lunes, 26 de febrero de 2018

Cien danubios


Hay un cuento que habla de un pueblo, un pueblo pequeño, de pocos habitantes, pero con sus infraestructuras, civiles y sociales, como cualquier otro. En este pueblo había un hotel, y a él llegó un viajero. El hombre entró en recepción y vio que allí no había nadie, así que, leyendo que el precio de una habitación era de cien danubios, puso el billete sobre el mostrador y subió a ver las habitaciones. En esto entró en recepción el cocinero, que administraba el pequeño restaurante del hotel, y al que debían, justo, cien danubios. Al ver el billete lo cogió y dio por zanjada la deuda. Después de esto se fue a ver al ganadero, quien le proveía de carne, y a quien debía, adivinen, cien danubios. Le pagó y hubo un buen apretón de manos y promesas de negocios futuros, pero la mano que guardaba el billete ya se extendía un par de kilómetros más allá y pagaba al granjero que suministraba a su granja de paja y alpiste, un buen hombre medio ciego que tuvo que acercarse mucho el billete a los ojos para corroborar que fuese auténtico. Este hombre, el granjero, se acercó a la casa grande, donde vivía el terrateniente que le arrendaba las tierras, y al que le dio el billete. El terrateniente, un hombre pálido de mejillas chupadas, cogió el dinero como si el dinero no fuese gran cosa y ya el hecho de aceptarlo fuese algo meritorio, pero lo cierto es que eso era así en apariencia, pues este hombre tenía tierras, pero como tantos ricos, no tenía dinero, así que mandó en seguida a su chófer a la ciudad con la orden de que buscase a cierta mujer y le diese el billete en pago por sus servicios y su silencio. La mujer lo aceptó con más sonrisa que descaro y se dirigió al hotel, donde alquilaba las habitaciones para su servicio. Entró, vio que no había nadie en recepción y dejó el dinero junto con una nota al lado del timbre roto que se usaba para llamar al servicio. Una brisa arrastró el billete y la nota, el billete al suelo, la nota a la calle. Y en eso que bajaba el visitante, asqueado por las habitaciones, que cogió su billete del suelo y se marchó de allí, sin saber lo que había ocasionado en aquel pueblo.

domingo, 18 de febrero de 2018

Llorona

Una mujer se despide de sus amigas en la calle iluminada y se interna en la oscura, que va cuesta abajo. Es tarde, su madre hará un comentario al respecto o ya estará dormida. Por esa calle ha bajado tantas veces, pero ha bajado también el mundo, a rastras incluso. Muchas generaciones, algunas guerras, una riqueza y muchas hambrunas también han bajado por esa calle tiempo antes de que ella llegue a la zona iluminada de la entrada de su casa.
—Llorona.
Escucha de pronto. Una voz que la llama desde justo más allá, donde acaba la luz y ya no se ve absolutamente nada.
—Llorona.
Y la voz parece familiar, aunque podría ser un dolor camuflado de voz familiar. Ella lleva falda y un cesto con cosas sin importancias. No hay armas, y si entra en casa a despertar a su padre la voz podría haberse ido ya.
—Llorona.
Y entonces ella ya le chista a la voz para que se calle. Se acerca, y al pasar al oscuro, de pronto sus ojos ya pueden ver. En el suelo, apoyado en el muro, está la voz. No es una voz disfrazada de algo malo, es una voz disfrazada de algo triste. Un hombre, herido parece, se aprieta las manos contra el abdomen, sobre un oscuro más oscuro que el otro oscuro.
—Por dios, Ernesto, qué te han hecho.
Y ella se acerca pensando en levantarle y curarle en la casa, pero como si lo hubiera dicho, él contesta:
—Llévame al río.
Ella se pasa el brazo de él por el cuello. Pesa como un muerto. Al otro lado queda la cesta. El rojo, que en realidad es negro, tiñe la camisa de él, tiñe la falda de ella y va tiñendo el suelo como una macabra cola de novia.
Le pregunta por sus amigos, por qué no fue a buscarlos a ellos, pero como no contesta, va preguntando por cada nombre. Pregunta por Pablo, por Raúl, por Joaquín. Él los niega a todos, sin dar más detalles porque las palabras ya no sobran. Cuando le pregunta por Carlos él sonríe y le comenta que quién cree que le ha hecho aquello.
Ella cumple y le lleva al río, y más allá, a entre los juncos. Desde donde están se puede ver el puente de piedra y el inicio del bosque en la otra orilla. Se sientan como pueden, frente a frente, la cesta de ella entre sus piernas, después pasa a estar a un lado. Se miran, con miedo a decir algo que no deban. Se siguen mirando cuando el sol empieza a salir. Los contornos del bosque, destacados por la luz incipiente, parecen trigo. En la mano de él la sangre se ve que es pintura. En la de ella también. Pero siguen callados por miedo a decir algo que no deban.

