Obviamente
no había dormido. Pero más allá de la vigilia obligada entre las luces tampoco
había dormido al llegar a casa. Estuve bebiendo café sin leche ni azúcar toda
la mañana, y cerca del mediodía bajé al quiosco y compré un par de periódicos.
No esperaba que les hubiera dado tiempo, sin embargo uno de los dos recogía la
noticia:
“Ana Roseni, hija del famoso empresario
Carlo Roseni, fue hallada muerta en la madrugada del día de ayer en su domicilio.
A la espera de más información, la hipótesis barajada sostiene que la muerte
pudo deberse al consumo de sustancias psicotrópicas consumidas junto con su
novio, Ricardo Rodríguez Tapias, después de la fiesta celebrada en el mismo
domicilio. Ana, como se ha mencionado en numerosas ocasiones, ha tenido siempre
una vida convulsa, desde que…”
Era
una noche sin expectativas, con planes pero sin fondo, como un almuerzo con la
familia. Había una fiesta, eso estaba claro, me lo venía recordando Rosa toda
la semana, pero aún en la puerta desconocía el motivo, bien podía deberse a un
asunto de recolección de fondos para una causa benéfica como para anunciar un
matrimonio, al fin y al cabo la casa era inmensa y daba cobijo a todas las
posibilidades. Fue Ana quien me puso al corriente:
—Es
mi fiesta y quiero divertirme —me dijo cuando le ofrecí que
nos marcháramos de allí.
Así
que Ana daba una fiesta, ¿de quién era la casa? Sin duda Ana le habría dicho a
alguien que le diera el recado a Rosa de que yo estaba invitado a una fiesta, y
el simple hecho de que el mandato viniera de Ana había hecho que Rosa se
asegurase de mi presencia. Buena y tonta
Rosa. «Si
lo llego a saber no vengo», pensé con la primera copa. Con la segunda me
acerqué a la comida. Con la tercera me acerqué a Ana.
—Bonita
fiesta.
—Te
presento a Ricardo.
—Hola,
Ricardo. ¿A ti también te parece una bonita fiesta?
—Mucho,
sin duda. Ayudé a prepararla.
—¡Qué
suerte! ¡Gilipollas y con buen gusto!
Ana me
cogió del brazo y me apartó. En esta situación lo normal hubiera sido que
portase una sonrisa forzada que desapareciese en cuanto nos alejásemos, sin
embargo estaba seria en un principio y sonreía cuando nos miramos a la cara.
—¿Qué te
pasa?
—He
bebido.
—¿Y
además?
—¿Quién es
ese?
—Mi
amante.
—¿Entonces
quién soy yo?
—Un
borracho.
—¿Y
además?
—Un amante
ocasional.
Y por
suerte tenía una copa en la mano que pude vaciar de un trago. ¿Se supone que
debía competir con aquel tipo? ¿Para eso me había invitado? Nunca he sido de
hacer nada, las cosas se suceden sin más. Además de que el tal Ricardo parecía
un imbécil y ya era un insulto que Ana se colgase de su brazo, aunque, ¿de
quién era la casa?
En esto
Ana se había marchado y hablaba con una mujer que vestía un traje de noche azul.
Luego Ana volvió con Ricardo y yo me acerqué a la mujer de azul. Era guapa y yo
traía dos copas, así que la pillé por sorpresa y empezamos a hablar, ella
porque se aburría y yo porque pensaba que era la mejor opción y la más cercana
para darle celos a Ana. Ana que por cierto no me miraba, no me miraba, no me
miraba, me miró.
La chica
de azul encontró algo más entretenido a lo que dedicarse y yo me acerqué a Ana.
—Quería
despedirme de ti antes de marcharme.
—¿Te vas
ya, de tu fiesta y tan pronto?
—Sí
querido, me voy muy pronto, ¡años pronto!
—¿De quién
es esta casa?
—Solo te
pido que te ocupes de que la fiesta continúe hasta el amanecer.
—¿Te vas
con Ricardo?
—Oh, no
seas tonto y no te preocupes. Te prometo que no lo pasará demasiado bien
—extendió la mano y me acarició la mejilla—. Espero que hayas disfrutado.
Entonces
se marchó por la puerta de la biblioteca. Yo nunca he sabido cómo llevar una
fiesta, así que hice lo que mejor sabía hacer: nada. Sin embargo, cuando los
primeros aguafiestas —amigos de Ricardo, sin duda— empezaron a pedir los
abrigos, lo que les traje fueron copas, y cuando pidieron copas, les traje
copas, y si me llegan a pedir una ambulancia les hubiese llevado copas a los
enfermeros. En cuanto llegó el amanecer cogí mi abrigo y me marché, pues se me
había pedido el cuidado de la fiesta, no de la mansión. Ya en casa sonó el
teléfono, era el número de Ana.
—De veras
que esperaba que hubieses vuelto, aunque fuese un tanto despeinada.
—Soy
Ricardo, ha pasado algo.
No me
gusta generar esperanzas que se queden en nada. Muchos no se lo creerían,
especialmente él, pero prometo que es
así. Y ver ahora a Ricardo, cogiéndome del brazo… pobre, me gustaría saber si
se imagina que va a desnudarme o bien que lo voy a hacer yo. Tiene pinta de ser
un buen amante, de ir despacio, preguntando por todo. En otras circunstancias
me hubiese gustado, también me hubiese gustado hablar un rato a solas con el él,
pero esta noche no hubiese sido buena idea, hoy estaba demasiado borracho y solo
quería demostrarme lo peludo que tiene el pecho.
—La
siguiente a la derecha.
—Qué casa
más grande tienen tus padres.
Se me
ocurre que podía haber escrito una carta, pero él la hubiese leído en el
momento, no habría esperado. Se la podía haber dado a Rosa, eso sí que habría
estado bien. Rosa pensaría que es una carta de amor, un tan esperado dejémonos de tonterías. Aún podría
escribirla. ¿Podría? Igual no, igual la reflexión lo truncaría todo. Hay veces
en las que hay que evitar pensar en el pasado a toda costa.
—Ponte
cómodo, yo voy a darme un baño.
—¿Un baño,
ahora?
—Estas
cosas hay que hacerlas bien.
El agua
está tibia, pero me gustaría que estuviese caliente, hirviendo, que me dejase
la piel roja, y suave. Roja la piel, roja el agua.
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