viernes, 31 de marzo de 2017

Volar

Estábamos allí encerrados, pero lo aceptábamos. Trabajo por comida, viendo cómo ellos mandaban, viendo cómo las alas se ensombrecían. ¿Voló alguien alguna vez? Teníamos las alas, nacíamos con ellas, pero se nos decía que no debíamos volar, que debíamos cuidarlas, protegerlas, adornaras. Ellos nos decían qué hacer y nosotros nos consolábamos pensando que había quienes se encontraban peor, los segundos. Si ellos nos utilizaban como sirvientes, a ellos les utilizaban de esclavos. Los segundos estaban obligados a hacerlo todo, siempre con piedras atadas a los pies. ¿Por qué les ataban piedras si no tenían alas como nosotros? Nosotros, que gustábamos de extender nuestras extremidades allá donde generásemos sombra por ver quién tenía las alas más largas y bonitas. Menos tú, tú no participabas de estos juegos, te alejabas y explorabas las galerías o dedicabas el tiempo a observar a los segundos. Poco a poco me fuiste desplazando a tu mundo, o más bien yo quise conocerlo. Cuanto más tiempo pasaba contigo, siempre en silencio, menos disfrutaba de a compañía de los demás. También por estar contigo me gané la enemistad de ellos, pues tú no les gustabas, no tratabas mal a los segundos ni trabajabas más por obtener hojas de colores que enredarte entre las alas. Un día me lo explicaste: nosotros no podíamos volar, nuestras grandes y bonitas alas se habían tornado inútiles, y sin embargo los segundos, si no se encontraban atados a las piedras, podían flotar con las corrientes de aire. Por eso ellos les esclavizaban, porque lo sabían todo, y por eso te odiaban a ti, porque también conocían tu conocimiento. Yo entonces quise volar, tantos años había creído que podía hacerlo que durante un instante creí que lo hacía, pero tan solo caía. En el tiempo en que me recuperé tú estuviste allí, me hacías compañía, y cuando lloré por haber perdido mi sueño, tú me mostraste tus alas: se estaban cayendo. Entonces sentí rabia. Si no podía volar al menos sí podía correr, y así me enfrenté a ellos, grité la verdad, les ataqué, pero ellos te cogieron a ti. Te cogieron y te subieron a la cumbre desde donde te lanzaron. En el aire se te terminaron de desprender las alas y tu cuerpo se sumergió en la oscuridad sin que pudiese ver tu final. Yo grité. Grité tanto que las galerías amenazaron con derrumbarse. Les quité las piedras a los segundos, les liberé, y ellos volaron sin que nadie pudiera atraparlos, mostrando solo un espectáculo de alas de madera. Y entonces, cuando nadie quedaba, cuando solo estábamos ellos y yo, el enemigo, algo emergió flotando. Algo brotó de la oscuridad. Eras tú, y volabas. Ibas rumbo a la salida y yo fui feliz. Tu cuerpo atrofiado reflejaba en la pared una sombra con inmensas alas.

jueves, 30 de marzo de 2017

Lavitra

—¿Dónde estás?
—Estoy aquí.
—No, ahí no estás.
—Entonces estoy aquí.
—Ahí podría ser que estuvieses, pero no estoy seguro.
—Entonces igual es que estoy aquí.
—No, sin lugar a dudas ahí no estás. Ahí estuviste. Te recuerdo, casi parece que realmente estés ahí por la fuerza de mi memoria. Pero los recuerdos tienen otro matiz, ¿no crees? Desde luego no estás ahí ahora. En mi recuerdo hay luz a tu alrededor, ahora solo hay sombra.
—Puede que me esté desplazando.
—Tú voz me llega siempre igual.
—Puede ser que mi aliento no cambie, puede que te equivoques.
—Podría ser, pero no estás por aquí.
—Entonces, ¿dónde estoy?
—No lo sé, creo que estás muy lejos.

