lunes, 24 de julio de 2017

Estos quince días
habrá fiestas
habrá bailes
yo prometo no aprender a fumar

estos quince días no estaré
y no os miento
tampoco estará mi presencia

podéis liberar la sangre
miraros a los ojos
y descubrir en qué os parecéis

estos días sed libres sin mí
comeos el banquete
y cuando vuelva
contadme las sobras

viernes, 14 de julio de 2017

Sunrise

Siente los ojos dolidos, es el efecto del sol y del sueño en un cuerpo por la mañana, cuando aún no se han levantado las defensas. Camina como evitando chocarse con las cosas y aparentando toda la normalidad posible para que la gente no se le quede mirando. Antes se quedó dormido en un parque. Se había sentado a leer en un banco de piedra,  pero al no haber respaldo se tenía que inclinar demasiado hacia adelante, así que puso la mochila como almohada y se tumbó a leer. El sol le atacaba un ojo desde un hueco entre las ramas del árbol, así que lo cerró. Luego, en cualquier momento, se quedó dormido. El libro por suerte quedó abierto contra su pecho, y digo con suerte porque las últimas diez hojas las había leído sin ganas y después, con el marcapáginas sobre la hierba, le habría sido imposible ubicarse. Durmió un sueño raro como cuando te echas la siesta con calor o como cuando duermes en un viaje y después te duele el cuello. Sobre él, en el árbol, más de diez cotorras gritaban y graznaban de una forma insoportable, pero como el sonido procedía de la naturaleza se dejaba pasar. Cuando las cotorras iniciaron el vuelo, él se despertó. El sueño había estado bien, sin sueños, un lapsus de tiempo, probablemente el mejor momento de la mañana. Lo malo ocurrió al despertar, el saber que ya no podría dormir y que todo lo que había ocurrido antes se reafirmaba como cierto. Entonces comenzó a caminar volviendo a algún sitio, al hogar sin novedad, con la pereza de haber llegado a alguna parte y ahora tener que volver. Metía los labios en la boca a la hora de resoplar, porque el aire que le salía por la nariz le parecía caliente y molesto, en general sentía toda su piel y el contorno de sus ojos extremadamente sensibles, como debía sentirse quien se recupera de unas quemaduras graves. Quería que cualquier cosa o persona le distrajese de su ruta, él no podía hacer nada, ya había hecho mucho tumbándose en un banco a perder un tiempo sin determinar, así que ahora debía ser algo ajeno aquello que le obligase a poder desentenderse de sí mismo. Le valía desde que le atropellasen hasta que una niña se agarrase a sus piernas y llorando le suplicase ayuda. Miraba a la gente con asco. Les odiaba y sin embargo era incapaz de independizarse de su opinión. La única forma de que él les abriese su amplio corazón (hoy dormido o enterrado) era individualizarse ante sus ojos y portarse bien, aunque esto último muchas veces tampoco era necesario. Ya estaba cerca de casa, hoy no soportaba su cercanía, otros días sí, otros días no querría salir por nada del mundo. Al menos andando su mente derivaba y dejaba de sentir, pero las esperas al transporte público, más largas por ser un día de verano, consumían su paciencia y le hacían sentir ira u odio, una sensación abrasadora que salía de él a borbotones y chocaba contra las paredes y amenazaba con empujar a la gente o aplastarla. En el portal dudó, podía subir en ascensor, lo cual estaba bien por no tener que caminar, o subir por las escaleras, lo que le haría gastar menos electricidad y le daba la posibilidad de cansarse y poder dormir de nuevo. Subía despacio, saboreando el escalón, pensando que ya solo le salvaría de llegar a su piso que un carrito rodase desesperado escaleras abajo hacia su encuentro. A pesar de subir a pie por gastar también menos luz, un detector automático le fue encendiendo las bombillas de cada rellano. Al llegar abrió la puerta como quien se rinde. Entró para mirar las persianas bajadas, quizá esa noche hiciese fresco y se formase una fina brisa ecuestre. Seguir adentrándose en la oscuridad sería continuar el día, así que se sienta en el sofá, cerca de la entrada, y se extiende un poco. De hecho se saca de las extremidades y empieza a crecer desmesuradamente, tanto que la espalda supera el respaldo y cae hacia atrás, mientras los brazos y las piernas lo siguen ocupando todo. Se vuelve un amasijo de carne, pero como no sabe dónde están los ojos, al fin puede dejar de sentirlos.

miércoles, 12 de julio de 2017

Nicho de hojas secas en la ventana

El abuelo, ya en el pasillo, suspira y vuelva a abrir la puerta.
—¿Qué pasa?
—Yo no he dicho nada, abuelo.
—No, claro que no has dicho nada, pero estás pensando, tiquitiquitiqui, y piensas tan alto como las hormigas.
—No sé, abuelo, todos pensamos. Si vamos a seguir hablando, ¿te importa encender la luz?
El abuelo lo hace y se sienta en la única silla del cuarto. La silla de su nieto es muy pequeña porque es para un niño, pero es en la que él se ha sentado cada noche desde hace muchos años, exceptuando fiestas y fines de semana.
—Dime, truhán, ¿qué maquinas?
—No maquino nada, aitona, solo es que me da pena que ya no me cuentes cuentos.
—Y qué cuentos habría de contarte, si ya eres un chico grande.
—Los de siempre, lo que has vivido.
—Pequeño mentiroso, todo eso han sido siempre mentiras, y lo sabes. Yo nunca he pisado un barco.
—Ya lo sé, pero me gustaba imaginarte haciendo aquello que me estuvieses narrando. Abuelo, yo sé qué es mentira y qué no. Sé que es mentira el amor de mis padres, verdad que adivinas las tormentas, mentira que existan más planetas, verdad que te sacarías el corazón y antes de caer muerto me abrirías el pecho y lo cambiarías por el mío si fuera necesario. Yo sé esas cosas.
—Es que eres un crío listo, por eso ya no te cuento cuentos, porque eres más listo que yo.
—Pero piénsalo, si soy así es por ti, porque papá y mamá…
—Mamá y papá.
—Don Cacerol y la bella Catalina.
—Y yo batiéndome con tu padre por raptar a tu madre.
—Y mamá sustituyendo a papá cuando se cansaba.
—Y tú naciendo mientras tanto en el cuarto de al lado.
—Abuelo, te echo de menos.
—Y yo echo de menos correr. ¡Cada uno a lo suyo!
—Pero abuelo, ¡aún puedes correr, cuéntame que corres!
—Y cómo voy al baño también. Anda, mocoso, que se ha hecho tarde, mañana desempolvo un libro para leerte.
El abuelo se levanta, apaga la luz y cierra la puerta. De nuevo en el pasillo baja la cabeza.

—Maldito cabrón, con ese ruido no va a dejar dormir a nadie en esta casa —abre de nuevo la puerta y habla mientras entra—. Va, va, ya te cuento un cuento, ¡pero deja de pensar!