lunes, 26 de noviembre de 2018

Nos la trajo la bruma


Cuentan que un día se acercó al mar de madrugada, miró a la bruma y pidió un deseo. Cuentan también que pasaron los años y lo olvidó. Solía escribir sobre ventanas, pájaros, lluvia, fruta brillante y gafas extrañas, o más que escribir sobre estas cosas, escribía historias para poder hacerlas aparecer. Hubiera escrito también sobre el humo de los cigarrillos que subía hasta el cielo haciendo una almohada entre las nubes y la ciudad, pero cuando pensaba en ello, el humo le recordaba a la bruma del mar de la mañana y se le hacía extraño. Son cosas distintas los distintos gases, lo sabía bien, pues a veces habría la ventana y dos pequeñas nubes le llevaban por los aires, pasando delante de los pájaros que le miraban desde el poste de la luz, delante del hombre que al ver a un chico volando corría a limpiarse las gafas de media luna, esos gases que conformaban dos pequeñas nubecitas que se deshacían con la lluvia y le hacían caer sobre los árboles, atravesando sus ramas y cayendo al suelo seguido de una segunda lluvia de fruta fresca.
Mientras él volaba o escribía o se encerraba en su cuarto o no sé a qué más podía dedicarse, la bruma tomó una mañana la playa, la cubrió y dibujó una puerta, pero también dibujó una ventana y de ella salieron un pie, una pierna, otro pie y consiguientes. Los pies al tocar el suelo frío no supieron qué hacer, así que se sumergieron en la tierra y salieron calzados con dos zapatos hechos de arena de playa mojada. Pero el resto del cuerpo seguía desnudo, y ya fuera por frío o por pudor dos ojos miraron a los lados buscando algas o piedras o troncos de árboles, pero la bruma, en la que se retiraba, dejó extendido un vestido blanco, bonito, sencillo y arrugado. Los labios entonces pronunciaron algunas palabras para dejar claros algunos conceptos. Algunas de esas palabras eran protocolarias y fueron a parar a las distintas cosas, pero también dijo Ella y así se dio una identidad, también dijo cosas que nadie entendió, probablemente palabras inventadas, porque le hacía mucha gracia esto de hablar y ya no lo podría hacer más.
La bruma retrocedió sobre el mar y casi al instante vinieron las nubes desde el horizonte oscuro, porque son cosas distintas los distintos gases pero el vapor de agua parece ser igual y solo tenía que alejarse para subir. Subir como había subido el muchacho que salió volando por la ventana y caer, como de esas nubes cayó la lluvia y en consecuencia el muchacho. Cayó sobre los árboles, como venía siendo costumbre, preguntándose qué hacían los pájaros cuando empezaba a llover. Una vez en suelo alzó la vista hacia las ramas y le cayeron en la cara algunas gotas de la lluvia que se desarrollaba más arriba, como en otro plano. Sin embargo no se sintió como siempre en esos casos, notó algo extraño en la tierra, en los árboles y en las cosas que había más allá que no veía pero si intuía, lo cual también era raro, que intuyese las piedras, las raíces y la fruta del otro lado del bosque. Así se dijo, aquí hay alguien y fue en pos de la presencia mojada. Pero al pasar del último árbol la vio y se olvidó de que la había presentido, la vio con su vestido blanco y sus zapatos marrones claros, también miró al cielo, ya no llovía.
La neblina que queda sobre el lago, los cigarrillos encendidos y el humo que salía de la chimenea del tren, todo eran gases, aunque distintos, y él se los enseñó a ella. No se le ocurrió probar a saltar por la ventana porque no estaba seguro de que las nubes se pudiesen compartir, además de que siempre caía al suelo y no quería someter a eso a alguien a quien acababa de conocer. Sin embargo Ella le miró como con decepción, no podía decir nada porque no podía hablar, pero no había venido para ver esas cosas, porque eran cosas para ver si se tiene poco tiempo y Ella no tenía ninguno. Como se va la bruma él se dio la vuelta y Ella ya no estaba. Quedó su vestido suspendido en el aire un segundo, después se difuminó y donde estaba se pudo ver, a lo lejos, el mar.

