martes, 29 de marzo de 2016

El halcón dorado

Necesito escribir una historia breve, brevísima, como el vuelo de un pájaro que de pronto cruza el cielo y ya no lo vuelves a ver. Como el otro día, que estaba con Eva en la cabaña que está cerca de las lagunas, esa que como no se sabe bien de quién es, es de todos, en especial de Eva, y entonces me distraje, me distraje de lo que Eva me estaba contando, algo sobre ratones que silbaban o ratones que piaban o tal vez no tenía que ver con ratones, me distraje porque un halcón dorado cruzó el cielo reflejando los últimos rayos de verdadero sol que quedaban en un cielo inminentemente violeta. Ese halcón había sido hermoso, y digo había porque cuando abrí la puerta de cristal, la puerta mosquitera y salí afuera, no vi rastro alguno del halcón, así que como había desaparecido se le da el tratamiento de los muertos, y éste es “era buena persona”, “se llamaba Pedro”. Cuando entré me tuve que sentar, con la mente y la mirada abatidas, pensando en aquella joya de los cielos, joya, en parte, por ser dorado. Eva me sirvió té o café, no recuerdo, en una taza grande y se fue a la cocina a llorar. Yo sabía por qué lloraba, lloraba porque un ave como aquella había pertenecido a María y pensar en María ponía triste a Eva. Yo, pensando en que Eva pensaba en María, me puse a pensar en María y pensé que Eva tenía razón y que lo que pensaba era cierto, si yo aún estuviese con María, si no se hubiese marchado, no sentiría nada por Eva, nada más allá de que es una chica guapa y no me importaría acostarme con ella, pasar una noche tal vez en la cabaña que está cerca de las lagunas. Eva se metió en la cocina y se puso a cocinar, a cortar cosas. A mí me hubiese gustado quedarme ahí sentado, pensando el halcón dorado y viendo la espalda de Eva, su vestido rojo con puntos blancos y el delantal anudado. Me gustaba ver la espalda de Eva mientras cocinaba moviéndose por la cocina y tarareaba alguna canción distraída, sin embargo aquella vez no tarareaba, sino que lloraba, y aunque ese hecho no me hubiese impedido disfrutar de verla cocinar, me levanté y la abracé por detrás, ella apoyó su cabeza en mi pecho y murmuró algo en francés. Yo había querido aprender francés, pero me encantaba que Eva murmurase cosas en ese idioma y que yo no las entendiese, por eso había desistido, probablemente si María no se hubiese marchado, hablase perfectamente francés. Eva dejó de cocinar en cuanto dejó de llorar, porque no cocinaba para alimentarse o por ser un ama de casa, sino que cocinaba como si fuese un pasatiempo. Después hicimos el amor y al terminar le susurré cosas para que se calmase y olvidase a María y olvidase que la cabaña de las lagunas no era suya. Para cuando se durmió había anochecido. Salí desnudo, abriendo y cerrando con cuidado la puerta mosquitera para que no hiciese ruido, y una vez fuera pensé en Eva llorando, en Eva tarareando y en Eva gimiendo, me sentí triste al pensar que no había muchas más Evas que aquellas tres. Entonces contemplé las estrellas, tan luminosas en las lagunas, y vi un punto luminoso que se desplazaba lento y lejano sobre el cielo pulcramente negro. Supe sin lugar a dudas que aquel destello era el halcón dorado de aquella tarde, el halcón dorado de María.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Tortuosa elección

Busqué durante toda una vida una llave y una mujer. Por suerte fue una vida breve y la llave la encontré. A la mujer, harto de no encontrarla, la llamé Magdalena, inventándome su nombre, y les dije a todos que es que había huido, que estaba muy lejos. La llave me aportó una casa magnífica y mucha tranquilidad, una tranquilidad que en parte me sirvió para solventar mi falta y en parte para agravarla, haciéndola eco que rebotaba entre las montañas. Pero esta mujer no era la única mujer, sino que era otra mujer. La llave, además de casa, me aportó mujer e hijos, una familia maravillosa. Me encantaba mi papel y hacer todo lo que se suponía que tenía que hacer, pero seguía añorando a esa mujer ficticia, que dejó de llamarse Magdalena para empezar a cambiar de nombre en cada estación. La echaba de menos porque era diferencia, más bien era ruptura, un fuego que quemaría los papeles de la normalidad. El problema fue que en cierta ocasión la vi venir, ya sin nombre, por el camino que atravesaba el bosque, y entonces tuve que decidir. Supe que la llave y la mujer eran incompatibles, y aunque ya había disfrutado una de las dos, no podía ahora rechazarla y disfrutar de la otra, pues uno se acostumbra y nací con los huesos viejos. Cuando la mujer estuvo más cerca y pude ver su paraguas cerrado y su ropa manchada de barro, le grité unas palabras que de seguro no oyó y me subí a lo más alto de la casa. De camino, mientras subía, fui besando en la frente a todos los hijos con los que me iba encontrando, y allí arriba, con el cielo nublado y el olor a tormenta, con la mujer acercándose y la llave bajo mis pies, decidí que aquella vida sería breve por temor a elegir. Mientras caía se me ocurrió pensar que tal vez me había precipitado y aquella mujer no era a quien estaba buscando, o incluso que era mi propia mujer, no sé, la vista a veces engaña.

