domingo, 28 de febrero de 2021

El lugar para encontrarse


Probablemente no sabrían concretar en qué momento se conocieron, o más bien en qué momento supieron el uno del otro. Simplemente estaban ahí los dos, flotando en el espacio de la Red, y se habían mirado alguna vez sin haber llegado a hablar. Y la primera vez que hablaron es probable que tampoco la recuerden, tan solo fue una conversación insustancial por aburrimiento o por algún gusto común. Pero esa vez ya sí dio pie a algo; una noche de verano David se sentó en la arena de la playa, sacó su teléfono y estuvo mirando entre sus conversaciones pasadas hasta que dio con Abel. Le escribió, sin esperar nada:
—¿Estás despierto?
Y Abel cogió el teléfono de la misma porque estaba frente al ordenador y no era habitual que le escribieran a esas horas. Vio que le escribía David, un chico simpático con el que solo había hablado una vez, así que sintió mucha curiosidad y le respondió:
—Hola, sí, estoy despierto, ¿qué tal?
(Se entiende que ambos escribían de otra forma, en forma de chat, con alguna que otra falta de ortografía, pero para el caso es lo mismo)
David entonces directamente preguntó:
—¿Te puedo llamar?
Y Abel cogió el móvil con las dos manos mientras suavemente hacía girar sobre sí misma la silla de escritorio. Miró la pantalla del ordenador y juzgó la importancia de lo que estaba haciendo. También miró por la ventana, el calor que junto a las polillas danzaba en torno a la farola. La verdad es que no le importaba levantarse un rato de la silla y no le preocupaba que sus padres le oyesen porque dormían en el otro extremo de la casa. Antes de que contestara volvió a escribir David:
—Si no puedes no pasa nada.
—No, no. Sí puedo. ¿Cómo hacemos, te doy mi número?
—Sí, dámelo.
David estaba sentado en la arena, mirando el mar. Alguna luz del pueblo cercano iluminaba levemente la playa. El mar, a aquellas horas, no parecía negro, sino más bien violeta. Tenía el rostro encendido, en parte por el alcohol, en parte por haberse quemado con la última luz de la tarde y en parte por el disgusto que había tenido hacía una hora y que era el motivo de que hubiese llamado a Abel, el cual, mientras hablaban, se había levantado de la silla y caminaba por la habitación despacio, jugando con el que cada paso de sus pies desnudos se quedase pegado al parqué. Después pasó a tumbarse en la cama, boca arriba, mientras David le contaba que vivía en un pequeño pueblo costero de Galicia, muy popular en verano, y que entre los turistas había venido este año un chico catalán muy guapo que se había dedicado a seducir y acostarse con toda la juventud del lugar, chicos y chicas, mientras sonreía y conseguía que nadie se ofendiese ni se sintiese utilizado, porque tampoco los utilizaba, todos sabían lo que él quería, el juego que traía, su forma de moverse, y no les importaba danzar con él aunque cayesen a la primera vuelta. Todos menos David, quien se había propuesto no entrar en la pista y quien por ello se había llevado más miradas de refilón. Y lo cierto es que entre aquellas miradas y su forma de ser David había cedido, pero no de cualquier forma, había planeado estar con el desconocido en último lugar, cuando el pueblo estuviese agotado, y llevarse consigo las semanas que le quedasen de vacaciones al catalán en una especie de amor de verano. El extranjero había parecido aceptar tácitamente, pero hacía una hora todo había acabado y ya ni siquiera estaba en el pueblo, parecía haber buscado otro lugar de la costa, tal vez Portugal.
Abel no tenía sueño, se encontraba bien, le gustaba la voz de David y el rumor de las olas que se escuchaba a veces. Le molestaba la luz de su cuarto, así que la apagó, y así pudo darse cuenta de que ya empezaba a amanecer.
—Está amaneciendo, ¿allí también?
—No, aquí todavía no. Pero hace un rato vi anochecer.
—Estás en la costa equivocada, si estuvieras en el Mediterráneo podrías estar viendo amanecer y contarme cómo es.
—El amanecer se ve poco, hay que madrugar, pero el atardecer se ve siempre que levantas la vista en la tarde.
—Por eso mismo me parece más bonito ver amanecer. Es algo especial.

