lunes, 29 de marzo de 2021

La puerta de atrás del coche junto a la ventana

 Cuando cogían el coche e iban a alguna excursión, o al centro comercial, o a algún lado donde fueran en coche, en familia, a pasar la tarde o todo el día, Nicolás sabía lo que acabaría pasando y eso le hacía estar intranquilo. Siempre lo pasaban bien, siempre lo empezaban pasando bien, les compraban algo a su hermana y a él, comían rico, iban al cine, lo que fuera, y era divertido. Pero a medida que avanzaba la tarde Nicolás se iba poniendo tenso porque sabía que su padre empezaba a cansarse. No es que se cansara como una losa o un tirano, no es que avisase, no debía darse ni cuenta de que se estaba cansando, pero lo iba estando. Su ánimo le huía por el cuello y la espalda, que le empezaban a doler, como el vapor que sale a presión de la olla. Y entonces, de repente, una colleja a Nicolás por cualquier tontería. Una colleja fuerte e inesperada que dolía más por injusta que otra cosa. Solo la colleja y Nicolás empezaba a caminar detrás del grupo para no seguir siendo el objeto, que en esos casos solía pasar a ser la madre, quien empezaba a llevarse las broncas del padre y que solo tenía la voluntad y fuerza de decir estoy cansada vámonos a casa y terminar así con el plan familiar. Pero luego, en el coche, las voces de papá se volvían gritos contra todos, sobre todo contra mamá, pero podían ir contra cualquiera, aunque no estuviera presente. En esos momentos Nicolás se contraía, se hacía todo lo pequeño que fuera capaz, pero no era suficiente, así que acudía a su refugio que era nada más y nada menos que el interior de la puerta trasera derecha del coche, que tenía una especie de bolsillo abierto en la parte de abajo y ahí guardaba el niño sus tesoros y algún juguete. Había canicas, piedras, algún envoltorio de plástico, unas chapas y algo de arena que habría llegado allí acompañando a algún botín. Los gritos seguían pero ahí él estaba tranquilo hasta que el coche llegaba a casa y mamá se perdía en algún cuarto, con papá detrás, haciendo que sus gritos se fueran acolchando y perdiéndose del todo tras el sonido de la televisión.
Una vez Nicolás se acordó de su escondite estando todavía en casa, antes de salir, y se llevó consigo varios juguetes para hacerlo todavía más grande, convertirlo en un lugar casi físico, pero aquella vez, a la vuelta, al aparcar, su padre se giró y empezó a gritar que qué era aquella porquería, que quién se creía él para llenar su coche de mierda y empezó a sacar las cosas lanzándolas con fuerza contra la acera, haciendo que se rompiera el plástico, que las canicas cayesen por una alcantarilla y los tazos se desperdigasen perdiéndose en la noche. Entonces Nicolás también gritó mientras lloraba y se llegó a lanzar sobre la puerta abierta del coche y su padre, sorprendido, no encontró más respuesta que darle un bofetón que lo alejó del coche. Y debió ser en ese momento donde le encontró el gusto a pegar, porque lo fue haciendo más a menudo como éxtasis de los gritos y una noche en que Nicolás recibió de más se escapó de casa y fue hasta el coche sin dejar de pensar que debía meterse en el asiento trasero y dormir allí y que si su padre no le olvidaba e iba a por él se encontrase el coche cerrado y al niño dentro dispuesto a resistir cualquier asedio. Pero Nicolás no había contado con que el coche estaba cerrado para él y ya no supo qué hacer, porque se sentía morir volviese o no a casa, sintiéndose solo y desamparado como no habría de sentirse en su vida. No podía dejar de pensar en aquella vez en que yendo de vacaciones al norte les sorprendió entrada la tarde y casi la noche una tormenta brutal en la que no se veía nada y el agua golpeaba el coche por todos lados y Nicolás se apretujó contra su puerta, con la cara contra el cristal y una maleta entre su hermana y él que apenas le dejaba espacio y ahí se sintió a gusto, cómodo, seguro, y se grabó en la mente que aquella cara del cristal si bien quizá no protegería de las balas sí le protegería del mundo.

