viernes, 26 de mayo de 2017

Las plumas por el suelo de la sala

y me daba vergüenza que me vieran las alas.
                                             Gloria Fuertes



La música de ambiente había hecho tan bien su trabajo que ya ni se oía, ahora era algo más, como el suelo brillante o las ventanas tintadas. Los murmullos y las risas eran ahora la verdadera música de ambiente. Yo había llegado invitada, casi arrastrada, sin recordar bien cómo había acabado por encontrarme sentada en aquel sofá, con aquella copa en la mano, entre aquellas personas tan bien vestidas a las que una no puede imaginarse existiendo fuera de un local como ese, con otra ropa y en labores cotidianas. Me molestaba lo de la espalda sentada en aquella postura y no dejaba de moverme de la misma forma que cuando descubres tarde en la ropa una etiqueta que no deja de rozar. Todos vestían tan bien, hasta el camarero parecía vestir mejor que yo, y sin embargo nadie me miraba, ni quien hablaba en cada momento ni el resto; no dejaba de fijarme en sus rostros buscando descubrir aquel que me mirase y cuya mirada fuese subiendo por el pecho, solidificando la sonrisa, hasta el hombro, y entonces un poco más allá. Lo cierto es que no había caído hasta que me senté y me di cuenta por la molestia, sin embargo me habían invitado desde un principio, sabiéndolo porque era evidente, aunque siempre quedaba la posibilidad de que quisiesen el espectáculo, reírse de mí, de hecho la sala y la gente parecían idóneas para ello, ellos y yo, alguien tan diferente que era imposible sentir lástima. Sin embargo nada pasaba, me aventuré a participar en algunas conversaciones, a beber por hacer algo con la copa, y hasta mi anfitrión pareció sonreír como indicando que por eso me había traído, no por lo que se podía ver sino por lo que podía aportar. Pero en un momento dado entraron más personas, entró una mujer morena, una de esas personas cuyas miradas lo abarcan todo enseguida y parecen enmarcar a cada persona en un rectángulo privándola de todo, dejándola indefensa. Estuve segura entonces de que en aquella postura se me veía demasiado, así que empecé a moverme intentando ocultarlo, pero la persona que tenía al lado creyó que me quería levantar y se levantó a su vez dejándome paso. Por un momento todos me miraron, y yo no sabía cómo decir que no, que no quería levantarme, que solo intentaba ocultar aquello que todos veían y sobre lo que seguro hablarían más tarde. Lo más natural me pareció levantarme, seguir la escena, porque no hay nada más difícil que no seguir lo que se espera que hagas dentro de un contexto social, pero una vez de pie me pregunté qué hacer, porque de pronto me sentía desamparada allí, en el pasillo entre las mesas. No podía ir a la barra porque el camarero siempre estaba al alcance de la mano, tampoco podía marcharme sin haber dicho nada antes de levantarme y con la mujer reciente mirando. Solo me quedaba ir al baño, al otro lado de la sala, con la espalda completamente a la vista, enseñándoles a todos las alas. Llegué caminando con pasos cortos, como con miedo a caerme, con la sensación de cuando intentas evitar que suene a goma cada paso de un calzado mojado. En el baño me lavé la cara y me encerré en una cabina, ahí quise gritar y extender las alas, pero no había espacio, me hacía daño que chocasen contra las paredes y se quedasen en ese ángulo artificial, casi roto. Antes de salir pensé que lo mejor sería caminar hasta la mesa, decir sin sentarme que tenía que marcharme y terminar de cruzar la sala, pero antes de terminar de concienciarme, entró alguien y me sentí obligada a salir. Con la luz distinta me pareció que todo el mundo se callaba y me miraba, que sus miradas se repartían en cada ala. La mujer morena sonreía comentando algo en el oído de su acompañante, entonces él me miró y yo caminé apresura, casi corriendo, hasta mi mesa, donde después de sentarme pasé discretamente las manos hasta la espalda y ahí tiré de la punta de las alas hacia abajo, rogando por dentro que dejasen de asomar por encima de los hombros. Tiré de ellas todo lo que pude y al final, para asegurarme de que quedaban bajas, me senté encima. El dolor me humedeció los ojos. La gente bebía y me miraba; hablaba y me miraba; sonreía, me miraba y mantenía la sonrisa como buscándole otras formas. Seguro que la mujer callaba lo que estuviera diciendo para sonreír al ver cómo me levantaba y volvía al baño, esta vez sí con la extrañeza de mi grupo. Allí, delante del espejo, extendí las alas. Eran bien bonitas, lo pensé así, en pasado, mientras el cuchillo hurtado de la mesa, mientras las plumas caían como años. Luego volví a la mesa, mucho más tranquila. Notaba la espalda húmeda, pero por primera vez en mucho tiempo me sentí integrada.