martes, 22 de marzo de 2016

Nació inmenso y rojo

El Sol iba con retraso, las redes ya estaban listas y aún no había empezado a calentar enserio. Los pescadores, vestidos con sombreros de paja y camisas sin mangas, se sentían incómodos ante aquella brisa fresca, y los peces estaban recelosos de comer gusanos, moscas u otros peces. Pero de pronto las nubes que quedaban se apartaron y el Sol cogió fuerza, los hombres empezaron a sudar y los peces a combatir unos con otros, todo era como debía ser.
Las barcas eran grandes y en cada una había dos o tres personas. Al medio día estaban exhaustas, pero no podían descansar ni comer mientras algún ser vivo tirase aún de los cebos y las redes y los anzuelos se moviesen. En parte porque podrían romper las redes y en parte por el orgullo de no dejar escapar un pez. La barca que se había atrevido a alejarse más era, de hecho, la que más problemas estaba teniendo. En ella solo pescaban dos hombres y ya sentían pinchazos en los músculos de los brazos mientras tiraban de una pareja de hermosos peces azules que pesarían mucho una vez limpios, en la lonja. Lograron pescar un ejemplar, el otro sin embargo rompió su parte de la red y se sumergió en las profundidades con tres anzuelos clavados en la boca. El hombre más mayor valoró la captura, pero el otro, mientras tiraba, había cometido el error de imaginarse con aquellos dos peces a bordo, agitándose frenéticamente hasta el momento de golpearles la cabeza con la porra, y luego, por temor a que el Sol los pudriese, navegando antes de lo normal hasta la playa, desde donde ya no volverían a pescar aquel día y disfrutarían de dos merecidas cervezas muy frías.
Pero algo devolvió al hombre más joven a la realidad, no sabría decir muy bien qué, una especie de sacudida debajo del agua, como cuando un tiburón, siguiendo el rastro de sangre de un pez, pasaba por debajo de la barca. Miró al más mayor, que le estaba sacando las tripas al pez, y de pronto algo tiró de la red. Pero la red no se estiró solo por un lado, como ocurre siempre que pica un pez, sino que se estiró por completo en un movimiento brusco que duró solo un momento antes de que las piezas de madera que la sujetaban a la barca saltasen y desapareciese en el fondo. Los dos hombres, despacio, se asomaron por la borda donde acababa de desaparecer la red y acto seguido algo golpeó y rompió el bote, entre astillas y espuma marina.
Los demás hombres vieron lo ocurrido, o por lo menos vieron la barca saltar y quebrarse. Después pudieron apreciar unas ondas en la superficie del agua que les indicaron que aquello, fuera lo que fuese, se dirigía ahora hacia ellos.
El pez golpeó la segunda barca sin tan siquiera comerse primero la red, de hecho la golpeó como quien da un manotazo. Volcó la barca y siguió, con el comportamiento humano de hacer daño sin buscar nada. Arrancó las redes de tres barcas más pero, al llegar a la cuarta, el extranjero, llamado así por ser el único de fuera en el pueblo, le arponeó intentando acertarle en el ojo, momento en el que el pez saltó fuera del agua, fuera de sí, con algo parecido al bramido de una ballena. Los pescadores pudieron apreciar entonces su descomunal tamaño y su color, rojo negruzco en los costados y blanco en el vientre. Al caer de nuevo al agua saltaron las olas y la barca del extranjero, donde se encontraba él solo, estuvo a punto de hundirse. El pez desapareció.
Aquella noche los marineros no fueron a sus casas, sino que arrastraron las embarcaciones más de lo normal playa a dentro e hicieron una enorme hoguera. Las historias aparecieron en algún momento sin que nadie lo hubiese querido, y entre tragos todas ellas formaron una gran historia. Los nativos contaban que había un espíritu, descendencia de algún dios antiguo, que tomaba la forma de un animal, volviéndolo monstruoso, y que conservaba esa forma hasta que era derrotado por el hombre, momento en el que tomaba otra. El extranjero escuchó muy serio, sin aportar nada a la conversación porque no entendía el idioma.
A la mañana siguiente el Sol salió puntual, pero desde antes de que hiciese presencia, toda embarcación que no se hundiese al llevarla al mar, estaba a flote con uno o varios hombres armados encima. Esta vez no había tridentes o arpones, sino escopetas y revólveres.
Las embarcaciones estaban muy juntas, pero habían puesto más lejos, frente a ellas, dos lanchas señuelo en cuyas redes habían atado todos los peces y alimentos de los que habían dispuesto. No sin cierta pena, los marineros, ahora soldados del mar, veían como las lanchas se movían agitadas con el tirar de las redes de decenas de peces menores.
Antes que nada lo sintieron, como el golpe mudo de un ancla contra el suelo marino, y efectivamente vieron como de pronto un torrente de agua saltaba en el lugar en el que había habido una de las lanchas y, cuando ésta cayó, solo quedaron tablones flotando.
Para cuando el pez atacó la segunda lancha, recibió tal cantidad de disparos que la dejó a medio comer y exhaló un bramido aterrador reservado únicamente a la estirpe de los leviatanes. Arremetió con fuerza, pero antes de poder llegar a una embarcación, la cercanía mejoraba la puntería de los pescadores, por lo que se retiraba y volvía a atacar, generando inmensas olas, tirando a los hombres al agua. Su estela era roja por su sangre, un color similar al de sus escamas, por lo que parecía que éstas se le iban desprendiendo.
Finalmente saltó sacando todo su descomunal cuerpo del agua, momento en el que el extranjero disparó su escopeta, venida de matar elefantes en el desierto, y se pudo apreciar el impacto en el que grandes bolas de carne saltaron. Después el pez cayó al aula y la ola que generó hundió todas las barcas y mandó a los hombres, desnudos, a la playa.
Tuvieron que esperar tres días hasta que la corriente trajo el cuerpo del pez. Le clavaron tres pequeñas anclas y tiraron de las cadenas para poder sacarlo a tierra. Allí el extranjero se arrodilló ante lo que había matado y examinó sus escamas del tamaño de medio brazo y las del tamaño de un puño, apreció sus diferentes rojos, sus negros y sus blancos. Entonces, hurgando en una herida vieja, extrajo la punta de una lanza hecha de piedra. Entendió entonces que aquel pez tenía muchos años y que no era la primera vez que se enfrentaba al hombre, y que si éste le había vencido había sido porque no se habían enfrentado a él como si fuese un pez, sino como si fuera una bestia.

