Lucy es una chica simpática de la que no se puede
hacer una biografía interesante ya que su vida no funciona en grandes
acontecimientos sino en pequeños detalles.
La madre de Lucy tenía una tienda de ropa para bebé,
era una mujer de un carácter muy fuerte y autoritario que estaba completamente
en contra del aborto, “un niño no puede nacer en un ambiente en el que no se le
quiera” decía Lucy, “ponle al bebé un vestidito bien mono y ya verás cómo se
gana el amor de una madre” contestaba ella. El padre de Lucy era un hombre con
bigote y un pasado lleno de sueños sin cumplir, su única dedicación notable era
construir maquetas de barcos y, con mayor gusto aun, limpiarles el polvo en las
sobremesas de las cenas mientras tarareaba canciones revolucionarias.
Lucy había heredado el aire soñador de los ojos de su
padre, y la determinación en el cumplimiento de las decisiones ya tomadas de su
madre, descartando a propósito su carácter tan áspero, antagónico al de la
propia Lucy, más calmado, suave y alegre.
Lucy se quedó sola en una edad en la que ya era mayor
pero aun joven, sola porque sus padres murieron y no había nadie más, siempre
había querido tener una hermana pequeña, pero la segunda negativa de su madre
le había hecho no volver a preguntar.
El tal vez don de Lucy es que siempre ha vivido con
poco necesitando menos aun. No heredó la tienda de su madre, buscó trabajos en
los que no la exprimiesen y le dejasen tiempo libre, pese a que no pagasen
mucho.
Lucy nunca ha sido una persona cobarde, es de las que
le sacan los dientes a la vida, cambiando al instante esta mueca por una
sonrisa, besándola en la mejilla y marchándose bailando calle abajo. Aun así
siempre dejó que los protagonistas de las novelas y películas viviesen las
aventuras mientras ella se abrazaba las rodillas sin quitarles ojo.
La ciudad que Lucy eligió para vivir no fue algo
casual, las calles estaban empedradas, las iglesias centenarias avisaban de las
horas por el día, en los balcones crecían flores de vivos colores, los timbres
de las bicicletas pedían paso en las calles más transitadas, los parques
asomaban en cada esquina, las fuentes de piedra contaban historias o leyendas,
las tiendas modernas vendían sus novedades sin necesidad de carteles que
estropeasen la estética de aquel lugar… y lo más importante, se podía apreciar
una historia cotidiana en cada calle.
Lo que ocurrió en que un día en el que Lucy había
vuelto a dejarse corto su precioso pelo negro, pasó frente a un escaparate de
cristal. Tras el cristal, destacando frente a otros vestidos por la
subjetividad de Lucy, había un precioso vestido azul. Era un vestido compuesto
de dos azules, uno empezaba a mitad del muslo y terminaba justo encima de donde
nacen los pechos, era un fuerte azul oscuro, como si la noche estrellada se
reflejase en un mar negro. Desde donde terminaba el azul oscuro hasta la mitad
de los brazos estaba el otro azul, un azul ligero, claro, como si de aire se
tratase. Lucy a veces veía un libro, una prenda o un cuaderno que llamase su
atención y decía “lo quiero”, y entonces solía hacerse con ello, pero no era
una persona caprichosa, además sus caprichos eran asequibles. Y ahí estaba
ella, frente al escaparate, sin atreverse si quiera a apoyar las manos en el
cristal, como una cuadrilla de niños frente al escaparate de una pastelería.
Buscó el precio con una falsa curiosidad, pues la sincera curiosidad no te hace
ponerte nerviosa, girar tan rápidamente la cabeza ni buscar ansiosamente con
ojos de halcón. Pero era una tienda de esas que ni ponen las etiquetas con
precios, había un cartel invisible que rezaba “nuestros productos no son para
vosotros, por favor, dejad paso” y, ciertamente, sus productos no eran para
Lucy, quien fuese a comprar a esa tienda no había llegado allí por casualidad,
sino que había ido allí a propósito. Pero pese a que el resultado no podía ser
bueno, Lucy entró. Cuando una dependienta, tras suspirar de manera
teatralizada, se le acercó, Lucy se miró la falda y la camisa que llevaba y se
sintió ridícula, y no tanto porque estuviese claro que no tenía el poder
adquisitivo digno de aquella tienda, y ello generase el, al parecer, sobre
humano esfuerzo de la dependienta al tener que acercarse, sino porque antes,
frente al escaparate, se había atrevido a soñar despierta imaginándose vestida
con aquel vestido azul.
Salió abatida de la tienda, al entrar ya sabía que
sería caro, pero pensaba que con sus ahorros y un ataque de locura pudiese
pagarlo. Lo que ocurrió fue que, de camino a casa, le asaltó la determinación
heredada de su madre.
