viernes, 7 de agosto de 2020

Los donnadies


Cuando empezó la Guerra se le encargó defender una posición en mitad de la nada a un oficial joven y ambicioso. Éste no tenía muchas fuerzas y la posición era extensa, así que fue hasta un pueblo cercano, en la nada misma, y reclutó a tantos hombres como pudo. Mientras iban a las trincheras, mientras se armaban y recibían vagas instrucciones, el oficial miró a aquellos hombres que aún llevaban sus propias ropas. La mayor parte no tenían familia, habían llegado a aquel pueblo huyendo o buscando algo. Les miró a los ojos, que miraban hacia la trinchera y no decían nada, y pensó que aquellos eran los soldados perfectos. No poseían nada, ni pertenecían a ningún lugar. Si muriesen todos en la ofensiva de mañana no importaría, nadie reclamaría sus vidas, nada quedaría por hacer, la muerte de cientos de hombres no afectaría para nada a la Historia.

El joven oficial tuvo éxito y se le encargó otra misión, pero de la que se marchaba le pidió a aquellos hombres que le acompañaran. Convenció a la mayoría y desde entonces se volcó en su adiestramiento. Les dio uniformes, les enseñó a disparar, a acatar las órdenes, a vivir en la guerra y a hacer la guerra. Pero también se dedicó a vaciarles de lo poco que les pudiese quedar dentro.

Así se le encargó al oficial tomar una ciudad, sus hombres estaban listos y encabezaron el ataque. Cuando una bala silbaba y atravesaba un cuerpo, éste caía pesado al suelo, sin que ningún alma saliese por los nuevos orificios. Aquellos soldados eran donnadies, sin embargo en aquella ciudad lucharon contra hombres que no eran tanto nadies y otros que no lo eran en absoluto, puros donnes con los que se acabó en la batalla o al finalizar ésta.

El oficial, ya no tan joven, fue condecorado por quien había sido su superior y ahora regentaba el país. Su unidad se consideraba de élite, lo que en realidad quería decir que se podía sacrificar con la única pérdida de perder una valiosa arma. Prestó a sus hombres para sofocar cualquier levantamiento, cualquier resistencia, y cuando todo se acabó y llegó la paz, su unidad se convirtió en algo que prestaba la nación a aquellas otras que estaban en guerra. Los donnadies debían estar siempre en combate, si no, pensaba el oficial, podrían darse cuenta del desagüe que tenían dentro.
Cuando hubo una nueva guerra se mandó a las tropas de un lugar a otro, pero cuando el oficial que las comandaba empezó a frecuentar al dictador, la unidad quedó relegada a la vigilancia de un cuartel que quedaba, de nuevo, en mitad de la nada.

Se apresó al dictador, al oficial y a otros tantos, y se les fusiló entre vítores. Llegaba un nuevo sistema de gobierno con elecciones y se empezaron a hacer cambios. Se disolvió la unidad, se les quitaron las armas y se les mandó a casa. Casa era un concepto extraño, una carretera que recorrías por el arcén portando una maleta y que te llevaría a un lugar, el que fuera, al que apodarías casa. Por inercia o intención, todos acabaron en la nada de la que salieron y allí se asentaron. Alguno intentó plantar, otros, si tenían un arma a mano, probaron con la caza, pero si no la tenían y pedían el permiso para tenerla, siempre se les denegaba, había orden de no dar armas a aquellos antiguos soldados. Al final todos acabaron sentados en el quicio de la puerta, fumando. Si plantaban se moría, si se casaban les abandonaban. Mientras tanto el humo de los cigarrillos parecía no contentarse con los pulmones y se extendía dentro del cuerpo, llenando los brazos, las piernas, el tronco, rascando la piel por dentro y saliendo al fin por la boca o por los agujeros de las balas.

Allí siguieron, aun cuando volvió la guerra y no se les llamó a filas por considerárseles viejos. Aun cuando pasaron camiones recogiendo a los jóvenes para ir a luchar y cuando esos jóvenes volvieron en manos de otros hombres que los fusilaron en la plaza. Para los donnadies solo quedó el humo que aspiraban, hasta que la Tierra, vista de lejos, no fue más que el extremo de un cigarrillo que encendieron, aspiraron y siguieron fumando siempre.

