martes, 31 de marzo de 2015

Hambre

Giorgio González leía tumbado en su cama con la tranquilidad de saber que aquel jueves y el día siguiente eran fiesta y por lo tanto no tendría que preocuparse por el trabajo hasta el lunes siguiente. Era por la tarde, la ventana estaba abierta, la luz que entraba era preciosa y olía a verano. Una insecto pasó volando cerca de su cabeza y lo espantó con la mano. Giorgio se encontraba muy a gusto, tumbado en una buena postura y leyendo un libro entretenido que sentía incapaz de dejar de leer. Pero algo le distraía ligeramente, como si le atacase otro insecto. Pasado un rato decidió bajar a la cocina a ver si era hambre lo que le hacía cosquillas sin dejarle concentrarse plenamente en nada.
Una vez en la cocina abrió la nevera y observó lo que allí había, relamiéndose cuanta más comida iba encontrando.Se decidió por dos sartas de embutido, una de chorizo y otra de salchichón. Cogió un cuchillo, cortó una rodaja de chorizo, hizo una ligera muesca en la misma y fácilmente le quitó así la tripa de alrededor antes de meterse la rodaja en la boca. Le supo a gloria. A continuación realizó el mismo proceso con el salchichón y le supo aún mejor. Giorgio González fue cortando finas rodajas de una y otra pieza hasta que un ataque de avaricia por la comida le hizo quitarle toda la capa de tripa a las dos sartas y empezar a comérselas a mordiscos. Una vez hubo terminado la carnicería, y con los labios y mejillas rojos por la grasa, abrió la nevera y cogió queso y pavo. Con ellos hizo un bocadillo y lo comió con ansia sobre la pila del fregadero, y cuando acabó bebió agua en abundancia, directamente del grifo. Ahora tocaba el postre, así que rompió un trozo de la tableta de chocolate para acabar comiéndosela toda, también atacó las cajas de galletas, magdalenas y bizcochos que encontró, y una vez hubo terminado, bebió. Pero esto no era suficiente, tomó el queso, el pavo y el pan que quedaba sin tiempo siquiera para elaborar un bocadillo y los fue comiendo de forma desesperada según los iba cogiendo. Dio cuenta a todo lo que encontró en la nevera y en el frutero, dejando solo una pizza que metió en el horno, pero no pudiendo esperar los veinte minutos que ésta requería, la sacó y se la comió cruda.
Giorgio González salió a la calle casi tambaleándose. Pudo llegar hasta un supermercado, donde gastó todo lo que la tarjeta le dejó en dos carros llenos. Se asentó en un parque y allí no dejó de comer y beber, aunque se tratase de comida cruda, hasta que llegó la noche. Sin dinero y sin comida deambuló por la ciudad llevándose a la boca todo aquello que la gente hubiese tirado que se pudiese aprovechar. Cuando las calles se vaciaron, Giorgio entró en una tienda de alimentación cuyo cartel rezaba abierta veinticuatro horas. Allí saludó al hombre medio dormido de la caja, fue hasta el final de pasillo y sin que le viese comió como el vivo retrato del monstruo fruto de un cuento de terror. Cuando salió, quince minutos después de haber entrado, el hombre de la caja le miró sorprendido por no recordar haberle visto entrar. Cuando en la siguiente tienda una mujer gritó al encontrar a un hombre en el suelo con la cara manchada, masticando algo entre plásticos y restos de helados, llamaron a la policía. Los agentes llevaron a Giorgio a comisaría sin resistencia, donde le metieron junto a otro hombre en una celda para pasar la noche. Al día siguiente, cuando abrieron la puerta, vieron un charco de sangre y a Giorgio González relamiendo un trozo de tela.
Cuenta la leyenda que en el reino de las sombras creció una flor blanca a la que la oscuridad no se atrevía a tocar, pues irradiaba un halo de luz. Entonces las sombras acudieron a los siempre manipulables mortales y les contaron que quien lograse cortar aquella flor hallaría la vida, la inmortalidad y la gloria. Muchos fueron quienes intentaron acometer tal proeza, pero antes de alcanzar la flor eran consumidos por las sombras. Entonces surgió el más grande de los hombres, el más grande de los héroes, el cual no se dejó doblegar por las sombras y logró arrancar la flor. Y así fue como, creyendo lograr el mayor de los fines, condenó al mundo a sumergirse por siempre en las sombras.

