lunes, 18 de abril de 2016

Nos quiere robar el mar

Aún con los polos derritiéndose los gobiernos no hicieron nada, son unos parados. Fueron las empresas y los pobres afectados los que tomaron cartas en el asunto. Pero no intentaron arreglar el estropicio ecológico, sino que unos intentaron ganar dinero y los otros perder el menos posible. Así es como se produjo una inmensa migración de la actual costa a los bosques o cultivos de trigo donde, según los expertos —pagados por las empresas, los gobiernos seguían mirando al cielo buscando agujeros a través de los cuales se pudiese ver el espacio— llegaría el nivel el mar cuando los polos se disolviesen. Las empresas lo compraron todo, todos los lugares naturales que por encontrarse siempre en medio habían pasado desapercibidos hasta ahora. Compraron y edificaron a imagen y semejanza de la actual costa poniendo sus hoteles, complejos turísticos, chiringuitos, supermercados, centros comerciales, mansiones, era divertido ver a las vacas pastando a la sombra del futuro-nuevo puerto deportivo. La verdad es que o no tuvieron tiempo o se les olvidó copiar alguna cosa, se podían echar en falta los tradicionales pueblos de pescadores, museos náuticos o centros de limpiado de aguas. Así el dinero se movió, según los expertos (en este caso expertos economistas, antes eran expertos ecologistas) en mayores cantidades y en menor tiempo que en ningún momento histórico anterior, a no ser que nos remontásemos a un pequeño pueblo selvático en el que la mayor riqueza fuese la comida y los cazadores trajesen un espléndido ciervo abatido.
Sin embargo, pese a la euforia de la compra de propiedades en la nueva línea costera, los millones de carteles de “se vende”, seguidos de un teléfono móvil y uno fijo (algunas personas no sabían qué fijo poner, si el de aquella misma casa o el de su nuevo chalet con cuatro habitaciones, hidromasaje, televisión plana empotrada en el salón y en la habitación principal, jardín con caseta del perro incluida, aparcamiento para dos coches y, ¡lo más importante! ¡Espectaculares vistas al mar! Vistas, que por ahora, daban a un milenario bosque de sauces llorones) pasaban inadvertidos y nadie compraba allí. La gente entraba en su segunda hipoteca millonaria, los bancos no dejaban de prestar, pidiendo a su vez liquidez a otros bancos más grandes y más extranjeros, y el dinero partía a raudales con la esperanza de empezar a volver algún día en mayor cantidad. Hasta un niño inflando un globo que no deja de crecer, con las mejillas hinchadas y el rostro rojo-rojo, podría decirte que aquella burbuja iba a estallar. Pero aquí aparece el hombre más misterioso del siglo, un tipo que empieza a comprar todas las propiedades que nadie quiere, las que se van, por así decirlo, a mojar. Pero las compraba a precios ridículos que los aterrorizados propietarios aceptaban antes de salir corriendo con un trauma hacia el mar que les hacía preguntarse si habían hecho bien comprándose una casa en la nueva playa en vez de marcharse a la capital —desbordada, por cierto, siguiendo al concepto “periferia” apareció el término “peri-periferia” o “neo-periferia”, pero el transporte público de ésta siguió siendo una mierda—.
Este hombre se acercó una vez a un señor que se resistía a dejar su casa de medio millón a treinta años con cláusulas suelo y acciones preferentes de la entidad bancaria, y le ofreció ciento cincuenta por el inmueble. Ciento cincuenta a secas, sin ir el número seguido de “mil” o algo parecido. Si quieren les escribo la cifra: 150. El hombre le tomó por demente pero aceptó su tarjeta. Aquella misma tarde no encontró la playa, no había arena y las olas lamían el paseo marítimo como si fuese un helado. Al día siguiente llamó al tipo misterioso y le dijo que ciento cincuenta era un abuso, que no bajaba de doscientos.
