Cuando empezó la Guerra se le
encargó defender una posición en mitad de la nada a un oficial joven y
ambicioso. Éste no tenía muchas fuerzas y la posición era extensa, así que fue
hasta un pueblo cercano, en la nada misma, y reclutó a tantos hombres como pudo.
Mientras iban a las trincheras, mientras se armaban y recibían vagas
instrucciones, el oficial miró a aquellos hombres que aún llevaban sus propias
ropas. La mayor parte no tenían familia, habían llegado a aquel pueblo huyendo
o buscando algo. Les miró a los ojos, que miraban hacia la trinchera y no
decían nada, y pensó que aquellos eran los soldados perfectos. No poseían nada,
ni pertenecían a ningún lugar. Si muriesen todos en la ofensiva de mañana no
importaría, nadie reclamaría sus vidas, nada quedaría por hacer, la muerte de
cientos de hombres no afectaría para nada a la Historia.
El joven oficial tuvo éxito y se
le encargó otra misión, pero de la que se marchaba le pidió a aquellos hombres
que le acompañaran. Convenció a la mayoría y desde entonces se volcó en su
adiestramiento. Les dio uniformes, les enseñó a disparar, a acatar las órdenes,
a vivir en la guerra y a hacer la guerra. Pero también se dedicó a vaciarles de
lo poco que les pudiese quedar dentro.
Así se le encargó al oficial
tomar una ciudad, sus hombres estaban listos y encabezaron el ataque. Cuando
una bala silbaba y atravesaba un cuerpo, éste caía pesado al suelo, sin que
ningún alma saliese por los nuevos orificios. Aquellos soldados eran donnadies,
sin embargo en aquella ciudad lucharon contra hombres que no eran tanto nadies
y otros que no lo eran en absoluto, puros donnes con los que se acabó en la
batalla o al finalizar ésta.
El oficial, ya no tan joven, fue
condecorado por quien había sido su superior y ahora regentaba el país. Su
unidad se consideraba de élite, lo que en realidad quería decir que se podía
sacrificar con la única pérdida de perder una valiosa arma. Prestó a sus
hombres para sofocar cualquier levantamiento, cualquier resistencia, y cuando
todo se acabó y llegó la paz, su unidad se convirtió en algo que prestaba la
nación a aquellas otras que estaban en guerra. Los donnadies debían estar
siempre en combate, si no, pensaba el oficial, podrían darse cuenta del desagüe
que tenían dentro.
Cuando hubo una nueva guerra se
mandó a las tropas de un lugar a otro, pero cuando el oficial que las comandaba
empezó a frecuentar al dictador, la unidad quedó relegada a la vigilancia de un
cuartel que quedaba, de nuevo, en mitad de la nada.
Se apresó al dictador, al oficial
y a otros tantos, y se les fusiló entre vítores. Llegaba un nuevo sistema de
gobierno con elecciones y se empezaron a hacer cambios. Se disolvió la unidad,
se les quitaron las armas y se les mandó a casa. Casa era un concepto extraño,
una carretera que recorrías por el arcén portando una maleta y que te llevaría
a un lugar, el que fuera, al que apodarías casa. Por inercia o intención, todos
acabaron en la nada de la que salieron y allí se asentaron. Alguno intentó
plantar, otros, si tenían un arma a mano, probaron con la caza, pero si no la
tenían y pedían el permiso para tenerla, siempre se les denegaba, había orden
de no dar armas a aquellos antiguos soldados. Al final todos acabaron sentados
en el quicio de la puerta, fumando. Si plantaban se moría, si se casaban les
abandonaban. Mientras tanto el humo de los cigarrillos parecía no contentarse
con los pulmones y se extendía dentro del cuerpo, llenando los brazos, las
piernas, el tronco, rascando la piel por dentro y saliendo al fin por la boca o
por los agujeros de las balas.
Allí siguieron, aun cuando volvió
la guerra y no se les llamó a filas por considerárseles viejos. Aun cuando
pasaron camiones recogiendo a los jóvenes para ir a luchar y cuando esos
jóvenes volvieron en manos de otros hombres que los fusilaron en la plaza. Para
los donnadies solo quedó el humo que aspiraban, hasta que la Tierra, vista de
lejos, no fue más que el extremo de un cigarrillo que encendieron, aspiraron y
siguieron fumando siempre.