El mendigo tarareaba alguna canción que habría
aprendido de su padre o en alguna taberna. No estaba borracho, no había probado
el alcohol en todo el día pese a ser de noche desde hacía horas, no había sido
un buen día de recaudación. La falta de un trago le impedía echar ojo y se
dedicaba a tararear canciones inventadas o que alguna vez escuchase, lo mismo
le daba. También se distraía escuchando los sonidos que traía la noche, entre
ellos sentía predilección por los provenientes de las casas y, entre estos, le
encantaba escuchar los producidos por mujeres, ya fueran gritos, llantos o
risas, hacía mucho que no había estado con una mujer y le gustaba escuchar sus
voces, aunque irremediablemente lo llevasen a imaginarlas desnudas. Sonrió,
maldita sea, necesitaba un trago aquella noche.
Entre los ruidos nocturnos escuchó pasos, en
aquella misma calle, se acercaban y aun no se distinguía al dueño, pues sin
duda eran pasos fuertes de hombre. De entre las sombras apareció un hombre
gigante, rectangular, completamente tapado por una capa negra. La capucha solo
dejaba ver su nariz y su mentón, cubierto a su vez por una tupida barba. La
expresión de aquel hombre hizo temer al mendigo, había gente que les hacía
cosas malas a los vagabundos, incluso que les mataban. El misterioso gigante
pasó por su lado sin mirarle ni alterar su velocidad, justo cuando hubo pasado
el mendigo tragó saliva y se atrevió a decir.
-¿No tendrá nada que darme, buen señor?
El hombre se detuvo y, transcurridos unos segundos
y aun sin mirarle, metió la mano entre los pliegues de su capa y le lanzó dos
brillantes monedas, después siguió andando.
-Que dios le bendiga.
El gigante se volvió a detener y con una voz
carente de sentimientos dijo.
-Dios no existe.
Un rato después, el mendigo acompañado de nuevo
únicamente de la noche, miro las dos monedas que brillaban en su mano y, tras
morderlas, pensó que si tendría vino esa noche, y con suerte quizá hasta una
mujer.
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