Y así, una a una, las propiedades costeras fueron cayendo. Los expertos (vuelven a ser los económicos, pero los ecológicos también estaban allí y escuchaban con atención) solo encontraban la explicación de que el comprador pensase tirarlo todo y vender los escombros a algún país en vías de desarrollo (probablemente para construir más vías de esas que llevan al desarrollo). Pero no, un día este tipo acudió a la reunión que había concertado con todas las entidades bancarias de una mitad del globo y les pidió más dinero, una suma desorbitada de dinero, y éstas, movidas por la misma insuperable curiosidad que asolaba al mundo —al mundo menos a los gobiernos, que con tanto mirar el cielo se habían quedado embelesados con el movimiento relajante del sol (lloraban muy fuerte al llegar la noche), quedándose ciegos muchos de ellos— dijeron que sí y firmaron talones, transfirieron fondos y abrieron cámaras secretas repletas de lingotes de oro, obras de arte y sarcófagos que contenían las momias de los anteriores dirigentes de aquellos mismos bancos.
Entonces este hombre mandó construir un inmenso muro, alto y muy resistente, y, al terminar, un dios abrió el grifo, el nivel del agua subió y no pasó nada. El agua subió escalando por el descomunal muro y un expectante silencio se hizo con siete mil (u ocho mil, yo qué sé) millones de personas, dejando solo dos sonidos en la Tierra: el que hace el planeta al girar sobre su eje y el de las lámparas fluorescentes.
Si lo anterior fue un silencio, lo que siguió fue un grito ensordecedor. No se puede darle a una persona la idea de que algo va a pasar, aunque sea malo, y que luego no pase. La gente quería su destrucción planetaria, se habían hecho a la idea, las conversaciones familiares de sobremesa trataban exclusivamente sobre cuándo el ser humano huiría al espacio. Pero no hubo reacción violenta, aunque se intentó, por parte de la muchedumbre, porque ahí los gobiernos sí entraron, los elementos de represión se les daban muy bien. Todo se resolvió en el juicio promovido por la demanda de una empresa que había pretendido hacer submarinismo sobre las ciudades sumergidas de la costa y ahí, el hombre misterioso, dijo que solo se podía alegar que un muro tan alto que eclipsaba el sol molestase a los ciudadanos, pero que por suerte no había allí más ciudadanos que él y que a él no le molestaba. Entonces entraron de nuevo los gobiernos con el argumento final: a pesar de las propiedades privadas, la costa era del Estado. A esto respondió el tipo diciendo que el muro se levantaba justo donde empezaban los inmuebles, pero que playa, chiringuitos y tumbonas habían sido, efectivamente, tragados por el mar. Entonces los gobiernos alegaron que el muro “no era estético” que iba en contra de las leyes de protección de costas, y ahí los tribunales les dieron la razón.
Ahora bien, ¿a qué funcionario se le podía pedir que tirase el muro sabiendo que le caería encima el océano que dormitaba al otro lado? Los distintos ejércitos del globo unieron sus bombas y las lanzaron contra el muro, reduciéndolo a polvo, a polvo mojado.
El mar entró y cubrió islas y tales cantidades de continente que algunos países pequeños y llanos desaparecieron. Los gobiernos hicieron reuniones de urgencia y declararon en rueda de prensa que aquello era una tragedia, que cómo había podido pasar.