martes, 28 de marzo de 2017

La fiesta

Obviamente no había dormido. Pero más allá de la vigilia obligada entre las luces tampoco había dormido al llegar a casa. Estuve bebiendo café sin leche ni azúcar toda la mañana, y cerca del mediodía bajé al quiosco y compré un par de periódicos. No esperaba que les hubiera dado tiempo, sin embargo uno de los dos recogía la noticia:
“Ana Roseni, hija del famoso empresario Carlo Roseni, fue hallada muerta en la madrugada del día de ayer en su domicilio. A la espera de más información, la hipótesis barajada sostiene que la muerte pudo deberse al consumo de sustancias psicotrópicas consumidas junto con su novio, Ricardo Rodríguez Tapias, después de la fiesta celebrada en el mismo domicilio. Ana, como se ha mencionado en numerosas ocasiones, ha tenido siempre una vida convulsa, desde que…”


Era una noche sin expectativas, con planes pero sin fondo, como un almuerzo con la familia. Había una fiesta, eso estaba claro, me lo venía recordando Rosa toda la semana, pero aún en la puerta desconocía el motivo, bien podía deberse a un asunto de recolección de fondos para una causa benéfica como para anunciar un matrimonio, al fin y al cabo la casa era inmensa y daba cobijo a todas las posibilidades. Fue Ana quien me puso al corriente:
—Es mi fiesta y quiero divertirme —me dijo cuando le ofrecí  que  nos marcháramos de allí.
Así que Ana daba una fiesta, ¿de quién era la casa? Sin duda Ana le habría dicho a alguien que le diera el recado a Rosa de que yo estaba invitado a una fiesta, y el simple hecho de que el mandato viniera de Ana había hecho que Rosa se asegurase de mi presencia. Buena  y tonta Rosa. «Si lo llego a saber no vengo», pensé con la primera copa. Con la segunda me acerqué a la comida. Con la tercera me acerqué a Ana.
—Bonita fiesta.
—Te presento a Ricardo.
—Hola, Ricardo. ¿A ti también te parece una bonita fiesta?
—Mucho, sin duda. Ayudé a prepararla.
—¡Qué suerte! ¡Gilipollas y con buen gusto!
Ana me cogió del brazo y me apartó. En esta situación lo normal hubiera sido que portase una sonrisa forzada que desapareciese en cuanto nos alejásemos, sin embargo estaba seria en un principio y sonreía cuando nos miramos a la cara.
—¿Qué te pasa?
—He bebido.
—¿Y además?
—¿Quién es ese?
—Mi amante.
—¿Entonces quién soy yo?
—Un borracho.
—¿Y además?
—Un amante ocasional.
Y por suerte tenía una copa en la mano que pude vaciar de un trago. ¿Se supone que debía competir con aquel tipo? ¿Para eso me había invitado? Nunca he sido de hacer nada, las cosas se suceden sin más. Además de que el tal Ricardo parecía un imbécil y ya era un insulto que Ana se colgase de su brazo, aunque, ¿de quién era la casa?
En esto Ana se había marchado y hablaba con una mujer que vestía un traje de noche azul. Luego Ana volvió con Ricardo y yo me acerqué a la mujer de azul. Era guapa y yo traía dos copas, así que la pillé por sorpresa y empezamos a hablar, ella porque se aburría y yo porque pensaba que era la mejor opción y la más cercana para darle celos a Ana. Ana que por cierto no me miraba, no me miraba, no me miraba, me miró.
La chica de azul encontró algo más entretenido a lo que dedicarse y yo me acerqué a Ana.
—Quería despedirme de ti antes de marcharme.
—¿Te vas ya, de tu fiesta y tan pronto?
—Sí querido, me voy muy pronto, ¡años pronto!
—¿De quién es esta casa?
—Solo te pido que te ocupes de que la fiesta continúe hasta el amanecer.
—¿Te vas con Ricardo?
—Oh, no seas tonto y no te preocupes. Te prometo que no lo pasará demasiado bien —extendió la mano y me acarició la mejilla—. Espero que hayas disfrutado.
Entonces se marchó por la puerta de la biblioteca. Yo nunca he sabido cómo llevar una fiesta, así que hice lo que mejor sabía hacer: nada. Sin embargo, cuando los primeros aguafiestas —amigos de Ricardo, sin duda— empezaron a pedir los abrigos, lo que les traje fueron copas, y cuando pidieron copas, les traje copas, y si me llegan a pedir una ambulancia les hubiese llevado copas a los enfermeros. En cuanto llegó el amanecer cogí mi abrigo y me marché, pues se me había pedido el cuidado de la fiesta, no de la mansión. Ya en casa sonó el teléfono, era el número de Ana.
—De veras que esperaba que hubieses vuelto, aunque fuese un tanto despeinada.
—Soy Ricardo, ha pasado algo.