El libro

¿Cómo habría surgido esta ciudad? ¿Las grandes torres blancas eran producto de siglos de evolución de una aldea con chozas de barro se debían al deseo de gloria de un emperador?
Y casi más importante, ¿por qué se viene ahora abajo?
Antes yo tenía un libro, uno que encontré y en poco tiempo me cautivó, un libro precioso cuyas hojas me hacían cortes en las manos por los que no dejaba de sangrar.
Llegó el momento en que las letras del libro empezaron a estar borrosas, pero yo confiaba en que se trataba de mis ojos y no del propio libro, pero de pronto un día contemplé como las hojas del mismo estaban en blanco.
Y así empecé a escribir, lo mejor que producía provenía en último término de lo que intentaba recordar de aquel libro que tan poco tiempo pude leer, un libro que aunque yo no podía haber previsto que se apagaría, me sentía increíblemente culpable por no haberlo cuidado poniéndome guantes de cuero para no cortarme en vez de lanzarlo al fuego, como debía haber hecho mucho tiempo atrás. Y así el libro contaminó mi mente, cuanto menos podía leer, más necesitaba hacerlo, pero en todas las librerías que asaltaba solo encontraba palabras infantiles y frases ridículas en comparación con lo que yo había leído, o con lo que creía recordar que había leído, pues empecé a sospechar que había sido un buen libro, pero no algo tan grande como recordaba. Y así, tras muchos intentos, al fin lancé la carcasa de aquel libro al hoyo en la tierra que le había cavado, condenando también gran parte de mis escritos.

Cuál sería mi sorpresa cuando, tiempo después, encontré el marcapáginas.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Naufragio

Es de noche y el barco se empieza a inclinar. Puede no parecer más que el balanceo propio de las olas, pero el ángulo empieza a ser cada vez más preocupante. Finalmente mi mesa en cubierta y la silla donde estoy sentado se empiezan a deslizar hacia la derecha, fruto de la gravedad. Como no muevo el brazo, el líquido oscuro de mi copa también se inclina, y antes de que salga de ésta y vuelva al mar, me lo bebo. Las patas de la mesa y de la silla se levantan de cubierta, hemos volcado. Oigo las exclamaciones de alguna persona que ha llegado a tiempo a cubierta para presenciar el espectáculo, yo me llevo la copa vacía a los labios para no tener que hacer lo mismo. Abro un momento la boca para intentar coger aire, pero no hay suficiente para todos debajo del mar, así que la cierro pues prefiero recordar en mi paladar el sabor de la copa frente a lo salado del mar, también cierro los ojos, que allí abajo escuecen. Si un barco choca contra el fondo del mar y nadie lo oye ¿hace ruido? Sí, pues estamos muertos, pero no sordos. Lo que ocurre es que a excepción de los pocos que estábamos en cubierta, algún operario y la tripulación, todos estaban dormidos cuando el suceso, y como puede haber pasado por una ligera turbulencia, muchos siquiera han despertado mientras soñaban que morían, así que todas estas personas se despiertan pálidas entre algas y peces, y como les resulta extraña la situación pero siguen aun algo dormidas, algunas se van a dar una ducha, otras van a desayunar, otras deciden leer un libro cuyas páginas se desintegran cuando las pasan y otras, si tienen pareja, juegan a las caricias desde primera hora de la mañana. En la cocina se produce una extraña situación, pues el cocinero sufría de insomnio y el naufragio le encontró fumando cerca de mí, así que no entiende la demanda de huevos y café si están todos muertos, pero la amenaza de despido sobrevive a la muerte y se pone a faenar. Los mecheros no encienden a aquellas profundidades, así que los fumadores se ponen nerviosos ya que a sus pulmones les da igual que estén llenos de agua y siguen requiriendo nicotina, entonces a un operario se le ocurre facilitarles actividades para que se distraigan, actividades como limpiar los pasillos, que desde que están inundados  se encuentran muy descuidados, o tender, que es relajante ver como las prendas recién lavadas flotan hacia arriba con ese armonioso movimiento.

Pasados unos días la actividad en el barco es exactamente igual a la que había antes, cuando la luz del sol nos llegaba sin intermediarios, y hasta hay personas que le preguntan al capitán que cuánto queda para llegar a puerto y que tenga cuidado con los icebergs. De pronto una luz potente nos ilumina y a algunos les da por pensar que es el camino a la otra vida, pero lejos de ello es un submarino enviado a encontrarnos, o mejor dicho, enviado a encontrar el barco, pues a través del ojo de buey del aparato, observo la cara de incredulidad del submarinista. Sin dudarlo golpeo su portezuela para que abra y pueda invitarle cortésmente a un vino aguado, pero resulta que al hacerlo olvidó que él estaba vivo y nosotros no, y la falta de aire le hace morir entre aspavientos sin duda exagerados. Pobre hombre, que ni puede subir con los vivos ni tiene pasaje, ya que el controlador requiere billete para ofrecerle un camarote. Finalmente le acabo colando y se convierte en un polizón, qué triste, le toca ser polizón para toda la eternidad.

