Rusto Felini llegó a mí
como mosqueado.
—Es que no hay respeto.
Le puse la mano en el
hombro, agarrando la piel y sintiendo el hueso debajo.
—¿Qué pasó?
—Pues nada, pive, que
de la que venía veo a dos chicos ametrallando un coche.
—¿Quién había?
—Habían arrinconado
detrás del mismo a un policía.
—¡Hombre! Es que un
policía no se arrincona así como así, y además, si son jóvenes... ¿qué fue de
él?
—Nada, salió
escopetado.
—Una pena.
—No, hoy no. Hoy ni
tiros ni hostias. La Revolución puede esperar.
—Creo que ella misma te
hubiese dicho que no.
—¡Ah! Pero por eso
estamos aquí, ella ya no puede reprocharnos nada.
Subimos las escaleras
en cuyos escalones ya había apoyados fusiles y ametralladoras que no cabían en
la casa. Cada guerrillero, al llegar, se descubría la cabeza y apoyaba el arma
en alguna parte. Se veían escopetas y rifles en los que colgaban el sombrero o
la gorra de su dueño. Enseguida me separé de Rusto y fui a saludar a los pocos
familiares de Ágata que quedaban. La hermana estaba más al velorio que a los
invitados, así que me dejó con las condolencias en la boca. El hermano me
odiaba como odiaba a todos allí, odiaba a los revolucionarios, a los
gubernamentales, a la Revolución, a Dios y a su hermana por habernos metido a
todos en aquel embrollo, aunque tal vez a su hermana la odiaba menos que al
resto de cosas por considerar éstas causa indiscutible de la muerte de ella.
Recuerdo que vestía de azul y que me dije que hacía mucho tiempo que no veía a
alguien vestir de azul. Por último estaba la abuela, mujer diminuta e inmortal,
a la que fui a dar la mano, me cogió del brazo y, tirando de mí, me plantó dos
besazos en las mejillas. Yo sabía que entre todos siempre me había preferido a
mí y que Ágata y ella se habían enfadado en más de una ocasión por ese tema.
También estaba Rufián, claro, detrás de todos, dándome la mano fría de una
forma hermética, muy hijoputa todo. Rufián, que había ganado, que había logrado
lo que tantos queríamos aún por encima de la Revolución, siempre nos había
odiado, a mí especialmente por considerarme siempre una especie de enemigo al
acecho que podía arrebatarle lo que él quería, aun cuando lo que él quería me
había abandonado a mí. Rufián me parecía un gilipollas por eso, porque daba la
sensación de que ocupado en mantener la guardia tan alta nunca había disfrutado
lo que tenía, como el ladrón que no duerme desesperado por no perder sus
tesoros, bueno, por eso y por haber acabado con Ágata.
Oía de fondo a Rusto
decir que aquella noche no se pegaban tiros cuando entré en el cuarto. El olor
era denso. No era un mal olor en sí, sino que lo hacía mal olor la intensidad. Cuando
lo olí lo primero que pensé fue si los muertos sudan, después, cuando la vi, de
pronto una frescura me cubrió, limpiándome las fosas nasales, para que después
un calor con su sofoco se me echase encima. Estaba tan bien vestida que me dije
que parecía que se iba a casar con la Muerte, luego me di cuenta de que miraba
sus ropas por temor a mirarle el rostro. Cuando lo hice sentí me caía de
rodillas y logré sentarme en una silla para disimular. Empecé a sentir cientos
de golpes en el costado y por las piernas hasta lograr un dolor físico y la
sensación del sabor a sangre en la boca. Como no sabía qué hacer con las manos,
cogí la suya; entonces, tan fría, recordé una escena en un bosque nevado y los
dos muertos de frío y de pronto el recuerdo se cortó y me vino el fragmento de
otro recuerdo y después el de otro, y el de otro y le solté la mano y así
únicamente me di cuenta de que estaba llorando. Mis lágrimas parecieron ser la
sangre que atrae al cazador, porque de pronto apareció la hermana a mi lado,
haciéndome caso, y yo me agarré a sus faldas y se las empapé con mocos,
lágrimas y gritos inconclusos, como un niño pequeño. Me dio un vaso pequeño que
al parecer había tenido todo el rato en la mano, el color era indeterminado y
me lo bebí de un trago, me abrasó la garganta y me hizo sentir mejor.
Con cada trago la forma
de pensar cambiaba, como si cada vez pensase en un idioma distinto. Y de pronto
me vi mirando a la hermana y pensando que era guapa, y a la mujer de rojo y
pensando que era guapa (¿quién demonios va de rojo a un velatorio?) y pensaba
que ellas eran guapa pero que Ágata había tenido —y aún tenía aunque a cada
segundo menos— otra belleza. Lo de Ágata eran rasgos físicos agradables pero
que de alguna forma se veían complementados por “lo de dentro” que en su caso
se podía ver, como tentáculos saliendo del agua. Y era tan bella, y tan
misteriosa y tan esa palabra que aún no se ha inventado…
La gente empezó a
brindar, no sé quién empezó, probablemente Rufián porque él había sido siempre
así, muy de copa en lo alto. La gente levantaba los vasos, escuchaban, gritaban
algo o mantenían el silencio y se destrozaban el interior de un trago.
