sábado, 25 de junio de 2016

La casa está vacía

Un escalofrío me recorría las piernas y otras partes del cuerpo. El sol incidía en la parada haciendo que a mi alrededor apareciese una aureola roja. De pronto vi aparecer el autobús, el gran gusano verde, y me preparé para lo mejor. Lizia se bajó y ante la duda nos dimos dos besos. Caminamos a una distancia que un observador imparcial hubiese calificado de excesiva, pero claro ¿qué iba a hacer yo? Tal vez no cogerla de la mano, pero sí apoyarla en la parte baja de su espalda o dejarle alguna caricia en el brazo. Era extraño que pese a estar seguro de lo que ocurriría en el margen máximo de una hora sintiese que no tenía ni idea de qué podía pensar ella y no supiese hasta dónde llegaba mi libertad. La imagen que me venía a la cabeza era la de estar apoyado contra una pared, con Lizia frente a mí pidiéndole que le besase y al bajar la vista, ver una navaja entre los dos.
Llegamos a la casa y Lizia me volvió a preguntar si no había nadie.
—Tranquila, la casa está vacía.
Entonces pasamos; le enseñé el jardín y el salón sin demasiados ánimos, al igual que ella tampoco los observaba con gran interés. En el cuarto, sobre la mesa, le enseñé qué era pila de ordenados papeles: mis escritos y dibujos. Ella iba pasando los folios, mirando las ilustraciones y leyendo sólo si había poco escrito. No estaba especialmente interesada, parecía distraída, tampoco a mí me apetecían aquellas cosas, pero eran un trámite necesario, algo así como el papel de regalo que le da todavía mayor valor al objeto. Bajé el estor en un simulado movimiento distraído y me coloqué a su espalda. Empecé a masajearle los hombros, lo cierto es que me considero un buen masajista, pero en aquella ocasión mi masaje era superficial, solo buscaba generar una sensación agradable y buscar una excusa para que se juntase nuestra piel. Ella dejó sobre la mesa el papel que tenía en las manos y entonces le aparté el cabello y le empecé a besar el cuello. Besos pequeños que buscaban ver su reacción, reacción que se manifestó con su mano enredándose fuerte en mi pelo. Entonces se giró y nos besamos. Aquel beso llegaba con tanto retraso y tal fue su pasión que la icé en el aire y la senté encima de la mesa, para perdición de mis papeles, que quedaron desperdigados, arrugados o incluso tirados por el suelo. Entonces la levanté de la mesa y la tumbé en la cama, donde el fuelle volvió a disminuir y la besé con cuidado, buscando un nuevo permiso que llegó en forma de que me quitase la camiseta. Así no besamos, mordimos y acariciamos, y cuando liberé su piel y le mordí aquel diminuto pezón marrón, se oyó el rasgar de las cuerdas de una guitarra. Nos miramos muy quietos y ella movió los labios preguntando algo. Me erguí y pregunté a voz de grito:
—¿Hay alguien en casa?
Dejé pasar unos segundos, me incliné sobre Lizia y le comenté que habría sido el aire rozando las cuerdas, o que algo se habría caído, pues en aquella casa, al llegar el verano, las maderas crujen y aparecen ruidos de orígenes inciertos. Toda esta explicación la hice rápido, buscando no perder la excitación ya perdida. Pero un esfuerzo por mi parte de volver a recorrer  su cuerpo con la boca y con la lengua le hizo olvidar sonidos estúpidos y volvió a clavarme las uñas en la espalda, dolor indiscutible de la victoria.
Cuando cayeron sus pantalones y quedaron esas bragas blancas como última barrera antes de encontrarnos los dos desnudos, sonó el ruido que hace un teléfono móvil al recibir un mensaje. En aquella ocasión no tenía sentido volver a preguntar, así que me puse los calzoncillos y el pantalón y me armé con un trozo de madera que había formado parte del envoltorio de la silla del escritorio, ya montada. Salí al pasillo y me dirigí hacia la fuente de ambos sonidos, la única habitación que había a la derecha del pasillo. Caminé despacio, procurando no hacer ruido, porque solo en las películas se hace la estupidez de ir avisando la posición de uno. De un salto entré en el cuarto y vi el lecho vacío, el suelo, las estanterías y la guitarra apoyada en su soporte, no había lugar alguno donde esconderse.
—¡Lizia, aquí no hay nadie!
Por si acaso, a la vuelta no entré en el cuarto sino que recorrí el pasillo hasta el baño, vacío. También bajé las escaleras, aún con el palo en lo alto, y comprobé el salón, el otro baño y la cocina. Bajé el arma y avisé:
—¡La casa está vacía!
Entonces subí las escaleras y al entrar en el cuarto vi la pila de papeles perfectamente ordenada sobre la mesa, la cama hecha y a nadie allí.
—La casa está vacía —susurré.

jueves, 23 de junio de 2016

El golpe más breve

En la cabaña del bosque, varios cargos importantes del ejército de Patamaní, así como dos políticos, un periodista, un par de militares rasos y un chivato, preparaban el que acabaría siendo el intento de golpe de estado más breve visto jamás tanto dentro como fuera del continente. El chivato no era chivato de profesión, sino que por fuera era otra cosa pero en el fondo era un chivato. Marcharon todos a los tres coches y el hombre del revólver plateado, el chivato, se quedó al teléfono para avisar al general Martínez que partían hacia su base para iniciar el asalto a la capital, e iniciar el asalto al poder poder, y quitar del gobierno a lo incompetentes, y restaurar las buenas costumbres, y devolverle a la patria su renombre y blablablá... El general, en cuanto colgó al hombre del revólver plateado, mandó a la infantería prepararse y a los técnicos cargar los tanques de combustible y munición, mientras que el chivato, en cuanto colgó al general, llamó a la única base militar no metida en la conspiración de la que conocía el número: un aeródromo con un avión, tres personas y un perro. Los coches habían partido ya y el hombre del revólver plateado cogió su motocicleta y siguió la senda que estos abrían tomado, él se imaginaba  que los del aeródromo avisarían a otras fuerzas y juntos cortarían el golpe de raíz, pero lo que no se imaginaba es que el hombre que le había contestado al teléfono mandaría al único aviador del lugar coger el avión —un montón de escombros que había participado en la última guerra en Europa y que había sido regalado a Patamaní para decorar una rotonda o un jardín, pero no para que lo incorporasen a sus fuerzas aéreas— y cargar contra un convoy que se dirigía a la base del general Martínez por la carretera del sur.
El aviador detectó tres vehículos, cayó en picado y los ametralló rompiendo todas las ventanas, destrozando el metal, haciendo saltar las ruedas y destrozando a los habitantes, solo una pasada hizo falta para hacer que aquellos tres vehículos pareciesen pura chatarra.
El general Martínez no dejaba de mirar el reloj, nervioso, sin entender cómo no estaban allí, al igual que el técnico y el aviador, que sin separarse de la radio no entendían cómo no había noticia alguna sobre el golpe y creían haber matado civiles. El general que hacía rato había mandado a las tropas subir a los camiones y las había dividido con la intención de marchar sobre la capital y otras dos ciudades importantes, mandó una patrulla de reconocimiento por la carretera del sur. Estos vehículos blindados dieron con tres coches accidentados y los sacaron fuera de la carretera, también tuvieron un accidente con un motociclista, probablemente ebrio. Al saber todo esto, el general Martínez, viendo que los golpistas habían desaparecido, dijo a las tropas que aquello había sido un simulacro de movimiento anti-revolucionario y los mandó a los cuarteles.
El chivato, el hombre del revólver plateado, cuando subía por la carretera, al ver carros blindados y entender que pese a su esfuerzo el golpe militar había empezado, en un arrebato de desesperación se lanzó a un margen del camino dejando que la motocicleta se estrellase contra el primero de los carros y quedase engullida por sus ruedas de oruga. En la caída perdió también el revólver.
El Gobierno vio de pronto que gran parte de su alto mando había desaparecido, así que mandó su búsqueda y ejecución al ser acusados de traición. El general Martínez, temedor de que en cualquier momento se destapase su posición en la trama, huyó en un vuelo clandestino que pretendía salir del país. El piloto del vuelo era aquel que habiendo salvado el país creía haber asesinado civiles. El avión en cuestión fue derribado por el Gobierno en la frontera este de Patamaní, advertidos por un chivatazo de que en él viajaba el alto mando.
Años después, en un alto en el camino para comer, un niño encontró jugando un revólver muy sucio que al limpiarse quedó plateado. Hoy en día está expuesto encima de su chimenea y no tiene ni idea de que perteneció a uno de los mayores héroes de la patria.