martes, 24 de marzo de 2015

Clara

Clara siempre se despierta antes que yo, se levanta de la cama y se desvanece entre las habitaciones sin que yo altere lo más mínimo el sueño, no noto su ausencia hasta que al despertar busco su cuerpo a tientas y, abriendo los ojos, veo tan solo la mitad vacía de una cama. Lo que hace tan temprano es variable; alguna vez, ahuyentando la amenaza de rutina, me ha traído una bandeja con el desayuno a la cama, entre risas, caricias y el resultado final del zumo de naranja volcado sobre las sábanas, lo que ha provocado aun más risas. La vez que pretendí llevarle yo el desayuno por su cumpleaños, nada más levantarme me la encontré en el baño lavándose los dientes mientras me saludaba enérgicamente. Pero esto no quiere decir que nunca desayunemos juntos, de hecho muchas veces me espera leyendo o simplemente no se levanta tanto tiempo antes. A veces me despierto y no sé de ella en toda la mañana, cuando vuelve veo que viene de correr o directamente no sé que ha estado haciendo, pues no me da pistas, no soy celoso y me encanta que tenga sus misterios que, espero, pueda ir descubriendo poco a poco sin, digamos, arrinconarla ni dejarla vacía de sorpresas.
Clara cubre todas las artes sin centrarse en ninguna, y sigue el ciclo de que cada una le aburre, le desespera, le encanta y le vuelve a aburrir. Entre estas artes destacan la pintura, la escritura y el piano, y solo sobresale el teatro, pues nunca abusa de él pero tampoco se cansa, dice que interpretar a otras personas, reales o ficticias, en todo tipo de situaciones y épocas es una manera de poder evadirse cuando lo necesita.
Clara sabe conducir, pero prefiere poder observar las cosas desde el asiento del copiloto, lo que la mueve a desplazarse muchas veces en transporte público pese a que tenga otras opciones; tiene licencia para pilotar avionetas, pero yo nunca la he visto pilotar pues una vez tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia y no ha vuelto a volar en cualquier vehículo que sea más pequeño que un avión corriente de pasajeros, en los cuales tampoco subió durante un tiempo hasta que el amor por viajar y visitar culturas exóticas la puso contra las cuerdas y acabó cediendo. Clara tiene multitud de extrañas amistades de las que calculo conocer una cuarta parte, pues además de los grupos, llamemos, normales, como sus compañeros del trabajo, de teatro, compañeros de la facultad, amigos de toda la vida, etc, también posee amistades individuales repartidas la mitad por todo el país y la otra mitad dispersa por el mundo. Posee un increíble don de gentes, si bien es verdad que muchas de las personas que va conociendo le cansan enseguida si no consiguen resultarle divertidas, interesantes, especiales o, simplemente, no le gusten por el motivo que sea.
Podría seguir hablando de Clara, me doy cuenta de que cada vez que llego a un aspecto suyo me encuentro frente a varios caminos por los que puedo seguir, lo que me obliga a escoger uno pero prometiendo volver a los otros más tarde, lo que convierte esto en algo posiblemente eterno, pues ¿no es imposible definir realmente a alguien? Aunque tal vez deba decir que Clara en realidad se llama Dalila y no posee muchas de las cualidades que acabo de nombrar. Tal vez debería empezar por el principio, tiempo atrás.


Clara


La primera Clara fue llamada así a posteriori, se llamaba Isabela y éramos los dos un par de niños que perfectamente podrían haber protagonizado una de esas películas de aventuras que se suelen emitir en televisión después de comer, en las que siempre hay final feliz y que hacen envidiar al resto de niños. La situación familiar de Isabela era muy extraña y de tener trato con ella en la actualidad sin duda requeriría más información a cerca del asunto. La madre, abuela materna, hermanas mayores y hermana pequeña eran marroquíes, bueno, Isabela también lo era, pero lo que quiero decir es que todas ellas portaban el velo y las ropas anchas propias de dicha religión, mientras que Isabela ya discrepaba desde el nombre. La única manifestación de su rama materna era su tez ligeramente cobriza y el hecho de que con todas sus familiares anteriormente nombradas hablaba en árabe. Todo esto se debía probablemente al hecho de que su padre nada tenía que ver con el mundo árabe y a la especial relación que hubo siempre entre ambos.
Isabela y yo éramos novios, o eso nos decíamos en secreto y nos decían riendo los adultos. Gustábamos de explorar y de averiguar cosas, pero no con libros y clases, sino como suelen hacerlo los niños. Probablemente gastó mi madre más dinero en renovarme pantalones rotos en apenas dos años que lo que haya podido gastar yo en dicha prenda el resto de mi vida. Pese a lo que he dicho antes, yo sentía algo de miedo hacia el padre de Isabela, por lo que prefería codearme con su madre y hermanas, las que me trataban fantásticamente y frente a las cuales Isabela parecía apagarse.
Pero aquel tiempo lo recuerdo borroso en comparación con un día en concreto, una sola tarde, que resultó ser el final de todo aquello.
No recuerdo por qué gritaba llorando la madre de Isabela. Estaban su madre y hermanas al fondo de la calle descuidada por el medio de la cual aun pasaban las vías olvidadas de un ferrocarril. Nosotros estábamos al otro lado de la calle, recuerdo estar mirando a la madre que gritaba estirando hacia nosotros los brazos mientras Isabela, de espaldas a todos, seguía andando. No sé qué pasaba ni lo sé hoy, pero recuerdo que la madre me gritó "¡Te hubiésemos dado la bendición!" y que cuando la hermana pequeña empezó a llorar también, la madre la abrazó y yo me di la vuelta para seguir a Isabela.
Creo que fue después de aquello cuando le robamos el chaleco al italiano con pistola. El italiano con pistola era un hombre que cuando no estaba en el saloon poseía un humor peligroso y extremadamente cambiante, se decía de él que portaba en todo momento un arma de fuego y siempre, siempre, llevaba un chaleco atigrado. Aquella vez estaba colgado secándose en un callejón donde los vecinos tendían, y nos pareció divertido coger el chaleco. Huíamos riendo por las calles oyendo tras nosotros los gritos y amenazas del italiano con pistola, hasta que llegamos a un edificio de pisos abandonado con la puerta abierta y entramos. Subíamos por los amplios escalones de piedra de la escalera de caracol mientras los gritos subían tras nosotros, a una distancia lejana, pensábamos. Finalmente entramos en en una habitación, y de esta pasamos, a través de unas grandes puertas de madera abiertas, a otra, para ver que no había salida, así que giramos nuestros pies para ver como entraba el italiano por la primera puerta. Creo que levanté el brazo ofreciéndole su chaleco, pero aun así me cogió, me levantó en el aire y me lanzó contra el suelo de la primera habitación, cerrando tras de mí la puerta de madera. Corrí hasta allí pero la puerta estaba cerrada, empecé a oír a Isabela gritar dentro, fui a la ventana y empecé a gritar. No tardaron en llegar dos hombres, uno me cogió en brazos y me bajó por las escaleras, oí que el otro tiraba la puerta abajo. Fuera, sentado en la acera, vi como salía del edificio el segundo hombre con Isabela en brazos, estaba desnuda de cintura para abajo, yo pensaba que el italiano debía de haberla azotado, hasta tiempo después no comprendí lo que había pasado realmente, no volví a ver a Isabela.