De pronto hablaba Rusto
Felini, quien probablemente era el actual mayor defensor de la Revolución:
—Y es así, porque solo
una mujer tan grande podía haber iniciado todo este lío y haberles metido ese
miedo enorme a los cabrones de los gubernamentales, ¡hurra, joder, hurra por Ágata,
la más grande de todas y la más grande de todos!
—¡HURRA!
Entonces vi que me
miraban. Miré como a tres personas para ver que me miraban, hasta la mujer de
rojo, tan enroscada a un hombre que parecía una hiedra, me miraba. Esperaban
grandes palabras, de amor y de revolución, de gritos hacia fuera y hacia
dentro, a alguno de hecho se le veía el arrepentimiento en los ojos al
descubrirse con el vaso muy en lo alto para el brindis y pensar que mi discurso
sería eterno. Pero, aunque yo siguiese amando a Ágata incluso en aquel momento
con tal pasión que mi corazón sudaba sangre, no eran cosas que decirles a ellos,
de hecho ni aun queriendo me saldrían las palabras, lo que dijese, si lo
intentase, serían las palabras equivalentes a las serpientes del reino animal.
—Por la única persona
que murió de causas naturales en esta guerra.
—SALUD.
Y luego miradas de
desconcierto.
Entonces se oyeron
disparos y Rusto lanzó su vaso contra el suelo haciéndolo astillas de cristal.
—¡Mierda, joder, que
esta noche no hay disparos!
Y sacó el revólver de
su cinto. Se precipitó escaleras abajo y yo le seguí. Aunque hubiésemos querido
una noche plena y serena, habíamos tenido que colocar a dos hombres armados en
el portal, y estos se encontraban en un tiroteo cuando llegábamos.
—¡Qué pasa aquí,
carajo!
—¡El Presidente, señor,
el Presidente está detrás del coche blanco!
—¡¡¡Que pare todo el
puto mundo de pegar tiros!!!
Y sorprendentemente le
hicieron caso.
De detrás del coche
blanco salieron dos escoltas y sí, nuestro mayor enemigo, el Presidente.
—Ya tiene cojones venir
hasta aquí, pero lo siento, esta noche no te podemos ejecutar, aprovecha y
márchate.
—Mira que eres
estúpido, Felini. Yo vengo a ver a Ágata.
Entonces intervine yo:
—¿Y por qué quieres
eso?
—Porque yo también la
quise.
—Pero a ti te dejó el
primero.
—Por eso soy el
Presidente.
Subimos las escaleras.
Rusto se adelantó para avisar de que nadie tocase un arma, yo le expliqué a los
guardaespaldas que debían apoyar sus armas en la pared. Un rifle se apoya con
facilidad, pero era divertido ver a aquellos dos gorilas vestidos de negro
intentando apoyar las pistolas.
La noche pasó y siguió
pasando, yo bebí tanto que juré haber visto a Ágata pasearse entre nosotros con
un vestido rojo, la verdad es que eso si sería muy propio de ella, porque
cuando quería era muy seria y empezaba la Revolución, pero otras veces era
capaz de fingir su muerte y luego resucitar gritando sorpresa.
A la mañana siguiente
había un coche fúnebre en la puerta. Me sorprendió verlo con el general estado
de todos los servicios y Rusto me explicó que era un coche incautado por los
revolucionarios y que hasta el día anterior había estado transportando
granadas.
No sé cómo acabé en el
funeral, quiero decir que es lógico que estuviese allí, pero me sentía como
teletransportado, sin recordar el medio de transporte ni el viaje en sí, tal
vez es que el alcohol seguía demasiado presente. El cementerio, con aquella luz
tan aguda de primera hora, era demasiado blanco, el polvo del suelo, las
lápidas, los muros con sus tejados, los mausoleos… el cielo era blanco y no
distinguías el azul, ni las nubes ni el propio sol. El Presidente se me
adelantó:
—Es como si en vez de a
la tumba ya la hubiéramos acompañado hasta el Purgatorio.
Entonces el ataúd bajó
en silencio, todas las palabras habían sido dichas la noche anterior o irían
siendo dichas en el futuro. Allí nadie vestía de negro, todos vestíamos el
marrón del cuero o el verde de los uniformes de campaña.
El presidente sacó una
flor de algún sitio, también blanca, y la lanzó sobre el ataúd que se perdía en
una oscuridad que parecía conducir a un lugar aterrador, frío y triste. Después
se marchó abriéndose paso entre la gente, con esos empujones sofisticados que
desarrollan los políticos.
Cuando el coche blanco
presidencial se perdió en la primera esquina, hombres armados salieron desde el
tejadito del muro, de dentro de los mausoleos y de entre las lápidas, como en
una película del oeste. Yo ni me sorprendí ni intenté ocultarme cuando
empezaron a disparar, tenía un regusto amargo en la boca y sentía desde la
noche anterior que vivir se me iba a hacer muy cuesta arriba.