jueves, 17 de marzo de 2016

Ausencia

Un día me encontraba tranquilo, sentado en mi escritorio, y me puse a escribir. La historia era insustancial, pero me sirvió para prestar más atención a figuras en apariencia no importantes de la lengua española. En especial me fijé en la figura del punto y final, porque, pensaba yo, si y a ha terminad o el text o, cuál es su funci ó n, porq u e  n o  l a  t i e n e ,  a  n o  s e r  q u e  s i r v a  p  a  r  a   e  v  i  t  a  r   q  u  e   s  e   t  e   e   s   c    a    p    e    n     l    a    s      l      e       t       r       a         s

martes, 15 de marzo de 2016

Marcapáginas

No sé qué le ha pasado a mi marcapáginas. Llevaba muchos libros leídos con el marcapáginas beis con la ilustración del hombre con sombrero, pero ayer lunes me terminé un libro que empecé el domingo y para el cual había utilizado ese mismo marcapáginas sin seguir mi regla de ir cambiándolos —tengo una buena colección de marcapáginas— por la simple comodidad de que la estantería de libros por leer está más cerca de la esquina de la mesa donde permanece el libro que me esté leyendo que de la estantería donde está la colección de marcapáginas, de modo que cuando un libro cae y vuelva a la estantería, el marcapáginas queda momentáneamente en la esquina de la mesa donde estaba el libro y cuando traigo el nuevo libro y recojo el marcapáginas para llevarlo a la colección para cambiarlo por otro, pienso “qué demonios”, me digo, “al fin y al cabo les encanta a quienes me miran en el metro”. Sin embargo ayer lunes estaba hablando con María, con Jules, y le comenté que creía que quien había traducido el título del libro que me estaba leyendo parecía no haber leído el libro por poner “el mar” en vez de “la mar” cuando el protagonista dedica un buen párrafo a explicar por qué para él es la mar y no el mar. Le dije a Jules que cuando se fuese ella a la cama yo iría a terminarme el libro, ella me dijo que me fuese antes si quería y yo le dije que es que no quería. Bastó decir eso para que la conversación durase más que de costumbre, y cuando al final se marchó me dejó con la tarea de escribir un relato, y yo, como la valoro lo suficiente como para no hacerle lo mismo que a todo el mundo, me dije que escribiría el relato entonces y no lo dejaría para más tarde porque dejarlo para más tarde sé que significa dejarlo para siempre. Me salió un relato de dos páginas que por desgracia no puedo publicar porque hay cosas en él que son para Jules, y si publico el relato sin ellas, ya no será el relato, será una mierda. Al final, a pesar de haberme despedido tarde de María y haber escrito el relato, aunque le había dicho que se había hecho tarde y aquella noche ya no leería, leí y me terminé el libro, y como eran las dos y media de la mañana, un puntilloso podría decirme que he mentido, que no empecé el libro el domingo y lo terminé el lunes, sino que lo empecé el domingo y lo terminé el martes, pero yo le diría a ese puntilloso que el rato de leer antes de dormir pertenece siempre al día que se ha dejado atrás.
En realidad no sé por qué cuento esto, porque solo quería decir que esta mañana me he ido a empezar un nuevo libro y he pensado que a éste no le pegaba el hombre con sombrero sobre fondo beis, sino el del pájaro sobre fondo beis, por la introspección y esas cosas, y cuando he ido a cogerlo lo he visto arrugado y con serias deficiencias en su forma, en la del marcapáginas, no en la del pájaro.
Mi hermano me acaba de decir que le han desaparecido dos pantalones del armario, así como quien empieza una acusación, y yo le he contestado que por algo los pantalones son la única prenda que tiene piernas.