Nos mudamos a los dos días de aquello. Lo hicimos mi madre y yo, pues nunca tuve padre.
Fuimos unos días a una casa de una amiga de mi madre que se encontraba en una de las primeras líneas de playa, recuerdo con nitidez y una especie de nostalgia que cuando bajé a la calle nada más haber llegado, unos chicos me dijeron que me fuese con ellos al faro, así que me prestaron un bañador viejo y azul de uno de ellos y fuimos al agua. Recuerdo que se trataban de una forma un tanto extraña entre ellos, como con poca conversación y algo de distancia, pero me trataban a mí de la misma forma, por lo que me sentía parte del grupo, además de que se aprendieron mi nombre con tan solo decirlo una vez y lo usaban como usan los nombres algunos chicos, acortándolo o convirtiéndolo en un mote. El desierto azul, así llamaba todo el mundo al mar de aquella ciudad, y no hacía falta preguntar por qué pues era obvio además de muy apropiado. El agua, azul y eterna, estaba en completa calma, no se movía nada, ni siquiera unas leves ondulaciones u olas en la playa, nada, tan solo agua desagradablemente caliente para los adultos que parecía estancada pero que de alguna forma no lo estaba. El faro del que me habían hablado los chicos no se encontraba en unas rocas o al lado de la playa, sino en el centro y bastante entrado en el agua, pero como no había resaca y había que andar un rato para dejar de hacer pie, no había problema en que unos chicos como nosotros pudiesen llegar hasta el edificio de ladrillo sujetado por unos pilares de madera llena de algas verdes. No sabría decir el nombre de la amiga de mi madre que nos acogió, ni la reconocería a ella, su casa o su calle, pues tan solo recuerdo estar siempre que podía en el faro, con mis amigos de la playa, buceando en aquellas aguas que de no moverse se volvían completamente transparentes. Cuando nos fuimos, aquellos chicos me despidieron como si hubiese sido un amigo de toda la vida, y cuando el coche arrancó, ellos se quedaron parados en el sitio donde había estado éste, todos en silencio, hasta que dejé de poder verles a través de la luna trasera. Lloré en silencio en aquel viaje en coche y ni me sentí con fuerzas de enfadarme con mi madre por no habernos podido quedar allí.


Isabela fue Clara a título honorífico, pues por aquel entonces ésta aun no existía. El origen de Clara no está claro (disculpen la broma), pues es una especie de idealización que no soy consciente de haber fabricado ni de haber presenciado frente a mí de la noche a la mañana. Muchas chicas han sido Clara, con la mayor parte no he intercambiado más de unas pocas palabras y lo mejor para definirla sería decir que suele destacar en algo, algo que tal vez es nidio y solo yo aprecio, es guapa, solo hay una a la vez y tiene un ligero misterio constante. Así que seguramente, con retrospectiva, Isabela no hubiese sido Clara, pero de hecho lo fue.

Mi madre y yo nos mudamos varias veces más, impulsados por su certeza de un trabajo mejor y una sensación mutua que corroía la normalidad más vorazmente que el óxido al hierro, haciendo que todo nos pareciese ceniza y necesitásemos cambiar de aire, pudiendo echar de menos hechos pero no los lugares en los que éstos sucedieron.
En esos lugares, y conforme a que abandonaba la niñez y daba unos primeros pasos torpes en la adolescencia, conocí a mis dos primeras e imperfectas Claras, no tiene sentido hablar de ellas pues, como ya he dicho antes, con muchas, entre ellas éstas, no tuve trato. Que no se confunda esto de lo que estoy hablando con la persona que allá a donde va cree siempre enamorarse de alguien.