domingo, 21 de febrero de 2021

El callejón

 Me dijo que escribiera sobre una calle, me dio un relato a modo de ejemplo, pero lo imprimí solo para guardarlo en el cajón. Yo quería pensar en una buena calle, una avenida con historias, o una callejuela de un pueblo del sur con un fuerte olor de los árboles que nadie cuida y son de todos. Pero solo me venía a la cabella este callejón, y es un callejón ridículo. Corto y ancho, con farolas que fueron modernas y ahora no son nada, que solo sirven para que dancen las polillas y tenga donde mirar de noche para saber si está lloviendo. Recuerdo que hace años no había farolas y había quien lo cruzaba con el coche, el callejón es ancho, sí, pero un mal piloto podría arañarse. Junto a la valla de los vecinos, que tiene un saliente, me sentaba al volver del instituto con una vecina, y como nos sentábamos a hablar y éramos chico y chica la gente nos preguntaba si éramos novios. Hace todavía más tiempo salía allí a jugar cuando me dejaban jugar fuera de casa, no es que cambiase mucho el escenario de juegos, pero para un niño sí debía serlo, porque lo subía y bajaba corriendo durante toda la tarde, de hecho fue allí donde aprendí a montar en bici. No hay mucho más, no hay relatos que contar. En verano vienen a veces en la madrugada adolescentes dilatando la hora de volver a casa y hablan y ríen sin dejarme dormir. Mi hermano dice que una vez vio cruzar a una rata.

Es por el callejón donde vi pasar al gigante. He empezado a escribir esa historia muchas veces pero nunca ha llegado a nada. Empieza diciendo “desde mi ventana vi pasar la cabeza del gigante, si le hubiera seguido habría muerto”, pero esta no es esa historia, sino la de un callejón que no sé si tiene nombre pero al que le podrían poner el mío cuando yo muera o me haga famoso, un sitio que todos conocen pero que no es importante.

domingo, 14 de febrero de 2021

Cumplir a destiempo


Se despertó animado, pese a lo que había estado rondando su cabeza toda la semana. Fue al baño y se lavó la cara. Después, preparando el desayuno, miró su teléfono móvil hasta que casi se le quema el café. La noche anterior había pensado en si apagarlo o si dejarlo encendido, y en qué significaría hacer cualquiera de las dos cosas. Finalmente optó por dejarlo encendido pero en silencio, así no le molestaría pero serviría de red para cazar todos los mensajes que pudieran llegar por la noche. Lo cogió y vio que no había ninguno, nadie le había escrito, y tampoco había llamadas. No pudo evitar que esto le afectara, un poco al menos, dentro de sí, a la altura de los riñones o del páncreas, pese al esfuerzo que había hecho toda la semana para concienciarse de algo así.

Más tarde salió a la calle. En casa no lograba dejar de mirar cada poco la pantalla y aunque ahora llevase consigo igualmente el teléfono lo había guardado en un bolsillo incómodo que le recordaba que no debía continuar cada vez que iba a por él. Tenía que comprar algunas cosas, cosas sencillas de sábado por la mañana, pero nada de regalos, no quería caer en la autocompasión, ni siquiera en el cariño a uno mismo. Si trataba de vislumbrar la soledad debía hacerlo con la franqueza del agua helada.

Cuando llegó al mercado, en plena calle, le vino a la cabeza una chica. No era nadie en especial en realidad, tan solo una compañera de clase con la que habló contadas veces y a la que tiempo después buscó en las redes y con quien habló dos veces más. No sabía qué podía tener aquella chica, no es que le gustara, o no de manera relevante, pero a veces, como en momentos como aquel, en aquel mercadillo y con esa luz, pensaba en ella. Se imaginaba que se encontraban y que empezaban a hablar, o que de pronto le escribía un día preguntándole qué tal estaba y diciendo que se había acordado de él. Aquel día se imaginó que se la encontraba en el mercadillo, que empezaban a hablar y ella alzaba mucho las cejas cuando se enteraba de que era su cumpleaños y le decía de invitarle a comer o se acercaba a un puesto y le compraba una naranja como regalo. O que de pronto recibía una llamada de un número desconocido, contestaba y era ella que le decía que no sabría si él la reconocía pero que habían sido compañeros de clase y que había encontrado su cumpleaños apuntado en una antigua agenda.

Pero esas cosas no se dieron. Tampoco otras.