domingo, 21 de marzo de 2021

El desayuno de la civilización

 Siempre fue un tanto frustrante. Daba igual lo pronto que se levantase, el trabajo que pudiera adelantar, porque cuando algún reloj gris de la mañana temprano daba la hora por la puerta entraban muchísimos clientes pidiendo un café, tostadas, café, un croissant, café con mucha leche, pan con aceite, café, un pincho de tortilla, café, café, a mí un descafeinado, no tendrás de nuevo empanada, café, descafeinado, café, un bollo, café-café-café y de pronto nada. Algunos clientes sueltos, algunos que ya se quedaban toda la mañana como colgados de un lugar ajeno a sus vidas porque sus vidas eran una mierda. Entonces podía limpiar un poco, pasar el paño por la barra y barrer un poco. Su hija aparecía entonces. Hacía tiempo que había dado por perdidas dos luchas, la de que volviese a estudiar y la de que se levantase temprano para ayudarle con el desayuno de la civilización. Había que decir que desde que se ponía el delantal sobre el pantalón vaquero ya sí ayudaba y era eficiente. Además se le daba bien hablar con los clientes, o más bien dejar que ellos le hablasen, una de esas personas con las que un monólogo es un diálogo, vaya. Muchos clientes bromeaban diciendo que los tenía loquitos pero lo cierto es que no tenía ningún encanto especial, solo su condición de mujer y no encontrarse en posición de contestar según qué comentarios.
Y ya está, así pasaban los días. No pasaba nada más. Entiéndeme, pasaba todo, cada día en la televisión del bar salían políticos haciendo y deshaciendo, un nuevo bombardeo en un país amarillo, nuevos consejos de salud y de estética, la gente nacía y moría y entre tanto tenía con qué entretenerse pero, aunque pasase el mundo, no pasaba nada.

Cerca de allí había un campo de fútbol municipal y algunas tardes ya casi noches venían unos chicos a beber cerveza, menos uno que a aquellas horas todavía tomaba café. Esto a la hija le llamaba la atención. En realidad no le llamaba la atención, sino que había buscado que fuera así. Había querido hacer especial a aquel chico, intentar adivinar qué días vendrían y cuántos serían, de qué color sería su chándal y si habría cambiado ya de zapatillas. El aburrimiento le llevaba a hacer juegos y ahora era el deseo tonto el que la movía, porque estaba allí metida siempre, no salía para nada, tenía que construir su vida en el molde del bar de su padre y esto hace que laves tus expectativas en el mismo agua donde escurres el trapo que pasas por la barra. Así que jugó a servirle el último, en un ángulo que solo le viese él la cara y que tuviese que levantar la mirada para hacerlo, sin sonreírle pero intentando decirle algo con los ojos, esperando la ocasión de decirle cuando sacase el monedero: hoy no, hoy invita la casa.
Y un día ya pasó, solo que salió medio mal, o no como las cosas se habían imaginado. Él esperó fuera mientras ella cerraba pero apareció también el padre porque había que hacer inventario y él cogió un frío que para cuando el padre se había marchado y pudo entrar casi lo que más le apetecía era irse a casa. El sótano, donde ella había pensado ir, resultó ser incomodísimo y al final resultó que no había condón de manera que ella estuvo todo el rato preocupada de que él no terminase dentro. Luego él se fue y ella se subió las bragas. Había que acostarse ya, mañana tocaba preparar el desayuno de la civilización.

lunes, 15 de marzo de 2021

Íbamos a clase juntos y él tenía una espada

 

Nos conocimos en clase, en la universidad. Todos sabían quién era él, todos conocían sus ojos algo rasgados, su piel de color café y los jerséis blancos que le gustaba vestir. Todos querían verle una vez más por los pasillos o sentarse detrás de él en clase, y ya podía ser educado, simpático, amable e incluso divertido que entre tanta mirada nadie vería esas cosas porque la curiosidad que despertaba se debía únicamente a la espada que llevaba consigo siempre. Una espada no muy grande, del largo menos que su brazo, con empuñadura y funda de madera a juego sin cruz entre ambas, que solía llevar atada a la espalda completamente vertical o un poco ladeada como quien lleva una mochila. Y es que el hecho de que fuese acompañado siempre por su espada era una cuestión cultural tan seria que quienes tuviesen un certificado como el suyo podían llevarla en público con total libertad con el beneplácito del Ministerio.