El mañana


El joven miraba aquellas tierras soñando con qué futuro les daría cuando un lacayo le interrumpió:
—Señor, ya hemos llegado. La ciudad está sitiada.
El joven sonrió a modo de respuesta y mientras salía de su palanquín pensó que había que cambiar eso de señor, tenía que pensar qué iba a ser a partir de ahora, si rey, emperador, caudillo, lo que fuera.
Ante él estaba la ciudad. La primera de muchas, la llave a aquellas tierras. Sin embargo una duda había pesado sobre él todo el camino, ¿qué hacer con la ciudad? Debía asediarla, eso seguro, pero, ¿qué hacer después? No sabía si tratar con el respeto de un nuevo súbdito a aquella gente después de vencerla o si bien arrasar la ciudad por haberse resistido. Lo primero podría hacer que otras ciudades se rindieran sin presentar batalla sabiendo de su benevolencia; lo segundo podría provocar la rendición de aquellos que se resistiesen sabiendo el destino que les esperaba si continuaban. Ambas opciones funcionaban en su mente, pero no conocía a quienes había sobre aquellos muros y detrás de ellos, y bien pensado tampoco conocía a los hombres que le rodeaban, aquellos que portaban sus armas. Estaba solo rodeado de sus hombres, enfrentado a una ciudad llena de hombres solos rodeada también por sus hombres.
Esa idea le hizo tomar una decisión. Se montó en un corcel blanco de gran tamaño y se puso su armadura dorada. Desfiló ante las murallas seguido por sus estandartes, sus animales, sus colores. En su mente pensó que el enemigo no se rendiría, sino que se convencería. Después del miedo del asedio verían aquel esplendor y abrirían sus puertas, convencidos de que era el mañana quien entraba por ellas.
Sin embargo una flecha cruzó el aire y se clavó entre el dorado del yelmo y la coraza, haciendo que el joven bajase la cabeza mientras el rojo de la sangre se calentaba sobre la armadura y teñía al caballo.
Después de eso la batalla duró cien años.

Lo que te sigue


Le perseguía un demonio. Él no sabía lo que el demonio quería, pero sí sabía que era malo. A sus espaldas, mientras corría, oía al demonio acercarse. Me pidió ayuda en la distancia y yo le dije que se acercase a mi hoguera. Una vez allí le dije que continuase, pero que ya no hacía falta que corriese, que yo hablaría con el demonio. Cuando el demonio llegó le invité a sentarse frente a mí, junto al fuego, y él obedeció sonriendo, previendo algún tipo de truco. Le invité a comer y hablamos largo rato, pero llegado el momento me interrumpió para decirme que todo aquello era en balde, que por mucho que le retuviese lograría alcanzar a mi amigo y se introduciría dentro de él. Yo le contesté que estaba equivocado, que no quería distraerle, sino ofrecerle que se introdujera dentro de mí dejando en paz a mi amigo. El demonio dudó y después se introdujo en mí, yo lo asimilé como un órgano más y mi amigo, desde lejos, debió pensar que yo era un héroe, un sacrificado, que daba mi vida por salvar la suya sin pedir nada a cambio. Lo que mi amigo no sabe es que algunas noches me levanto, apago el fuego que arde delante de mí, reflejándose en mis ojos, y salgo a correr por las laderas, susurrándole a la gente, haciéndoles correr, prometiéndoles, sin decirles nada, que si se detienen están perdidos.

De la caída


No caigas en la metaescritura, no les gusta ni a ellos ni a nosotros, cae en un pozo mejor. Un pozo profundo, uno en el que se te olvida que caes, te olvidas de la luz del Sol y descubres que hay otra estrella bajo la tierra que lo ilumina todo allá abajo. No has muerto en la caída, pero no recuerdas haber aterrizado. Pasan cosas fantásticas a tu alrededor, pero tú solo puedes mirar ese solecillo que ilumina este mundo y en el techo que tiene encima, que era suelo en el mundo del que procedes. No puedes centrarte en lo que te pasa porque sigues siendo de fuera y piensas en todos los pies que pisan el suelo y que ni sueñan con tener una estrella debajo. Piensas en cavar en la tierra y encontrar un tesoro dorado de fuego sobre el cual caer, pero no piensas en caer en la metaescritura, aunque tanto ella como el fuego te devoran y te dejan sin ganas de seguir cayendo.