Su teléfono no sonó a lo largo del sábado. Cuando llegó la tarde las luces se volvieron realmente deprimentes. Durante la semana había borrado los datos de aquel día de cualquier red y no le había recordado la fecha a nadie. Es así como debía hacerse, era como invocar la atención de las personas a las que pudiera importarles, pero como todo buen conjuro el resultado sería solo humo.

Abrió una botella de vino y empezó a beber. Bebía porque se sentía mal y quería sentirse peor. En el último momento se rindió y sí quiso haberse comprado algo, o ir a casa de un vecino y pedir algo intentando iniciar una conversación en la que dejar caer qué día era aquel. Se sintió peor, como si alguien quitase el tapón de un desagüe en el medio de sus tripas, así que se fue a dormir, o al menos se fue a la cama y se cubrió la cabeza con la sábana. Entonces sonó el teléfono. Pero no el móvil, sino el teléfono fijo del salón. Y él lo miró con lágrimas en los ojos y verdadera rabia. No, ya no, por favor que no sea nadie, que se hayan equivocado. Que el día quede cerrado y nada lo arregle, que en el agujero que quede caiga yo.

lunes, 8 de febrero de 2021

Una pequeña bomba de luz

Era la parroquia de una ciudad dormitorio. A lo largo de la semana el templo estaba vacío, así como las calles. Se mezclaban edificios nuevos con solares, y más allá estaba la nada, suaves colinas de vegetación marchita.

El alcalde ya me había pedido que promoviese actividades entre los jóvenes, algo con lo que yo estaba completamente de acuerdo. Así pusimos entre los dos, el ayuntamiento y la parroquia, el dinero para un edificio aledaño al mío en el que se pudiese impartir catequesis así como otras actividades no religiosas. Pero no tuvo mucha acogida, la ciudad y la iglesia siguieron vacías. Alguna vez una madre me pidió el espacio para celebrar un cumpleaños, no me entusiasmaba la idea, pero acepté esperando que sirviese para atraer a más gente.

El Señor me escuchó, o eso pensé el día que se me acercó un muchacho que conocía de venir a misa con sus padres. Yo ya imaginaba que aquel muchacho no era creyente, pero desde hacía tiempo entendía que todo el mundo formaba parte del rebaño y yo era el pastor de todos ellos. El chico me dijo que tenía un amigo, bueno, no recuerdo si dijo un amigo o un conocido, lo cual sería importante recordar. Me dijo que tenía un amigo que quería organizar un grupo en el espacio cívico, que si se lo podía ceder una o dos tardes a la semana. Le pregunté por qué no estaba allí su amigo y me dijo que era de la capital y que vendría en autobús a los encuentros. Le dije que viniesen los dos a verme el domingo, después de la última misa, y que ahí hablaríamos.

Me gustaría decir que el domingo lo había olvidado y que me sorprendieron al acercarse, pero lo cierto es que mis días son sencillos y en ellos no ocurren muchas cosas, así que algo tan sencillo como pensar en una conversación me ocupó gran parte de la semana. Me daba miedo imaginar a un grupo de adolescentes bebiendo y fumando en la nave sin saber cómo tratarlos, y me ilusionaba imaginarlos compartiendo cosas, experiencia, música, poemas, algo así. Me imaginaba también que me invitaban a unirme y yo les decía que tenía muchas cosas que hacer, pero cedía y me dejaban un sitio en el centro, entonces me comentaban el tema sobre el que estaban discutiendo y me preguntaban mi opinión. Así estaba, casi nervioso, cuando se me acercaron los dos chicos. Al que yo ya conocía solo habló para presentarme a su amigo, o su conocido. Era un chico moreno, ni alto ni bajo, con unos ojos impresionantes. Tenía un algo magnético, en su forma de andar, en sus gestos medidos pero naturales. Ya sabía que les cedería el espacio antes de que empezase a hablar. Y entonces empezó a hablar. Era de esas personas que hablan y con las que estás de acuerdo en todo lo que dicen aunque al terminar no recuerdes nada. Una pequeña bomba de luz. Me dijeron que querían el espacio para discutir cuestiones importantes, que no les importaría reunirse en un bar, pero que no tenían dinero, y que no les importaría reunirse en la calle, pero entonces tendrían que andar pendientes del tiempo. Solo querían un espacio tranquilo en el que hablar. Les pregunté, por sus palabras, si eran temas relacionados con la filosofía y me contestó que algo parecido.