La malvada criatura

Hay varias especies de pájaros y de lagartos que hacen algo parecido, dejar sus propios huevos en nidos ajenos para aprovecharse del cuidado que la otra especie aportará a sus propios huevos o incluso para desencadenar fatídicos resultados. La especie de la que voy a hablar ahora sigue el mismo esquema, pero es tan irrisoria y fatal que merece su estudio por separado.
Con un solo huevo polizón es suficiente. Por lo general tendrá un período de gestación mayor que el de los otros pájaros, y si es colocado junto con una remesa de huevos, es probable que estos eclosionen y abandonen el nido antes de que nazca esta criatura, cosa que es probable que ocurra junto con una segunda tanda de huevos legítimos. El pájaro que custodie el nido podría librarse de ese huevo extraño que no termina de nacer, pero la criatura da suficientes muestras de que hay vida bajo el cascarón, además de que los pájaros muchas veces no pueden distinguir huevos ajenos si se encuentran en su nido y ante la duda es mejor tener cuidado, de cualquier forma accidentes hay siempre, especialmente si el pájaro no es pájaro sino que anteriormente, en otra vida, ha sido un animal con más conciencia y por medio de la reencarnación le ha tocado ser pájaro y se da cuenta de que ese huevo —engañosamente blanco— esconde un peligro terrible.
Finalmente nace la criatura que fingirá estar ciega o ser endeble para no levantar temores. Pero en cuanto el pájaro adulto abandone el nido en busca de comida, el extraño lanzará los otros huevos al suelo desde lo alto o le romperá el cuello a los polluelos ya nacidos. Se han dado casos en los que se ha comido al resto de crías con un apetito nunca visto en la naturaleza para un animal de su tamaño, excepto en el caso de las serpientes. Así irá dejando que los padres pájaro, o el padre o la madre solos en caso de tradición natural de divorcio animal, le vayan alimentando, incluso cuando ya supere por mucho en tamaño a estos. Llegado el final, terminará por matar a sus progenitores adoptivos y, por aparente diversión, se dedicará a destruir el nido. Pero es que su rastro de fechorías y maldad no acaba ahí, sino que también romperá ramas y atacará el árbol que le dio cobijo hasta reducirlo a astillas. Una vez en el suelo irá comiendo todo aquello que pueda, aunque sea por gula, y destrozando todo lo demás a pesar de que esto no le proporcione ventaja alguna.
Así entrará silencioso en un nuevo bosque —el anterior quedó perdido—, escalará un árbol y depositará un nuevo huevo de pandora en cualquier nido que se vea capaz de soportar su peso.
A pesar de que la naturaleza se regule a sí misma, esta especie, bastante joven en verdad, lo ha desequilibrado todo desde su aparición, ahora solo queda saber su nombre para poder temerla por medio de las palabras, nosotros la llamados el ser humano.

miércoles, 22 de junio de 2016

El otro sitio

Es extraño, siempre me siento de ese lado de la mesa y no de éste. A ver, es que he tenido que coger el ordenador deprisa y como en el otro extremo había cables me he puesto en éste. Luego he bajado los cables al suelo pero he seguido aquí. Entonces me he vaciado los bolsillos (la cartera, las llaves, bolígrafo, subrayador, un cuaderno y la pasión, el móvil ya estaba fuera) y he descubierto que esas cosas suelo ponerlas en este extremo de la mesa donde ahora está el ordenador, y por tanto las he ido a poner ahí, donde suelen ir los apuntes; entonces los apuntes habrán de ir a la biblioteca, y los libros de la misma creo que se los daré de comer a mi profesor si decide no aprobarme.

martes, 21 de junio de 2016

Canto a la niñez

Hay gente a la que le hubiese gustado nacer aquí, y conozco personas que intercambiarían sus razas como si fuesen cartas. Hay quien se tiñe el pelo, o se opera la cara o incluso se cambia la piel. Muchos no están de acuerdo con el sexo que les ha tocado y hasta los hay que lloran por el momento histórico en el que han nacido. Y en este mundo de cambio de rostros y siguiendo la senda de aquellos que se quejaban de que no se les había preguntado si querían nacer, que les había sido impuesto, algunas personas querían haber seguido siendo niños. No crecer, no ser un adolescente estúpido ni un adulto triste, seguir siendo un niño volátil, hecho de aire, con las rodillas destrozadas, que aprovecha cada día sin pensar siquiera en ello, para quien no existe el futuro a no ser que se trate del día próximo, de su cumpleaños, de navidad o del verano, un verano que parece un año. Estas gentes se retrasan cuando caminan cerca de un parque y ven a los niños jugar; se compran un perro para que sea su puente con aquellos despreocupados de la vida y, todo sea dicho, para jugar con el animal en la intimidad del hogar como solo lo haría un crío, tirándose por el suelo y haciéndose cosquillas hasta gritar de risa, para aparente horror de los vecinos. Esta gente no necesita un santo y seña para reconocerse, tan solo se miran a los ojos, tal vez rojos, tal vez con gafas, pero que siguen siendo la única parte del cuerpo que no ha envejecido, y se reconocen. A veces se sonríen y hasta los hay que se enamoran, culposos, sí, porque ese amor no es cosa de niños, pero lo compensan en su relación jugando y haciendo del sexo un juego de médicos moderno y ya que no pueden pintar las paredes con ceras, se pintan la espalda. Después se juntan en los cafés y con la excusa de que luego les cuesta dormir no piden uno, sino que piden un chocolate, y juntos recuerdan, pero no anécdotas cotidianas, sino historias acontecidas cuando eran niños, aquella época tan maravillosa que brillaba y en la que eran tan felices. Entonces gritan añorando cuando sus madres les regañaban, las mismas madres que luego les traicionaron diciendo “cuánto has crecido”. Gritan y en el café todos les miran, pero nadie les explica que en aquel trocito de mundo, el trocito de los adultos, esas cosas no se hacen, nadie les dice unas palabras que con solo ser escuchadas expían el mal que acaben de hacer, no hay un “perdón” sincero que solucione las cosas. Estas personas se pasan la vida siendo completamente infelices y a la vez envidiablemente felices pues han descubierto que las vallas de los colegios, a pesar de estar pintadas de vivos colores, cuando pasa el tiempo, cuando llueve, el color se va y solo queda eso, la valla, que te impide avanzar, que te impide correr, que solo te deja un patio limitado en el que jugar, un patio cada vez más pequeño según se va creciendo. Sin embargo también hallan una felicidad que a las personas corrientes —corriente, que palabra más gris— se les escapa, ellos se agachan en mitad de la acera, entre gritos de sorpresa de los viandantes, para ver una margarita que ha atravesado el asfalto, o tienen diarios con dibujos y secretos o te tocan el brazo, te señalan el cielo y con voz de cinco años te preguntan si alguna vez te has dado cuenta de que las nubes son dibujos de los dioses. Estas personas no logran llegar a una nueva niñez, envejecen y mueren, sin embargo disfrutan de ser ancianos, pues los llamados viejos son los que en realidad están más cerca de los niños, a quienes menos les importan las cosas, quienes vuelven a los parques, a quienes hay que cuidar, quienes pueden jugar y, si hace falta, quienes pueden gritar en un café con la única repercusión de que el acompañante de turno les diga que eso no se puede hacer. En el velatorio, con el ataúd abierto, sus cuerpos arrugados muestran una sonrisa esplendorosa, y en el entierro los adultos lloran pero los niños no, nunca un niño lloró en su funeral.