Dispersería

Este escrito no es un escrito, es un desahogo. Pero tranquila, mamá, que no pasó nada, solo desahogo las cosas que no funcionan, los nudos del cuerpo y las zonas desgastadas por el roce de la piel del alma. Ha sido empezar a escribir y ya estoy más calmado. Una vez un hombre me explicó que el disco duro a veces va lento porque va dejando información aquí y allá y tarda yendo y viniendo a buscarla y que se puede arreglar dejando al ordenador una noche para que agrupe esos bloquecitos de información dispersa. Pues así estoy yo, disperso, y juraría que hasta noto una división física en mi cabeza en forma de tres cuartos alargados pero estrechos. Hoy, cuando llegué a casa, las cosas más cotidianas me asaltaron, debía vaciarme lo bolsillos, dejar esto aquí y esto allí, lavarme las manos, cenar, mirar una cosa en el ordenador, ver qué película se estaba viendo en la televisión, mirar si alguien me hablaba por el teléfono móvil, comprobar que no había perdido nada en la tarde, en fin, tonterías, y sin embargo no sabía en qué orden acometerlas, o por lo menos la urgencia de la siguiente atacaba a la primera, así que en ese momento me tumbé en la cama y me sentí agotado, un nuevo y extraño agotamiento, distinto a todos hasta ahora. Pensé en dormirme solo por no afrontar lo que quedaba de noche, una noche por lo demás tranquila y con buena relación con la familia, pero al final hice las cosas y descubrí con tristeza que lo único que me calmaba era comer panecitos duros y almendras amargas, pero eso tenía un límite, y no el lógico de parar de comer, sino uno material, porque me acabé comiendo todas las almendras y todos los panes. Yo ahora me voy a dormir, de hecho he escrito esto como desahogo, lo malo es que creo que la noche no me hará lo que al disco duro, no me va a arreglar. Creo que dejaré de estar disperso con el tiempo, no lo sé, pero hasta que no lo esté me temo que no haré nada del todo bien pensando en las otras cosas que tengo que hacer.

viernes, 15 de abril de 2016

Marquitos y los soldaditos

Supuestamente esto es un relato infantil. El título, sin embargo, salió sin querer.


Marquitos está triste y enfadado. Está triste porque ha enfadado a Mamá y está enfadado porque ella le ha castigado. Le ha castigado sin salir de su habitación y se ha llevado todos los juguetes, ¡hasta los peluches! Dejándole solo la posibilidad de leer o hacer deberes. Mamá quiere que Marquitos lea, pero a Marquitos no le gusta leer, le aburre mucho.
A Marquitos no le gusta que le llamen así, él se llama Marcos, pero Mamá le llama Marquitos, la tía Pollito, la profesora Marquín, algunos compañeros del colegio (que no son amigos) Marculo y la portera, que es inglesa, Mark.
El sol avanza muy despacio cuando uno está aburrido, Marquitos está tumbado en la cama bocarriba, Mamá también se llevó la caja de lápices de colores, así que él no puede pintar, solo leer. Los libros están apilados encima de la mesa. Marquitos mira las estrellas pegadas en el techo, que cuando llega la noche brillan, y piensa si le servirían de juguete al arrancarlas.
¿Mamá está en casa? Marquitos no lo sabe, y no lo quiere saber, ¿Mamá le ha castigado sin salir del cuarto? ¡Pues él no sale! No saldrá hasta que Mamá venga a pedirle que salga y entonces él dirá que ya no sale del cuarto, para que Mamá se asuste y no le vuelva a castigar sin salir del cuarto, ¡toma ya!
Al final Marquitos se levanta de la cama y coge el primer libro del montón, ¡bien, tiene dibujos! Tiene la portada verde y se titula “El soldadito de plomo”. Marquitos recuerda que su papá le leía ese libro cuando era más pequeño, pero no se acuerda muy bien de la historia.
Marquitos pasa las páginas sin leer lo que pone, solo viendo los dibujos, y de pronto, ¡toma ya! ¡Hay un dibujo con un montón de soldados! Son como juguetes de soldados antiguos, de cuando aún no existían las metralletas.
Marquitos mira el dibujo atentamente porque le gustan los detalles y ese dibujo tiene un montón: hay dados, un manojo de hilo, varios botones, una brújula…
Marquitos levanta el libro para acercar más los ojos al dibujo y de pronto ocurre algo muy raro ¡pum! De pronto los dibujos ¡empiezan a caer! ¡Los dibujos de los soldaditos están saliendo del dibujo y cayendo sobre el suelo de la habitación!
Marquitos se levanta asustado mientras ve como los soldaditos que han salido del dibujo se empiezan a levantar como si se despertasen de un sueño. Marquitos los cuenta: uno, dos, tres… ¡hay siete soldaditos de plomo mirándole!
Uno de ellos se acerca (¡es muy divertido! ¡Como son de plomo se mueven como pingüinos!). De pronto se para y pregunta:
—A ver, tú, ¿cómo te llamas?
Marquitos piensa, no porque no se sepa su nombre, que se lo sabe muy bien, sino porque es su oportunidad de demostrar que es un niño grande.
—Me llamo Marcos—. Responde, muy contento de no haber dicho “Marquitos”.