lunes, 12 de febrero de 2018

El ladrido que ocupó tu voz

La primera vez que lo vieron fue a través de un susto. El padre había entrado en casa sin saludar y el sonido de la puerta cerrándose fue lo que hizo que las niñas salieran a saludar. Allí, en el salón, vieron a su padre como si viniese de la guerra, y a su lado, como un susto negro, al animal. El sonido de la puerta fue el reclamo para las niñas, y el grito de ambas, para la madre, que corrió con ese miedo inherente que no se iba por más que frotase. La madre, al entrar en el salón, vio a sus hijas alineadas frente a su padre y, por la distancia, solo pudo pensar en que tendría que haberles dicho algo. Entonces la mirada de ella buscó algo en la de él, y al no ver nada bajó por el hombro hasta su mano derecha, pero tampoco sujetaba nada, y entonces, pequeño, al lado de su pie enorme, vio al cachorro oscuro que miraba con ojos despiertos y del que se esperaba que ladrase, pero no ladraba. Entonces sobre ella cayó un sentimiento que hacía mucho tiempo que había sido catalogado como poco importante y sintió lástima por su marido. Las niñas le miraron y ella les dio permiso:
—Vamos, niñas.
Y ellas corrieron a juntarse con el cachorro para hacer esas cosas que hacen los niños y los perros. La madre también se acercaba, pero a la bestia, no al animal. De reojo miró a sus hijas y al cachorro y volvió a sentir la incomodidad de que a aquel perro le faltaba algo. Ella cogió las manos de su marido, enormes, y le miró a los ojos, farolillos apagados. Ambos, mientras se miraban y ellas jugaban, decidieron que lo mejor sería decírselo ya a las niñas, pero no supieron cómo y no fue necesario, porque dos semanas más tarde él se encontraba echado sobre la blanca cama del blanco hospital bajo uno de esos cielos que también son blancos y que parecen el Reino de los Cielos dado la vuelta, con sus ángeles caídos o a modo de letrero de cerrado.
Él se iba a morir en una de esas cuentas atrás que uno casi desea que, si no va a ser más larga, mejor termine ya.
—El perro es un regalo que os hago del más allá. Cuando yo no esté él será la alegría en la casa, y os obligará a salir a la calle a tomar aire fresco.
Y la madre solo podía pensar en el agobio que le producía dejar a sus hijas con aquel juguete de perro con apariencia de perro de verdad. Los días siguientes instaló a las niñas con su madre y a ella misma en esa habitación de hospital. Él parecía haber suspirado ya por última vez y desde que había entrado su degeneración se había ido haciendo cada vez más rápida. Ella se había ausentado dos semanas del trabajo y complementaba el de las enfermeras. Le parecía asombroso ver aquel el cuerpo enorme de su marido, o más que verlo, sentirlo, y darse cuenta de que nunca le había estorbado por casa, ni al cruzarse por un pasillo, ni en la cama, ni si tenían que entrar los dos al baño. Él solo había sido un muro de piedra cuando había querido, y ahora a ella se le hacía imposible tener que voltearlo para poder lavarle la espalda. En el baño de la habitación, mientras se frotaba las manos, pensó en cuántas películas el personaje de ella le mataría aprovechando que se encontrase ahí, postrado, y cómo a ella se le hacía cómica la idea. Matar a su marido, qué idea más absurda. Era como la canción, no podía vivir sin él pero con él tampoco. Matarle porque sus ojos a veces se volvían rojos y sus manos rápidas. Matarle por cosas como quién es ese, un compañero de trabajo, a mí no me engañas, por favor suéltame, te has acostado con él, de verdad que no, a mí no me mientas. Matarle por esos ojos rojos que aglutinaban en ella todo el miedo del mundo. Pero ni aunque ella tuviera ira tendría sentido matarle, él ya estaba muerto, pero tardaba unos días en darse cuenta.
Las niñas seguían con su madre. Las había vestido de negro para pasearlas un momento por el entierro pero no por el velatorio, quería que empezasen a asimilar la muerte, pero no tanto. Las casas solas a veces despiertan eco. Ahora le parecía inmensa, y fría, y azul. Ahora parecía un esfuerzo enorme esperar a que el agua fría corriese hasta calentarse, o que existieran galletas en el armario o el sonido intermitente de la nevera. Se tumbó sobre la cama vestida, y encogió hasta hacerse un ser pequeño también vestida. Le daba la espalda al resto de la cama para no tener que hacer comparaciones sobre el tamaño. Y en esa quietud del hogar oyó la puerta abrirse, pero no la de la entrada, sino la de su propio cuarto. Apretó los ojos muy fuerte, porque no importaba que fuera él o que fuera un asesino, en ambas manos existiría el dolor. Pero entonces se le pasó por la cabeza la idea imposible de que se tratase de una de sus hijas, así que se levantó y vio unos ojos claros que la miraban desde el suelo. Se dio cuenta de pronto de que se había olvidado de él, había estado días sin comer, y ni por ello había ido corriendo hasta ella cuando había entrado.