Los tres agujeros

Cuando me acercaba a los demás y les decía que mi novia tenía tres agujeros, me miraban muy mal. Desde luego pensaban que hablaba de lo sexual, cosa que alguien como yo no podía entender. Ellos creían que me refería a boca, vagina y ano, pero, ¿cómo podía conocer yo esos tres agujeros si mi novia nunca había abierto la boca ni se había bajado las bragas? Yo me refería a los tres agujeros que tenía en el pecho, los que la mataron y le hicieron estar siempre junto a mí y a la vez infinitamente lejos.

lunes, 20 de junio de 2016

Laura en el hospital

La ambulancia llega al hospital al medio día con las luces encendidas, Laura se ha puesto peor. Su padre le ha seguido en coche y la madre vendrá más tarde con ropa y artículos necesarios. Laura, lo primero que hace cuando ve a sus padres es pedirles que avisen a su novio Dinaí. Es una mala hora para ser ingresado y las demás visitas obligadas dejan pasar la hora de comer y  la hora de la siesta y empiezan a aparecer a eso de las seis de la tarde, dejando en el vestíbulo del hospital, cuando se encuentran con otros parientes o amigos, la molestia simulada de perder allí la tarde. El padre intenta hablar con Dinaí pero no lo consigue, por si acaso deja constancia en su casa y a sus padres. Por la gravedad de Laura le han dado una habitación para ella sola, lo que permite a los visitantes hablar en un murmullo tumultuoso y reír casi a gritos sin darse cuenta de que aunque no haya otros pacientes a los que molestar, allí está Laura. Ella mientras tanto está tumbada boca arriba, con la cabeza y el cuello apoyados en una almohada y los brazos largos y pálidos paralelos al cuerpo por fuera de las sábanas, recuerda a algo, nadie sabe a qué pero a todos les recuerda a algo. Llegan las tías de Laura, con grandes sombreros e inundando la sala con un potente olor a perfume. Laura, que tiene ojeras y los ojos cerrados la mayor parte del tiempo, piensa que qué duro trámite es la familia. Lo cierto es que con remordimiento piensa que lo que le gustaría es que allí no hubiese nadie, solo silencio, eso y que en un momento, al abrir los ojos, se encontrase mirando a un Dinaí despeinado que la mirase sonriendo, con aquella sonrisa triste. Fue en aquel mismo hospital donde se conocieron, Laura volvía a estar ingresada y Dinaí, que era un bestia, se había roto un brazo y una pierna en la misma caída, de eso hacía ya mucho tiempo y Laura se preguntaba cómo es posible echar tanto de menos a alguien que conoces desde hace tanto tiempo. El último visitante, que entra durante un murmullo en el que algunos se preguntan si llegan a la última sesión de cine, es Joaquín, el payaso que se encargaba de hacer reír a Laura cuando era una niña y se encontraba en las mismas, lo malo es que esta vez no tiene que pintarse una lágrima o arrugar los labios para aparentar estar triste. Laura siente el dolor de sus padres como un muro de ladrillos, grande pero que sigue unas directrices, sin embargo el dolor de Joaquín lo siente como algo desorbitado y mutable que cubre toda la habitación, por encima del perfume y los sombreros de sus tías. Al final un médico manda salir a todos dejando solo a los padres, que se sientan cada uno al lado de Laura y le cogen una mano. Ella duerme y su respiración suena costosa, sus padres hablan con el lenguaje de las miradas. Al final ella le hace un gesto y él sale del hospital dispuesto a traer a Dinaí de la forma que sea. Lo que nadie sabe es que Dinaí lleva mucho tiempo allí, apoyado en un muro del hospital, de cuclillas, llorando enfrente de un ramo de flores destrozadas.

La puerta

Esa puerta, es esa puerta. Aquí las paredes son blancas y las mesas son de ese marrón oscuro del que es la madera. No hay más, por demás colores solo están las ropas de los que aquí estamos, por lo general colores no llamativos. Las paredes y el suelo blancos, las mesas marrones… pero lo verdaderamente importante es el silencio, de este lado de la puerta hay silencio, algún crujido ocasional de la madera y los sonidos que podamos hacer nosotros buscando una mejor postura, pero por lo demás silencio. Sin embargo, más allá de la puerta el ruido es anárquico. Hubo una ocasión en la que una pareja, cansada de devorarse con los ojos pero no poder hablar por el silencio reinante, se levantaron, fueron hasta la puerta y la abrieron. Fue solo un instante antes de que el ruido les engullese, pero en ese momento todos miramos allí, a lo que se oye pero no se ve, y estiramos los brazos como queriendo decir “¡cerradla!”.
Ahora la puerta está entornada, un insensato se marchó sin cerrarla bien. Sin embargo no se oye nada, todos miramos a la puerta como si el ruido estuviese ahí al acecho, a punto de saltar.

