Hay un cuento que habla
de un pueblo, un pueblo pequeño, de pocos habitantes, pero con sus
infraestructuras, civiles y sociales, como cualquier otro. En este pueblo había
un hotel, y a él llegó un viajero. El hombre entró en recepción y vio que allí
no había nadie, así que, leyendo que el precio de una habitación era de cien
danubios, puso el billete sobre el mostrador y subió a ver las habitaciones. En
esto entró en recepción el cocinero, que administraba el pequeño restaurante
del hotel, y al que debían, justo, cien danubios. Al ver el billete lo cogió y
dio por zanjada la deuda. Después de esto se fue a ver al ganadero, quien le
proveía de carne, y a quien debía, adivinen, cien danubios. Le pagó y hubo un
buen apretón de manos y promesas de negocios futuros, pero la mano que guardaba
el billete ya se extendía un par de kilómetros más allá y pagaba al granjero que
suministraba a su granja de paja y alpiste, un buen hombre medio ciego que tuvo
que acercarse mucho el billete a los ojos para corroborar que fuese auténtico.
Este hombre, el granjero, se acercó a la casa grande, donde vivía el
terrateniente que le arrendaba las tierras, y al que le dio el billete. El
terrateniente, un hombre pálido de mejillas chupadas, cogió el dinero como si
el dinero no fuese gran cosa y ya el hecho de aceptarlo fuese algo meritorio,
pero lo cierto es que eso era así en apariencia, pues este hombre tenía
tierras, pero como tantos ricos, no tenía dinero, así que mandó en seguida a su
chófer a la ciudad con la orden de que buscase a cierta mujer y le diese el
billete en pago por sus servicios y su silencio. La mujer lo aceptó con más
sonrisa que descaro y se dirigió al hotel, donde alquilaba las habitaciones
para su servicio. Entró, vio que no había nadie en recepción y dejó el dinero
junto con una nota al lado del timbre roto que se usaba para llamar al
servicio. Una brisa arrastró el billete y la nota, el billete al suelo, la nota
a la calle. Y en eso que bajaba el visitante, asqueado por las habitaciones,
que cogió su billete del suelo y se marchó de allí, sin saber lo que había
ocasionado en aquel pueblo.
Eres como Italo Calvino pero con menos suerte
ResponderEliminar¿A qué te refieres?
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