lunes, 8 de febrero de 2021

Una pequeña bomba de luz

Era la parroquia de una ciudad dormitorio. A lo largo de la semana el templo estaba vacío, así como las calles. Se mezclaban edificios nuevos con solares, y más allá estaba la nada, suaves colinas de vegetación marchita.

El alcalde ya me había pedido que promoviese actividades entre los jóvenes, algo con lo que yo estaba completamente de acuerdo. Así pusimos entre los dos, el ayuntamiento y la parroquia, el dinero para un edificio aledaño al mío en el que se pudiese impartir catequesis así como otras actividades no religiosas. Pero no tuvo mucha acogida, la ciudad y la iglesia siguieron vacías. Alguna vez una madre me pidió el espacio para celebrar un cumpleaños, no me entusiasmaba la idea, pero acepté esperando que sirviese para atraer a más gente.

El Señor me escuchó, o eso pensé el día que se me acercó un muchacho que conocía de venir a misa con sus padres. Yo ya imaginaba que aquel muchacho no era creyente, pero desde hacía tiempo entendía que todo el mundo formaba parte del rebaño y yo era el pastor de todos ellos. El chico me dijo que tenía un amigo, bueno, no recuerdo si dijo un amigo o un conocido, lo cual sería importante recordar. Me dijo que tenía un amigo que quería organizar un grupo en el espacio cívico, que si se lo podía ceder una o dos tardes a la semana. Le pregunté por qué no estaba allí su amigo y me dijo que era de la capital y que vendría en autobús a los encuentros. Le dije que viniesen los dos a verme el domingo, después de la última misa, y que ahí hablaríamos.

Me gustaría decir que el domingo lo había olvidado y que me sorprendieron al acercarse, pero lo cierto es que mis días son sencillos y en ellos no ocurren muchas cosas, así que algo tan sencillo como pensar en una conversación me ocupó gran parte de la semana. Me daba miedo imaginar a un grupo de adolescentes bebiendo y fumando en la nave sin saber cómo tratarlos, y me ilusionaba imaginarlos compartiendo cosas, experiencia, música, poemas, algo así. Me imaginaba también que me invitaban a unirme y yo les decía que tenía muchas cosas que hacer, pero cedía y me dejaban un sitio en el centro, entonces me comentaban el tema sobre el que estaban discutiendo y me preguntaban mi opinión. Así estaba, casi nervioso, cuando se me acercaron los dos chicos. Al que yo ya conocía solo habló para presentarme a su amigo, o su conocido. Era un chico moreno, ni alto ni bajo, con unos ojos impresionantes. Tenía un algo magnético, en su forma de andar, en sus gestos medidos pero naturales. Ya sabía que les cedería el espacio antes de que empezase a hablar. Y entonces empezó a hablar. Era de esas personas que hablan y con las que estás de acuerdo en todo lo que dicen aunque al terminar no recuerdes nada. Una pequeña bomba de luz. Me dijeron que querían el espacio para discutir cuestiones importantes, que no les importaría reunirse en un bar, pero que no tenían dinero, y que no les importaría reunirse en la calle, pero entonces tendrían que andar pendientes del tiempo. Solo querían un espacio tranquilo en el que hablar. Les pregunté, por sus palabras, si eran temas relacionados con la filosofía y me contestó que algo parecido.

En la primera reunión fueron cinco, después siete, después catorce y en la última en la que llegué a contarles eran veintisiete. Yo me pasaba por allí de vez en cuando. Llamaba a la puerta y abría esperando oír algo, porque es verdad que solo hablaban, pero nunca me quedó muy claro acerca de qué. Debo estar dando la impresión de que soy un cotilla, un entrometido, pero lo único que buscaba era un mínimo de reconocimiento. Y él me lo daba, siempre era amable conmigo y era de esas personas que si apoyan la mano brevemente en tu hombro o en tu espalda de inundan de una repentina calidez. La vez que los conté y eran veintisiete, por ejemplo, se levantó y les dijo a todos que debían agradecerme a mí el disfrutar de ese espacio y todos aplaudieron. La verdad es que se me inundaron los ojos y me fui deprisa apurado pensando en la vergüenza que me daría empezar a llorar.

Ahora es fácil verlo. Es fácil responder que aquello no era normal. Pero lo es ahora, en frío, cuando ha pasado un tiempo y cuando no está él delante. Sus palabras lo explicaban todo, le daban sentido. Te hacía entender por qué la clase de catequesis debía impartirse en otro sitio ya que ellos iban a empezar a reunirse todas las tardes. O le dabas la razón cuando te decía que ahora eran muchos y necesitaban reunirse en la nave central del templo así que por favor me ausentase del mismo el tiempo que durasen. Le di las llaves, la de la parroquia, la de mi despacho. No se las di a ellos, se las di a él, en eso tan íntimo que era que te hablase, cuando bajaba la voz y ésta era solo para ti y te sentías sobrecogido y afortunado.

Un día llegó la policía y me detuvo. Lo hicieron con violencia, como en una película, a pesar de que yo solo buscaba cooperar. Fuera había cámaras. Recuerdo que los flashes me cegaban, también como en una película. Me metieron en un coche, en la parte trasera, sujetándome la cabeza. Si lo pienso debo reconocer que debió ser el día más importante de mi vida. Resulta que él había utilizado mi firma y mi nombre para muchas cosas de las que ya no tiene sentido hablar. Eso por un lado, por otro me preguntaron que cómo un cura, que debe proteger a los creyentes y extender la palabra del Señor, pudo haber dejado que en el propio seno de su iglesia surgiese aquello. Secta lo llamaron, pero la verdad es que no tenían ni idea de lo que hablaban. Visto ahora, que ya no soy el mismo ni le he vuelto a ver, pienso que él tenía más de pastor que yo, que su palabra sí era palabra, que su cuerpo sí era carne, que a él, en otro tiempo, le hubieran seguido a donde fuera, le habría seguido hasta la perdición.

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