Sin pena melodramática se acabaron los despertares
tranquilos, los paseos al trabajo, el pasar de las horas divertido y todos esos
geniales detalles para dar paso a tres trabajos destinados únicamente a
conseguir mucho dinero en el menor tiempo posible.
Lucy dejó de dar la suma semanal a los mendigos y
artistas callejeros que le pareciesen simpáticos, también cancelo temporalmente
su gusto por los dulces y el invitar a las cuadrillas de niños que, como ella
con el vestido, necesitaban una generosa ayuda para sonreír con sus necesidades
de azúcar saciadas.
No es que Lucy quisiera impresionar a algún chico,
pocos eran los que le generaban interés como para querer besarlos y aun menos
los que la habían impresionado como para llevarlos a la cama (donde todavía
menos la habían impresionado). Tampoco quería sentir las miradas de todos en
una noche de fiesta en la que se sustituyesen las farolas por luces de neón,
pues apenas salía. Y por último no era un vestido para ir con las amigas, y no
es que no tuviese amigas, sino que éstas solían ser dosis individuales con las
que quedar una tarde para tomar un café y hablar. No quería el vestido por
ninguna razón, tan solo se imaginaba a si misma con él puesto, y al hacerlo sus
ojos centelleaban con llamas azules, a juego con el vestido.
Ah, se me olvidaba, en todo el tiempo en el que tardó
en reunir el dinero nunca pidió nada a nadie, todo lo obtuvo por su cuenta, y
la moneda sucia que encontró en un aparcamiento tampoco fue utilizada, se la
dio al primer mendigo que encontró y volvió a casa con la reflexión de cómo podía haber al mismo tiempo en la
calle monedas tiradas y gente que las requería.
Terminó de reunir el dinero una tarde, pero no se
dirigió a la tienda hasta la mañana siguiente, dejando que la noche la calmase,
como en un ritual.
Llegó a paso ligero pero sin aparentar prisa,
tarareando algo a lo que no prestaba atención, no hubiese podido ni silbar de
haber querido. Lucy abrió la puerta de la tienda haciendo sonar la campanita de
la misma, y al segundo corrió al escaparate. Algo a lo que no había hecho caso
al pasar frente a él había llamado su atención, al llegar frente al escaparate
se le iluminó la cara, pero no de ilusión, se le iluminó a causa de la luz
reflejada por un vestido que era eso, luz, escamas de luz, una luz que parecía
palpitar, una luz que parecía estar viva. El mismo precio, aquella joya hecha
vestido costaba lo mismo lo mismo que el anterior, se disponía a comprarlo
cuando recordó una imagen borrosa, una imagen azul y borrosa. Dos colores, dos
azules, vamos, hasta la mitad del brazo y del muslo, un brillo de llama azul en
sus ojos… y entonces se acordó. Entró y preguntó por el vestido azul, el que
antes estaba en el lugar de aquel blanco y dorado y, como ya pasara en otra
ocasión, Lucy salió abatida de esa tienda.
“Era una edición limitada de Ben Farelle” “pero alguno
quedará” “tss, no aquí, aquí solo vendemos lo último, lo mejor, como no te
vayas a otro país…” “¿A cuál?”.
Y así es como supo Lucy que su última oportunidad
residía en el país vecino.
En las películas, los protagonistas habrían cogido un
vuelo aquella misma tarde, en los libros, como tienen más tiempo, primero
visitarían a sus senseis y después se embarcarían en la aventura, pero ¿y Lucy?
Esta vez estuvo a punto de pedir ayuda a una amiga,
pero resultó que el nuevo país era más barato y la diferencia del precio del
vestido de un país a otro le pagaba el vuelo. Y entonces Lucy, soñadora
inactiva, como su padre, se lanzó a culminar el sueño, como su madre.
Aeropuerto, autobús, tienda, de haber salido de casa
con una tarta, ésta habría llegado caliente al lugar de destino. Le preguntaron
con acento si el vestido lo quería para llevar y eso fue lo primero que relajó
a la pobre Lucy, allá de donde venía esa frase solo se usaba para comida
rápida. Como su cabeza aun estaba en algún lugar entre el avión y el autobús y
se sentía casi mareada y con ganas de irse, lo pidió para llevar. Le entregaron
una hermosísima caja y al salir de la tienda y ver aquel sol extranjero y
aquellos edificios en los que de primeras no se había fijado, le entraron ganas
de hacer turismo. Recorrió aquella bella ciudad con la caja bajo el brazo en
todo momento.
Una vez en el avión, después de imaginarse bailando
por las calles, de noche, con aquel nuevo vestido, recordó lo que decían sus
padres al unísono “el problema no es conseguir un sueño, sino no sentirse vacío
después”, pero fuera como fuese, Lucy superaría ese problema bien vestida.