuánto tiempo estuve
ahí plantado con cara de gilipollas, pero fue el suficiente como para que me
viniese la cara de pocos amigos que tenía su razón de ser en la rabia que se
estaba apoderando de mí, pero todo cambió cuando la volví a ver saliendo de la
cocina, sin abrigo verde y vestida de camarera. ¿Y ahora qué?
Nunca me ha gustado pedirme un refresco en un bar,
no entiendo cómo poner un vaso de cristal, tres hielos que muchas veces sobran
y una rodajita de limón llegan a más que duplicar el precio del mismo refresco
en un supermercado, y lo digo yo, que soy cleptómano. Aun así me pedí una
cerveza con limón, porque no me gusta la cerveza pero sí el limón, y a quien
ponga en duda mi hombría por el hecho de que aun me sepa repugnante la cerveza
a secas, se llevará la respuesta más hiriente que halle reuniendo todas las
letras del abecedario.
Se podría suponer que la cerveza me la sirvió la
chica del pelo largo y castaño, pero no, oye, que eso sería lo normal, me la
sirvió el hombre gordo con bigote blanco al que me pegaría ver en una foto con
una pata de jamón en cada mano. Después de la segunda cerveza pensé que eso no
podía ser, que como perdiese la concentración podría echar a perder todo el improvisado
pero cuidado plan, así que me pedí un refresco con teína y, entonces, escuché
algo interesante:
—Oye Laura, ese chico no te quita los ojos de
encima ¡Qué has ligao!- Y le dio una palmada en la espalda a la vez que reía
como suponía que reiría el cerdo al que le pertenecían las patas que tenía ese
hombre en las manos en aquella foto que me había imaginado hacía un rato.
—Ya lo sé, Ramón.
Y de repente cambié de estrategia. Saqué cuaderno,
bolígrafo y me puse a escribir. Unos tres cuartos de hora más tarde oí:
—Bueno qué, ¿vas a irte en algún momento o te vas
a esperar a que termine de trabajar y entonces me ofrecerás tomarnos unas
copas?- Levanté la vista, nos miramos y ella levantó las cejas, lo cual fue
como si dijese “Bueno qué, ¿vas a irte en algún momento o te vas a esperar a
que termine de trabajar y entonces me ofrecerás tomarnos unas copas?” pero de
manera más seria.
—Para serte sincera te vi en el bus y el resto de
actos han sido innatos, te vi y se me cayó el alma a los pies para, acto
seguido, subir a las nubes, entonces te seguí porque supe que si no, me
arrepentiría toda mi vida, y eso que yo vivo en realidad muy lejos de aquí- A
ella se le escapó una sonrisilla.
—Hacía tiempo que no me decían algo tan cursi, yo
termino ya, si quieres damos una vuelta por aquí.
—¡Genial! Pero hace un frío que pela, cógete el
abrigo.
Éramos como esas típicas dos personas que usan el
frío como escusa para meter las manos en los bolsillos, pegar la cabeza a los
hombros y hablar tímidamente sin mirarse, con la vista fija en el suelo. Yo le
conté la escena del perro y ella hizo eso que solo he visto hacer a las
mujeres, mostrar que algo les parece divertido a la vez que, culpables o no,
intentan mostrar que les da pena. También le conté lo que titulé como “El
capítulo de Jesús Millán”, cambiando ligeramente los detalles para hacerlo más
emocionante, parando así el autobús en una total oscuridad, abriéndose la puerta
con un chirrido fantasmal, yo acercándome a él con el autobús en marcha y a
unos doscientos kilómetros hora y, por último, él diciéndome “Jesús Millán
murió hace dos años al ser atropellado por este mismo autobús, yo soy su
fantasma” a lo que ella rió. Un rato después nos estábamos besando con pasión
contra una pared de ladrillos cerca de un contenedor de basura.
Ella no quería más que unos besos, aunque
realmente ella no quería ni dejaba de querer nada pues no se había podido
imaginar aquello, lo que más bien constituía la frase: ella no hubiese querido
más que unos besos, pero me las apañé sin tener que apañármelas para que mis
manos recorriesen todo su cuerpo, tomasen detalle de sus pechos, por fuera y
por dentro del jersey, aunque no del sujetador, y montasen un campamento en sus
nalgas. Me parece que me iba a decir que parásemos cuando introduje mi mano
dentro de su pantalón y sus bragas y su suspiro acalló todo cuanto fuese a
decir.
—Vamos a mi casa —Dijo en su lugar.
