domingo, 21 de marzo de 2021

El desayuno de la civilización

 Siempre fue un tanto frustrante. Daba igual lo pronto que se levantase, el trabajo que pudiera adelantar, porque cuando algún reloj gris de la mañana temprano daba la hora por la puerta entraban muchísimos clientes pidiendo un café, tostadas, café, un croissant, café con mucha leche, pan con aceite, café, un pincho de tortilla, café, café, a mí un descafeinado, no tendrás de nuevo empanada, café, descafeinado, café, un bollo, café-café-café y de pronto nada. Algunos clientes sueltos, algunos que ya se quedaban toda la mañana como colgados de un lugar ajeno a sus vidas porque sus vidas eran una mierda. Entonces podía limpiar un poco, pasar el paño por la barra y barrer un poco. Su hija aparecía entonces. Hacía tiempo que había dado por perdidas dos luchas, la de que volviese a estudiar y la de que se levantase temprano para ayudarle con el desayuno de la civilización. Había que decir que desde que se ponía el delantal sobre el pantalón vaquero ya sí ayudaba y era eficiente. Además se le daba bien hablar con los clientes, o más bien dejar que ellos le hablasen, una de esas personas con las que un monólogo es un diálogo, vaya. Muchos clientes bromeaban diciendo que los tenía loquitos pero lo cierto es que no tenía ningún encanto especial, solo su condición de mujer y no encontrarse en posición de contestar según qué comentarios.
Y ya está, así pasaban los días. No pasaba nada más. Entiéndeme, pasaba todo, cada día en la televisión del bar salían políticos haciendo y deshaciendo, un nuevo bombardeo en un país amarillo, nuevos consejos de salud y de estética, la gente nacía y moría y entre tanto tenía con qué entretenerse pero, aunque pasase el mundo, no pasaba nada.

Cerca de allí había un campo de fútbol municipal y algunas tardes ya casi noches venían unos chicos a beber cerveza, menos uno que a aquellas horas todavía tomaba café. Esto a la hija le llamaba la atención. En realidad no le llamaba la atención, sino que había buscado que fuera así. Había querido hacer especial a aquel chico, intentar adivinar qué días vendrían y cuántos serían, de qué color sería su chándal y si habría cambiado ya de zapatillas. El aburrimiento le llevaba a hacer juegos y ahora era el deseo tonto el que la movía, porque estaba allí metida siempre, no salía para nada, tenía que construir su vida en el molde del bar de su padre y esto hace que laves tus expectativas en el mismo agua donde escurres el trapo que pasas por la barra. Así que jugó a servirle el último, en un ángulo que solo le viese él la cara y que tuviese que levantar la mirada para hacerlo, sin sonreírle pero intentando decirle algo con los ojos, esperando la ocasión de decirle cuando sacase el monedero: hoy no, hoy invita la casa.
Y un día ya pasó, solo que salió medio mal, o no como las cosas se habían imaginado. Él esperó fuera mientras ella cerraba pero apareció también el padre porque había que hacer inventario y él cogió un frío que para cuando el padre se había marchado y pudo entrar casi lo que más le apetecía era irse a casa. El sótano, donde ella había pensado ir, resultó ser incomodísimo y al final resultó que no había condón de manera que ella estuvo todo el rato preocupada de que él no terminase dentro. Luego él se fue y ella se subió las bragas. Había que acostarse ya, mañana tocaba preparar el desayuno de la civilización.

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