martes, 10 de marzo de 2015

Frío seco.

Un hombre de espaldas a mí y de cara al desierto, un hombre que lleva cazadora y al que aprecio que tiene frío, sus manos en los bolsillos y el cuello encogido. Su largo flequillo se levanta violentamente por el viento. A mi oído llega una frase de una conversación que no me importa, pero hago una excepción y la escucho: Una mujer con autoridad en el que quiera que sea su tema le dice a una chica que ha habido un problema en la tramitación que está quería realizar, le explica también lo que se le ocurre que puede hacer para resolver el problema y a la chica se le cae un mundo encima.
Dejo de espiar, o de prestar atención o lo que quiera que fuese que estuviese haciendo. Vuelvo a mirar al hombre, pues aunque mis ojos no se habían apartado de él, al estar muy concentrado en otro tema es como si no le hubiese estado mirando. No está, a punto estoy de gritar, y, una vez pasada la ira inicial, a punto estoy de llorar. No sé si me había enamorado de ese hombre, aunque no en el sentido tradicional del amor ni nada relacionado con la homosexualidad ¡Ni siquiera le había visto la cara! Lo que ocurre es que me lo había imaginado, lo había contemplado y me lo había inventado, era un ser perfecto creado a escala para mí, tal vez lo que yo querría ser, lo que ni me atrevo a soñar o aquello de lo que sí podría enamorarme desde el sentido tradicional del amor.
Miro el desierto, qué frío, el aire me sacude el pelo, me hace querer esconder la cara y me hace ligeros daños al clavarme granos sueltos de arena. Qué triste o qué suerte ser un grano de arena aislado en medio de un desierto. Me gusta el lugar, a punto estoy de quedarme, pero pienso que mejor conservarlo en su perfección junto al recuerdo de aquel hombre.
Me doy la vuelta, mientras me marcho dirijo mis pasos y mi mirada a donde no pueda haber personas. De pronto descubro una piedra en el bolsillo de mi cazadora, tiene algo escrito.
"Cú-Cú nos vemos donde la luna son dos".

No hay comentarios:

Publicar un comentario