y me daba vergüenza que me vieran las alas.
Gloria Fuertes
La música de ambiente había hecho
tan bien su trabajo que ya ni se oía, ahora era algo más, como el suelo
brillante o las ventanas tintadas. Los murmullos y las risas eran ahora la
verdadera música de ambiente. Yo había llegado invitada, casi arrastrada, sin
recordar bien cómo había acabado por encontrarme sentada en aquel sofá, con
aquella copa en la mano, entre aquellas personas tan bien vestidas a las que
una no puede imaginarse existiendo fuera de un local como ese, con otra ropa y
en labores cotidianas. Me molestaba lo de la espalda sentada en aquella postura
y no dejaba de moverme de la misma forma que cuando descubres tarde en la ropa
una etiqueta que no deja de rozar. Todos vestían tan bien, hasta el camarero
parecía vestir mejor que yo, y sin embargo nadie me miraba, ni quien hablaba en
cada momento ni el resto; no dejaba de fijarme en sus rostros buscando descubrir
aquel que me mirase y cuya mirada fuese subiendo por el pecho, solidificando la
sonrisa, hasta el hombro, y entonces un poco más allá. Lo cierto es que no
había caído hasta que me senté y me di cuenta por la molestia, sin embargo me
habían invitado desde un principio, sabiéndolo porque era evidente, aunque
siempre quedaba la posibilidad de que quisiesen el espectáculo, reírse de mí,
de hecho la sala y la gente parecían idóneas para ello, ellos y yo, alguien tan
diferente que era imposible sentir lástima. Sin embargo nada pasaba, me
aventuré a participar en algunas conversaciones, a beber por hacer algo con la
copa, y hasta mi anfitrión pareció sonreír como indicando que por eso me había
traído, no por lo que se podía ver sino por lo que podía aportar. Pero en un
momento dado entraron más personas, entró una mujer morena, una de esas
personas cuyas miradas lo abarcan todo enseguida y parecen enmarcar a cada
persona en un rectángulo privándola de todo, dejándola indefensa. Estuve segura
entonces de que en aquella postura se me veía demasiado, así que empecé a
moverme intentando ocultarlo, pero la persona que tenía al lado creyó que me
quería levantar y se levantó a su vez dejándome paso. Por un momento todos me
miraron, y yo no sabía cómo decir que no, que no quería levantarme, que solo
intentaba ocultar aquello que todos veían y sobre lo que seguro hablarían más
tarde. Lo más natural me pareció levantarme, seguir la escena, porque no hay
nada más difícil que no seguir lo que se espera que hagas dentro de un contexto
social, pero una vez de pie me pregunté qué hacer, porque de pronto me sentía
desamparada allí, en el pasillo entre las mesas. No podía ir a la barra porque
el camarero siempre estaba al alcance de la mano, tampoco podía marcharme sin
haber dicho nada antes de levantarme y con la mujer reciente mirando. Solo me
quedaba ir al baño, al otro lado de la sala, con la espalda completamente a la
vista, enseñándoles a todos las alas. Llegué caminando con pasos cortos, como
con miedo a caerme, con la sensación de cuando intentas evitar que suene a goma
cada paso de un calzado mojado. En el baño me lavé la cara y me encerré en una
cabina, ahí quise gritar y extender las alas, pero no había espacio, me hacía
daño que chocasen contra las paredes y se quedasen en ese ángulo artificial, casi
roto. Antes de salir pensé que lo mejor sería caminar hasta la mesa, decir sin
sentarme que tenía que marcharme y terminar de cruzar la sala, pero antes de
terminar de concienciarme, entró alguien y me sentí obligada a salir. Con la
luz distinta me pareció que todo el mundo se callaba y me miraba, que sus
miradas se repartían en cada ala. La mujer morena sonreía comentando algo en el
oído de su acompañante, entonces él me miró y yo caminé apresura, casi corriendo,
hasta mi mesa, donde después de sentarme pasé discretamente las manos hasta la
espalda y ahí tiré de la punta de las alas hacia abajo, rogando por dentro que
dejasen de asomar por encima de los hombros. Tiré de ellas todo lo que pude y
al final, para asegurarme de que quedaban bajas, me senté encima. El dolor me
humedeció los ojos. La gente bebía y me miraba; hablaba y me miraba; sonreía,
me miraba y mantenía la sonrisa como buscándole otras formas. Seguro que la
mujer callaba lo que estuviera diciendo para sonreír al ver cómo me levantaba y
volvía al baño, esta vez sí con la extrañeza de mi grupo. Allí, delante del
espejo, extendí las alas. Eran bien bonitas, lo pensé así, en pasado, mientras el
cuchillo hurtado de la mesa, mientras las plumas caían como años. Luego volví a
la mesa, mucho más tranquila. Notaba la espalda húmeda, pero por primera vez en
mucho tiempo me sentí integrada.