Los soldaditos de plomo se mueven torpemente por la habitación. Marcos los observa con mucho cuidado. Al parecer el arma que llevan apoyada en el hombro se llama fusil pero no la pueden mover, porque como son de plomo ésta está pegada a su hombro. Marcos toca la punta de un fusil y ¡ay! ¡Está afilada!
—¡Ten cuidado!— Le grita el soldadito.
Marcos se mira el dedo y ve que se ha hecho sangre, así que se lo mete en la boca como le enseñó Mamá.
De pronto uno de los soldaditos llama a los demás y grita:
—A ver, ¿qué hay detrás de esa puerta?
Marcos entonces se asusta mucho, ¡él está castigado, no puede salir de la habitación! Así que se lo dice al soldadito.
—El que está castigado eres tú, no nosotros—. Responde el soldadito.
—Pues la puerta está cerrada y yo no os la voy a abrir— Responde Marcos, porque los soldaditos son muy pequeños y no llegan al picaporte.
—¡Muy bien! Vamos, chicos, ¡abramos la puerta!
Entonces Marcos ve con horror como los soldaditos cogen su silla por las patas y la arrastran hasta la puerta. Entonces, ayudándose unos a otros, se suben a la silla y desde allí alcanzan el picaporte. Marcos intenta impedirlo pero uno de ellos le pincha en el pie haciéndole mucho daño. Marcos se sienta en la cama y empieza a llorar cuando los soldaditos salen al pasillo.
¡Qué triste está Marcos! Llora y llora… los soldaditos han roto una lámpara en el salón y ahora están en la cocina tirando la fruta desde la encimera al suelo, ¡las naranjas y las manzanas se van a poner pochas!
—¡Mamá, mamá! ¡Por favor, ven!— Grita Marquitos mientras llora por los ojos y le moquea la nariz.

Entonces tiene una idea, ¡ya está! Marquitos corre a ver el libro “El soldadito de plomo”, que está abierto en el suelo de su habitación, y pasa las hojas hasta ver el dibujo en el que un pez se come al soldadito de la historia. Marquitos piensa, ¿por qué le ha castigado Mamá? ¡Porque no quiere comer pescado! ¿Y por qué no quiere comer pescado? ¡Porque para cenar hay pescado!
Los soldaditos están rompiendo las servilletas y jugando con los imanes de la nevera cuando Marquitos entra en la cocina. No le prestan atención cuando él va hasta la pila y ve que hay una inmensa lubina descongelándose. La coge por la cola con ambas manos (¡qué asco, es fría y resbaladiza!) y apunta con ella a los soldados.
—¡Parad ya!
Entonces los soldados le miran y se asustan.
—¿Qué pretendes hacer con ese pescado, niño?— En la voz se les nota el miedo.
—¡Todos a mi cuarto! ¡Ahora mismo!
Los soldaditos obedecen y, en fila india, van caminando como pingüinos a su habitación, ¡qué ridículos paren ahora!
Al llegar al libro, pasan las páginas hasta el dibujo donde están dibujados unos dados, un manojo de hilo, varios botones y una brújula. Entonces, uno por uno, van entrando al dibujo y una vez entran se quedan quietos, como deberían estar.
Marquitos se sienta en la cama y piensa en la lámpara rota, en las frutas pochas, en las servilletas destrozadas… ¡qué mal, Mamá se va a  enfadar! Marquitos empieza a llorar y se lleva las manos al rostro, ¡qué asco, huelen a pescado!