No me gusta generar esperanzas que se queden en nada. Muchos no se lo creerían, especialmente él, pero prometo que es así. Y ver ahora a Ricardo, cogiéndome del brazo… pobre, me gustaría saber si se imagina que va a desnudarme o bien que lo voy a hacer yo. Tiene pinta de ser un buen amante, de ir despacio, preguntando por todo. En otras circunstancias me hubiese gustado, también me hubiese gustado hablar un rato a solas con el él, pero esta noche no hubiese sido buena idea, hoy estaba demasiado borracho y solo quería demostrarme lo peludo que tiene el pecho.
—La siguiente a la derecha.
—Qué casa más grande tienen tus padres.
Se me ocurre que podía haber escrito una carta, pero él la hubiese leído en el momento, no habría esperado. Se la podía haber dado a Rosa, eso sí que habría estado bien. Rosa pensaría que es una carta de amor, un tan esperado dejémonos de tonterías. Aún podría escribirla. ¿Podría? Igual no, igual la reflexión lo truncaría todo. Hay veces en las que hay que evitar pensar en el pasado a toda costa.
—Ponte cómodo, yo voy a darme un baño.
—¿Un baño, ahora?
—Estas cosas hay que hacerlas bien.
El agua está tibia, pero me gustaría que estuviese caliente, hirviendo, que me dejase la piel roja, y suave. Roja la piel, roja el agua.

miércoles, 22 de marzo de 2017

El perseguidor

Venía rondándonos ya varios días. Isabel siempre que parábamos se refugiaba entre los árboles que se encontrasen más cerca atando los pañuelos y bufandas a sus ramas bajas para intentar hacer una suerte de paredes. Yo le decía que no hacía falta tanto, que no nos podía alcanzar si no salíamos del lindero del bosque o nos asomábamos a un claro. Al principio habíamos estado asustados con aquello de que hubiésemos estado siendo perseguidos, pero ahora solo estábamos exhaustos. Isabel ya no lloraba ni miraba la fotografía, y viéndola así quien tenía ganas de llorar era yo. Hacía frío, además, lo parábamos con nuestros abrigos pero como ratones de campo se las ingeniaba para entrar por los bajos de los pantalones, por las mangas o se quedaba colgando de la nariz. Un frío seco al que se sumaban la falta de sueño, el cansancio, la irritación y el estar siendo perseguidos. Cuando nos acurrucábamos, cuando Isabel me dejaba agazaparme junto a ella, lo oíamos más allá de los árboles y sobre las copas. Era violento, sobrecogedor. Isabel apretaba los ojos, yo solo los cerraba. Un día, sin embargo, al caer la tarde, cuando  ya habíamos decidido detenernos, Isabel sacó la fotografía y la volvió a mirar. No tenía los ojos iluminados, los tenía llorosos del cansancio y los labios resecos y apretados, pero al menos había vuelto a sacar la fotografía, que sujetaba con ambas manos y mantenía muy cerca del rostro. Sin embargo algo, tal vez un coletazo del perseguidor, le arrancó de las manos la fotografía, que empezó a avanzar recta, entre los árboles, a toda velocidad. Isabel corrió detrás, yo tardé en comprender que ella no lograría alcanzarla, que estaba corriendo un riesgo inmenso. Corrí detrás, no sabía qué rumbo había tomado pero seguí a la fotografía que volaba en mi imaginación. En un momento creí verla, el tono de su abrigo contra los troncos, y la seguí, seguí corriendo pese a no poder ya más. Entonces me detuve con fuerza agarrándome a una rama, más allá de mí se extendía la nada sin árboles. No había rastro de Isabel, solo el viento soplando furioso.

