Siempre fue un tanto frustrante.
Daba igual lo pronto que se levantase, el trabajo que pudiera adelantar, porque
cuando algún reloj gris de la mañana temprano daba la hora por la puerta
entraban muchísimos clientes pidiendo un café, tostadas, café, un croissant,
café con mucha leche, pan con aceite, café, un pincho de tortilla, café, café,
a mí un descafeinado, no tendrás de nuevo empanada, café, descafeinado, café,
un bollo, café-café-café y de pronto nada. Algunos clientes sueltos, algunos
que ya se quedaban toda la mañana como colgados de un lugar ajeno a sus vidas
porque sus vidas eran una mierda. Entonces podía limpiar un poco, pasar el paño
por la barra y barrer un poco. Su hija aparecía entonces. Hacía tiempo que
había dado por perdidas dos luchas, la de que volviese a estudiar y la de que
se levantase temprano para ayudarle con el desayuno de la civilización. Había
que decir que desde que se ponía el delantal sobre el pantalón vaquero ya sí
ayudaba y era eficiente. Además se le daba bien hablar con los clientes, o más
bien dejar que ellos le hablasen, una de esas personas con las que un monólogo
es un diálogo, vaya. Muchos clientes bromeaban diciendo que los tenía loquitos
pero lo cierto es que no tenía ningún encanto especial, solo su condición de
mujer y no encontrarse en posición de contestar según qué comentarios.
Y ya está, así pasaban los días.
No pasaba nada más. Entiéndeme, pasaba todo, cada día en la televisión del bar
salían políticos haciendo y deshaciendo, un nuevo bombardeo en un país
amarillo, nuevos consejos de salud y de estética, la gente nacía y moría y
entre tanto tenía con qué entretenerse pero, aunque pasase el mundo, no pasaba
nada.
Cerca de allí había un campo de
fútbol municipal y algunas tardes ya casi noches venían unos chicos a beber
cerveza, menos uno que a aquellas horas todavía tomaba café. Esto a la hija le
llamaba la atención. En realidad no le llamaba la atención, sino que había
buscado que fuera así. Había querido hacer especial a aquel chico, intentar
adivinar qué días vendrían y cuántos serían, de qué color sería su chándal y si
habría cambiado ya de zapatillas. El aburrimiento le llevaba a hacer juegos y
ahora era el deseo tonto el que la movía, porque estaba allí metida siempre, no
salía para nada, tenía que construir su vida en el molde del bar de su padre y
esto hace que laves tus expectativas en el mismo agua donde escurres el trapo
que pasas por la barra. Así que jugó a servirle el último, en un ángulo que
solo le viese él la cara y que tuviese que levantar la mirada para hacerlo, sin
sonreírle pero intentando decirle algo con los ojos, esperando la ocasión de
decirle cuando sacase el monedero: hoy no, hoy invita la casa.
Y un día ya pasó, solo que salió
medio mal, o no como las cosas se habían imaginado. Él esperó fuera mientras
ella cerraba pero apareció también el padre porque había que hacer inventario y
él cogió un frío que para cuando el padre se había marchado y pudo entrar casi
lo que más le apetecía era irse a casa. El sótano, donde ella había pensado ir,
resultó ser incomodísimo y al final resultó que no había condón de manera que
ella estuvo todo el rato preocupada de que él no terminase dentro. Luego él se
fue y ella se subió las bragas. Había que acostarse ya, mañana tocaba preparar
el desayuno de la civilización.
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