—Lo siento mucho, ¿habrías querido ir al funeral?
A lo que él contestó ladeando la cabeza, el primer signo de vida que ella apreció en aquel cachorro que, la verdad, parecía haber crecido muchísimo en poco tiempo.
Las niñas volvieron a casa y la realidad poco a poco también lo hizo. Tostadas en el desayuno, plástico rosa, revisiones del ortodoncista. La segunda noche el perro había vuelto al dormitorio y se había enroscado a los pies de la cama, ella habría querido echarle porque no le parecía bien que estuviera en contacto con las sábanas, pero había parecido mostrar tal educación que no supo cómo decirle que no. Las siguientes noches siguió acudiendo a la cama, subiendo cada vez más, hasta que ella acabó por dormir abrazada a él, un secreto extraño porque aquello a ella le calmaba en las noches pero le parecía impúdico durante el día, dormir abrazada a un animal. Parecía un amante, porque no buscaba abrazos anormales durante el día, o al menos hasta  que una de las niñas hizo un día la broma de poner su cuenco de comida sobre la mesa y él se sentó en la silla como uno más. Se rieron porque aquel era el sitio del padre. El perro de la casa. Así fue tornando más importancia en sus vidas, les sorprendía cuando topaban con alguna tienda en que no pudiese entrar, él, que acompañaba a las niñas al colegio y sabía volver solo. En una ocasión vino la abuela de las niñas a cenar, y antes justo de que apareciera la familia se sintió extraña al pensar en que un tercero fuera a conocer los hábitos extraños que aquel animal había adoptado en la familia, así que le encerraron en un cuarto, pero mientras se despedían en la puerta, el perro apareció silencioso y los ojos de la mujer se abrieron mucho al pensar que qué criatura más inquietante que no ladra y por qué no me habíais dicho que teníais un perro.
Pasado el tiempo, un compañero de trabajo de la madre, que la había deseado durante varios años y que había esperado un luto respetuoso, le invitó a salir, invitación que ella declinó. Sin embargo, la segunda vez que él se lo pidió, ella estaba muy cansada de ser madre y aceptó. Poco a poco fueron viéndose más. Ella nunca le invitó a su casa, siempre hubo canguro, que pagaban a medias, y la casa era la de él, en cuyos cajones empezaron a florecer ropas de mujer, como florecían en el baño otros jabones y otro cepillo de dientes. Así, otro día de guardia baja, él presentó los términos de una relación, poniendo mucho tacto en los argumentos que hablaban de superar y seguir adelante. Ella acabó aceptando embutirse en una relación sin nombre, con la condición de que siguiesen sin ir a su casa pero presentándole a sus hijas. Así, una tarde de luz de bombilla, la madre las sentó en el sofá y les dijo que aquel hombre era un buen amigo suyo y que le iban a ver más veces. Justo antes de que terminase aquella reunión, en donde hubo pastelitos, apareció una sombra en el quicio de la puerta, un animal escapado de un cuarto, un silencio que solo ella percibió y que la dejó helada.
Una noche ella pensó que las niñas, ya acostadas, eran suficientemente mayores como para quedarse solas. Entonces salió a conocer la ciudad, aquella otra ciudad que no era la misma que durante el día, la mágica idea de que al otro lado de los charcos hay un reflejo de las cosas, iguales pero cambiadas. Al llegar a casa de ella, entraron riéndose en susurros, ella con los tacones en la mano para no hacer ruido, él con la mano en el pecho para pedirle al corazón que se calmara un poco. La casa estaba oscura, igual algo azul, y el pasillo parecía ser un túnel a ese otro lado del charco. Entonces pasó muy rápido, ella vio durante un momento algo brillar y acercarse, como dos ojos rojos, y una sombra se lanzó sobre él, mostrando mucho más rojo.