Mamá entra en casa, había ido a comprar un postre rico que le daría a Marquitos si se comía el pescado, entonces oye a su hijo llorar y corre a ver qué le pasa. Al verla, él corre a abrazarla.
—¡Mamá, mamá!
Mamá cree que Marquitos llora por haberle castigado sin salir de su cuarto y piensa que si tanto le afecta ese castigo, no lo volverá a usar.

Marquitos, antes de acostarse, coge el libro “El soldadito de plomo” y pasa las páginas hasta el dibujo donde están los soldaditos. Entonces los cuenta: uno, dos, tres… hay seis soldaditos dibujados.
Un momento, ¿pero no eran siete?

jueves, 7 de abril de 2016

Los pequeños seres

Como el techo de su cordura empezaba a ceder no pudo sino poner columnas de libros para que aguantara.
El sentir se siente fuerte, y se siente aquí, muy cerquita del pecho. Algún día le harán la autopsia a alguien a quien transpusieron mi sangre y verán sus tripas pintadas de azul y extraños órganos hasta ahora desconocidos. Verán un órgano pintado a pincel cuya función es la de crear pequeños hombrecitos y sombreros de mujer. Estos hombrecitos andan a trompicones y recorren el cuerpo. Suelen escribir frases en la cara interna de las venas y dormirse en las arterias más grandes. Muchos son los que van al cerebro, donde hay mucha paz pero también una exagerada responsabilidad, y alguno ha visto el mundo a través de las orejas, aunque todos los que salen mueren, son alérgicos a la Realidad. Como son muy delgados pasan mucho frío, pero son tímidos y piensan mucho en los demás, así que nunca piden nada y se dedican a robar el calor de los dedos para poder vivir. Suelen vivir poco, convirtiéndose en un aire turbio al morir, un aire que expulsan los pulmones, que son sus cementerios. Sin embargo ha habido casos en los que alguno de estos pequeños seres ha vivido mucho más y se ha vuelto más serio y más responsable, momento en el que dejan de pintar y anudar tendones y en el que suelen ayudar a la sangre, en especial a las plaquetas cuando se produce una herida. Si es malo soplar a las heridas es porque puede haber uno de estos seres tras la sangre y al soplar se le puede empujar hasta el estómago, donde el ácido le matará en un sufrimiento que no se merece, que no se merece nadie.
A veces se ponen nostálgicos y piensan en otra comunidad de seres como ellos, entonces intentan enviar sus mensajes al exterior, cogen lo que encuentran, pintan su mensaje y lo clavan en la piel, saliendo así luego los pelos, que no son más que tristeza que se mece al viento. No me voy a extender ahora, pero todo lo que se pueda saber sobre el sexo es mentira, aquello de que el coito lleva a la reproducción es una farsa, los bebés nacen de otra forma mucho más compleja. El sexo es un espectáculo para estos seres, es la única ocasión en la que se ponen los sombreritos de mujer, hacia los que normalmente sienten pavor. Cuando se sabe que el cuerpo va a tener o está teniendo sexo —los hombrecitos siempre están atentos a las sustancias que produce el cuerpo y a sus impulsos eléctricos— muchos corren a los ojos y otros tantos recorren el cuerpo, saltando, gritando  riendo como no lo hacen jamás. El cansancio que el cuerpo pueda tener después es resultado de la muerte, aunque feliz, de la mayor parte de estos seres. Pero volverán a nacer en algún momento y siempre que se llore pondrán barquitos de papel en las lágrimas —antes de que salgan— en los que estarán escritos sus mayores deseos.
No he hablado de los sombreritos de mujer, pero es que estos no se sabe muy bien para qué sirven, solo que las corrientes de aire de las cavidades corporales los suelen empujar al corazón, donde se amontonan y pueden generar al cuerpo un cierto dolor o malestar.