Recuerdo una bonita urbanización en la que nos instalamos de la cual lo que más me llamó la atención fue que no pasaban coches, las calles estaban vacías y un agradable silencio lo cubría todo. Llegamos por la tarde, con la mudanza prácticamente terminada, y aun estando el cielo empezando a oscurecerse salí a dar una vuelta, pues tenía que curiosear aquello.
Descubrí un callejón pintado fuera de lugar y en él seguí a un gato; encontré donde acababa aquella civilización y empezaba un campo desde el cual sí se podían ver estrellas; observé como todas las farolas se encendían al unísono y que había dos tipos de ellas, unas naranjas y otras blancas; saludé a la luna, inmensa, digna de un relato y, lo más importante, vi a una chica volver de tirar la basura, pelo negro, alta, Clara.
En el nuevo instituto comprendí que cuanto más íbamos escalando mi madre y yo en la jerarquía social, más insulsa se volvía la gente, así que hice mi presentación ante todos con mi parafernalia de teatro tan conocida por mí y tan poco por ellos, pero yo buscaba entre sus rostros y entre sus conversaciones a mi vecina, de la cual no volví a saber nada hasta dos semanas después.
La vi llegando con mochila muy tarde a casa, lo que me hizo pensar que iba a clase por la tarde, que realizaba alguna extraescolar, que acudía a clases de apoyo o que alargaba las horas para pasar el mayor tiempo posible fuera de casa, lo importante es que supe cuando llegaba a casa y pude ajustar mis salidas a las suyas, así me ofrecía a sacar la basura, salía a pasear, a 'hacer ejercicio' o me inventaba extrañas tareas de observación de plantas en las que ¡oh, vaya, mamá! se me hacía tarde y salía a hacerlas cuando el cielo se teñía de mil colores o era ya de noche, y, lo más curioso: me encontraba de lejos con aquella chica.
Un día fue diferente, había salido de casa a la hora indicada, pero al pasar por su calle no la vi, así que fingí atarme los cordones ganando algo de tiempo, pero nada, por lo que recorrí la distancia durante la cual aun veía la puerta de su casa muy despacio, pero nada, así que esperé escondido en la esquina menos transitada, pero nada, por lo que me fui al campo cercano a darle patadas a las piedras, enfurruñado. Creo que estaba sentado cuando oí un ladrido y a una mujer contestando a su perro, me giré y la vi. No iba maquillada ni bien vestida, de hecho llevaba pantalón de chándal, deportivas y un forro polar, pero aun así me pareció preciosa. No me veía desde donde estaba a no ser que realizase un movimiento brusco o el perro me ladrase, pero al poco se fue y su visión me hubo sabido a poco, así que la seguí. No pasó nada, solo que esta vez, en su calle, ella miró hacia atrás un momento, yo me escondí en las sombras y no supe si me había visto o no, después me acerqué hasta su puerta por primera vez. Allí se encendió de pronto la luz de un cuarto del chalet y yo me fui lo más deprisa posible, con la cabeza gacha, suplicando en bajo que nadie se hubiese asomado a la ventana.
Al día siguiente hice lento desde un principio el trayecto desde donde veía su puerta, pero aun así no la vi. Al doblar la esquina de pronto me la encontré, y no a lo lejos y distraída con alguna tarea, sino mirándome a tres de distancia.
-Hola, fisgón.
-¿Fisgón?
-Llevas siguiéndome por las tardes mucho tiempo.
-No, es que...
-Tranquilo, no me importa, nunca había tenido uno, me gusta. Si quieres dar una vuelta espérame en mi puerta en una hora, que tengo que sacar a la perra.
Cuando aun quedaban veinte minutos ya estaba de camino, pero como no quería presentarme allí demasiado pronto me obligué a sentarme en una acera de una calle vecina, cada hora eras tres minutos en mi reloj, aun así llegué cinco minutos tarde.
Se llamaba Marta, su perra Xana. Trabajaba por las mañanas y estudiaba por las tardes, Marta, no Xana. Hablamos de esas cosas tan interesantes que luego no se recuerdan, cuando se tuvo que ir del parque me pidió entre risas que no la acompañase hasta la puerta de su casa, antes de irse me besó, pero yo creo que aquel beso ligero era pura malicia .
Así nos vimos durante un año casi todas las tardes, durante el tiempo que dura sacar a pasear a un perro. Un domingo fortuito conocí el sexo en su casa vacía, y como las condiciones no volvieron a ser propicias, no lo volvimos a probar. Al finar todo acabó, pero no como un coche que se estrella, sino como un coche al que se le va acabando la gasolina. Y nos volvimos a mudar.

El instituto terminó a la par que el acné, y por el fin de ambos me sentí libre. Una vez hube entrado en la universidad, en medio de esa vorágine y tan distintos aires no pude sino decirme "Bien, ¿quién será la próxima Clara?", y no tardé en encontrarla, la primera Clara rubia, y con rubio me refiero a pelo relativamente amarillo, pues hay un color que la gente llama rubio y yo castaño. A esta Clara la vi durante años, y para que nos hagamos una idea, yo tuve novia durante esta época, y ni mi novia fue Clara ni Clara fue mi novia. Nunca supe su nombre.