Siempre he dicho que no me fijé en él por lo mismo que la gente, que la primera vez que hablamos fue porque nos tocó hacer un trabajo en parejas, pero la verdad es que si le invité a mi casa con la excusa del mismo fue motivada por la misma fascinación de todos los demás. Es que llevaba una espada, una espada, y lo diré una vez más: una espada. Le miraba como los niños miran las pistolas en los cinturones de los policías. Y mientras esperaba en casa a que llegase me pregunté si por ser aquello más informal no la traería y casi me decepciono, pero apareció con ella en la espalda y cuando nos sentamos en la mesa de la cocina la apoyó en una pata y cuando nos trasladamos a mi cuarto la dejó apoyada en la pared, al lado de la puerta, con mucho cuidado.

Ya había hecho amago de salir con otras dos chicas de clase, o más bien ellas le habían llevado a dar vueltas que no acabaron en ningún lado. Él parecía no tener iniciativa para esas cosas, era sumamente tímido y eso me llenaba ya la copa del gozo: un chico tímido que no puede estar en un cuarto en el que no esté también su espada. Yo le fui invitando a hacer planes y él me decía que sí a todos, quizá tuvo que ver con el hecho de que yo me hubiese propuesto no hacerle ninguna pregunta, ningún comentario, ni la más leve observación sobre su espada, como si no la viera, como cuando tratas con una persona que tiene una deformidad en la cara de esas que no puedes dejar de querer mirar. Ahí fui viendo los rasgos de su personalidad que si bien no son los que más me atraen sí me resultaban simpáticos, agradables e increíblemente cómodos. Y así empezamos a salir.

Es extraño, hacíamos vida de pareja, nos sentábamos juntos en clase, íbamos al cine, salíamos a dar una vuelta, a merendar, nos besábamos, poníamos la música alta, todas esas cosas, y sin embargo yo hacía todo eso, de alguna manera, por la espada. No sé muy bien cómo explicarlo, el ejemplo más cercano que me viene a la cabeza es el de esos chicos que pasan meses atentos y serviciales con una chica solo porque esperan acostarse con ella. Invierten una cantidad de esfuerzo descomunal por algo en definitiva breve, pero es la ilusión lo que les empuja, aunque tampoco deben sufrir en el intento, imagino, quiero pensar que cederían si se encontrasen mal. Pues algo parecido me pasaba a mí, no es que buscase algo concreto, tocar la espada o algo parecido (la toqué mientras él dormía, aunque no la desenvainé por miedo de que el sonido le despertase), sino que el arma despertaba en mí una extraña fascinación, o más bien la despertaban  la suma del arma y él. No dejaba de imaginarme situaciones en las que podría tener que llegar a usarla, o en las que se podría aprovechar de portarla, pero él nunca la sacaba, claro es que tampoco tenía necesidad. Me avergüenzo ahora de reconocer que salíamos a pasear y mis pasos, en apariencia inocentes, nos llevaban a los arrabales donde secretamente yo fantaseaba con que alguien nos iba a atracar y él no tendría más remedio que desenvainar. Tampoco buscaba que hiriese a nadie, pero le quería ver esgrimiendo el arma. La verdad es que si me lo imaginaba colocándose en una postura concreta, con las piernas ligeramente flexionadas y el acero brillando sentía que me subía un calor que casi se podría llamar placer, de hecho es que lo era, sentía placer al imaginarle, y deseaba verle con ella en la mano como el chico del ejemplo deseaba ver desnuda a la chica después de tantos meses.