miércoles, 6 de abril de 2016

En el baño

Dudaron antes de entrar al baño y al final decidieron descalzarse primero. Él se quitó las deportivas, ella unos zapatos muy bonitos y ambos los calcetines. Después entraron y cerraron la puerta con cerrojo. Él sacó dos pañuelos y le entregó uno a ella. Ambos se los anudaron en la nuca de tal forma que les hiciesen de venda en los ojos. El de ella era rojo y azul, el de él solo rojo. Entonces empezaba lo difícil, a ella se le oyó respirar hondo mientras que él aguantaba la respiración. Se acercaron el uno al otro y se empezaron a desnudar mutuamente. Ella le bajó la cremallera de la sudadera y la echó hacia atrás por los hombros haciendo que cayese por su brazos, él le subió el jersey, pasándolo por los brazos levantados de ella y teniendo cuidado de no moverle la venda. Después se quitaron las camisetas y él tuvo que tantear su espalda buscando cómo desabrochar el sujetador. Qué frías tiene las manos, pensó ella. A pesar de que no podía ver, él creyó sentir en el aire los pechos desnudos que tenía enfrente. Desabrochar los botones y bajar las cremalleras de los pantalones fue sencillo, pero tener que tirar de ellos piernas abajo no lo fue tanto, y al final tocó la última barrera para que dos chicos jóvenes se quedasen completamente desnudos en un baño de una casa por lo demás vacía, desnudos y ciegos. Ella interceptó las manos de él y le pidió que esperase, se agachó, le bajó despacio los calzoncillos, apartando la cabeza por si acaso, y los sujetó por dos extremos hasta que él hubo sacado una pierna y luego la otra. Cuando él tocó sus bragas, que eran negras, pensó que aquella suavidad solo podía ser de unas bragas rosas.
Ambos sabían qué venía a continuación, pero aun así él sintió la necesidad de indicarle dónde estaba la ducha, aunque fue tocarle el hombro y apartar la mano al instante. El agua primero salió caliente y después salió normal. Se encontraban el uno frente al otro, cara a cara, de tal forma que el agua le caía a él en la nuca y en la espalda y a ella en el vientre. Tal vez por el calor del agua o por lo que imaginaba que tenía delante, él tuvo una erección, y ella lo vio, porque desde hacía un rato tenía un ojo asomando por debajo de la venda levantada. Vamos, pensaba ella, era algo obvio, no entendía cómo él no lo había hecho, aunque si lo hubiera hecho ella se habría enfadado, porque la norma era que no se podía ver. Pero la erección, para su sorpresa, empezó a remitir. Lo que había sido un diminuto pellejo de carne había crecido muy deprisa hasta alcanzar ese tamaño, pero ahora iba menguando despacio, dando pequeñas sacudidas y perdiendo la rigidez. De pronto ella sintió ternura, pena y cariño por aquel chico mojado y desnudo que con la venda en los ojos y la boca ligeramente abierta parecía que estuviese frente a un pelotón de fusilamiento. Pensó que si ella podía verle, él tenía derecho a poder verla, así que le cogió las manos y se las llevó al cuello, allí él pasó sus pulgares por sus mejillas y uno, suavemente, por sus labios. Después las manos de ella en las muñecas de él le guiaron hacia abajo. Pasaron por sus hombros hasta los codos; por los pechos, permitiéndole rodearlos pero no apretarlos; por el vientre; por los muslos, también por su cara interna e incluso, subiendo un poco, las manos de él, sus dedos, rozaron el sexo de ella, impedidos de introducirse en él por la férrea sujeción de sus manos; bajaron los dos hasta los pies, donde duraron poco porque no tenían importancia y porque al descalzarse antes de entrar al baño él podía haberlos visto si tenía interés; después, para sorpresa de ella, de espaldas a él, más desnuda que antes por no poder controlarle, vio, o sintió, como los dedos, solos o acompañados de la palma de sus manos, se entretenían mucho tiempo en su nuca, bajo el pelo ahora mojado, y en la espalda, bajando y extendiéndose, abriéndose como hojas de papel, en ese momento ella pensó que si la besaba en el cuello y después en los labios, olvidaría todo lo que tuviese que olvidar y haría lo que él quisiese, pero no hubo besos, solo dedos de punta arrugada en un piel increíblemente suave; al llegar a sus nalgas, las manos de él se posaron debajo como si sujetasen dos bolas de cristal, allí ella sonrió y cerró su ojo tramposo, sabía que él estaba pensando en lo que ella le había dicho una vez, que había quien decía que tenía el cuerpo de una diosa griega.
Ella se dio la vuelta y sonrió al comprobar que la erección había vuelto, pero no sonreía con lascivia, sino divertida como una niña que quiere lograr algo y lo hace. Si ella hubiese sido otra persona y en otra situación, aquella nueva erección junto con los acontecimientos previos hubiesen desencadenado en puro y genial sexo, pero ella era ella y allí la situación era tan sólida como la pared de un frontón, sin embargo había un algo que la hizo acercarse, apretarse contra él y besarle sin abrir los labios. Ella se apartó para poder sonreír, en parte divertida y en parte con malicia, en parte divertida por sentir contra su piel la erección de él que miraba hacia un lado y en parte con malicia por apretar tan concienzudamente sus pechos contra él, pues ella sabía que no pasaría nada, pero él no.
Enjabonarse fue un intento sin resultado, ella no quería tocar ciertas cosas y él quería tocar demasiadas. Al final salieron, ella primero, tapándose el ojo tramposo para no desatar sospechas. Mientras ella levantaba despacio las piernas para salir sin tropezar de la bañera, él levantó un segundo su venda, quedándose con la visión de ella desnuda de espaldas —el espejo no le sirvió para lo demás porque estaba empañado, solo mostró una figura abstracta de color piel— y regodeándose de la trampa que acababa de cometer. Él le dio una toalla, ella cogió su ropa que había dejado hecha una bola encima del bidé y salió.
Ya no pasó nada más, se vistieron por separado y sin vendas, él secó el suelo que habían dejado bojado en el baño, salieron de la casa y cerraron con llave. Abajo, el portero pensó que estaría lloviendo al verles a los dos con la cabeza mojada. No hablaron demasiado, tan solo caminaron varias calles hasta que se separaron, ella iba hacia el metro y él hacia la estación de autobuses. No había nada entre ellos, aquello solo eran los deberes pendientes de otra época. Él tal vez la quería y ella necesitaba que él siguiese vivo.

