lunes, 24 de diciembre de 2018

El corazón le brilla


Una vez la mañana tuvo luz, la localidad de San Lázaro, ocupada por las fuerzas sublevadas, fue tomada de improvisto por un grupo de hombres armados, antiguos soldados del bando contrario. Las fuerzas sublevadas se refugiaron en el cuartel, en el centro del pueblo, y fueron asediados por estos hombres que les atacaban de una forma extraña, como con una energía distinta, y es que aquellos hombres habían sido llevados al bosque para ser ejecutados la noche anterior, y ahora se encontraban allí, disparando contra los muros del cuartel, en un ataque que si bien era insignificante, para ellos tenía el peso de toda una guerra.
La pasada noche caminaban dentro de un grupo de prisioneros y civiles aún mayor, en silencio, custodiados por soldados, recorriendo un camino del bosque que desembocaba en un claro donde esperaban ya cavados unos grandes hoyos negros. Entre todos ellos había un muchacho muy joven que aparentaba aún menos edad de la que tenía. El chico vestía un uniforme de soldado, pero cualquiera hubiera creído que se lo robó a un cadáver por no pasar frío. Caminaba con las manos juntas pegadas al pecho e intentaba recordar algunas oraciones, pero como no le venía nada claro y no tenía un cigarrillo que llevarse a los labios, se fijó en su propio vaho, que apenas veía gracias a la luna, y se entretuvo siendo un lobo, un dragón o una locomotora. Y entonces pasó. El vaho le hizo recordar la nieve, y a quien le acompañaba aquella vez en la nieve. Pensó en esa persona y le infundió ánimos. Siguió pensando y sintió cómo se le calentaba el pecho. Entonces pensó con todo el detalle que pudo en aquella persona y sucedió. El pecho, por debajo de la ropa, se iluminó, y brilló tanto y tan fuerte que la luz llamó la atención de todos los presentes y luego les cegó. Esta fue la situación que algunos aprovecharon para arrebatarle las armas al enemigo y asaltar el pueblo a la mañana siguiente. Del chico no se supo, en principio, nada más.
Cuando los soldados sublevados lograron salir del cuartel mataron en el tiroteo a la mayor parte de los asaltantes y apresaron a los demás. Un oficial, viendo las caras de los prisioneros, identificó a uno de ellos como un soldado al que había mandado ejecutar la noche anterior. El soldado, al ser interrogado, contó la historia de cómo estaban siendo conducidos por soldados enemigos a través del bosque, sin más luz que la luna, y cómo de pronto un muchacho se llevó las manos al pecho y de éste empezó a sonar algo, algo que llamó la atención de todos pero que en seguida se tornó un sonido tan agudo que tuvieron que taparse los oídos. Este sonido, además, hizo vibrar la tierra y entre las ondas que creaba se fueron enterrando los hombres que les habían estado conduciendo, de manera que, cuando el sonido paró, fue fácil desarmarles.
Los hombres que asaltaron San Lázaro murieron en el tiroteo o fueron ejecutados después, aquella misma tarde. El último hombre al que fueron a disparar se situó de espaldas a una pared agujereada y manchada de sangre, de frente a una masa de fusiles. Miró los rostros de quienes iban a disparar y lo que vio en ellos fue frío y ese frío le hizo recordar la noche anterior, en la que eran conducidos a un claro, bajo la luna y entre los árboles, y que de pronto se empezaron a oír extraños sonidos, un cubo de agua volcándose, unas piedras cayendo por una ladera, un caballo encabritado, y a ese mismo caballo se le oyó cabalgar en el interior del pecho de aquel muchacho, al que pusieron al borde de un hoyo negro y que pensó en alguien a quien quería tanto que su corazón bien podría empezar a brillar hasta cegarlos a todos o estallar en un grito que les hiciese desaparecer.

La fosa donde está enterrado aquel muchacho se podrá localizar el día en que podamos ver la tierra desde el cielo
y la podamos ver brillar.

