Una vez la mañana tuvo
luz, la localidad de San Lázaro, ocupada por las fuerzas sublevadas, fue tomada
de improvisto por un grupo de hombres armados, antiguos soldados del bando
contrario. Las fuerzas sublevadas se refugiaron en el cuartel, en el centro del
pueblo, y fueron asediados por estos hombres que les atacaban de una forma
extraña, como con una energía distinta, y es que aquellos hombres habían sido
llevados al bosque para ser ejecutados la noche anterior, y ahora se
encontraban allí, disparando contra los muros del cuartel, en un ataque que si
bien era insignificante, para ellos tenía el peso de toda una guerra.
La pasada noche
caminaban dentro de un grupo de prisioneros y civiles aún mayor, en silencio,
custodiados por soldados, recorriendo un camino del bosque que desembocaba en
un claro donde esperaban ya cavados unos grandes hoyos negros. Entre todos
ellos había un muchacho muy joven que aparentaba aún menos edad de la que
tenía. El chico vestía un uniforme de soldado, pero cualquiera hubiera creído
que se lo robó a un cadáver por no pasar frío. Caminaba con las manos juntas
pegadas al pecho e intentaba recordar algunas oraciones, pero como no le venía
nada claro y no tenía un cigarrillo que llevarse a los labios, se fijó en su
propio vaho, que apenas veía gracias a la luna, y se entretuvo siendo un lobo,
un dragón o una locomotora. Y entonces pasó. El vaho le hizo recordar la nieve,
y a quien le acompañaba aquella vez en la nieve. Pensó en esa persona y le
infundió ánimos. Siguió pensando y sintió cómo se le calentaba el pecho.
Entonces pensó con todo el detalle que pudo en aquella persona y sucedió. El
pecho, por debajo de la ropa, se iluminó, y brilló tanto y tan fuerte que la
luz llamó la atención de todos los presentes y luego les cegó. Esta fue la
situación que algunos aprovecharon para arrebatarle las armas al enemigo y asaltar
el pueblo a la mañana siguiente. Del chico no se supo, en principio, nada más.
Cuando los soldados
sublevados lograron salir del cuartel mataron en el tiroteo a la mayor parte de
los asaltantes y apresaron a los demás. Un oficial, viendo las caras de los
prisioneros, identificó a uno de ellos como un soldado al que había mandado
ejecutar la noche anterior. El soldado, al ser interrogado, contó la historia
de cómo estaban siendo conducidos por soldados enemigos a través del bosque,
sin más luz que la luna, y cómo de pronto un muchacho se llevó las manos al
pecho y de éste empezó a sonar algo, algo que llamó la atención de todos pero
que en seguida se tornó un sonido tan agudo que tuvieron que taparse los oídos.
Este sonido, además, hizo vibrar la tierra y entre las ondas que creaba se
fueron enterrando los hombres que les habían estado conduciendo, de manera que,
cuando el sonido paró, fue fácil desarmarles.
Los hombres que
asaltaron San Lázaro murieron en el tiroteo o fueron ejecutados después,
aquella misma tarde. El último hombre al que fueron a disparar se situó de
espaldas a una pared agujereada y manchada de sangre, de frente a una masa de
fusiles. Miró los rostros de quienes iban a disparar y lo que vio en ellos fue
frío y ese frío le hizo recordar la noche anterior, en la que eran conducidos a
un claro, bajo la luna y entre los árboles, y que de pronto se empezaron a oír
extraños sonidos, un cubo de agua volcándose, unas piedras cayendo por una ladera,
un caballo encabritado, y a ese mismo caballo se le oyó cabalgar en el interior
del pecho de aquel muchacho, al que pusieron al borde de un hoyo negro y que
pensó en alguien a quien quería tanto que su corazón bien podría empezar a
brillar hasta cegarlos a todos o estallar en un grito que les hiciese
desaparecer.
La fosa donde está
enterrado aquel muchacho se podrá localizar el día en que podamos ver la tierra
desde el cielo
y la podamos ver
brillar.