martes, 28 de marzo de 2017

La fiesta

Obviamente no había dormido. Pero más allá de la vigilia obligada entre las luces tampoco había dormido al llegar a casa. Estuve bebiendo café sin leche ni azúcar toda la mañana, y cerca del mediodía bajé al quiosco y compré un par de periódicos. No esperaba que les hubiera dado tiempo, sin embargo uno de los dos recogía la noticia:
“Ana Roseni, hija del famoso empresario Carlo Roseni, fue hallada muerta en la madrugada del día de ayer en su domicilio. A la espera de más información, la hipótesis barajada sostiene que la muerte pudo deberse al consumo de sustancias psicotrópicas consumidas junto con su novio, Ricardo Rodríguez Tapias, después de la fiesta celebrada en el mismo domicilio. Ana, como se ha mencionado en numerosas ocasiones, ha tenido siempre una vida convulsa, desde que…”


Era una noche sin expectativas, con planes pero sin fondo, como un almuerzo con la familia. Había una fiesta, eso estaba claro, me lo venía recordando Rosa toda la semana, pero aún en la puerta desconocía el motivo, bien podía deberse a un asunto de recolección de fondos para una causa benéfica como para anunciar un matrimonio, al fin y al cabo la casa era inmensa y daba cobijo a todas las posibilidades. Fue Ana quien me puso al corriente:
—Es mi fiesta y quiero divertirme —me dijo cuando le ofrecí  que  nos marcháramos de allí.
Así que Ana daba una fiesta, ¿de quién era la casa? Sin duda Ana le habría dicho a alguien que le diera el recado a Rosa de que yo estaba invitado a una fiesta, y el simple hecho de que el mandato viniera de Ana había hecho que Rosa se asegurase de mi presencia. Buena  y tonta Rosa. «Si lo llego a saber no vengo», pensé con la primera copa. Con la segunda me acerqué a la comida. Con la tercera me acerqué a Ana.
—Bonita fiesta.
—Te presento a Ricardo.
—Hola, Ricardo. ¿A ti también te parece una bonita fiesta?
—Mucho, sin duda. Ayudé a prepararla.
—¡Qué suerte! ¡Gilipollas y con buen gusto!
Ana me cogió del brazo y me apartó. En esta situación lo normal hubiera sido que portase una sonrisa forzada que desapareciese en cuanto nos alejásemos, sin embargo estaba seria en un principio y sonreía cuando nos miramos a la cara.
—¿Qué te pasa?
—He bebido.
—¿Y además?
—¿Quién es ese?
—Mi amante.
—¿Entonces quién soy yo?
—Un borracho.
—¿Y además?
—Un amante ocasional.
Y por suerte tenía una copa en la mano que pude vaciar de un trago. ¿Se supone que debía competir con aquel tipo? ¿Para eso me había invitado? Nunca he sido de hacer nada, las cosas se suceden sin más. Además de que el tal Ricardo parecía un imbécil y ya era un insulto que Ana se colgase de su brazo, aunque, ¿de quién era la casa?
En esto Ana se había marchado y hablaba con una mujer que vestía un traje de noche azul. Luego Ana volvió con Ricardo y yo me acerqué a la mujer de azul. Era guapa y yo traía dos copas, así que la pillé por sorpresa y empezamos a hablar, ella porque se aburría y yo porque pensaba que era la mejor opción y la más cercana para darle celos a Ana. Ana que por cierto no me miraba, no me miraba, no me miraba, me miró.
La chica de azul encontró algo más entretenido a lo que dedicarse y yo me acerqué a Ana.
—Quería despedirme de ti antes de marcharme.
—¿Te vas ya, de tu fiesta y tan pronto?
—Sí querido, me voy muy pronto, ¡años pronto!
—¿De quién es esta casa?
—Solo te pido que te ocupes de que la fiesta continúe hasta el amanecer.
—¿Te vas con Ricardo?
—Oh, no seas tonto y no te preocupes. Te prometo que no lo pasará demasiado bien —extendió la mano y me acarició la mejilla—. Espero que hayas disfrutado.
Entonces se marchó por la puerta de la biblioteca. Yo nunca he sabido cómo llevar una fiesta, así que hice lo que mejor sabía hacer: nada. Sin embargo, cuando los primeros aguafiestas —amigos de Ricardo, sin duda— empezaron a pedir los abrigos, lo que les traje fueron copas, y cuando pidieron copas, les traje copas, y si me llegan a pedir una ambulancia les hubiese llevado copas a los enfermeros. En cuanto llegó el amanecer cogí mi abrigo y me marché, pues se me había pedido el cuidado de la fiesta, no de la mansión. Ya en casa sonó el teléfono, era el número de Ana.
—De veras que esperaba que hubieses vuelto, aunque fuese un tanto despeinada.
—Soy Ricardo, ha pasado algo.


No me gusta generar esperanzas que se queden en nada. Muchos no se lo creerían, especialmente él, pero prometo que es así. Y ver ahora a Ricardo, cogiéndome del brazo… pobre, me gustaría saber si se imagina que va a desnudarme o bien que lo voy a hacer yo. Tiene pinta de ser un buen amante, de ir despacio, preguntando por todo. En otras circunstancias me hubiese gustado, también me hubiese gustado hablar un rato a solas con el él, pero esta noche no hubiese sido buena idea, hoy estaba demasiado borracho y solo quería demostrarme lo peludo que tiene el pecho.
—La siguiente a la derecha.
—Qué casa más grande tienen tus padres.
Se me ocurre que podía haber escrito una carta, pero él la hubiese leído en el momento, no habría esperado. Se la podía haber dado a Rosa, eso sí que habría estado bien. Rosa pensaría que es una carta de amor, un tan esperado dejémonos de tonterías. Aún podría escribirla. ¿Podría? Igual no, igual la reflexión lo truncaría todo. Hay veces en las que hay que evitar pensar en el pasado a toda costa.
—Ponte cómodo, yo voy a darme un baño.
—¿Un baño, ahora?
—Estas cosas hay que hacerlas bien.
El agua está tibia, pero me gustaría que estuviese caliente, hirviendo, que me dejase la piel roja, y suave. Roja la piel, roja el agua.

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