Un escalofrío me
recorría las piernas y otras partes del cuerpo. El sol incidía en la parada haciendo
que a mi alrededor apareciese una aureola roja. De pronto vi aparecer el
autobús, el gran gusano verde, y me preparé para lo mejor. Lizia se bajó y ante
la duda nos dimos dos besos. Caminamos a una distancia que un observador
imparcial hubiese calificado de excesiva, pero claro ¿qué iba a hacer yo? Tal
vez no cogerla de la mano, pero sí apoyarla en la parte baja de su espalda o
dejarle alguna caricia en el brazo. Era extraño que pese a estar seguro de lo que
ocurriría en el margen máximo de una hora sintiese que no tenía ni idea de qué
podía pensar ella y no supiese hasta dónde llegaba mi libertad. La imagen que
me venía a la cabeza era la de estar apoyado contra una pared, con Lizia frente
a mí pidiéndole que le besase y al bajar la vista, ver una navaja entre los
dos.
Llegamos a la casa y
Lizia me volvió a preguntar si no había nadie.
—Tranquila, la casa
está vacía.
Entonces pasamos; le
enseñé el jardín y el salón sin demasiados ánimos, al igual que ella tampoco
los observaba con gran interés. En el cuarto, sobre la mesa, le enseñé qué era pila
de ordenados papeles: mis escritos y dibujos. Ella iba pasando los folios,
mirando las ilustraciones y leyendo sólo si había poco escrito. No estaba
especialmente interesada, parecía distraída, tampoco a mí me apetecían aquellas
cosas, pero eran un trámite necesario, algo así como el papel de regalo que le
da todavía mayor valor al objeto. Bajé el estor en un simulado movimiento
distraído y me coloqué a su espalda. Empecé a masajearle los hombros, lo cierto
es que me considero un buen masajista, pero en aquella ocasión mi masaje era
superficial, solo buscaba generar una sensación agradable y buscar una
excusa para que se juntase nuestra piel. Ella dejó sobre la mesa el papel que
tenía en las manos y entonces le aparté el cabello y le empecé a besar el
cuello. Besos pequeños que buscaban ver su reacción, reacción que se manifestó
con su mano enredándose fuerte en mi pelo. Entonces se giró y nos besamos.
Aquel beso llegaba con tanto retraso y tal fue su pasión que la icé en el aire
y la senté encima de la mesa, para perdición de mis papeles, que quedaron
desperdigados, arrugados o incluso tirados por el suelo. Entonces la levanté de
la mesa y la tumbé en la cama, donde el fuelle volvió a disminuir y la besé con
cuidado, buscando un nuevo permiso que llegó en forma de que me quitase la
camiseta. Así no besamos, mordimos y acariciamos, y cuando liberé su piel y le
mordí aquel diminuto pezón marrón, se oyó el rasgar de las cuerdas de una
guitarra. Nos miramos muy quietos y ella movió los labios preguntando algo. Me
erguí y pregunté a voz de grito:
—¿Hay alguien en casa?
Dejé pasar unos
segundos, me incliné sobre Lizia y le comenté que habría sido el aire rozando
las cuerdas, o que algo se habría caído, pues en aquella casa, al llegar el
verano, las maderas crujen y aparecen ruidos de orígenes inciertos. Toda esta
explicación la hice rápido, buscando no perder la excitación ya perdida. Pero
un esfuerzo por mi parte de volver a recorrer su cuerpo con la boca
y con la lengua le hizo olvidar sonidos estúpidos y volvió a clavarme las uñas
en la espalda, dolor indiscutible de la victoria.
Cuando cayeron sus pantalones
y quedaron esas bragas blancas como última barrera antes de encontrarnos los
dos desnudos, sonó el ruido que hace un teléfono móvil al recibir un mensaje.
En aquella ocasión no tenía sentido volver a preguntar, así que me puse los
calzoncillos y el pantalón y me armé con un trozo de madera que había formado
parte del envoltorio de la silla del escritorio, ya montada. Salí al pasillo y
me dirigí hacia la fuente de ambos sonidos, la única habitación que había a la
derecha del pasillo. Caminé despacio, procurando no hacer ruido, porque solo en
las películas se hace la estupidez de ir avisando la posición de uno. De un
salto entré en el cuarto y vi el lecho vacío, el suelo, las estanterías y la
guitarra apoyada en su soporte, no había lugar alguno donde esconderse.
—¡Lizia, aquí no hay
nadie!
Por si acaso, a la
vuelta no entré en el cuarto sino que recorrí el pasillo hasta el baño, vacío.
También bajé las escaleras, aún con el palo en lo alto, y comprobé el salón, el
otro baño y la cocina. Bajé el arma y avisé:
—¡La casa está vacía!
Entonces subí las
escaleras y al entrar en el cuarto vi la pila de papeles perfectamente ordenada
sobre la mesa, la cama hecha y a nadie allí.
—La casa está vacía
—susurré.
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