Esta historia tiene otro
título y éste es “el hombre que lanzó al mar dos mil botellas de amor y fue
multado por contaminación”. Y es que tal como reza el título, una vez un hombre
compró dos mis botellas y escribió dos mil cartas iguales que más que cartas de
amor parecían un contrato o una promesa de buenas voluntades. Tampoco es que
creyese que aquello fuese a salir bien, seguramente lo hacía más por poder
contar la historia de lo que había hecho y que así, tal vez, en la barra de un
bar, contando la historia, lograse al menos llamar la atención de una mujer
real. Sin embargo se dio el caso de que una chica joven, diez años menor, fue
una semana a la playa de vacaciones con sus madres y ocurrió que la muchacha
que veía de media el mar una vez cada dos años (verlo durante unas mismas
vacaciones se entiende como verlo una vez) encontró una de las dos mil
botellas. “Vienen del interior a robarnos el amor”, no es de extrañar que la traducción
china de este relato lleve por título “Poseidón, el dios del amor”, y es que la
chica, después de leer la carta, se puso en contacto con el remitente a través
de los medios que figuraban en la misma, y a los cuatro meses se encontraban
viviendo juntos. Al principio fue extraño, era como vivir con un desconocido
venido de un matrimonio de conveniencia, pero después todo empezó a ir mejor,
tanto que llegaron a quererse. Pero justo en el momento en que llegaba la
felicidad, llegó también una mujer al pueblo donde vivía la nueva pareja y
donde antes había vivido él. Aquella mujer traía una maleta en una mano y una
botella en la otra, había suplicado a dios durante toda una noche y a la mañana
siguiente una ola le trajo la respuesta hasta sus pies. No dudó en dejar su
trabajo y despedirse de su familia, no tuvo tiempo de escribir una carta, o tal
vez lo hizo, pero ella fue más rápida que el cartero. Pronto descubriría esta
mujer que su promesa de una relación, tal vez un matrimonio, tenía ya novia,
pero aquello no le pareció preocupación alguna, ella traía la fuerza de la
voluntad divina. Pero, ¿qué voluntad tenía él, a todo esto? Él quería a aquella
mujer que se despertaba antes que él y parecía llenar la casa de luz, pero
aquella otra… Había estado mucho tiempo solo, y ahora de pronto se enfrentaba a
algo a lo que no estaba acostumbrado: la seducción. Así que concertó una cita
acabada en noche, y al día siguiente, cuando volvió feliz a casa, su mujer le
echó de casa. “¡Pero si la casa es mía!”, pero el corazón era de ella. Él mandó
flores y más promesas, y a la semana se plantó delante de ella y le dijo que
qué podía hacer para recuperarla, esperando que ella hiciera alusión a dejar a
la forastera que, de hecho, ya había sido rechazada, lanzándole la botella a la
cabeza a modo de respuesta, pero las palabras que recibió en el marco de la
puerta le dejaron helado, si quería recuperar a su mujer, debía recuperar las
dos mil botellas que lanzó al mar. Él le preguntó si estaba hablando en serio,
ella le dio su propia botella y le dijo “ya tienes una”.
Ya fue difícil en su
momento lograr reunir dos mil botellas y llenarlas con dos mil cartas, ahora,
además, tenía la dificultad de que debía arrebatárselas al mar. En realidad no
eran dos mil botellas, sino mil novecientas noventa y ocho, pues tenía la de su
mujer y los restos de la que había terminado por estrellarse contra el suelo.
El reto que tenía por delante parecía imposible, no pensaba en la probabilidad
del asunto porque le daba vértigo, sin embargo tenía la esperanza de que si lo
intentaba, si se esforzaba de veras, ella valoraría su esfuerzo y le
perdonaría. Así pues empezó a visitar playas después de haber estudiado un
libro sobre corrientes marinas intentando ver dónde deberían llegar las
botellas teniendo por referencia el punto desde donde las había lanzado, visitó
también puertos pesqueros e inspeccionó las redes y los vertederos de los
mismos, puso anuncios en los periódicos locales e incluso fue a la Oficina
Central de Objetos Perdidos y puso una solicitud. Todos estos trámites le
permitieron recuperar la friolera de hasta doce botellas. Je suis désespéré. No
había ante sí otra senda que la de la falsificación. Compró pues el número
restante de botellas, introdujo en ellas papeles en blanco y las sumergió en
unas lagunas cercanas, donde las dejó macerar.
Su mujer, que volvía de
hacer la colada, halló ante la puerta de su casa dos mil botellas, se le cayó
el cesto y tuvo que llevarse la mano a la boca. Él la quería, no podía ser de
otra forma, él la quería y ella a él, joder si le quería.
El reencuentro fue
maravilloso, estaban a cada cual más contento, estaban que les saltaban chispas
de la piel, y a todo esto, sonó el teléfono. Lo cogió ella, y al otro lado una
voz risueña de mujer que se presentaba y decía que ella estaba felizmente
cansada, pero que había encontrado una de las botellas y que quería hacérselo
saber a él, si ella hacía el favor de hacerle llegar el recado, que sin duda
era la forma de ligar más original que había visto. Ella le gritó, se le
salieron los dientes, y él, de rodillas, le juró que había sido imposible
recuperarlas todas, que unas treinta botellas debían andar enamorando a las
sirenas, pero que estaban allí casi todas, y esto pareció calmarle a ella,
aunque necesitó una semana para pensar después de haberle echado de casa.
Tiempo después llegó
una carta certificada, en ella había una multa. Resulta que una presa
hidroeléctrica estatal se había averiado debido al flujo de un número
aproximado de cuatrocientas botellas de cristal. Esta barbaridad medioambiental
parecía que no iba a encontrar responsables, pero entonces saltaron los
servicios informáticos cruzados y la Oficina Central de Objetos Perdidos
informó de que había un hombre que andaba exigiéndole botellas al mar.