En la primera reunión fueron cinco, después siete, después catorce y en la última en la que llegué a contarles eran veintisiete. Yo me pasaba por allí de vez en cuando. Llamaba a la puerta y abría esperando oír algo, porque es verdad que solo hablaban, pero nunca me quedó muy claro acerca de qué. Debo estar dando la impresión de que soy un cotilla, un entrometido, pero lo único que buscaba era un mínimo de reconocimiento. Y él me lo daba, siempre era amable conmigo y era de esas personas que si apoyan la mano brevemente en tu hombro o en tu espalda de inundan de una repentina calidez. La vez que los conté y eran veintisiete, por ejemplo, se levantó y les dijo a todos que debían agradecerme a mí el disfrutar de ese espacio y todos aplaudieron. La verdad es que se me inundaron los ojos y me fui deprisa apurado pensando en la vergüenza que me daría empezar a llorar.

Ahora es fácil verlo. Es fácil responder que aquello no era normal. Pero lo es ahora, en frío, cuando ha pasado un tiempo y cuando no está él delante. Sus palabras lo explicaban todo, le daban sentido. Te hacía entender por qué la clase de catequesis debía impartirse en otro sitio ya que ellos iban a empezar a reunirse todas las tardes. O le dabas la razón cuando te decía que ahora eran muchos y necesitaban reunirse en la nave central del templo así que por favor me ausentase del mismo el tiempo que durasen. Le di las llaves, la de la parroquia, la de mi despacho. No se las di a ellos, se las di a él, en eso tan íntimo que era que te hablase, cuando bajaba la voz y ésta era solo para ti y te sentías sobrecogido y afortunado.

Un día llegó la policía y me detuvo. Lo hicieron con violencia, como en una película, a pesar de que yo solo buscaba cooperar. Fuera había cámaras. Recuerdo que los flashes me cegaban, también como en una película. Me metieron en un coche, en la parte trasera, sujetándome la cabeza. Si lo pienso debo reconocer que debió ser el día más importante de mi vida. Resulta que él había utilizado mi firma y mi nombre para muchas cosas de las que ya no tiene sentido hablar. Eso por un lado, por otro me preguntaron que cómo un cura, que debe proteger a los creyentes y extender la palabra del Señor, pudo haber dejado que en el propio seno de su iglesia surgiese aquello. Secta lo llamaron, pero la verdad es que no tenían ni idea de lo que hablaban. Visto ahora, que ya no soy el mismo ni le he vuelto a ver, pienso que él tenía más de pastor que yo, que su palabra sí era palabra, que su cuerpo sí era carne, que a él, en otro tiempo, le hubieran seguido a donde fuera, le habría seguido hasta la perdición.

lunes, 1 de febrero de 2021

En tus ojos vio una luz

Quedaron junto a la estatua de una plaza sin conocerse. Ella llegó temprano, con un libro. Más tarde lo cerró, algo impaciente, porque él no llegaba. El poco aire que hacía le pareció especialmente frío en el momento en que decidió marcharse.
Él la había estado observando, sin saber muy bien por qué no se decidía a acercarse. No es que le diese miedo, sino que lo veía más bien como un juego. En el momento en que vio que ella se iba la siguió abordándola justo antes de que abandonase la plaza. Ella no sabía qué decir, pero las palabras de él eran muy rápidas, había muchas a su alrededor y le mareaban, por eso no se fue a casa y le siguió hasta un bar.

Después, en lo que tarda en hervir y subir el agua del café, ya habían quedado dos veces más y ahora ella estaba desnuda y tumbada boca arriba en su propia cama, con él de pie, a un lado, también desnudo y poniéndose un preservativo. Había dos cosas que le incomodaban a ella, las dos trenzas que se había hecho, cada una estirada hacia un lado de la almohada, porque no tenía el pelo demasiado largo y por ende éstas eran muy cortas, rechazo que se sumaba al hecho de que en ellas se veía mezclado el pelo teñido y el natural de mala manera, con un mal resultado. También le molestaba el encontrarse en su cuarto y en su casa, pensando que él lo iba a mirar todo, la mesa, su ridícula decoración, los pocos libros de la estantería, la decoración exótica de sus padres desperdigada por la entrada, el salón y el pasillo, como si él fuera a mirar todo aquello y juzgarlo, pero además juzgarlo sin palabras, sin que ella pudiera defenderse. Y pese a todo no pensaba en él que se estaba poniendo el preservativo y se iba a subir a la cama, a ponerse sobre ella, a entrar en ella. Es como si esas cosas pasaran sin más, con la misma intensidad con la que alguien se lava los dientes.