lunes, 5 de febrero de 2018

La nena

La madre le había dicho que no dejase que los nenes le levantasen la falda o le dijesen cosas. La madre no había dicho qué eran cosas, o si las nenas podían o no levantarle la falda, así que al final tuvo que ir inventándose qué hacer ante cada situación. En las clases no tenía mucho tiempo para pensar en ello, se dedicaba a hacer lo que mandase la maestra, y si le sobraba tiempo se recreaba en escribir su nombre y apellidos con la máxima belleza, como si pintase más allá de la clase de plástica, en matemáticas o en lengua, teniendo que volver del recreo al ser llamada por la maestra al ver lo que había hecho para borrarlo y volber a escrivirlo correctamente.
El recreo solía pasarlo con una intensa emoción de querer hacer algo en él pero no saber el qué, así que por lo general jugaba un rato en la arena, otro rato con la pelota y otro acababa en peleas grupales con niños de cursos superiores que no entendían cómo podía haberse visto vulnerada la regla de que los mayores siempre ganan. Era una líder innata, o una jefa, o no sé qué, pero lo cierto es que el resto de niños y niñas de su edad la seguían sin que a ella le interesase quién había detrás o a los lados. A ella le interesaban cosas muy concretas, le interesaban los dibujos que veía a la hora de comer, le interesaba comerse un bizcochito en la merienda o mirarse los labios al espejo al pronunciar la palabra vulva, recientemente aprendida.
—En vul los labios van hacia arriba y en va, hacia abajo —le dijo una vez a una niña que conoció en un parque.
Mientras sucedía todo esto, había un niño, el nene, que se había fijado en ella. El nene vivía con su madre a causa de un divorcio y había crecido escuchando las canciones de desamor que ésta ponía en el coche siempre que conducía, así que el nene miraba a la nena y pensaba que estaba seguro de dos cosas:
—No es muy guapa y estoy enamorado de ella.
Ante tal determinación el nene se entrenó viendo películas románticas de las que echan a la hora de la siesta y el 14 de febrero, día de San Valentín, se acercó a la niña y le dijo:
—Me gustas. ¿Quieres ser mi novia?
A lo que ella se puso nerviosa, pensó rápidamente en los nenes y las faldas y al no encontrar una respuesta, le dio una bofetada y salió corriendo. Esa tarde se replantearon ambos muy seriamente las cosas en sus casas. El nene hizo un repaso a todos los canales de televisión, pero como lo más parecido que encontró a lo que le preocupaba fue pornografía, se acercó a su madre y le preguntó:
—¿Qué hago si me gusta la nena?
A lo que su madre contestó:
—Regálale flores.