Durante años me hice sacerdote de mis sentimientos, jugando a esconder algunos durante cierto tiempo, teniendo extrañas épocas que algunos llamarían de 'conocerse a si mismo', en las que principalmente me dedicaba a mis amistades, las cuales fueron las que me catapultaron bajo las faldas de la mujer más mala, y tal vez más irresistible, con la que me he acostado. Se llamaba Maya y jamás intente siquiera pensar en describirla. Acabamos viviendo juntos, y por lo que me contaron amistades comunes, fue todo un logro.
Un día, incapaz de seguir viendo las noticias y con un sentimiento de romántica tragedia, me fui a la guerra. La verdad es que fue bastante decepcionante en el sentido de los combates, pues nunca participé en uno. A nosotros nos tocaba patrullar valles desérticos en los que buscábamos zulos en los que hubiese armas, encontramos dos, y las únicas personas muertas que vimos fueron dos soldados enemigos abatidos antes de que llegásemos por un francotirador aliado. Por las noches a veces improvisaba historias para mis compañeros, y como algunas de mis imágenes eran un tanto complicadas me tocaba explicarlas después, lo que hizo que Inteligencia pensase que les podía servir, por lo que abandoné a mis compañeros, durante el tiempo que había pasado con ellos ninguno había resultado muerto o abatido. La verdad es que fue divertido trabajar en aquel campamento, me decían que escribiese historias y encubriese ciertos datos entre las metáforas, excepto cuando eran cuentos para despistar, los cuales se identificaban porque en ellos el protagonista siempre se llamaba Juan. Un día una granada disparada por mortero cayó en pleno campamento volando un coche por los aires, lo que hizo que nos trasladasen a un buque, en el que hacinados me aburrí muchísimo y eché tanto de menos a Maya... que de hecho, cuando volví a casa, no hallé rastro de ella, una Clara que se escapó por la ventana.



Yo vivía con un amigo en un piso en el que la luz se filtraba dorada desde las ventanas, en el que las cortinas blancas se movían a cámara lenta cuando las ventanas estaban abiertas y en el que el frío y el calor parecían menguarse hasta llegar a un punto medio. Mi amigo tenía una novia, a pesar de que ninguno emplease jamás esa palabra, y recuerdo que el día que ella entró por la puerta y ella entró se me cortó la respiración y no pude dejar de evitar pensar en ella toda la tarde. Era una mujer de pelo moreno, corto y con las puntas ligeramente rizadas. Siempre llevaba faldas o vestidos, y la luz y las corrientes de aire de aquella casa se convirtieron en su mejor complemento, así que no pude evitar ir enamorándome de ella, eso sí, sin intentar nada, pues era la 'amiga' de mi amigo y yo le encontraba un ligero sabor dulce a la imposibilidad, además de que creía imposible que ella pudiese estar conmigo aunque no hubiese estado con alguien.
Un día se pelearon y ella salió dando un portazo de la habitación de él. Me encontró en el pasillo con ropa de estar por casa y un yogur en la mano, se paró a mi altura y me dio un beso antes de desaparecer, no pude evitar reírme, pues ese beso ya me lo habían dado antes, Marta, para ser exactos.
Una semana después mi amigo llevaba dos días desaparecido después de avisar de que se marchaba tres, y yo deambulaba por la casa tarareando y sintiéndome libre, pero cuando me dirigía al baño, miré hacia el interior de la puerta de mi compañero de piso y no pude sino evitar sobresaltarme cuando allí vi a Clara. Tampoco pude evitar ese cálido escalofrío cuando contemplé a los rayos del sol, bajo ese vestido vaporoso, su cuerpo sin ropa interior. Pero no sería entonces cuando pude verla completamente desnuda, eso sería después. Me dijo que había ido allí a por un par de cosas y acabó la explicación invitándome a salir aquella tarde hasta que se hiciese de noche y la noche madrugada, yo, que tras aquella visión y lo que sentía por ella mezclado con la lascivia no estaba en mis cabales, dije que sí, probablemente sin llegar a pronunciar el monosílabo. Salimos, bebimos poco y bailamos mucho, o mejor dicho, ella bailó y yo la intenté seguir. Pero todas las miradas se clavaban en ella y ella debía de haber sentido por mi compañero algo más fuerte de lo que me había podido imaginar, pues en determinado momento, con lágrimas en los ojos que no apreciaría yo hasta más tarde, se subió a una plataforma del lugar y ante los ojos de todos dejó caer su vestido mostrando su cuerpo desnudo, un cuerpo de diosa, sin duda, y ahí, como ya había anunciado, fue cuando la vi desnuda, no así en las circunstancias que me hubiese gustado.