lunes, 4 de abril de 2016

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Hay una ventana grande, dos butacas, un taburete y un par de estanterías con libros y objetos de decoración. En una butaca está sentada una chica y en la otra un chico. En el taburete está sentado un hombre que sonríe como quien no sabe y es feliz. Tiene las mejillas chupadas, lleva sombrero, tiene ojos distraídos y es viejo o lo parece. El chico y la chica empiezan a hablar, como si les hubiesen indicado que debían hacerlo, sin embargo mueven los labios y hacen gestos con las manos, pero no se oye ningún sonido. Sin embargo el anciano se fija en ellos y arruga la frente, no le gustan los semblantes de los chicos. Ella se levanta ligeramente, está gritando en silencio, el viejo a punto está de acercarse y tocarla el hombro, pero el viejo no se mueve, el viejo no habla. La conversación invisible sigue frenética, aspavientos feroces. Entonces el hombre del sombrero de caña mira su mano derecha y ve que primero el dedo corazón y luego toda la mano, empiezan a desaparecer. Cada grito y cada palabra hacen que su piel y su ropa se vayan volviendo transparentes y luego desaparezca, despacio, de las extremidades hacia el tronco. Al viejo se le humedecen los ojos, ¿acaso esos chicos no ven lo que están haciendo?
El chico tiene un nudo en la garganta, la chica tiene los ojos rojos y una lágrima caliente le baja por la mejilla, el viejo llora en silencio, con los labios muy apretados como quien intenta no morirse, vaciarse por los ojos, vaciarse de desesperación y desaparecer para saber que jamás habrá algo igual. Los chicos se sientan y apoyan la espalda en el respaldo, miran al techo y cierran los ojos, están exhaustos. El viejo ha desaparecido, solo queda su sombrero sobre el taburete.
Afuera llueve.
Llueve mucho.