No sé muy bien qué pasó después. Yo lo achaco a una escena concreta que me cambió la forma de verle. Unas antiguas amigas me dijeron de volver a reunirnos y hablamos de llevar a nuestras parejas, porque coincidía que en aquel momento todas teníamos. Yo me sentía muy orgullosa imaginándome llegando con él. Sentía curiosidad por ver las caras de ellas, por imaginar qué pensarían, si quedarían también cautivadas por la escena de calma y tensión que inspiraba mi espadachín. Nos juntamos en casa de una de ellas, que se había independizado hacía poco, y en su salón, con música alta y bajo una luz rojiza y púrpura, empezamos a beber y a bailar en un intento de fiesta. Ya de primeras, antes de llegar, yo le había estado intentado inspirar seguridad y confianza, porque quería que aquella noche él fuese más duro y frío, quería que impusiese, y sin embargo estaba muy nervioso por la reunión, de hecho se encontraba al borde del ataque de nervios. Conseguí calmarle, pero al llegar estaba casi mudo. Y en la fiesta, cada vez que le miré, le fui viendo más apartado, más pequeño, con su vaso rojo congelado en la mano, y la espada apoyada en una pared lejana, donde nadie la relacionaría con él, no siendo más que un cacharro, no más que un paraguas en su paragüero. Aquella noche vino conmigo a casa como habíamos acordado y allí le grité. Le dije las cosas más feas y repugnantes que pude traer al mundo, y cómo no apelé a la espada, y por un momento, al ver que se le humedecían los ojos, esperé que fuera rabia y desenvainase contra mí, aunque parase el filo en el aire. Pero solo se fue, en mitad de la noche, a esas horas en las que solo queda caminar o coger un taxi, llevándose consigo la espada, por supuesto. Y luego ninguno quiso arreglarlo, tan solo pasó el tiempo y dejamos de hablar definitivamente. Poco más tarde acabó el curso y tuvimos una excusa para ni siquiera cruzarnos. Hace unas semanas, una amiga reciente que no conoce esta historia me llamó para contarme muy excitada que tenía un compañera nueva en el trabajo que llevaba consigo una espada porque así lo mandaba su religión, yo quise enfriar el tema y lo zanjé enviándole un reportaje que hablaba sobre la cuestión en nuestro país, imagino que ella no lo leyó y pasamos a hablar de otras cosas.

domingo, 7 de marzo de 2021

La Primogénita

 Al final se firmó la paz. El capo del valle se inclinó ante el de la ciudad, se reabrieron las rutas y se guardaron las armas. Pero el capo de la ciudad, el Señor, tenía sus exigencias para que la carne tirante de la herida no se reabriese y pidió que se le enviase al primogénito del capo del valle. Pero resultó que el primogénito era mujer, y ésta fue igualmente a la ciudad, con el contento de su padre, que tardaría un mes justo en darse cuenta de que había enviado a la joya de la casa y que sus otros hijos no servían ni para sentarse a cenar.
Así pues la Primogénita llegó a la ciudad y la recibieron con amabilidad. Era alguien importante, de su vida dependían una guerra o una paz, así que se le dio una casa bonita y todos los cuidados que pudiera necesitar. Era una chica activa y entendía que el mundo actual era  mucho más amplio del que habían vivido sus padres y los demás padres, que al fin y al cabo estaban atados a la tierra, a la ciudad y al valle, y hablaban de los caminos que van al norte con un deje en la voz que parecía anunciar carreteras de tierra blanca hecha de polvo y carromatos tirados por caballos, así que anunció su deseo de viajar y no se supo cómo decirle que no. Mientras que en la ciudad ella iba siempre acompañada de un guardaespaldas-celador-administrador al que conocían cariñosamente como Mayordomo, cuando se iba a visitar otro país la escoltaba medio ejército del Señor y así consiguió éste que a ella le diera apuro viajar más por la vergüenza que por el lazo.