La nena, por su parte, estaba muy confusa por el episodio con el nene. Se preguntaba si él le gustaría también a ella, pero por más que lo pensase se daba cuenta de que hasta el momento justo en que él le había abordado, ella no tenía recuerdos de haberle visto nunca. Junto con esta cuestión había otra cosa que pugnaba en su interior, y era el enfado hacia su madre que aquella merienda, diciéndole que se estaba empezando a poner rellenita, no le había dado su bizcochito y en su lugar había plantado ante ella, en la mesa, un plátano con un cuchillo y un tenedor. Pese a todo, la nena fue a su madre y le preguntó si podía tener novio si éste no le levantaba la falda. Y no es que hubiera decidido decirle al nene que sí, sino que entendía conveniente tener esa respuesta antes de seguir pensando. Su madre le contestó:
—Los nenes son malos, te harán daño.
Al día siguiente tocaba a primera hora clase de inglés, al cargo de laticher, una mujer anciana que pese al grosor de sus gafas parecía casi ciega. Llevaban dos meses aprendiendo los colores. La clase había empezado hacía un cuarto de hora cuando entró el nene. Todos le miraron, llevaba cogido entre los brazos un inmenso ramo de flores. Recorrió el aula, pasando por delante de la profesora que no le vio, hasta llegar a la mesa más alejada donde estaba la nena, y allí dejó el ramo. Toda la clase estalló entonces en una carcajada unánime, una risa a tanto volumen que despertó algo en las flores, de las que empezaron a emanar cientos de abejas que subieron al techo del aula como el humo y bajaron sobre los niños como la ira de dios. El colegio tuvo que cerrar sus puertas durante tres días, y aun a día de hoy todavía quedan abejas rumiando las tuberías de los baños y la cal de las paredes. Al padre del nene le enviaron una carta pidiéndole por favor que su hijo no volviera a llevar flores con abejas al colegio, y el padre, que no estaba enterado de la vida de su hijo, se quedó muy preocupado.
A todo esto, después de encontrarse relativamente a salvo en el patio del colegio, la nena y el nene se quedaron solos. También se acercó un niño para reírse del nene por lo de las flores, pero al ver que tenía la lengua hinchada por las picaduras y no podía manifestar sus ideas, se desanimó y se acabó marchando. La nena le confesó al nene que el problema de que no pudieran estar juntos era que él tenía pito, y dicho esto se marchó como quien mete una carta en un buzón. El nene, aquella misma tarde, cogió unas tijeras y un taburete, fue hasta el baño, se situó a la altura del espejo del lavabo y se dispuso a cortarse el miembro. Sin embargo, nada más ver el primer rojo, antes incluso del dolor, corrió llorando hasta el salón, donde estaba su madre. Ella le inspeccionó y descubrió con alivio que el crío no se había hecho nada, sin embargo murmuró:
—Claro, con eso colgando se veía venir.
Entonces, habiendo descartado la amputación, el nene siguió intentando por todos los medios que la nena se enamorase de él, pero como no lo conseguía se contentó con intentar gustarle, y al no conseguir esto tampoco, decidió llamar su atención. Un día de abril en que ella se alejaba con las margaritas de él en la mano, sin haber hecho nada más que decir gracias, él corrió tras ella y le tiró tan fuerte de la coleta que ella cayó al suelo, cumpliendo, tal como había predicho su madre, el ciclo del dolor.