domingo, 19 de junio de 2016

Ágata en su funeral

Rusto Felini llegó a mí como mosqueado.
—Es que no hay respeto.
Le puse la mano en el hombro, agarrando la piel y sintiendo el hueso debajo.
—¿Qué pasó?
—Pues nada, pive, que de la que venía veo a dos chicos ametrallando un coche.
—¿Quién había?
—Habían arrinconado detrás del mismo a un policía.
—¡Hombre! Es que un policía no se arrincona así como así, y además, si son jóvenes... ¿qué fue de él?
—Nada, salió escopetado.
—Una pena.
—No, hoy no. Hoy ni tiros ni hostias. La Revolución puede esperar.
—Creo que ella misma te hubiese dicho que no.
—¡Ah! Pero por eso estamos aquí, ella ya no puede reprocharnos nada.
Subimos las escaleras en cuyos escalones ya había apoyados fusiles y ametralladoras que no cabían en la casa. Cada guerrillero, al llegar, se descubría la cabeza y apoyaba el arma en alguna parte. Se veían escopetas y rifles en los que colgaban el sombrero o la gorra de su dueño. Enseguida me separé de Rusto y fui a saludar a los pocos familiares de Ágata que quedaban. La hermana estaba más al velorio que a los invitados, así que me dejó con las condolencias en la boca. El hermano me odiaba como odiaba a todos allí, odiaba a los revolucionarios, a los gubernamentales, a la Revolución, a Dios y a su hermana por habernos metido a todos en aquel embrollo, aunque tal vez a su hermana la odiaba menos que al resto de cosas por considerar éstas causa indiscutible de la muerte de ella. Recuerdo que vestía de azul y que me dije que hacía mucho tiempo que no veía a alguien vestir de azul. Por último estaba la abuela, mujer diminuta e inmortal, a la que fui a dar la mano, me cogió del brazo y, tirando de mí, me plantó dos besazos en las mejillas. Yo sabía que entre todos siempre me había preferido a mí y que Ágata y ella se habían enfadado en más de una ocasión por ese tema. También estaba Rufián, claro, detrás de todos, dándome la mano fría de una forma hermética, muy hijoputa todo. Rufián, que había ganado, que había logrado lo que tantos queríamos aún por encima de la Revolución, siempre nos había odiado, a mí especialmente por considerarme siempre una especie de enemigo al acecho que podía arrebatarle lo que él quería, aun cuando lo que él quería me había abandonado a mí. Rufián me parecía un gilipollas por eso, porque daba la sensación de que ocupado en mantener la guardia tan alta nunca había disfrutado lo que tenía, como el ladrón que no duerme desesperado por no perder sus tesoros, bueno, por eso y por haber acabado con Ágata.
Oía de fondo a Rusto decir que aquella noche no se pegaban tiros cuando entré en el cuarto. El olor era denso. No era un mal olor en sí, sino que lo hacía mal olor la intensidad. Cuando lo olí lo primero que pensé fue si los muertos sudan, después, cuando la vi, de pronto una frescura me cubrió, limpiándome las fosas nasales, para que después un calor con su sofoco se me echase encima. Estaba tan bien vestida que me dije que parecía que se iba a casar con la Muerte, luego me di cuenta de que miraba sus ropas por temor a mirarle el rostro. Cuando lo hice sentí me caía de rodillas y logré sentarme en una silla para disimular. Empecé a sentir cientos de golpes en el costado y por las piernas hasta lograr un dolor físico y la sensación del sabor a sangre en la boca. Como no sabía qué hacer con las manos, cogí la suya; entonces, tan fría, recordé una escena en un bosque nevado y los dos muertos de frío y de pronto el recuerdo se cortó y me vino el fragmento de otro recuerdo y después el de otro, y el de otro y le solté la mano y así únicamente me di cuenta de que estaba llorando. Mis lágrimas parecieron ser la sangre que atrae al cazador, porque de pronto apareció la hermana a mi lado, haciéndome caso, y yo me agarré a sus faldas y se las empapé con mocos, lágrimas y gritos inconclusos, como un niño pequeño. Me dio un vaso pequeño que al parecer había tenido todo el rato en la mano, el color era indeterminado y me lo bebí de un trago, me abrasó la garganta y me hizo sentir mejor.
Con cada trago la forma de pensar cambiaba, como si cada vez pensase en un idioma distinto. Y de pronto me vi mirando a la hermana y pensando que era guapa, y a la mujer de rojo y pensando que era guapa (¿quién demonios va de rojo a un velatorio?) y pensaba que ellas eran guapa pero que Ágata había tenido —y aún tenía aunque a cada segundo menos— otra belleza. Lo de Ágata eran rasgos físicos agradables pero que de alguna forma se veían complementados por “lo de dentro” que en su caso se podía ver, como tentáculos saliendo del agua. Y era tan bella, y tan misteriosa y tan esa palabra que aún no se ha inventado…
La gente empezó a brindar, no sé quién empezó, probablemente Rufián porque él había sido siempre así, muy de copa en lo alto. La gente levantaba los vasos, escuchaban, gritaban algo o mantenían el silencio y se destrozaban el interior de un trago.
De pronto hablaba Rusto Felini, quien probablemente era el actual mayor defensor de la Revolución:
—Y es así, porque solo una mujer tan grande podía haber iniciado todo este lío y haberles metido ese miedo enorme a los cabrones de los gubernamentales, ¡hurra, joder, hurra por Ágata, la más grande de todas y la más grande de todos!
—¡HURRA!
Entonces vi que me miraban. Miré como a tres personas para ver que me miraban, hasta la mujer de rojo, tan enroscada a un hombre que parecía una hiedra, me miraba. Esperaban grandes palabras, de amor y de revolución, de gritos hacia fuera y hacia dentro, a alguno de hecho se le veía el arrepentimiento en los ojos al descubrirse con el vaso muy en lo alto para el brindis y pensar que mi discurso sería eterno. Pero, aunque yo siguiese amando a Ágata incluso en aquel momento con tal pasión que mi corazón sudaba sangre, no eran cosas que decirles a ellos, de hecho ni aun queriendo me saldrían las palabras, lo que dijese, si lo intentase, serían las palabras equivalentes a las serpientes del reino animal.
—Por la única persona que murió de causas naturales en esta guerra.
—SALUD.
Y luego miradas de desconcierto.
Entonces se oyeron disparos y Rusto lanzó su vaso contra el suelo haciéndolo astillas de cristal.
—¡Mierda, joder, que esta noche no hay disparos!
Y sacó el revólver de su cinto. Se precipitó escaleras abajo y yo le seguí. Aunque hubiésemos querido una noche plena y serena, habíamos tenido que colocar a dos hombres armados en el portal, y estos se encontraban en un tiroteo cuando llegábamos.
—¡Qué pasa aquí, carajo!
—¡El Presidente, señor, el Presidente está detrás del coche blanco!
—¡¡¡Que pare todo el puto mundo de pegar tiros!!!
Y sorprendentemente le hicieron caso.
De detrás del coche blanco salieron dos escoltas y sí, nuestro mayor enemigo, el Presidente.
—Ya tiene cojones venir hasta aquí, pero lo siento, esta noche no te podemos ejecutar, aprovecha y márchate.
—Mira que eres estúpido, Felini. Yo vengo a ver a Ágata.
Entonces intervine yo:
—¿Y por qué quieres eso?
—Porque yo también la quise.
—Pero a ti te dejó el primero.
—Por eso soy el Presidente.
Subimos las escaleras. Rusto se adelantó para avisar de que nadie tocase un arma, yo le expliqué a los guardaespaldas que debían apoyar sus armas en la pared. Un rifle se apoya con facilidad, pero era divertido ver a aquellos dos gorilas vestidos de negro intentando apoyar las pistolas.
La noche pasó y siguió pasando, yo bebí tanto que juré haber visto a Ágata pasearse entre nosotros con un vestido rojo, la verdad es que eso si sería muy propio de ella, porque cuando quería era muy seria y empezaba la Revolución, pero otras veces era capaz de fingir su muerte y luego resucitar gritando sorpresa.
A la mañana siguiente había un coche fúnebre en la puerta. Me sorprendió verlo con el general estado de todos los servicios y Rusto me explicó que era un coche incautado por los revolucionarios y que hasta el día anterior había estado transportando granadas.
No sé cómo acabé en el funeral, quiero decir que es lógico que estuviese allí, pero me sentía como teletransportado, sin recordar el medio de transporte ni el viaje en sí, tal vez es que el alcohol seguía demasiado presente. El cementerio, con aquella luz tan aguda de primera hora, era demasiado blanco, el polvo del suelo, las lápidas, los muros con sus tejados, los mausoleos… el cielo era blanco y no distinguías el azul, ni las nubes ni el propio sol. El Presidente se me adelantó:
—Es como si en vez de a la tumba ya la hubiéramos acompañado hasta el Purgatorio.
Entonces el ataúd bajó en silencio, todas las palabras habían sido dichas la noche anterior o irían siendo dichas en el futuro. Allí nadie vestía de negro, todos vestíamos el marrón del cuero o el verde de los uniformes de campaña.
El presidente sacó una flor de algún sitio, también blanca, y la lanzó sobre el ataúd que se perdía en una oscuridad que parecía conducir a un lugar aterrador, frío y triste. Después se marchó abriéndose paso entre la gente, con esos empujones sofisticados que desarrollan los políticos.
Cuando el coche blanco presidencial se perdió en la primera esquina, hombres armados salieron desde el tejadito del muro, de dentro de los mausoleos y de entre las lápidas, como en una película del oeste. Yo ni me sorprendí ni intenté ocultarme cuando empezaron a disparar, tenía un regusto amargo en la boca y sentía desde la noche anterior que vivir se me iba a hacer muy cuesta arriba.

