lunes, 26 de marzo de 2018

El hombre de las dos mil botellas


Esta historia tiene otro título y éste es “el hombre que lanzó al mar dos mil botellas de amor y fue multado por contaminación”. Y es que tal como reza el título, una vez un hombre compró dos mis botellas y escribió dos mil cartas iguales que más que cartas de amor parecían un contrato o una promesa de buenas voluntades. Tampoco es que creyese que aquello fuese a salir bien, seguramente lo hacía más por poder contar la historia de lo que había hecho y que así, tal vez, en la barra de un bar, contando la historia, lograse al menos llamar la atención de una mujer real. Sin embargo se dio el caso de que una chica joven, diez años menor, fue una semana a la playa de vacaciones con sus madres y ocurrió que la muchacha que veía de media el mar una vez cada dos años (verlo durante unas mismas vacaciones se entiende como verlo una vez) encontró una de las dos mil botellas. “Vienen del interior a robarnos el amor”, no es de extrañar que la traducción china de este relato lleve por título “Poseidón, el dios del amor”, y es que la chica, después de leer la carta, se puso en contacto con el remitente a través de los medios que figuraban en la misma, y a los cuatro meses se encontraban viviendo juntos. Al principio fue extraño, era como vivir con un desconocido venido de un matrimonio de conveniencia, pero después todo empezó a ir mejor, tanto que llegaron a quererse. Pero justo en el momento en que llegaba la felicidad, llegó también una mujer al pueblo donde vivía la nueva pareja y donde antes había vivido él. Aquella mujer traía una maleta en una mano y una botella en la otra, había suplicado a dios durante toda una noche y a la mañana siguiente una ola le trajo la respuesta hasta sus pies. No dudó en dejar su trabajo y despedirse de su familia, no tuvo tiempo de escribir una carta, o tal vez lo hizo, pero ella fue más rápida que el cartero. Pronto descubriría esta mujer que su promesa de una relación, tal vez un matrimonio, tenía ya novia, pero aquello no le pareció preocupación alguna, ella traía la fuerza de la voluntad divina. Pero, ¿qué voluntad tenía él, a todo esto? Él quería a aquella mujer que se despertaba antes que él y parecía llenar la casa de luz, pero aquella otra… Había estado mucho tiempo solo, y ahora de pronto se enfrentaba a algo a lo que no estaba acostumbrado: la seducción. Así que concertó una cita acabada en noche, y al día siguiente, cuando volvió feliz a casa, su mujer le echó de casa. “¡Pero si la casa es mía!”, pero el corazón era de ella. Él mandó flores y más promesas, y a la semana se plantó delante de ella y le dijo que qué podía hacer para recuperarla, esperando que ella hiciera alusión a dejar a la forastera que, de hecho, ya había sido rechazada, lanzándole la botella a la cabeza a modo de respuesta, pero las palabras que recibió en el marco de la puerta le dejaron helado, si quería recuperar a su mujer, debía recuperar las dos mil botellas que lanzó al mar. Él le preguntó si estaba hablando en serio, ella le dio su propia botella y le dijo “ya tienes una”.
Ya fue difícil en su momento lograr reunir dos mil botellas y llenarlas con dos mil cartas, ahora, además, tenía la dificultad de que debía arrebatárselas al mar. En realidad no eran dos mil botellas, sino mil novecientas noventa y ocho, pues tenía la de su mujer y los restos de la que había terminado por estrellarse contra el suelo. El reto que tenía por delante parecía imposible, no pensaba en la probabilidad del asunto porque le daba vértigo, sin embargo tenía la esperanza de que si lo intentaba, si se esforzaba de veras, ella valoraría su esfuerzo y le perdonaría. Así pues empezó a visitar playas después de haber estudiado un libro sobre corrientes marinas intentando ver dónde deberían llegar las botellas teniendo por referencia el punto desde donde las había lanzado, visitó también puertos pesqueros e inspeccionó las redes y los vertederos de los mismos, puso anuncios en los periódicos locales e incluso fue a la Oficina Central de Objetos Perdidos y puso una solicitud. Todos estos trámites le permitieron recuperar la friolera de hasta doce botellas. Je suis désespéré. No había ante sí otra senda que la de la falsificación. Compró pues el número restante de botellas, introdujo en ellas papeles en blanco y las sumergió en unas lagunas cercanas, donde las dejó macerar.
Su mujer, que volvía de hacer la colada, halló ante la puerta de su casa dos mil botellas, se le cayó el cesto y tuvo que llevarse la mano a la boca. Él la quería, no podía ser de otra forma, él la quería y ella a él, joder si le quería.
El reencuentro fue maravilloso, estaban a cada cual más contento, estaban que les saltaban chispas de la piel, y a todo esto, sonó el teléfono. Lo cogió ella, y al otro lado una voz risueña de mujer que se presentaba y decía que ella estaba felizmente cansada, pero que había encontrado una de las botellas y que quería hacérselo saber a él, si ella hacía el favor de hacerle llegar el recado, que sin duda era la forma de ligar más original que había visto. Ella le gritó, se le salieron los dientes, y él, de rodillas, le juró que había sido imposible recuperarlas todas, que unas treinta botellas debían andar enamorando a las sirenas, pero que estaban allí casi todas, y esto pareció calmarle a ella, aunque necesitó una semana para pensar después de haberle echado de casa.
Tiempo después llegó una carta certificada, en ella había una multa. Resulta que una presa hidroeléctrica estatal se había averiado debido al flujo de un número aproximado de cuatrocientas botellas de cristal. Esta barbaridad medioambiental parecía que no iba a encontrar responsables, pero entonces saltaron los servicios informáticos cruzados y la Oficina Central de Objetos Perdidos informó de que había un hombre que andaba exigiéndole botellas al mar.