Los desmontables

Cuando se abrían las puertas y volvían a la ciudad los soldados, al niño le gustaba mirar a los mutilados, que con la cabeza gacha iban sentados en los carros, escondidos tras los caballos. El niño siempre veía miembros cercenados, siempre igual, siempre la falta de piernas y brazos. Se ponía de puntillas esperando encontrar algo nuevo; le impresionaba la imagen de un soldado sin cabeza, ya de baja, volviendo a casa una mañana tras comprar el periódico y dar un paseo. Sentado en la mesa, después de rezar y empezando a comer, miraba la silla vacía y se imaginaba una taza levantándose sola y el sonido de ser sorbida: a su padre le estalló una granada.

martes, 2 de mayo de 2017

Quiquiriquí

El día empieza con el gallo atado junto a la cabecera de la cama. Si no quieres que te despierte en cuanto salga el sol, que es a lo que está acostumbrado, debes domarlo mediante vasos de agua la noche anterior. Es recomendable hacer lo de los vasos justo antes de acostarse, porque luego ya será imposible restar un vaso. Mamá te saludará en ruso porque está estudiando ruso, papá sigue en su irrefrenable tarea de buscar tabaco y si es día uno te llamará para decirte que aún no lo ha encontrado. La hermana está o bien en el cuarto con el novio o bien en el cuarto del novio con el novio. La Novia te habrá enviado dibujos de corazones o magdalenas con dibujos de corazones gratinados o, si es vuestro aniversario, habrá alquilado una avioneta y tendrás un corazón en el cielo. Desayuna deprisa, que el día es largo, y déjate la mitad de la comida, que aunque nadie te lo ha encargado estás al cargo de alimentar al amante, que vive desnudo en el armario de la hermana. Si aún hay tiempo (no te fíes nunca de ningún reloj de la casa, siempre es mejor comprobar la hora en internet o en la plaza de Sol) puedes saludar a tus vecinos y cortarles el césped quedándote un poco por los servicios. Si es otoño te recomiendo que te hagas una corona de hojas y si es otoño pero no hay hojas te recomiendo que no salgas de la cama en todo el día y abraces al gallo como si fuese una muñeca hinchable y tú un señor hinchable. Coge el metro en la siguiente parada a la boca de metro más cercana, porque has visto muchas películas y leído un libro y sabes que es probable que te estén esperando ahí si por algún motivo alguien te está esperando para matarte. Si sospechas que alguien puede estar trazando un plan para matarte es recomendable que le llames, os toméis un té y solucionéis las cosas. Si a pesar de la Novia hay una gitana muyguapamuyguapa que te gusta mucho y vende clínex en una esquina, deberías tener una maceta en tu cuarto, junto al gallo, en la que plantes flores blancas o violetas y cada mañana le lleves una, y si algún día no quedan flores en la maceta deberías ir al cementerio, donde la gitana madre de la gitanilla vende flores, y comprarle algunas a los ojitos de tu alma. Como últimamente en el metro hay una persona pidiendo en cada vagón suelo recomendar llevar un instrumento o una pierna rota e ir pidiendo porque un pedigüeño nunca le pide a otro ni hay dos a la vez en el mismo vagón. A estas alturas la Novia te habrá llamado tres veces, si no sabes qué decir dile que la amas, que es tu vida, que te encantaría hacerle el amor y que no hay cobertura en el tun… Luego volverá a llamar y ya le puedes decir que el otro día viste una película de dragones y que te encanta ver edificios arder porque siempre te han parecido estremecedoras las películas de bomberos. Llegados a este punto si trabajas mucha suerte, si vas a clase no vayas a clase, ve a la biblioteca o sala de estudio o similar y ponte con la tarea pendiente, ponte con los resúmenes, los esquemas, los subrayados, los rayados, los aliñados, las especias, la cocción lenta sin dejar de remover, el servido en vajilla buena, las velitas, la Novia diciendo que qué haría sin ti, el cocinero despedido diciendo que qué hace sin ti, tú diciéndote que qué coño estás haciendo y la lectura del libro de Platón, porque da igual lo que estudies, has de leer a Platón y sus movidas, en especial esa de la cuadriga por los cielos. Lo gracioso será que para cuando hayas terminado ya habrán terminado las clases, volverás a tener tarea pendiente y como siempre se te olvida el marcapáginas, mañana tendrás que volver a empezar el libro (buena suerte). Una vez libre has de esquivar a tus amigos para que te echen de menos y les des la posibilidad de tener un calendario en el que tachar los días en los que no te ven. También ahora es bueno que busques a la Novia y os queráis un poco. Cuéntale lo productivo del día y si eres de los que tratan de conquistar a la gitanilla cuéntaselo con pelos y señales alcanzándole un clínex, si se pone a llorar, de los que le has comprado a la gitana esa misma mañana. Cuando vuelvas a casa mamá te saludará en alemán, porque se ha cansado del ruso, y tú le pondrás responder con un corte de mangas o regalándole la flor que has llevado todo el día en el ojal por no habérsela podido dar a la gitana porque ese mismo día ha dado la mala suerte de que la han deportado al país de los gitanos. Como estarás cansado puedes cenar o ir directamente a la habitación de la hermana (cerrando los ojos y diciendo perdón-perdón-perdón si está con el novio) y dar un beso de buenas noches en la frente del amante. Después, en tu cuarto, sería lo suyo que fumases lentamente un cigarrillo, acordándote de los ojos de papá y maldiciendo que todas las fotografías de la casa estén en blanco y negro. Después recuerda darle cuerda al gallo y a dormir.

