Recuerdo una ocasión en la que era niño y quedaban
diez días para mi cumpleaños. Recuerdo mirarme las palmas de las manos, los
dedos extendidos y pensar que esos eran los días que quedaban para mi
cumpleaños. Ese momento fue un peso en el pecho, era muchísimo tiempo y había
que pasar por todos esos días sin poder huir, una sensación horrorosa.
El otro día en teatro la profesora nos dijo que debíamos elaborar nuestra hoja
profesional y apuntar en ella cinco cosas que creyésemos que debíamos cuidar
antes de cada actuación. Decía que los calentamientos típicos no tienen por qué
ser idóneos para todos, que había quien podía tener bien la voz o el cuerpo
relajado, de forma que en la hoja debíamos poner una palabra o un dibujo para
recordar, de un solo vistazo, qué debíamos calentar antes de una actuación. Si
esa hoja no fuese para teatro sino para mi vida, una de las cosas que habría de
apuntar sería la paciencia.
Antes, como en la anécdota que he contado, mi impaciencia era temporal, quería
que llegara mi cumpleaños, que llegase Reyes o que llegase el verano. Ahora las
fechas me importan menos, y sin embargo la impaciencia sigue. Ahora soy
impaciente con las personas, veo una posible amistad y no quiero pasar por los
trámites oportunos y lentos, quiero que ya seamos amigos y de verdad, con
intimidades y tinieblas. Si conozco a alguien y me gusta y le gusto, no quiero
tener que pasar por lo mismo, aunque sepa que es mejor así, quiero llegar al
final y después al final del final, tan rápido que es como un destello, una
nota en una agenda o algo que recuerdas una vez ha pasado el tiempo.
Ojalá con las personas pudiera mirarme los diez dedos estirados y suspirar
porque no puedo hacer nada porque las cosas vayan más deprisa.
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