Poco después, cansado de mi pasado, que aunque no malo estaba sobrecargado, llegó una breve etapa de mi vida que fueron algo así como tres años con la sensación de un verano continuado. Paz, sobre todo paz, pero también tranquilidad, salud, suerte, previsión... y Helena, Helena en mis brazos, en mis mañanas, en mis gustos compartidos y en una cocina deliciosa. Lo más importante fue el mes de viaje en coche por el Mediterráneo, probablemente el mejor viaje de mi vida, dejando recuerdos de olor a sal, como los edificios blancos con tejados azules, el mar tranquilo recordándome al de mi niñez solo que más vivo, las amplias terrazas, los cultivos sin gentes, las ropas de pana, los sombreros de ganchillo y las puestas de sol contempladas desde el capó de un coche.
Aun hoy no estoy seguro de si Helena fue Clara, pero lo que sí sé es que Helena fue una de las mejores personas con las que he estado.

La siguiente época volvió a estar sembrada de Claras con las que muchas veces no hablé, como la mujer que a veces aparecía en el parque por las mañanas y a veces no o la prostituta que portaba por bandera esa dignidad y ese orgullo que la hacían ser aun más deseada por sus clientes.


Y así llegamos al final, a la mujer hecha de pura luz, a Dalila, con quien me casé. Ay, Clara, si tu supieses lo que he sufrido hasta llegar hasta aquí.
Y ese es el problema, con los ojos ya aclarados miro a Dalila y veo que es perfecta, más de lo que pudiese haber soñado, y aun así pienso que la tengo que dejar, que esto resulta falso e incompleto, y es que es lo que tiene llevar sobre los hombros el peso de una idealización.



El nombre de Dalila es el de la chica que estaba en el ordenador de al lado mientras yo empezaba a escribir esta historia, yo le pedí su nombre y ella me pidió a cambio un folio.

martes, 10 de marzo de 2015

Frío seco.

Un hombre de espaldas a mí y de cara al desierto, un hombre que lleva cazadora y al que aprecio que tiene frío, sus manos en los bolsillos y el cuello encogido. Su largo flequillo se levanta violentamente por el viento. A mi oído llega una frase de una conversación que no me importa, pero hago una excepción y la escucho: Una mujer con autoridad en el que quiera que sea su tema le dice a una chica que ha habido un problema en la tramitación que está quería realizar, le explica también lo que se le ocurre que puede hacer para resolver el problema y a la chica se le cae un mundo encima.
Dejo de espiar, o de prestar atención o lo que quiera que fuese que estuviese haciendo. Vuelvo a mirar al hombre, pues aunque mis ojos no se habían apartado de él, al estar muy concentrado en otro tema es como si no le hubiese estado mirando. No está, a punto estoy de gritar, y, una vez pasada la ira inicial, a punto estoy de llorar. No sé si me había enamorado de ese hombre, aunque no en el sentido tradicional del amor ni nada relacionado con la homosexualidad ¡Ni siquiera le había visto la cara! Lo que ocurre es que me lo había imaginado, lo había contemplado y me lo había inventado, era un ser perfecto creado a escala para mí, tal vez lo que yo querría ser, lo que ni me atrevo a soñar o aquello de lo que sí podría enamorarme desde el sentido tradicional del amor.
Miro el desierto, qué frío, el aire me sacude el pelo, me hace querer esconder la cara y me hace ligeros daños al clavarme granos sueltos de arena. Qué triste o qué suerte ser un grano de arena aislado en medio de un desierto. Me gusta el lugar, a punto estoy de quedarme, pero pienso que mejor conservarlo en su perfección junto al recuerdo de aquel hombre.
Me doy la vuelta, mientras me marcho dirijo mis pasos y mi mirada a donde no pueda haber personas. De pronto descubro una piedra en el bolsillo de mi cazadora, tiene algo escrito.
"Cú-Cú nos vemos donde la luna son dos".
Erase una vez un mundo pequeño, minúsculo, que cabía en una botella o en un dedal. Era un mundo hermoso, por supuesto, pero al ser tan pequeño era despreciado por los gigantes de pies planos. Lo que ocurrió fue que un día ese mundo tan pequeño desapareció y todos, sin querer, lo echaron en falta.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Una luz cegadora