De entre los pájaros salió un hombre con gafas de media luna. Se acercó al muchacho y le dio una pieza de fruta brillante. Se sentaron y el chico descubrió que no podía hablar. Ya no tenía sus nubes, sus escritos ni su voz. El hombre sí habló mientras cortaba la fruta en pedazos, dijo que por la mañana le gustaba sentarse frente al mar y que el mar le hablaba, que no decía cosas coherentes, pero que hablaba. Más adelante le dijo el hombre al muchacho que el mar había preguntado por él y así le fue contando las historias que traía la corriente. El muchacho sonreía entonces y disfrutaba escuchándole, sabía que era mentira y que la bruma era muda, pero le gustaba escucharle.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Los corazones que flotan


En teatro nos imaginamos de pronto el suelo cubierto de cubos de pintura. Había que verlos con detalle, los míos eran blancos, manchados por fuera, destapados, bastante llenos y con un asa de metal muy fina que se te clavaba en los dedos cuando los cogías, porque luego había que cogerlos, sentir su peso y disfrutar lanzando su contenido contra las paredes. Mis cubos pesaban tanto que si no hacía bien en arco, la pintura no volaba y caía en el suelo manchándome los pies. Era el primero de los ejercicios físico-psíquicos, luego hubo que cerrar los ojos y visualizar nuestro propio corazón. Yo lo veía de frente, como si fuera una cámara atravesando piel y músculo, internándome en las paredes donde un corazón latía serio. Entonces nos dijeron que viésemos cómo el corazón empezaba a subir, pero como yo seguía entre los recovecos mal iluminados del cuerpo, solo podía ver cómo el corazón subía como si flotase y cómo se daba cabezazos contra el techo como un pato de goma que flota en el agua y se da cabezazos con algún techo. Pero nos decían que el corazón no dejaba de subir y el mío no podía flotar más, hasta que dijeron que viésemos cómo subía por encima de nuestras cabezas. Entonces hubo que sacarse el corazón del pecho y la única manera que tenía de salir era atravesarlo. Solo que no lo hizo solo, como la pera de Newton, el corazón salió aún conectado a todas las venas y arterias que seguían unidas con mi interior y así según subía tiraba de mí, se me levantaba el hombro y me abrasaba el pecho. Dijeron que entonces viéramos los corazones de los demás, cómo se elevaban tan alto y el mío a un metro de mí, destrozándome. No podía cortar las cuerdas rojas porque entonces dejaría de sentirlo y sería solo imaginar que veía flotar un globo con la forma de un corazón. La gente parecía liviana y feliz, nos dijeron que entonces nos dijéramos ya sé qué lo que es el amor y me sonó a insulto pensar que el sentir que tiran de ti por todos los puntos de dentro de tu pecho con la fuerza de un cometa es algo bueno o es amor. Así que anduve mintiendo, la gente decía la frase en un suspiro y yo la repetía, por algo soy actor.
Después hubo que imaginarse que el corazón empezaba a pesar y se hundía más y más. Acabé sosteniéndome con una pierna, completamente volcado por el peso de esa piedra que seguía atada a mí. De nuevo hubo que mirarse a las caras y decirse ya sé lo que es el amor a lo que había que responder sí, lo sé y yo andaba actuando fatal, casi sonriendo, porque el corazón pesaba, pero no tiraba. Al final hubo que limpiarse de emociones y a mí no se me ocurrió mejor idea que imaginarme cortando aquellas tiras rojas.
Una compañera dijo que se imaginó cómo su corazón se perdía en un agujero negro, otra que casi se asfixia cuando el corazón le salía por la garganta.

lunes, 5 de noviembre de 2018

La espera


  Recuerdo una ocasión en la que era niño y quedaban diez días para mi cumpleaños. Recuerdo mirarme las palmas de las manos, los dedos extendidos y pensar que esos eran los días que quedaban para mi cumpleaños. Ese momento fue un peso en el pecho, era muchísimo tiempo y había que pasar por todos esos días sin poder huir, una sensación horrorosa.
  El otro día en teatro la profesora nos dijo que debíamos elaborar nuestra hoja profesional y apuntar en ella cinco cosas que creyésemos que debíamos cuidar antes de cada actuación. Decía que los calentamientos típicos no tienen por qué ser idóneos para todos, que había quien podía tener bien la voz o el cuerpo relajado, de forma que en la hoja debíamos poner una palabra o un dibujo para recordar, de un solo vistazo, qué debíamos calentar antes de una actuación. Si esa hoja no fuese para teatro sino para mi vida, una de las cosas que habría de apuntar sería la paciencia.
  Antes, como en la anécdota que he contado, mi impaciencia era temporal, quería que llegara mi cumpleaños, que llegase Reyes o que llegase el verano. Ahora las fechas me importan menos, y sin embargo la impaciencia sigue. Ahora soy impaciente con las personas, veo una posible amistad y no quiero pasar por los trámites oportunos y lentos, quiero que ya seamos amigos y de verdad, con intimidades y tinieblas. Si conozco a alguien y me gusta y le gusto, no quiero tener que pasar por lo mismo, aunque sepa que es mejor así, quiero llegar al final y después al final del final, tan rápido que es como un destello, una nota en una agenda o algo que recuerdas una vez ha pasado el tiempo.
  Ojalá con las personas pudiera mirarme los diez dedos estirados y suspirar porque no puedo hacer nada porque las cosas vayan más deprisa.