400 entradas - Idea para un negocio

No he escrito en varios días porque esta es mi entrada número 400 y quería hacer algo especial, el problema es que buscando ese algo diferente, no he escrito nada, así que creo que haré esta entrada a modo de pequeña celebración, algo así como una comida de cumpleaños con la familia, para poder seguir escribiendo habiendo pasado el trámite que se asemeja a una roca en el camino (una roca de cuatrocientos kilos).
La verdad es que bien pensado 400 está bien, es un número redondo en el que el 4 es simpático y los 0 inocuos, sin embargo está claro que esto es una celebración un poco empañada por ese 500, que es la mitad de mil y la dosmilésima parte de un millón. Pero como cien entradas son muchas y yo por poder me podría morir en la 432 (que no es un número digno de lápida) o podría decidir que lo mío no es la escritura (que ni es mía ni es de nadie), pues celebro esto ahora.
Tengo algunas cosas escritas en papel y muchísimos cuentos inconclusos no publicados en ninguna parte, además de cuadernos y tacos de papeles con notas, sin embargo casi todo lo que he escrito está aquí, en este blog, y aunque haya de todo, cosas serias y juegos muy tontos e incluso berrinches, cuatrocientas hojas conformarían un libro de bastante tamaño, que ni siquiera es eso, porque algunas entradas son muy breves, pero otras tantas superarían el folio (¡y estoy hablando de Din A4, las hojas típicas de los libros son como la mitad de tamaño!) y la media saldría a más.
Ahora me da por recordar cuando tenía doce años o así, que leía ficción histórica (libros que generalmente tienen escenas de sexo y escandalizaban a mis padres, a mis compañeros y hasta a un profesor que tuvo que aclarar de cara a toda la clase que "eso que salía en el libro de Miguel es perfectamente normal") y empecé a desarrollar la costumbre de imaginarme escenas de un hipotético libro o historia, escenas muy detalladas perdidas en algún momento de una trama mayor en la que ni pensaba, como si estuviese leyendo un libro y me encontrase en esas hojas y ahí estuviese toda mi atención. Recuerdo que me relataba cada frase a la vez que los personajes se movían a cámara lenta en mi cabeza, porque uno no tarde tres frases en cruzar una habitación. Recuerdo incluso que la voz que lo narraba todo en mi cabeza, al llegar a una coma o un punto, lo decía también: ...entonces le miró COMA se giró y dijo... Y bueno, contaba esto para decir que esta costumbre aún la tengo aunque un poco cambiada y que recuerdo por aquella época haberle dicho a mi padre o a mi madre que aunque no escribiese (mi producción literaria por aquella época estaba a punto de comenzar o lo había hecho ya en forma de un relato escrito en algún cuaderno de clase cada tres o cuatro meses) creía que aquel ejercicio narrativo tenía que servir para algo, como quien no hace ejercicio pero al día se ve obligado a caminar muchísimo y a subir incontables escaleras.
Y bueno, que esta es mi entrada número 400 para decir que es mi entrada número 400, lo cual deja en sí misma a la entrada vacía y, por ende, aunque es una entrada, no es una entrada y seguimos en el 399 bis. Aunque creo haber roto un poco esa idea al contar cosas, que no sé muy bien qué cosas, las averiguaré al releer (cuando usted lea esto o cuando lo leas tú, si nos conocemos ya sabré qué cosas son, de hecho las habré corregido incluso purgado de tal forma que no sepa o sepas qué había), aprovecharé también para contar algo, que es la segunda parte del título de esta entrada:

Idea para un negocio.
Hace ya algún tiempo empecé a escuchar relatos leídos por sus autores (sobre todo Julio Cortázar y Eduardo Galeano) casi como si escuchase una canción, y entonces un día me compré un libro que casualmente contenía uno de esos relatos. El relato lo había escuchado tiempo atrás, mucho antes de empezar con esta práctica, y disfruté tanto reconociéndolo que lo leí en alto y acabé por grabarlo y enviarlo simulando incluso el movimiento pendular de la voz del propio autor. Me pareció muy divertido y quien lo escuchó disfrutó, así que grabé un par de relatos más.
Al parecer, si uno se informa, siempre ha pasado. Los hay que empiezan a escribir mayores o viejos, pero quienes ya desde pequeñitos se ponen a dar saltos intentando ver qué hay expuesto en el escaparate de la pastelería o de la librería, y además creen en sus letras, quieren publicar desde jóvenes o incluso sueñan con vivir de escribir ("vivir de escribir", habré pronunciado tanto esa frase a lo largo de mi vida que más que frase es ya palabra). Por lo tanto es normal que tenga un amigo que se da cabezazos contra la pantalla del ordenador tras la cual está su intento de novela, otra haya logrado publicar lo primero que ha escrito (entiéndase lo primero un poco distinto, lo primero más largo que de hecho como ella reconoce era otro de sus relatos que se alargó) y otros tantos se publiquen en Internet y se intenten difundir desesperadamente. Lo que todos compartimos es el sueño de escribir y que nos paguen por ello, también de ser reconocidos y demás pero creo que prima la idea del dinero.
Es por todo ello que até cabos y se me ocurrió la siguiente forma de ganar dinero escribiendo, forma, como es habitual en mí, que perseguía lo mismo que todos pero diciendo "yo soy diferente y desinteresado" como un gato caminando por el tejado de noche, con la cola hacia arriba. Mi idea era grabar un cuento o una parte del mismo y enviársela a quienes hubiesen contratado la semana (un euro de lunes a viernes, luego pensé si sábados y domingos leer de otros autores. Al principio pensé en dos minutos de audio por noche, siendo así diez diez céntimos el minuto, pero al ver que las historias que escribía duraban más, acababa siendo cosa de cuatro minutos por día, de lunes a viernes, a vez de cinco céntimos del minuto, una ganga, una ganga que aún así no se pagaría bajo el lema de "¡si hombre!"). Me imaginaba a quince lectores (¿escuchadores?) suscritos, lo que serían sesenta euros al mes. El problema estaba, claro, en el pago, que se me ocurría a través de alguna aplicación telefónica pero que quedaba suspendida a mi facilidad de condonar deudas.
De cualquier forma lo llevo haciendo de forma gratuita durante una semana con diez personas, que en su mayoría parecen contentas a excepción de un par que no contestan y a las que por rencor ya no les voy a enviar nada. He mejorado mi forma de leer siguiendo sus consejos y he ido adaptando las historias al ser leídas, de cualquier forma el saltar al negocio (al cobro, ¡al cobro! Que voy a parecer un ladrón pidiendo un mísero euro por una semana de trabajo) suena muy duro, especialmente porque dejar que avance la desidia y dejarlo estancado ya no sería posible.
Curiosamente, a pesar de que cueste escribir la historia, lo más difícil es grabarla, ya que acabo haciendo de media unos diez intentos y también enviarla con tantas personas suscritas.
Bueno, solo quería contároslo y hacer un telón de humo para pasar con pena y gloria las 400 entradas y poder seguir publicando tímidas entradas.
Las entradas leídas, que son inéditas, creo que acabaré por subirlas aquí, pero intentaré no avisar para que quienes paguen, si es que acaba pagando alguien, no piensen que qué tontería si pueden obtener lo mismo de forma gratuita.
Si alguien quiere suscribirse al período de prueba que me escriba: perez.moya.miguel@gmail.com

viernes, 10 de junio de 2016

Me lo contó la luna

En lo alto de la colina hay una casa diferente, más grande y hermosa, con un gran jardín y paredes y arcos construidos por arquitectos extranjeros. Muchas son las historias que circulan en torno a la misma y uno no sabe a cuál atenerse, por lo que siguiendo una especie de patriotismo familiar yo suelo contar la de mi abuelo que además fue guardia civil y aunque esto nada tiene que ver con contar historias, siempre le ha otorgado a sus palabras un aire de veracidad.

Don Federico Almagrande venía de un asalto, y yendo sobre su caballo al paso por el sendero de un bosque, con las alforjas llenas de joyas y la luna inmensa en lo alto, se desangraba. Ya ni le dolía la herida profunda del pecho, el paso tranquilo del caballo le recordaba a las aguas de un río y se dejaba mecer, sintiendo sueño. Sin embargo un pensamiento le asaltó. Pensó en la muerte, pero no con terror, sino como un camino y algo desconocido frente a lo que habría de estar preparado. Estuvo pensando en ello y se dio cuenta de que no podía morirse sobre el caballo, quedando su cadáver dando tumbos o cayéndose al margen de un camino, así que pensó que estaría bien sentarse en la hierba fresca, mojada de rocío, y apoyarse en el tronco de un árbol grande que llevase allí mucho tiempo, y rondando esta idea estaba, buscando fuerzas para bajarse del caballo, cuando sintió el deseo de morir en una cama. Imaginó unas sábanas blancas en la mañana, olor a fresco y los labios salados, entonces espoleó el caballo y, a galope, marchó a una casa cercana que conocía bien.