Manos en los bolsillos y cigarrillo aplanado y seco en los labios, calle húmeda, luz blanquecina. Antes de pensar tan siquiera en un adjetivo o sentimiento para definir lo que siento, me viene a la cabeza un hombre cogiendo una lata de cerveza, abriéndola con ese sonido metálico de la chapa desgarrando el metal de la lata, dando un largo trago y profiriendo ese suspiro de satisfacción burbujeante.
Pssttcht                                              Aaaghh
Me miro la mano y descubro que la imaginación me ha hecho sujetar una lata imaginaria, una lata plateada, pero imaginaria.
Estoy esperando un bus, un autobús, un colectivo, y en el viene una niña, o tal vez ya una mujer, o, y esto me hace temblar por un escalofrío, una anciana que se baja lentamente por la puerta delantera, agarrándose a la barandilla vertical y diciendo adiós al conductor. Una niña, una adolescente, una mujercita ¿qué diferencia hay? me pregunto si reconocerá a su padre con desdén en los ojos o si, por haber estado en uno de esos colegios que no apruebo, vendrá muy educada, haciendo una pseudo-reverencia mientras estira ligeramente la falda hacia los lados con las manos y pasa la tarde escuchando con fingido interés y comentando un repertorio de anécdotas cuidadosamente seleccionadas y respuestas perfectas, casi prefiero el desdén y la mueca de asco, aunque esto es nuevo. De pronto recuerdo que viene mi hija, la adolescente; su abuela, la anciana y tal vez la otra hija de mi ex mujer, la niña. Ahí están las tres etapas más reconocidas, no puedo evitar sonreír, pero con cuidado, no vaya a caerse la colilla al suelo. Intento imaginarme a un viandante que pasa por allí y me mira, me imagino qué ve, qué piensa de lo que ve, y así evito lamentar no tener un espejo. Debo de dar algo de pena entendiendo esto como lo entiende la mayoría, pero qué se le va a hacer, no estoy humor como para ponerme guapo por las mañanas, además, mi hija debe tener una pésima opinión de mí, así que mejor presentarle una imagen acorde a sus expectativas. Yo no soy de esos que piden una reconciliación con un ramo de flores, bañado en colonia, recién peinado y trajeado, yo más bien te envío un mensaje diciendo "baja" y en la calle me encuentras mirando al suelo, con las manos en los bolsillos y golpeando una piedra. Pero mirando al pasado veo que he cubierto casi todas las formas normales de intentar una reconciliación, y también veo todas las veces que debí haberlo intentado y no lo hice.
¡Atención, se acerca una ballena metálica por la carretera! ¡Todos a sus puestos de combate! ¡Soldados! ¡preparen, apunten, fueg...!
Nada, falsa alarma. Pasa de largo.
Me da por pensar en mi colilla y en el olor a tabaco, porque me parece que no huele, pero eso puede deberse a mi nariz de fumador, que apropiadamente no huele lo que huele mal. ¿Y si a mi hija no le gusta el olor a tabaco? Tal vez lo repugne... o tal vez fume a escondidas con sus amigas a espaldas de su madre, claro, tal vez beba y vuelva borracha a casa sin acordarse de lo que le haría morirse de vergüenza, tal vez esconda cierto tatuaje, tal vez se haya iniciado ya en el sexo... mejor no seguir por ese camino.
Tengo un dibujo suyo en casa, en la nevera, sujeto por una porquería de imán de publicidad, estoy seguro de que le parecería horroroso si lo viese, porque ciertamente no es muy bonito, es de cuando era niña y dibujaba como pintan los niños, pero yo lo tengo no por recordarla, que para eso no me hace falta nada, sino para sonreír. Ay, qué vida, ay.
Un coche pasa muy deprisa, más de lo permitido, y levanta una nube de polvo que por suerte para mí se disuelve poco antes de alcanzarme, eso me hace pensar que está prohibido salpicar a los viandantes al pasar con el coche por encima de charcos pronunciados pero no así salpicarles con tierra, polvo, hojas secas o arena. Me imagino a mi hija bajando del autobús, corriendo, dejando a su abuela atrás para darme un abrazo y encontrándome en una extraña pose sacudiéndome polvo en grandes dosis, qué chasco se llevaría.
Ahí está, ése es el autobús. En una situación perfecta lo vería aparecer a muchísima velocidad para ir reduciéndola paulatinamente hasta quedar detenido frente a mí, pero no así llevará un ritmo constante para empezar a detenerse a unos metros. Ahí está, ése es el autobús.
Las piernas me tiemblan ligeramente durante un momento, pero el temblor pasa a los pies y termina por quedarse rezagado en el dedo meñique, que tiembla como un condenado. El autobús se acerca y yo me empiezo a mover, se acerca y yo descubro que me estoy moviendo, sí, pero ne la dirección contraria. Me estoy alejando de la parada y no me parece mala idea, de hecho aumento ligeramente el ritmo.
Sonido metálico de puerta abriéndose, tal vez pasos, tal vez voces, ¿es eso una maleta?, tal vez dos pasos, tal vez voces, tal vez miradas en mi espalda que me clavan los dientes; miro atrás sin apenas girar el cuello durante un segundo, veo a una chica y a un anciana, paradas, sin el más mínimo movimiento, mirando en mi dirección; tal vez voces en mi cabeza, tal vez una sola, tal vez silencio, tal vez mis monstruos me reprochan lo mismo que las personas, lo mismo que yo mismo. Me muerdo el labio, se me humedecen los ojos, intento no llorar, se me abrasan los ojos, me duele muchísimo la garganta, acelero el paso y el viento, ahora frío, me da en la cara, saboreo la sangre de la herida que me he hecho con los dientes en el labio. "Qué genial" pienso "qué genial". Con los ojos como los tengo apenas veo ya nada, el cuerpo me pide llorar y yo me niego. Una niña y una anciana paradas en la parada del autobús. Noto gotas resbalándome mejillas abajo. Qué genial. Tal vez ya no hay voces, tal vez solo un sonido muy agudo de rabia contenida, tal vez lo esté haciendo yo. Tal vez silencio. Tal vez nada.