martes, 31 de diciembre de 2019

El hombre que sujetaba dos montañas


Allá por un lugar antiguo pasaba una comitiva de sabios y sobre una colina encontraron a un hombre musculoso empapado en sudor. El hombre tenía sobre sus hombros dos grandes montañas y parecía sostenerlas con esfuerzo. Los sabios hablaron entre ellos en susurros y, sin preguntarle al hombre, decidieron ponerle nombre a sus montañas. Les pareció propicio llamarlas Orgullo e Ira. El hombre seguía sosteniéndolas, parecía no escucharles, pero ellos se pusieron a gritar “¡suéltalas, suéltalas!”, y el hombre, al final, acabó soltando una montaña. Ira cayó sobre la mitad de los sabios, aplastándolos. Ahora, con solo una montaña sobre sí, con un hombro descubierto, el hombre no encontraba el equilibrio y danzaba en círculos a fin de no caerse. Los sabios sobrevivientes, temerosos de que les cayese encima, empezaron a gritarle que tirase la montaña que le quedaba lejos de allí. El hombre así lo hizo, Orgullo fue a parar a mitad del desierto y allí se convirtió en arena. Entonces los sabios vieron cómo el hombre, liberado de las dos montañas, con pavor en el rostro, empezaba a levantarse del suelo, sin poder agarrarse a nada, ascendía y se perdía como un globo entre el cielo despejado. Los sabios que quedaban cruzaron la colina sin recordar nada que no les interesase recordar.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

En un lugar importante


Es un despacho muy importante, está en la planta veintisiete. Es un lugar de visita obligatoria para quienes quieran hacer dinero, lavarlo o esconderlo. Al entrar eres atendido por recepcionistas muy guapas, escogidas únicamente por eso, y una vez te sientas en la sala de espera puedes contemplar las filas y filas de mesas en las que trabajan decenas de personas. Esta distribución está así hecha, sin paredes ni cristales, para que el cliente vea a todos esos trabajadores y tenga la sensación, la certeza, de que sus almas le pertenecen, de que trabajarán por él hasta la muerte o algo parecido.

Después de estar sentado, de que le pregunten si quiere un café, un té o un whisky, una amable secretaria le hará pasar a un despacho donde, ahora sí, se cerrará la puerta y se discutirán temas que afectan al mundo pero que el mundo no conocerá nunca.

Y ahí acaba todo. Es un ciclo. Los trabajadores entran a las seis de la mañana y salen cuando ya es de noche, cruzándose con los fantasmas de ellos mismos que ya entran a trabajar.

Los clientes a veces madrugan, pero es distinto, ellos madrugan para conservar la paz en su reino.

A las nueve llega un cliente, llega con su hijo y un maletín, abajo en la puerta está el chófer. Si va con su hijo no es por placer, se debe a algo relacionado con la madre del crío o con una reunión del colegio o algo parecido. Se sientan en el recibidor, el padre pide agua, que se le da en botella, y el niño un refresco de cola. Al poco los trabajadores de la primera fila levantan la mirada de forma rápida y disimulada a causa de la música que sale del teléfono del chico, un poco por ver de dónde proviene la música, un poco por inercia y un poco por demostrar su molestia, una molestia rápida y disimulada, una molestia de buen subordinado. Existe la creencia entre las secretarias y las decenas de trabajadores de que esa música será momentánea, cosa de un anuncio que le ha aparecido, o que el padre inclinará la cabeza, moverá los labios y el niño apagará el móvil con la cara roja. Sin embargo, como es de esperar, el padre no hace caso y la música sigue. Para hacernos una idea: nadie puede trabajar, de pronto todos están crispados, imaginando torturas aptas para el público infantil.

En lo que el padre va al servicio, sale, es avisado por la secretaria y entra en el despacho del Jefe, la música sigue, pero los trabajadores sienten que no pueden pedir nada a un cliente o al hijo del mismo, a decir verdad, si lo piensan, nunca han hablado con uno. Cuando el padre sale del despacho y entra en otra sala para hablar con algún capataz sobre un tema menor, un trabajador, elegido por sorteo entre todos, va a preguntarle al Jefe si le puede comentar al padre que le pida al hijo que baje la música, que es la única vía que se le ha ocurrido a la plantilla.

It’s not my fault responde el Jefe.

Media hora después el padre le dice al niño vamos, él guarda partida y se van. La calma vuelve al despacho, la crispación no termina de irse.

El chico crecerá feliz, en una villa grande, le costarán un poco los estudios, pero los sacará adelante. Será un gran heredero del imperio de su padre.