En la casa, situada de alguna forma sobre el pueblo, Raimundo de Peñaroca veía a lo lejos puntos que debían ser antorchas y oía a los perros ladrar. La luna inmensa y el olor a sangre lo habían sacado de la cama y vestía una camisa blanca muy ancha y unos calzones negros. Oyó también un caballo galopar y antes de que pudiese entrar a por la escopeta vio aparecer por el camino del bosque a Federico, alguien a quien conocía muy bien. En cuanto le vio acercarse echó aún más de menos el arma, pero al ver la camisa roja y saber que otro se le había adelantado, pensó en su hija y sintió pena.
—No te detengas y sigue tu camino, ¿no oyes eso? Te están buscando, si no galopas toda la noche perderás tu ventaja y te atraparán.
—Mi camino termina aquí, Raimundo. De veras siento haber venido, creerás me estoy burlando de ti pero te ofrezco un buen negocio.
—No estás para negocios ni lo estoy yo tampoco, márchate antes de que te alcancen y me crean cómplice.
—No quiero morir en el camino ni quiero morir matando. Te ofrezco mis alforjas, todas estas joyas, a cambio de tu cama.
—¿De mi cama? ¿Te has vuelto loco?
—Pediría la de tu hija si no supiese que es una locura. Al menos dame tu cama para morir en ella, después, mañana mismo, volverá a ser tuya.
Entonces abrió las bolsas y le arrojó el oro que la luna, en vez de hacer dorado, volvió blanco. Y el hombre es frágil y su honor y orgullo no son interminables, sino más bien un muro que se puede escalar. Raimundo ayudó a Federico a bajar y después, con su brazo sobre sus hombros, le metió en la casa, le ayudó a subir las escaleras y le sentó en la cama, donde Federico se tumbó. Su camisa ya estaba roja y el rojo tiñó en cuestión de segundos las sábanas, la almohada y las paredes. Mientras tanto Raimundo teñía de dorado sus manos y su avaricia, abría bolsas, tiraba su contenido al suelo y se arrodillaba junto a él, después lo recogía todo y lo volvía a cargar en las alforjas. Sin embargo dio con un pequeño cofre de madera que estaba cerrado con llave y del que no encontraba ésta, por tanto Raimundo subió con la caja a su cuarto, pero allí descubrió que la puerta estaba atrancada, que por más fuerte que la empujase no se abría. Así que preguntó en un grito culposo que dónde estaba la llave. Desde dentro oyó algo ininteligible y después Federico susurró un mensaje que pese a ser solo un hilo de voz, cruzó la habitación, atravesó la puerta y le llegó a Raimundo nítidamente:
—La tiene la Dama.
Entonces, antes de que Raimundo pudiese preguntarle a qué se refería, se oyeron los perros y por una ventana pudo ver a dos guardias civiles que se acercaban a la puerta. El caballo cargado de tesoros había huido aterrorizado. Raimundo cogió una navaja, salió por una puerta trasera y abandonó a galope la cuadra tras el caballo perdido. Los guardias civiles, que ya estaban en la puerta, volvieron a montar a toda prisa sus caballos y corrieron tras el fugitivo.

Martín, ojos brillantes, mejillas rojas, rabo de toro, entre las hojas. Jugaba al lado de un riachuelo, una rama era su espada, la luna su aliada, ¿y los malos? Sus fantasmas. Hasta allí llegaban los cuentos de la monjita de ojos serenos. Cabellera larga, voz tranquila, Martín la imaginaba junto a la orilla. Sus cuentos y canciones, caramelos y besos, manos tan suaves y su largo pelo. Martín jugaba, con su palo, a matar un dragón de puro estaño, y mientras juega oye un relincho y al girarse, ante él, un caballo. La monjita y la niña cantan a coro y en Martín se refleja el brillo del oro. Suena un relincho, suena el camino y hasta el dragón se va sintiendo el peligro...

Raimundo desmontó y vio en un pequeño claro, junto a un riachuelo, a un niño de ojos grandes que no tendría más de cuatro años. El caballo estaba ahí y el niño, que ahora le miraba a él, había estado mirando el oro. Raimundo se le acercó y levantó la navaja, entonces pensó en algo y le preguntó si conocía a la Dama. El niño señaló el camino que atravesaba el riachuelo, del que llegaba una voz de mujer. Raimundo bajó la navaja, que durante un momento reflejó la luna.

Dos nuevos guardias civiles venían por el camino del bosque. Estos estaban borrachos e iban a pie. Llegaron a la casa donde un perro ladraba a la ventana de un cuarto del segundo piso. Golpearon la puerta e intentaron forzarla, pero les era imposible hacerla ceder. El perro seguía ladrando. Apuntaron a las bisagras y a la cerradura y dispararon, pero la puerta no cedía. Riendo improvisaron antorchas y las lanzaron sobre el tejado de la casa. El fuego se extendió rápidamente. El perro seguía ladrando, pero al ver una especie de sustancia líquida y densa que lentamente iba saliendo por debajo de la puerta, huyó acobardado hacia el bosque.

La Dama era la hermana de la luna. Era muy bella y vestía los hábitos de monja con una sencillez que la hacían relucir más que si vistiese las ropas de una reina. Con ella, sentada en la cama, había una niña también muy hermosa a la que le moqueaba la nariz. Al oír que alguien se acercaba, la Dama le hizo una seña a la niña para que se escondiese debajo de la cama. La puerta se abrió de golpe y la Dama se levantó de la silla mostrando la lámpara de aceite ante sí. Raimundo habló:
—Así que la dama en realidad es una puta.
—Yacer con alguien es la máxima expresión del amor hacia Dios.
—¿Dónde está la llave?
—No sé de qué me habláis.
—¿No estuvo aquí esta noche Don Federico Almagrande?
—Sí, pero él no me dio ninguna llave, me dio su corazón.
Entonces la niña desde debajo de la cama cerró los ojos cuando algunas pequeñas gotas de sangre le salpicaron el rostro. El tajo en diagonal había cortado la ropa, que ahora se abría mostrando el pecho blanco y una llave colgada del cuello de la Dama. La mujer cayó de rodillas, Raimundo le arrancó la llave y la lámpara de aceite cayó al suelo.

Los guardias civiles encontraron un niño muerto tumbado en un pequeño claro, bocarriba y con los brazos abiertos. La luz de la luna, que parecía incidir solo en él, le otorgaba una extraña expresión. De más allá provenía una luz y al acercarse vieron una pequeña cabaña ardiendo, lo que no vieron fue a la niña que corría en la oscuridad y de la que no se volvió a saber.

Raimundo Peñaroca llegó por el sendero a pie, sujetando las riendas de su caballo y del de Federico. Ante él vio una luz cegadora, una bola de fuego donde solía estar su casa. Se pudo consolar pensando que podría reconstruirla con la fortuna que cargaba uno de los animales, sin embargo descubrió, para su sorpresa, que el cofre cerrado del que ahora tenía la llave se había quedado en el interior de la casa.

Partes independientes

Estos escritos hablan de la independencia de dos partes del cuerpo y debían ir acompañados de unas imágenes. Era un encargo de un estudiante de Bellas Artes, pero como no era lo que él buscaba, os lo pongo aquí. La segunda tiene dos posibles finales.



No fue un sueño. Estaba dormido, sí, pero no fue un sueño. Yo dormía y soñaba con que dormía, pero de pronto me desperté y seguía soñando, era extraño, de alguna forma me veía. Tenía los ojos cerrados pero en mi cabeza veía cómo me movía. Llevé una mano al rostro y la imagen de mi cabeza llevó una mano al rostro. No podía abrir los ojos, creía que era por acabar de despertarme, por seguir entre sueños, pero cuando toqué mis párpados cerrados lo que noté fue una piel lisa y suave, incluso un poco hundida, mientras que mis ojos seguían viéndome desde el otro lado de la habitación.