lunes, 13 de marzo de 2017

El abuelo

Con el tiempo uno entiende algunas cosas, además de que se unen la imaginación y los falsos recuerdos y se queda sufriendo por lo que pudo hacer y no hizo, por lo que pudo sufrir en el momento oportuno y no ahora así todo de golpe.
Recuerdo el verano del noventa y ocho en que el abuelo vino a vivir con nosotros. Nada más bajarse del coche y verme, se quitó la boina y me levantó en un abrazo. Creo, aunque cualquiera sabe ya, que en ese momento pensé que era la persona más fuerte sobre la Tierra, la más sabia, era mi abuelo y eso tenía un status superior al de los padres, porque mi abuelo jamás tenía una mala palabra y si por algún motivo caía castigado, él me guiñaba el ojo y yo ya sabía que los gritos ajenos no valían nada porque luego subiría con el abuelo a la bohardilla y se seguiría inventando cuentos para mí. Nunca recordaba bien el anterior, así que improvisaba, iba creando sin querer un mundo de fantasía que yo sí recordaba y con el que fascinaba a mis amigos. Cuando quería volver a algo común le pedía que me siguiese contando sobre una ciudad o un personaje y él enseguida los cogía como si le acabase de quitar de la boca el próximo capítulo que pensaba narrarme. Había una ciudad, por ejemplo, llamada Sebastiada de la que se iba olvidando, y lo que para él era empezar de nuevo, para mí era la imagen fascinante de una ciudad con siete niveles, en cada uno de los cuales se vivía conforme a una civilización distinta. Pero el problema de alejarse de la realidad es que ésta se va haciendo más fuerte. No entendía por qué mi abuelo después de desayunar me apremiaba a hacer las camas de toda la casa y a ventilar las habitaciones, yo pensaba que él era mayor y podía no hacer esas cosas, además de que a mí me apetecía salir a jugar, pero siempre se empeñaba, se agachaba, me miraba a los ojos y me decía:
—Por favor, Sebastián, ayúdame.
—¿Pero por qué?
—Porque no puedo confiar en nadie más.
—¿Pero luego seguirás con la historia?
—Sí, sí.
—¿Con la princesa Sebastina?
—Sí, sí, con ella, pero vamos, ayúdame con esto antes de que vuelva tu madre.
Y así se agotaba con las labores de la casa que podría hacer cualquier otro mientras él descansaba en el sofá, pero lo cierto es que parecía tenerle terror al sofá: jamás se sentaba en él, jamás encendía la televisión, prefería sentarse en la cocina, en el butacón o en una silla plegable en la terraza, y se dedicaba a leer aunque le costase o a tratar con papeles interminables que yo por aquella época veía como algo tan aburrido…
Me duele ahora recordar cuando mi abuelo se encerró conmigo en la boardilla y me pidió —tantas historias le exigía a cambio sin dejarle apenas hablar— que la próxima vez que mi madre le enumerase las pastillas que debía tomar yo prestase mucha atención y me las aprendiese todas y su orden. Recuerdo que aquella misma tarde lo había olvidado todo y decidí coger dos pastillas de cada color. No entendía a la noche los gritos tras la puerta cerrada de la cocina de mi madre a mi abuelo sentado y con la cabeza gacha, no entendía la escena y no entendía cómo podía presentar ese aspecto alguien que contaba tan grandes historias.
Al día siguiente mi abuelo estaba triste. Me sonrió y terminó una historia pendiente, pero estaba triste. No lo veía, lo sentía. A la tarde me abrazó y se sentó de copiloto, mi padre conducía. Mi madre me mintió y más tarde me confesó que el abuelo estaba en una residencia, donde le cuidarían bien como no podíamos hacerlo aquí. Yo le contesté que el abuelo no necesitaba cuidados, que no había nadie tan fuerte como él. Mi madre me respondió que no sabía lo duro que había sido para el abuelo aparentar que podía hacer todo lo que hacía, después calló, ahora adivino las palabras que faltaron, quiso decir que no sabía lo duro que había sido para el abuelo aparentar que no era un inútil.

Monologuello

Amigos, amigos, ¿qué hacéis agitando así la cabeza? Parece que os faltare algo, ¿os han robado? ¿No? Entonces imagino que se os habrá caído, ¿qué ha sido? ¿Qué? ¡Menudas tonterías dices! Esas cosas ni se pierden ni se dan, son de uno solo, como el alma, ¿qué el alma es de Dios? ¡Sacad al teólogo de aquí! Pero, como iba diciendo, estáis diciendo tonterías, suspiráis por nada. Creéis dar algo que siempre será de uno, os afligís por mentiras venidas de la tradición. Solo sois vísceras, aburridas vísceras afligidas porque otro montón de sangre no está aquí con vosotros. Aprended a caminar, caminad con la frente alta y si a alguien le apetece acompañaros, que lo haga, pero, ¡esperad! ¡No me dejéis solo! A ver si me van a dejar agitando la cabeza como un pobre diablo solo porque se han ido los otros diablillos. A ver si con tanto diablo va a arder el mundo.