Una vez quedaron con unos amigos de él. Ella no les conocía y tampoco había oído hablar mucho de ellos. No le gustaba su aspecto, ni las cosas que decían, ni los planes que pudieran hacer. Él la había llevado porque no sabía en qué momento verla a ella y cuándo quedar con ellos, por lo que decidió juntar ambos planes para poder tener así el domingo para él. Sin embargo, lo que le dijo a ella es que quería llevarla a que conociese a sus amigos porque creía que a ella le gustaría. Y en verdad fue así. Ella estuvo sentada todo el tiempo sobre el respaldo de un banco, sentía bastante frío, pero no dijo nada. Dio tres caladas de los cigarrillos que se iban pasando. Dio dos sorbos de las latas de cerveza que iban pasando. Sonrió haciendo un sonido como de pájaro cada vez que alguien hacía una broma, aunque ni siquiera la entendiese, y desde luego aunque no le hiciese gracia. Y sin embargo recuerda aquella tarde y la entrada de la noche con mucho cariño, porque aunque él apenas la mirase sintió que la metía en su mundo, en algo privado y frágil, algo que solo dura lo que la luz más bonita del atardecer.

En lo que tarda en saltar el corcho movido de una botella de cava agitada ella se atrevió a pedirle que fuesen novios. Él preguntó que qué cambiaría el hecho de decir que estaban saliendo y ella respondió con un discurso preparado sobre la fidelidad, la responsabilidad y la seriedad, pero lo único que quería era una palabra en forma de lazo que echarle por encima, no para atraparle, sino para sentirse ella más segura frente a la constante sensación de caída. También le dijo que sus padres querían conocerle y él, para sorpresa de ella, aceptó. Y la comida no fue mal. Fue menos incómoda que cuando él vio la decoración exótica de sus padres o el hecho de que los pocos libros de su estantería fuesen todavía libros de cuando era niña. El padre de ella pensó de él que era un perdido pero inofensivo y que pronto romperían, su madre sintió una especie de tristeza al ver cómo se le iluminaba la cara a su hija al mirar a aquel muchacho.

La primera vez que ella supo que él le había sido infiel pareció vestirse con mil capas, de la forma más ceremoniosa posible, y convocó un concilio de amigas, incluso invitó a conocidas que no eran amigas, porque las primeras eran escasas. La segunda vez que supo que él le había sido infiel optó por el silencio y el llanto. La tercera vez se preguntó muy seriamente ¿qué vale más, mi orgullo o mi amor?

Él aún está medio dormido, si le preguntas contesta tonterías. Tiene una vía en la mano, una bata de hospital y le cubre las piernas una sábana blanca que parece de plástico. La operación estaba fuera de peligro, todos lo sabían y se lo habían repetido mil veces, pero las dos horas que duró ella se sentía sangrar, quería arañarse la cara con las dos manos mientras imaginaba que otras dos manos le arañaban el estómago. Pero ahí está él ahora. La mira y quién sabe si la reconoce, pero con los ojos entrecerrados sonríe y ella siente cómo las luces del cuarto pierden intensidad a medida que ella empieza a brillar. En ese momento importan pocas cosas, ella piensa que podría cuidar de él, incluso aunque de tanto tropezarse dejase de caminar para empezar a arrastrarse. Se puede imaginar con dos hijos, con una cocina, un salón y un cuarto de matrimonio. Se puede imaginar a él con barba poblada y cuidada. Se puede imaginar que salen a tomar algo y él le recuerda a mitad de la noche que no esté nerviosa, que los niños están bien con sus padres. Ella imagina muchas cosas, luego deja de brillar, vuelve a ser normal la luz del cuarto y ella se empieza a llamar tonta por no haber pensado en comprarle unas flores, unos bombones o lo que se compre cuando tu novio tiene que estar hospitalizado un día, puede que dos.