En aquellas fiestas el vino parecía infinito y a él me agarraba para sentirme cómodo y para tener tema de conversación. Sin embargo estoy seguro de que el vino no tuvo nada que ver en lo que sucedió. Estaba sentado, bien vestido, ¡todos lo estábamos! Y la anfitriona estaba enfrente y reía, ¡todos reíamos! Me sentía cómodo, me habían situado en un buen lugar de la mesa, mi copa siempre estaba llena, conocía los chismes de aquellos que me rodeaban y eso me hacía sentirme poderoso. En algún momento entre el primer y el segundo plato le pregunté de pronto a la anfitriona si el colgante que no dejaba de cegarme se lo había regalado su actual marido o alguno de los dos anteriores. Nada más oír lo que acababa de decir pensé que cómo se me podía haber ocurrido soltar semejante impertinencia, sin embargo ella enseguida mutó su rostro y soltó una carcajada, risa a la que acompañaron todos y no pudo sino aliviarme sobremanera. Pero lo cierto es que el haber dicho aquello me martilleaba, por lo que fijé la vista en el plato y callé, lo que me permitió comprobar que mis palabras no eran mías, aunque los labios sí, cuando me giré hacia la señora de mi derecha y le pregunté si conocía la infidelidad de su marido. No pudo haber sido el vino porque en ese mismo momento deseé callarme y sin embargo mis labios siguieron sacando palabras a la luz, hablando de lo joven que era la amante, que se reunían en casa de ella, que últimamente ella había ascendido en la escala social… me llevé las manos a la boca y salí de allí con paso apresurado, dando la misma imagen que si fuese a vomitar. No podía volver adentro y me sentía turbado por el extraño acontecimiento, así que pedí mi abrigo y salí a la calle confiando en que el frío me calmaría. Sin embargo comprobé que lo que quisiera que me pasase seguía allí cuando al cruzarme con un vagabundo tremendos insultos brotaron de mí sin que siquiera hubiera deparado en él. Al principio le había echado la culpa a la bebida, pero ahora creía que ésta podría ser el remedio, así que entré en una taberna, pero nada más llegar a la barra mis labios volvieron a moverse y le describí al hombre de mi izquierda sus feos rasgos destacando las partes anormales de los mismos.

1- Se acercaron más hombres y yo, llorando por no poder detenerme, tirando de mi mandíbula hacia abajo con ambas manos, seguí insultándoles, diciéndoles mentiras o verdades terribles. Varios de ellos me sacaron a un callejón sin luz y allí me golpearon. Sin embargo mis palabras seguían surgiendo y entonces, uno de ellos me abrió la boca, sacó mi lengua, que se movía sinuosa como una serpiente, y la cortó.

2- También insulté a más hombres del lugar. Recibí varios golpes y con la frente sangrando salí corriendo de allí. Solo y abatido caí de rodillas en alguna calle desconocida, pero aun así mis labios seguían moviéndose, gritando porquerías y secretos, propios y ajenos, por lo que al final, llorando y suplicando que se callase, arranqué un trozo de tela y me lo introduje en la boca hasta que ya solo se oyó un murmullo lejano.

jueves, 9 de junio de 2016

Tanto tonto entre tanta tontería

El examen estaba suspenso y por eso ya llevaban un rato ahí, en la revisión. Los profesores habían anunciado que la nota no se iba a cambiar, pero no en su caso, sino en el de todos. Demasiados exámenes suspensos y la regla de que iban a seguir suspensos, esa injusticia, en opinión del alumno, era la razón de que siguiese ahí, preguntando nimiedades sobre su examen a los dos profesores. Era una tortura lenta, el sol incidía fuerte sobre el despacho y los profesores se habían quitado la americana, la corbata y remangado las mangas. Él tenía calor, pero ya que estaba convencido de que en parte había sido castigado por llevar unas ropas que no les gustaban a los profesores, se había aprovechado de esa idea ya formada para acudir con camiseta y pantalón corto. Estaría suspenso, pero las manchas de humedad en sobacos y espalda del profesor gordo —feo y gordo, el hombre siempre entraba en clase como si viniese de correr la maratón, ahogándose con su propia mierda, probablemente— eran una victoria. Al grande lo mataba el calor, al pequeño la exasperación. Al final le dijeron que ya estaba, que había de acudir a la recuperación, que no había más que hablar. Fue entonces cuando él se dio la vuelta y les explicó que buscaban suspender al máximo número de alumnos para agravar las matrículas, que no sabían ni dar clase ni su forma de examinar tenía el más mínimo sentido, que no sabía por qué se sorprendían de que tanta gente faltase a sus clases, que les deseaba la más profunda de las tristezas.
No fue ninguna sorpresa cuando supo que había suspendido también la recuperación. Entonces se matriculó el curso siguiente con otro profesor y al poco de empezar las clases acudió a una tutoría, allí le dijo:
—Ya he suspendido a dos profesores, ándese usted con cuidado.

martes, 7 de junio de 2016

Instrucciones sobre recuerdos y canciones

No vale cualquier canción, ha de ser lo suficientemente larga, que se vea, que se sienta claramente que lo es. No entendamos larga de duración, eso da igual, aunque ahí también suele tener más de uno o dos minutos, aunque, en fin, también depende de lo que quiera cada uno. No se recomiendan ni muy breves ni tan largas que parezcan más bien varias canciones juntas. Pero estábamos hablando de lo otro, de que deben ser largas, largas ¿cómo explicarlo? Que puedan de darte al menos dos vueltas a la cintura y que sobre un poco. Ya se me va entendiendo, ¿a que sí?
Bien, como ya habréis podido comprobar, si estáis siguiendo los pasos a la vez que vais leyendo las instrucciones, estas canciones tienen un color nítido, en mi caso un blanquecino casi transparente. Cuando tengáis la canción lista colocadla con cuidado sobre la mesa de tal forma que no se hagan nudos y que vaya sonando despacio mientras pasamos al siguiente paso. Hay quien tiene los recuerdos ordenados en una caja y hay quienes los tienen tirados por el suelo, pegados en las paredes o semienterrados en el jardín, de cualquier forma hay que coger todos los que se puedan de la persona o grupo en cuestión, es preferible que sea solo una persona, porque en el caso de un grupo la canción puede no alcanzar para todos sus miembros.
Pensaba poner por ejemplo una antigua relación, pero tal vez, para que más personas se puedan sentir identificadas, pondremos una amistad que fue y ya no. Hay que coger dos tipos de recuerdos, los que son como fotografías, grandes, rectangulares y brillantes y los que son como hexágonos, más pequeños, que no dejan de cambiar de forma y no se dejan ver bien. Entonces se recoge la canción y se le ata un recuerdo, dejando un pequeño tramo libre y atando otro después: una conversación, un paseo, un enfado, incluso aquella vez que hubo una mirada muy intensa y los labios estuvieron cerca y ese recuerdo por poco contamina a los otros.
Cuando ya está lista la canción con los recuerdos atados como si fuese un cable con las luces de Navidad, entonces se puede estirar manualmente —puedes cantar, tararear o silbar la canción— o puedes atarla a cualquier dispositivo que funcione como un ventilador y entonces la veas girar, mientras suena y los recuerdos brillen y se reflejen en las paredes y en la pared del fondo veas a esa persona y sepas que la canción y ella, y su momento, estarán siempre unidas.