domingo, 4 de marzo de 2018

La parranda de los muertos


 En la tarde de algún día del año 1960, un hombre trabajador, padre de familia, cobró su sueldo y decidió emborracharse. Las últimas crónicas que se recogieron después le situaban en tres tabernas diferentes a lo largo de la noche, después desapareció. La familia, que ya empezaba a vestir algo parecido al luto, le buscó desde la mañana siguiente. Se le esperaba echado en una calzada, en un prostíbulo o, dios no lo quiera, muerto. Y así, varios días después, se halló un cuerpo flotando bocabajo en el río. Estaba hinchado, con síntomas de descomposición acelerados y el rostro picoteado por los peces. Los bolsillos vacíos, la ropa corriente. No se podía saber si el muerto era el desaparecido, pero la viuda lo sintió así, así que la policía rellenó los papeles y se le fue a enterrar. Sin embargo, camino ya del camposanto, otra familia vestida de negro detuvo la caravana. Las distintas viudas se increparon, ambas querían cargar con el muerto. No había ninguna prueba de quién era él, ni de la causa de la muerte, ni la procedencia de sus zapatos, y como el marido de ambas mujeres había desaparecido en fechas similares, bien podía ser el muerto de ambas. Al final, la tumba, pagada por la primera familia, contó con dos lápidas, pagadas por la segunda, en cada una de las cuales se le daba un nombre y apellidos, y aunque ambas mujeres sentían un inmenso rencor por el muerto, que más allá de morirse no había llegado a llevar a casa el dinero del último mes, compitieron por escribirle los epitafios más bellos. Pero esto no termina aquí, y es que a lo largo de las semanas siguientes, más y más familias acudieron al camposanto y a las casas de luto para denunciar que el cuerpo encontrado era su cuerpo perdido y así el gobierno llegó a recibir hasta cincuenta y siete solicitudes de pensión por viudedad, teniendo que denegarlas todas.
 Durante veinte años, aquella tumba, que escondía un cuerpo anónimo, recibió más flores que ninguna otra personalidad del país, y en 1980, cuando llegó al gobierno un ministro joven con creencias de poder cambiar el mundo y le propuso a las familias realizar un análisis a los restos para resolver el misterio de quién se trataba, su propuesta fue rechazada por todas y cada una de ellas, todas preferían llorarle a un muerto que odiar a un desaparecido.
 Hace algunos años, el escritor Juan Muñoz, después de conocer esta historia y escuchar la canción aquella de “no estaba muerto, estaba de parranda”, escribió un relato en el cual todos aquellos desaparecidos se encontraban juntos, bebiendo, en una taberna del más allá.