domingo, 12 de marzo de 2017

La canción

Mira hacia la cama e igual estaría bien ir acostándose, pero ésta tiene un nosequé, como si formase una superficie plana, como si estuviese mirando un cuadro. Su cama está pintada, no cabe dormir, entonces mira hacia atrás, hacia la puerta entornada, se levanta, sale al pasillo y localiza a todos los inquilinos del hogar. Todos bien lejos aunque cerca, bien lejos de poder entrometerse. Después de asegurarse una segunda vez, desconecta todo lo que pueda vibrar, emitir ruido o chillar, menos un aparato que está sobre la cama y por tanto ya forma parte del cuadro. Todo está tranquilo, él está tranquilo, el aire no transporta ruidos. Se sienta como esperando una intromisión de última hora que no llega, corre la cortina y saca de su escondite un botecito. En él hay una canción, una de esas que hay que usar poco, como el perfume de las ocasiones especiales del que solo hay que echarse dos gotas. Saca la canción con un cuidado exquisito y se pone un poco sobre los hombros. Podría ser que la canción fuera triste, pero él está feliz.

viernes, 10 de marzo de 2017

Como al dar una caricia

Nadie es tan loco como para pensar realmente que lo que pasó hoy pasará mañana. Por ejemplo, un novio puede acariciar la mejilla y la barbilla de su novia y pensar que lo mismo podrá hacer mañana sorprendiéndola en el portal o tras llamar al telefonillo. Sin embargo no sabe si esto pasará, si al esperarla en el portal no la verá llegar acompañada o si después de llamar la mamá le diga que no, que Josefina no baja, y no le quede más remedio que meter las manos en los bolsillos y caminar por la ciudad, preferentemente mojada.
Pese a lo dicho, ese hipotético novio no va tan desencaminado al pensar que esa caricia que da hoy la podrá dar mañana, a ese hipotético novio no se le pueden achacar los vicios de esas otras relaciones —o ni relaciones, tan solo encuentros— tan fugaces, inconclusas, impredecibles e inseguras en las que otro él da esa caricia pudiendo hasta temblar pensando con qué facilidad será una caricia aislada, la última caricia, que a otro él le tocará continuar mientras los dedos van perdiendo la suavidad que lograron.
Habría que ver también cómo acaban siendo las caricias del novio, habría que ver si perduran en el cuidado, porque el otro, el casual, el último, el primero, el perdido, puede ser un bruto sabiéndose aislado pero más probablemente acaricie esa barbilla por todas las veces que no lo hará, la acaricie al infinito, no manifestándolo en una increíble lentitud, sino a través de esas cosas que no haciéndose se dicen, a través de algo que aquella barbilla y su dueña podrían no llegar a saber, dejando un siempre, un regalo, una barbilla marcada que solo se podrá ver a través de unos ojos concretos, y una mano ajena, la de él, que habiendo tocado la piel que no estará sola, ha tocado algo distinto, algo nuevo, que se repetirá siempre cuando solo esos ojos que ven se cierren.

martes, 7 de marzo de 2017

Cómo conseguir sitio en el metro

Cómo conseguir sitio en el metro: vete al acordeón que separa los vagones de los metros modernos y espera a que pase un chico joven, negro y hermoso que vista traje. Cuando pase detenle y pregúntale con admiración si puedes hacerle una foto. Cuando te diga que sí y sonría (dirá que sí, es un chico joven, negro, hermoso y además viste traje) le dices que por favor se ponga serio y de perfil como estaba antes, y le colocas frente a los dos asientos ocupados por señoras que están junto al acordeón. Haces un par de fotografías a modo de prueba y enseguida le pides a las señoras que si pueden apartarse un momento por temas de que sobran en el fondo. Si te dicen que te vayas tú les dices que la luz, que siempre la luz. Entonces, cuando se levanten, el chico negro y tú corréis a sentaros y cuando las señoras protesten recurrid a la frase que engloba el principio universal de nuestro tiempo: el que se fue a Sevilla perdió su silla.