lunes, 6 de junio de 2016

El cetro de poder

Eran tres chicos y una chica y si se ponían juntos en un orden concreto sus alturas estaban escalonadas. Un chico alto sin gafas que en realidad tiene gafas pero nunca las saca si no es para ir al cine o al teatro y si logra acordarse de que las tiene, dos chicos de alturas en verdad parecidas, con la diferencia de que el pelo de uno, que abulta, le hace ocupar más, ambos llevan gafas. Luego una chica, más baja, sin gafas. Si los cuatro se ponen juntos la escala en realidad no es tan pronunciada, de hecho si hubiese que atribuirles una diferencia no se cogería la altura, ni las gafas, ni el sexo, si hubiese que atribuirles una diferencia, se me ocurre, podríamos hablar del cetro de poder. No sé explicar muy bien qué es esto del cetro, o tal vez sí sé pero no me apetece, así que tan solo fingiremos que existe realmente un cetro, que es pequeño pero pesa, y que solo hay uno, lo cual es importante porque ellos son cuatro.
Uno de los chicos, que no es el primero del que he hablado, sino uno de los que tienen gafas pero que también tiene el pelo corto y por tanto no abulta, si toma o tomase posesión del cetro podríamos decir que se libera. Una persona que siempre ha sido de alguna forma minimizada y atacada con impunidad por multitud de sujetos de pronto se ve liberada pero no es que lo vea, sino que lo siente. Ahí aparece ese humor ácido, ese paulatino paso a llevar las situaciones a su campo, ese meterse con quien se puede meter, sí, con argumentos reales, pero atacando a modo de venganza o tan solo a personas en apariencia más fuertes, solo por el hecho de ver que puede y sentir que puede. Es curioso porque este avance incluye a los hombres pero aún no a las mujeres, hacia las cuales todavía se puede apreciar cómo siempre intenta complacer e incluso camelar.
El segundo hombre, similar en gafas y estatura al anterior, es el del pelo que ocupa. Él buscaría ventajas en la vida en caso de poseer el cetro, el problema es que desconoce qué está poseyendo y por lo tanto en vez de buscar dentro de sí, solo saca una capa más superficial, de tal forma que en caso de poseer el cetro saltaría a intentar llevar a cabo los sueños revolucionarios que le pululan por la cabeza sin pararse a cuestionar realmente qué hace y qué quiere.
La chica no necesita mucha descripción porque es eso, una frente a tres. Ella, como el anterior, tampoco conoce bien el cetro, pero en este caso, su inconsciencia no se manifiesta en la capa subcutánea, sino que sin saberlo se despliegan las cosas que habitan más en su interior. De esta forma puede sin querer emitir mucho calor a quienes le rodeen, pero al igual que puede expulsar, también puede absorber, de tal forma que arranca partes de otras personas para construirse un nido en el que no se sabe qué pasa dentro.
El último, que es alto, generalmente no tiene gafas y cuyo pelo también ocupa, conoce el cetro pero lo usa mal en el sentido de que pierde toda su fuerza o incluso se daña a sí mismo. Lo emplea de una forma similar al primero, pero mientras que aquel buscaba en definitiva una especie de superioridad, éste solo busca herir, atacar buscando el daño en sí como fin. No ataca porque sí, ataca cuando, por ejemplo, siente que otra persona ha utilizado el cetro contra él, pero cuando lo hace busca hacer todo el daño posible y después procura romper el cetro.

domingo, 5 de junio de 2016

El último gran acto del emperador

El emperador era joven y extremadamente poderoso, sin embargo temía, tal como le había enseñado su padre, al pueblo, pueblo que no lograba imaginar más que como la multitud de personas que llenaban la plaza situada frente al palacio en los grandes acontecimientos.
Fue por esto por lo que el emperador aceptó con entusiasmo la idea de un viajero que proponía situar una serie de cristales desde el balcón imperial hasta la plaza de tal forma que cada uno ampliase su imagen como si fuese una lupa y así cada cristal —proporcionalmente más grande— le iría convirtiendo en un gigante de cara al pueblo, que finalmente solo vería su descomunal estatura en un cristal de la altura del palacio situado frente a ellos.
El emperador apareció monstruosamente grande aquel día nublado. Llevaba puestas sus mejores prendas y la gente, después de gritar de pavor, se arrodilló hincando sus frentes en la grava. Sin embargo las nubes se apartaron y apareció el sol, el cual incidió sobre el cristal más grande, que llevó la luz hasta el siguiente y así hasta que la luz del sol, guiada por aquellas lupas, abrasó al emperador como si fuese una hormiga. Cuando la gente levantó la vista vieron a través de la lupa a su emperador bailando con el fuego y convirtiéndose en pura ceniza, no pudieron sino aplaudir llorando ante aquel bellísimo espectáculo,

sábado, 4 de junio de 2016

El hombre del siglo XX

“Una vez entró por la ventana un pájaro que recorrió toda la casa y ya no salió. Ahora es el hombre-pájaro y bebe café en la cocina. Tiene cara de paloma.”
Miguel Pérez Moya, s. XXI, no sabía dónde poner esto.


Aquel hombre sin duda lo merecía. Pacifista, detuvo varias guerras y encontró acuerdos que satisfacían a todas las partes, que eran muchas; médico, halló la cura a una enfermedad terrible, además de que previó la aparición de otra y la erradicó en el momento mismo del brote; y teólogo, demostró la existencia de los dioses de varias religiones menores, que resultaron ser el mismo y a la vez no, cosas de lo divino. Por todo ello fue nombrado Hombre del Siglo (el siglo XX), pero no contentas las cumbres internacionales con este nombramiento, hubo referéndums en todas las naciones del globo y el ochenta por ciento de la población mundial ratificó la decisión, se entiende que el veinte por ciento restante o bien no votó o bien era el grupo constituido por los seres más envidiosos del planeta. Y así pasaron los últimos años sin que nadie lograse ni acercarse usurparle el puesto a este Gran hombre. Pero entonces llegó el año 2.000 y el siglo cambió. Goodbye, au revoir, hasta luego siglo XX. Hubo fiestas, hubo bailes y hubo problemas en el ámbito de la informática, donde los ordenadores en ciertos programas solo cogían las dos últimas cifras de cada año y entendían que se había vuelto al año cero y reiniciaban programas y demás. Sin embargo, la gente comprendió que en el día a día nada había cambiado, así que volvieron a sus trabajos, al mercado que solo tiene kiwis como piedras y a sentarse  frente el televisor para comprobar que no, que en otras partes del mundo las cosas tampoco habían cambiado. Así se enterraron los propósitos ya no de nuevo año, sino de nuevo siglo, y el tema se olvidó. Pero había alguien que recorría las calles buscando el mejor banco para sentarse a contemplar el sol, pero no el mismo sol que miraban los demás, él fijaba su vista entornando los ojos hasta discernir el círculo que está dentro de lo brillante, la circunferencia que realmente es el sol. El hombre con más méritos del siglo XX de pronto se encontraba vacío en el siglo XXI.
Fue la casualidad la que hizo que se fuese a topar con un muchacho que acostumbraba también a sentarse y contemplar el sol. Él, como tantos otros, pensaba que lo pasado siempre fue mejor, y no solo eso, sino que irremediablemente tendía a creer en las almas, fantasmas y reencarnaciones, pues volvía una y otra vez a pensar que no le gustaban las facilidades de la vida moderna, incluso que le desagradaban, que él debió  haber nacido cincuenta o cien años antes, cuando se descubrían e inventaban aquellas cosas que limitaban la imaginación del presente. Cuando se le argumentaban todas las penalidades pasadas, él no podía sino ver una belleza romántica en ellas. Así fue, por tanto, que el hombre y el muchacho coincidieron en un banco y el pequeño terminó por decirle al otro:
—No temas este nuevo siglo, es mío y te lo regalo.

jueves, 2 de junio de 2016

Su naturaleza

Se termina de secar el pelo y extiende la toalla lo mejor que puede. Sobre la cama tiene ya preparados un calzoncillo blanco y unos calcetines negros, así que se los pone. Después coge el pantalón del traje, también estirado junto a la camisa y la americana. Los vaqueros, a los que está acostumbrado, se suben hasta la altura de la cintura, pero un pantalón de traje va mucho más arriba, como hasta el ombligo, y hasta ahí lo sube, abrochando los dos botones y la pieza metálica y subiendo la cremallera. Entonces se da cuenta y se ve obligado a desabrochárselo todo y a bajar el pantalón hasta las rodillas mientras se pone la camisa blanca, que es nueva y reluce. Se abrocha todos los botones, también los de las mangas, y entonces sube el pantalón que se come la camisa, la cual queda estirada marcando su figura. Se sienta y se calza los zapatos, que son de su padre y le quedan grandes, y tarda buscando la forma de atarse los cordones de tal forma que le aprieten todo lo posible, para que no le bailen al andar, pero que no arruguen el zapato. Ya está casi listo, no se pone la corbata porque sería demasiado, porque no sabe anudársela y porque no tiene, pero sí se pone el cinturón, que es de su padre y al que ha tenido que hacer un agujero por su cuenta, muy alejado de los otros. El cinturón es innecesario, el pantalón ya le queda prieto, pero debe llevarlo por estética. Ya solo queda la americana, en la cual, al cogerla, descubre que aún hay una etiqueta de la tienda. El traje es bueno y la etiqueta no es un pedazo de cartón atado con plástico, sino que es caro y está atada con un hilo de tela. Mira a un lado y a otro, si acaso buscando unas tijeras, y entonces se acerca la etiqueta al rostro y roe el hilo con los dientes hasta romperlo.
Porque aunque la mona se vista de seda, mona se queda.
Porque Miguel sigue siendo un bárbaro.