El trayecto hacia la misma fue curiosamente
parecido al de antes, ambos con las manos en los bolsillos, la cabeza pegada a
los hombros, sin hablar nada y con la vista en el suelo, con las únicas
diferencias de que antes andábamos despacio y ahora no podíamos andar más
rápido y que había una excitación sobre nuestras cabezas que parecía salir disparada
hacia el entorno para revotar y volver a nosotros. La volví a besar en el
portal y, mientras lo hacía, ambos con los ojos cerrados, ella abrió la puerta,
una vez en el primero, frente a la puerta de madera que prometía hacernos entrar
en calor, y no precisamente por la calefacción, ella me dijo que había olvidado
cerrar la puerta del portal, así que yo bajé, la cerré y subí. De nuevo en el
primero ella no estaba, pero sí la puerta ligeramente abierta, y yo entré con
cuidado y pretendiendo no hacer ruido, pues justo en ese momento no recordaba
si ella me había dicho que vivía sola o yo me lo había inventado. Cerré y seguí
andando por el pasillo a oscuras, dirigiéndome a la habitación del fondo, de
donde provenía la única luz, de una puerta entre abierta que aun no me dejaba
ver qué había dentro. Justo antes de pasar me fijé que sobre una mesa de
pasillo descansaba un abrigo verde, “aun no”, me dije, y entré.
Sobre la cama me esperaba ella en una posición que
debía estar ensayada, vestida únicamente con la ropa interior, pero después de
que se abalanzase sobre mí no tardé apenas un instante en estar yo más desnudo
que ella.
No sé del sexo con amor, pero en mi opinión el
sexo con pasión entre dos personas que ansían poseer a la otra es el mejor, el
sentir el placer en la carne, los músculos, los suspiros y los gritos de la
otra persona y saber que eso es gracias a ti. Acabé como nunca había terminado
una serie de polvos, cogiendo todo el aire posible en bocanadas de pura
felicidad y unas increíbles agujetas en las ingles que portaría como trofeo y
que, cada vez que me doliesen, probablemente me provocasen una sonrisa.
—¿No te vas a ir?- Y realmente no sé si lo dijo en
serio o en broma.
—Ya te dije que yo vivo muy lejos de aquí- Y nos
quedamos dormidos en cuestión de segundos, es lo que tiene el ejercicio sano.
Me desperté antes que ella, pues cuando duermo en
lugar desconocido un sexto sentido me mantiene alerta, tengo conciencia de que
esto me lleva pasando desde los campamentos a los que iba cuando era pequeño, en
los que me despertaba en una habitación poblada por los ruidos y olores de diecinueve
niños durmiendo y la luz temprana del sol intentando entrar a empujones por las
persianas cerradas, quizá fue también ahí cuando empecé a robar.
Entonces me levanté con el sigilo de un ladrón de
los que se visten entero de negro y, si hace falta, se esconden en los arbustos,
y me deslicé entre las ropas desperdigadas por el suelo como si de caídos en un
campo de batalla se tratase fuera de la habitación. Allí al fin alcancé el
abrigo verde, metí la mano en el bolsillo y saqué eso, pero eso resultaron
ser sus llaves, y pensé que no podía ser, que de ser así la hubiese visto
sacarlas la noche anterior, pero forzando la memoria recordé que la puerta del
portal la abrió cuando ambos teníamos los ojos cerrados y que cuando hizo lo
propio con la de su casa yo estaba abajo cerrando la puerta. En ese momento no
supe qué hacer, pues me tenía que llevar el botín, era una necesidad, pero por
otra parte el día anterior me habían dicho que ya estaba totalmente recuperado
y además aquello eran sus llaves, algo que ella necesitaba y que me sentía mal
robando, no así como una joya o un reloj. Tomé una decisión y entré de nuevo en
su cuarto. Me puse los calcetines y, antes de seguir vistiéndome, me acerqué a
la cama y, con delicadeza, aparté las sábanas. Ahí estaba su cuerpo desnudo,
sus pechos redondeados, su vientre liso y curvo, su pubis tan hechizante, y mi
miembro me dio los buenos días. Estuve a punto de despertarla y de recordar las
risas y placeres de la noche anterior, pero me contuve. Terminé de vestirme y
entonces la volví a tapar, pues como no estábamos en ningún bus y nadie me
miraba mirar, quería hacer el mejor ella
desnudo etéreo para recordar en tiempos en los que no consiguiese tener sexo
partiendo de las más extrañas situaciones.
Una vez en el pasillo saqué sus llaves del
bolsillo del abrigo, las metí en el mío y a cambio deposité en el suyo mis
propias llaves, entonces me marché.