Imaginemos la noche

Imaginemos la noche
con el ciclista de luces
y un oso borracho
que anda buscando su árbol
(su árbol no está aquí,
está en la periferia
entre los postes de teléfono
y los polígonos industriales)
y hay una pareja
que se besa y mete mano
y aunque se acaban de conocer
van consumiendo la magia.
Historias que empiezan con un fin
en letras inglesas
blancas sobre negro.
Porque lo has oído
aquí no hay estrellas
ni siquiera aviones
que en la noche
parpadeen
porque habrás oído decir
que está prohibido
sobrevolar ciudades.

sábado, 4 de marzo de 2017

Tipos de protagonistas

Hay dos tipos de protagonistas, el centro y el lateral. El centro es activo, participa en la historia, la busca, te interesas por él porque sin él aquello no sería lo que es. El lateral no promueve la historia, se suele ver arrastrado a ella, no es más que un espectador, alguien que relata lo que ve, lo que ocurre, como si no fuera más que los ojos de otro personaje, cuando habla sobre sí mismo te sorprendes como en una intromisión educada porque no esperas saber nada sobre él, no te interesa, no es más que algo más que un objeto.

Con todo esto uno puede mirar los personajes ajenos o los propios y preguntarse qué carácter llevan puesto. A veces hay mezclas, a veces un lateral se mueve hacia el centro, pero por regla se cumple la regla. Y esto además te incumbe, recuéstate en una silla y piensa lo siguiente ¿tú qué tipo de personaje eres? ¿Dejas que las cosas sucedan o las vas a buscar? Piensa en si sabes qué te gusta o necesitas que te lo digan, piensa en tus costumbres, tu vida, en los momentos en que ha habido una elección y en los que no la había pero podías haberla creado. Piensa si eres el protagonista de tu historia o tan solo un personaje. Piensa qué tipo de personaje eres y piensa si te gusta ser así o por el contrario quieres revelarte contra el escritor, que tiene mala letra y faltas de ortografía.

viernes, 3 de marzo de 2017

El milagro de la economía

Jesús pide la cuenta y hasta que no ve venir al camarero no apura la copa. Las vueltas son unos céntimos que deja de propina y un euro redondo, que guarda en el bolsillo de las monedas, que tintinea y suena a rico. Salen todos a la calle y caminando Jesús y Alejandro se van quedando delante. Alejandro entonces le pide que si le puede prestar un euro, Jesús contesta que no sabe si tiene, escarba con el dedo índice en el bolsillo y saca una moneda que le presta y que no se devolverá. Alejandro camina largo rato con la moneda dentro del puño y en cuanto parece casual se acerca a Daniela y le da el euro que le debía por el regalo común que acaban de hacer. Daniela, horas después, recuerda que Miguel le prestó dinero para el autobús, mira en su monedero y le da la moneda, que él acepta diciendo que no hacía falta. Cuando se despiden, Miguel decide dar un paseo, recorre las calles en cuesta, compra en un quiosco el periódico pagando con el euro y se sienta en un banco a leerlo. En portada, escrito en grandes letras, se dice que la moneda se devalúa y que un euro ya no vale nada.

A la orilla de la fuente

Qué harás mañana cuando te detengas a pensar que la fuente se te hace monótona. Girarás en redondo y lo verás todo igual, como siempre, y por eso mismo, por ser como siempre, te vas a agobiar. Soltarás la cesta, que caerá al suelo en un precioso destrozo, y correrás a casa, agobiada no sabiendo por qué y queriendo quitártelo de encima sin saber tampoco cómo. Sabes que en ese momento me encantaría llamar a tu puerta, pero las cosas no funcionan así, si hay fuente y hay cesta es que yo no estoy allí. Nunca me perderás porque siempre te estaré pensando, pero llegará el momento en que me tendrás que buscar, porque habré huido lejos o tal vez esté frente a otra fuente, sentado mirándola fijamente, intentando descifrar su secreto y jugando tal vez, tal vez, a imaginar que me llamas al hombro.