El lobo

Y con éste termina la colección de "los cuatro cuentos que te cuento".


Supe de un perro llamado Aquiles que le desgarró la garganta a otro llamado Héctor, y de uno llamado Weasley que se peleó con uno llamado Draco. Y es que los perros parten de la imaginación del hombre.
Por una razón desconocida, en la feria ganadera de Copablanda, el hijo de un pastor, que debía traer un perro para pastorear a las ovejas, compró un lobo. Era aún un cachorro y sus dueños no sabían qué metían en casa, aunque el gato doméstico sí pareció darse cuenta con su repentina desaparición. Al poco tiempo, ese mismo hijo se trasladó a la ciudad para continuar sus estudios, y como el lobo no parecía llevarse bien con la granja, le dejaron llevarlo con él. Allí, en la ciudad, el lobo se hizo hombre, digo perro, digo adulto, y sus increíbles estallidos de violencia fueron aplacados con golpes en el hocico, venidos de la enseñanza de los perros. El lobo se sentía ciertamente fuera de lugar. Era curioso ver a los demás canes cuando el hijo del pastor le sacaba a pasear, grande y de pasos lentos, perros y mendigos parecían ofrecerle pleitesía. Por las noches, el incondicional coro de ladridos era acallado por un único aullido, venido, sin duda, de la televisión. Sin embargo no atacaba, miraba como si lo fuese a hacer en cualquier momento, pero no atacaba. Si le pedías la patita cobraba mayor seriedad si cabe y la patita acababas por dársela tú.
El hijo del pastor volvió a casa para enterrar sus estudios y los pájaros echaron a volar cuando el animal descendió del coche. El pastor, que se había tornado duro con el hijo y su mascota, puso al lobo a pastorear a las ovejas. Desaparecieron los zorros, pero las ovejas siguieron muriendo por motivos inexplicables. Recordando las aceras, en una ocasión, el hijo del pastor salió a pasear al bosque cercano, llevándose a su compañero con él, a pesar de las advertencias del padre de que aquella era época de lobos. Y efectivamente, al llegar a la cumbre perlada, les rodearon los gruñidos. Cinco bocas enseñaron los dientes y, sobre el peñón, el lobo blanco se irguió aullando. El chico empezó a temblar, y el lobo hizo lo único que podía hacer, empezó a ladrar.