Siente los ojos dolidos, es el
efecto del sol y del sueño en un cuerpo por la mañana, cuando aún no se han
levantado las defensas. Camina como evitando chocarse con las cosas y
aparentando toda la normalidad posible para que la gente no se le quede mirando.
Antes se quedó dormido en un parque. Se había sentado a leer en un banco de
piedra, pero al no haber respaldo se
tenía que inclinar demasiado hacia adelante, así que puso la mochila como almohada
y se tumbó a leer. El sol le atacaba un ojo desde un hueco entre las ramas del
árbol, así que lo cerró. Luego, en cualquier momento, se quedó dormido. El
libro por suerte quedó abierto contra su pecho, y digo con suerte porque las
últimas diez hojas las había leído sin ganas y después, con el marcapáginas
sobre la hierba, le habría sido imposible ubicarse. Durmió un sueño raro como
cuando te echas la siesta con calor o como cuando duermes en un viaje y después
te duele el cuello. Sobre él, en el árbol, más de diez cotorras gritaban y
graznaban de una forma insoportable, pero como el sonido procedía de la
naturaleza se dejaba pasar. Cuando las cotorras iniciaron el vuelo, él se
despertó. El sueño había estado bien, sin sueños, un lapsus de tiempo,
probablemente el mejor momento de la mañana. Lo malo ocurrió al despertar, el
saber que ya no podría dormir y que todo lo que había ocurrido antes se reafirmaba
como cierto. Entonces comenzó a caminar volviendo a algún sitio, al hogar sin
novedad, con la pereza de haber llegado a alguna parte y ahora tener que
volver. Metía los labios en la boca a la hora de resoplar, porque el aire que le
salía por la nariz le parecía caliente y molesto, en general sentía toda su
piel y el contorno de sus ojos extremadamente sensibles, como debía sentirse quien
se recupera de unas quemaduras graves. Quería que cualquier cosa o persona le
distrajese de su ruta, él no podía hacer nada, ya había hecho mucho tumbándose
en un banco a perder un tiempo sin determinar, así que ahora debía ser algo
ajeno aquello que le obligase a poder desentenderse de sí mismo. Le valía desde
que le atropellasen hasta que una niña se agarrase a sus piernas y llorando le suplicase
ayuda. Miraba a la gente con asco. Les odiaba y sin embargo era incapaz de
independizarse de su opinión. La única forma de que él les abriese su amplio
corazón (hoy dormido o enterrado) era individualizarse ante sus ojos y portarse
bien, aunque esto último muchas veces tampoco era necesario. Ya estaba cerca de
casa, hoy no soportaba su cercanía, otros días sí, otros días no querría salir por
nada del mundo. Al menos andando su mente derivaba y dejaba de sentir, pero las
esperas al transporte público, más largas por ser un día de verano, consumían
su paciencia y le hacían sentir ira u odio, una sensación abrasadora que salía
de él a borbotones y chocaba contra las paredes y amenazaba con empujar a la
gente o aplastarla. En el portal dudó, podía subir en ascensor, lo cual estaba
bien por no tener que caminar, o subir por las escaleras, lo que le haría
gastar menos electricidad y le daba la posibilidad de cansarse y poder dormir
de nuevo. Subía despacio, saboreando el escalón, pensando que ya solo le
salvaría de llegar a su piso que un carrito rodase desesperado escaleras abajo
hacia su encuentro. A pesar de subir a pie por gastar también menos luz, un
detector automático le fue encendiendo las bombillas de cada rellano. Al llegar
abrió la puerta como quien se rinde. Entró para mirar las persianas bajadas,
quizá esa noche hiciese fresco y se formase una fina brisa ecuestre. Seguir
adentrándose en la oscuridad sería continuar el día, así que se sienta en el
sofá, cerca de la entrada, y se extiende un poco. De hecho se saca de las
extremidades y empieza a crecer desmesuradamente, tanto que la espalda supera
el respaldo y cae hacia atrás, mientras los brazos y las piernas lo siguen
ocupando todo. Se vuelve un amasijo de carne, pero como no sabe dónde están los
ojos, al fin puede dejar de sentirlos.
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