lunes, 3 de diciembre de 2018

El niño grita algo


El niño dice que va a aguantar la respiración y que se va a caer muerto. Casi con ilusión coge aire y se tapa la nariz y la boca. Aguanta a cada rato un poco más, logrando atraer bastante atención, hasta que al final se cae. Cuando ve que le levantan sonríe porque allí hay varias personas preocupadas, entonces sus hermanos le alzan y su madre llora muy fuerte. El niño ríe y les dice que era broma, que no está muerto, pero le siguen llevando en alto y se incomoda, pidiéndoles que le bajen, que era todo una broma. No le gusta que continúen una broma que ha empezado él, perder el control, así que se enfada con su hermanos que le están dejando sobre su cama. Cuando por fin se van y va a poder levantarse aparecen sus dos tías, con el rostro muy blanco y la frente tensa. Una de ellas sale a estar con la madre, que sigue llorando de una forma que el niño no entiende y que le asusta de veras, pero entonces la otra tía le empieza a dar toquecitos en la cara con uno de esos algodones que usa para echarse colorete y al niño le hace cosquillas y vuelve a reír, porque no entiende el nuevo giro del juego pero éste sí le divierte. El cansancio le va viniendo y cierra los ojos un momento, no llega ni a dormirse, pero al volver a abrirlos ve que la luz de la ventana es la de la mañana, así que sí debe haberse dormido. Ante él están sus hermanos, uno al lado del otro, mirándole. Dan un poco de miedo así tan serios y vestidos de traje, al niño no le salen las palabras hasta que ve que uno de ellos sujeta más ropa. Le empiezan a quitar sus pantalones y él se revela, nervioso, porque no le gusta que le vean desnudo. Les grita y les llora, dice no, no, no y llama a mamá, pero de ella no se escuchan ni sus llantos y ellos se imponen sobre el cuerpecito que se resiste y le ponen pantalones y una camisa blanca que siente que le queda justa y le asfixia, que le molesta y le hace detestar cualquier plan para el que se la hayan puesto. Piensa que cuando se vayan del cuarto se la quitará o al menos desabrochará algunos o todos los botones, pero ellos no se van sino que se lo llevan. Le llevan cogido entre los dos de forma que no se puede escapar, pero él deja de moverse cuando escucha cómo hablan entre ellos, con qué tono, y por qué no se dirigen a él. Más tarde, en esa otra cama, un hombre le pregunta a mamá, que está muy rara, que si abierto o cerrado, y ella contesta que cerrado, así que la tapa deja al niño a oscuras, lo cual le encanta porque está muy enfadado con todos, pensando en cómo vengarse y sintiendo que ahí, en tan poco espacio, se siente protegido como en aquella ocasión en la que se iban de vacaciones y las maletas que no cabían en el maletero pasaron a los asientos de atrás, dejando a los hermanos sobrecargados, dejándole a él apretado contra el cristal, lloviendo al otro lado, haciéndole sentir separado y seguro de todo. Lo único es que sí que le gustaría abrir la tapa cuando oye las voces, porque son muchos los murmullos que no entiende y no le parece mala idea abrir la tapa pegando un susto, pero se da cuenta de que eso haría que ya no se tomasen en serio su enfado, así que se queda allí dentro, rumiando su ira. Al final oye unos golpes, no unos golpes contundentes como un puño contra la mesa, sino como si oyese distorsionada la respiración agitada de un caballo, aunque luego consigue identificar el sonido: es de tierra chocando contra la madera. Se desespera, el niño se desespera y suplica perdón sin saber por qué, pero quiere salir de allí y llora gritando que lo siente.

A pasear la medianoche


Desaparece el Sol, pero inquieto aún deja en el cielo dos ojos grandes para observarlo todo. Los ojos se vuelven rojos de cansancio y acaban por cerrarse. Todo se vuelve oscuro y la ciudad enciende farolas de luz muy blanca. Una señora recoge el felpudo de su casa, lo sacude y lo guarda dentro. Vuelve a salir, murmura el frío que hace y entra en casa guardando consigo a la gente, cada uno en su casa, dejando las calles oscuras, negras y blancas y muy frías. Pasan algunas horas sin que pase ni se oiga nada, no hay relojes de cuerda ni búhos. Las casas parecen respirar sobre la plaza, parecen hacerse grandes sobre ella y luego retirarse.
Por una esquina de la misma, como si fuese un teatro, aparece un hombre con un carrito negro de bebé. No se le oye a él, al carro ni al niño, hace frío. El niño va cubierto por una manta, el hombre lleva capucha y braga. Antiguamente se sacaba a pasear a los bebés en coche para que se durmieran, pero viendo al hombre del carrito parece que haya salido a caminar más bien por él mismo, tal vez para huir del calor de la casa con lo que ello implica.
El hombre se pierde tras unos árboles y a esos árboles terminan yendo a parar dos adolescentes que se besan a cada rato y hablan en susurros nerviosos. No tienen casa, ni coche ni una bohardilla en una ciudad bonita y lluviosa, cuando les viene la sangre no tienen otra que acudir a la naturaleza. Una vez ocultos miran en las distintas direcciones buscando a ver desde dónde les podrían ver, entonces dejan la piel al aire libre, la menor posible, hace frío.
Los adolescentes salen sin mirarse de entre los árboles y buscan la salida de la plaza, entonces se topan con dos pequeños perros, uno blanco y uno gris, que corretean entre sus piernas. Más allá está el hombre que los ha sacado a pasear.
El dios Ra debe matar a la serpiente para que amanezca, si no lo hace la ciudad seguirá cubierta por la noche, aunque no por ello nadie seguirá durmiendo, el frío les inquieta y hace que se muevan nerviosos.