De dentro para todos

Imaginemos, por probar imaginemos
que ella se marchase,
sonaría un trueno mudo
pero después
no habría sino paz para el corazón
los días serían cosa de lectura y poco más
unas letras suaves
de esas que sobran.
Mis amigos y yo
sonreiríamos asintiendo
en silencio durante horas.
Pero algo extraño le ocurriría al tráfico
en un atasco sin ruidos
una depresión generalizada del mundo
una caída de precios y ánimos
un suspiro en cadena,
la gente entraría en huelga sin saber por qué
las guarderías se invadirían de llantos
los parques serían chirridos sin alegría
los obreros construirían al revés
y es que yo no sé si podría vivir sin ella
pero lo que es seguro
es que el mundo nos necesita.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Los cromos

El chico va pasando los cromos. Hay personajes, objetos, episodios y unas cartas llamadas características. Parece que las esté ordenando. Se encuentra en el suelo, sentado frente a un tocón que usa de mesa y donde las cartas se hallan repartidas en varios montones. Tiene los labios ligeramente separados y a veces los mueve como si contase en silencio. En un momento aparece una persona que se pone a su lado, el chico hace un gesto como diciendo que espere, termina de ordenar ese montón y levanta la mirada. Le dice a la persona recién llegada que si quiere jugar que se siente enfrente, cosa que hace, y ambos se reparten algunos cromos dejando a los márgenes varios montones. El juego avanza sin complicaciones, pero llegado el momento la persona recién llegada sonríe como con ternura y le dice al chico que no puede jugar la carta que acaba de mostrar, que esa no pertenece a esa concreta colección, que se está saltando las reglas. El muchacho, confuso, aparta la carta, juega una distinta y acaba perdiendo la partida. Juegan otra, de nuevo todo va bien hasta que la persona que llegó le dice que esa carta tampoco se puede usar. El chico juraría que la otra persona ha estado usando cartas que entonces tampoco estarían permitidas, pero en su protesta solo dice que él juega así, con todas las cartas, sin hacer distinciones. La nueva persona vuelve a sonreír y le dice que no sabe jugar, que si sigue así se quedará solo. El muchacho entonces acaba teniendo que preguntar si puede jugar cada carta que va saliendo, la persona juega cromos indistintamente. Al final su contrincante se levanta y le dice que no le gusta jugar con él, que no sabe, que hace trampas y que sin duda debe ser un imbécil. Se marcha y el chico, que sigue sentado, la ve marchar. Entonces mira el tocón, recoge las cartas dispersas sobre las hojas y las apila todas en sus distintos montones según las indicaciones de la persona que se acaba de marchar. Mira los montones durante un rato, al final los junta y los baraja. Sus labios se vuelven a mover sin decir nada.

El libro de dios

En el desierto de más allá de las montañas del este fue hallado un libro. El rey de los meleaos leyó el principio, vio que hablaba de un dios y, siguiendo sus palabras, esclavizó a las mujeres. El libro llegó entonces a manos de los zalamitas, que leyeron algo más y por mandato divino aniquilaron a los meleaos, pero mantuvieron esclavizadas a las mujeres. Entonces un grupo de zalamitas leyó un nuevo pasaje y, apoyándose en aquellas palabras, asumieron el poder sobre toda la tribu, que era ya un imperio. Pero apenas transcurridos unos meses, uno de ellos no leyó sino un párrafo más y en consecuencia tomó el poder en solitario, mandando cortar las cabezas de los otros dirigentes para agradar a aquel dios que se pronunciaba desde las letras. Los años fueron pasando y a medida que los autodenominados sabios del libro —autodenominados interpretando las palabras divinas, por supuesto— iban leyendo más, resultó que las gentes habían vivido siempre en unas pecaminosas conductas amorales que desde luego debían ser prohibidas, y así fue como el gobierno, la religión, la cultura, la economía y la vida pasaron a estar regidas por un libro que se iba desvelando poco a poco, a cada paso contradiciéndose y ocultando la libertad, y que a pesar de regirlo todo muy pocos tenían acceso a él. Pero hubo un muchacho que lo robó, entró por la ventana más alta del palacio que había sido construido según el designio del todopoderoso y saltó al vacío, sobreviviendo porque en el vacío no hay con qué golpearse. El muchacho leyó, leyó más que donde habían decidido quedarse los sabios, y llegó al final. Fue desmentido, aunque nadie leyó tanto como para poder llegar a desmentirle, pero lo que nadie estaba dispuesto a creer es que en la última hoja venía escrito: era todo una broma.