La Primogénita, que para más señas se llamaba Andrea, era una chica humilde pese a ser hija de y haber vivido donde, pues su padre había crecido en la nada, cuando al valle no se le conocía como el valle sino como la nada o como un valle, e intentando inculcar ese espíritu robusto en sus hijos les había hecho crecer en la carestía total. De esta forma Andrea ahora no sabía utilizar los privilegios que otros le consideraban obvios. Un día por ejemplo tuvo un percance con un chico en la escuela y probó a decirle llorando a Mayordomo que aquel muchacho había sido malo con ella, pero al ver cómo él revisaba el cargador de su pistola tuvo que aclararle que nada de sangre, y al que él miraba sus puños resaltó el nada de sangre. Al final intercambiaron unas palabras y el muchacho de la escuela pasó a ser todo sonrisas y amabilidad con la Primogénita.
El Mayordomo recibía el dinero de ella y lo administraba, pero como he dicho Andrea no era de muy gastar -seguía aguantándose las ganas de un helado toda la semana hasta que llegaba el sábado porque a ella le habían enseñado que aquello era algo especial-, así que el Mayordomo empezó a quedarse con el dinero que iba sobrando porque qué iba a hacer con él, no lo iba a tirar, así que le cogió mucho cariño a la chica, que era simpática, educada y le estaba haciendo rico.

Pero las cosas se torcieron un día. Un día completamente normal, eh, uno en el que los diarios estaban vagos sin noticias, en que los pájaros no se sentaban sobre los postes eléctricos, uno en que la gente levantaba el brazo pero no insultaba porque ya para qué. Pues un día así se torcieron las cosas porque el Señor dijo unas malas palabras del presidente vecino, que era su mejor cliente, y éste, en un arrebato de esos que te permite cierto poder, lo mandó matar y efectivamente lo mataron. No vamos a hacer comparaciones con animales descabezados porque hay muchas y cada una lleva a un lado, que si la hidra a la que le crecen dos, que si la gallina o la serpiente que se siguen moviendo o que si yo al que de sopetón se le quitan las migrañas. Pero ahí estaba, el reino sin rey ni golpe de estado. La tierra que se iba llenando de fuego mientras los capos pequeños, los capocitos, bebían del cuento de hazte a ti mismo y salían a pegar tiros. Un caos que arrastró al valle y la ciudad haciendo que se consumieran y pasaran a ser la Nada. Y en esto estaba la Primogénita mirando por la ventana con los brazos muy tensos y con el Mayordomo detrás que miraba su arma y la espalda de ella pensando Tengo que matarla, no cabe otra, tengo que matarla, qué hago si no. Pero en el último momento le entró pena porque la vio ahí y justamente no vio nada, ni temor, ni miedo, ni ambición, ni sueños, ni envidia, ni odio y ya incluso ni curiosidad, porque ella había visto el fuego demasiado cerca, a esa distancia en la que pierde la belleza para solo cegar y quemar. De esta manera apuntó con la pistola, cerró los ojos y movió el brazo un poco hacia la derecha, donde vació el cargador. Cuando abrió los ojos vio que ella había estado a punto de morir, pero por caer de la ventana con el susto que le habían dado los disparos, por lo demás él comentó Que mala puntería, oye, uno que pierde la práctica. Ella fue a hacer la maleta, pero no tenía, así que llenó de ropa una bolsa de basura y cuando bajó se encontró con tres pistoleros que estos sí que no tenían intención de fallar pues estaban recién contratados por un capo de más allá de las montañas y querían hacer bien su primer encargo, pero antes de que pudieran decir una frase ingeniosa que repetir después mil veces fueron sacudidos por un aire violento y cayeron al suelo. Andrea se volvió asustada, que la pobre no daba ya para más sobresaltos, y vio al Mayordomo bajando las escaleras, mirando su pistola y comentando Nada, chica, que la puntería ha vuelto.
Al cabo de un rato salían de la Nada en coche a toda velocidad, porque el soborno para la policía caducaba mañana y había que apurar para correr ahora mientras todavía no les paraban. El Mayordomo opinaba que ella tendría que empezar a llamarle Papi, pero ella se negó en redondo y dijo que si acaso le llamaría Tío. Y es que iban a perderse en algún lugar lejano, de esos que tienen un cartel en la entrada porque no salen en los mapas, mientras el maletero estaba a reventar de los billetes que él se había quedado a costa de ella, todo esto mientras en la radio sonaba Quizás, quizás, quizás