A veces uno puede ser literatura, y no por consagrarse como un gran autor, sino desde el punto de vista del lector. Pero no basta coger un libro y leerlo, ni aunque se disfrute haciéndolo o el libro sea bueno, lo que hay que hacer es tener un pequeño rato que no sea siquiera un rato de paz, sino un rato en el que el tiempo y el espacio hagan un parón. Entonces se ha de dar alguna vuelta por la habitación, saboreando libros con la mirada, y se han de coger varios y leer trozos, pudiendo hacerlo en voz alta o releyendo lo leído por no haberse enterado uno al estar cogiendo diferentes textos sin tos ni son mientras da vueltas por la habitación. Al final, para saber que se ha realizado bien este proceso, a uno le tiene que explotar la imaginación y debe pensar sus pensamientos cotidianos como si fuesen frases de los libros que acaba de leer, incluso relatados con la voz que uno se imagina que tiene el autor o con la que le gustaría que tuviese si la conoce y no le gusta.
Había una vez un hombre que escribía y era triste, muy melancólico. Cuando estalló la guerra tenía la edad considerada perfecta para ir al frente, pero cualquiera que le miraba pensaba que estaba siempre tan ausente que no sería una buena idea. Los oficiales de hecho se imaginaban que la noche que le pusiesen de guardia se perdería la guerra, y que en caso de vestir el uniforme lo mejor sería meterle en el calabozo con efectos preventivos.
Al final se quedó en su ciudad de casas bajas y siguió escribiendo aunque sus textos no se difundían porque desmoralizar a las tropas no parecía la mejor idea. Tampoco le evacuaron cuando cayeron los primeros obuses —el primero cayó sobre el único coche que quedaba en las calles, un Ford gris averiado que pertenecía al señor Stefoni, pero como éste había muerto pertenecía a la señora Stefoni pero como ésta había desaparecido pertenecía a sus hijos, Marc Stefoni, muerto, y Laura Stefoni, desaparecida— ni cuando los soldados hicieron un boquete en una pared y entraron todos los allí. Quisieron hacer preso al pobre escritor, lo cual quería decir que probablemente acabase luchando en algún frente, porque esto pasaba, si un país estaba en guerra con más de una nación, muchas veces se armaba a los presos de una y se mandaban a luchar contra la otra. Manu me enseñó una historia verídica en la que un coreano fue capturado por los japoneses y mandado a combatir a los rusos, los cuales le capturaron y le mandaron contra los alemanes, los cuales le capturaron y le mandaron contra los británicos, lo cuales le capturaron y no sabían en qué idioma comunicarse con él.
El escritor, estresado por los disparos, echó a correr, provocando más disparos. Ninguna bala le alcanzaba por ese escudo que provoca la tristeza, que viene a decir que o te mata ella o no te mata nadie. Pero al final una bala fue a impactarle por la espalda a la altura del corazón, que así es como se mata a los cobardes del amor, cuando un pájaro azul (como el que se acaba de posar frente a mi ventana) se interpuso y pagó vida por bala. El escritor cogió al animal como si aún estuviera vivo y huyó con él de los militares.
En ningún lugar, sentado sobre la hierba y apoyado en un muro de piedras caídas, el escritor vio como el color azul del pájaro se le escurría por las manos y caía sobre sus pantalones y la hierba verde, dejando la delicada figura en colores negros y beis. Entonces él, pensando que era la primera vez que estaba justificada su tristeza, lo apretó contra su pecho muy fuerte, arrugando así mi marcapáginas. Es la única explicación que encuentro.