Tú estás aquí, en cualquier lugar, no me importa
dónde, lo importante es que quieres ir allí, justo detrás de esa montaña de
aspecto inexpugnable y que, ciertamente, es inexpugnable. Pero estás de suerte,
en la falda de la montaña hay una cueva que la atraviesa. Sabes que la montaña
representa a una persona y que para ser alpinista debes conocerla bien como
pocas veces se conoce a alguien, sin embargo tú ahora quieres relacionarte con
ella, entablar amistad, flirtear, conocerla, no me importa qué, lo que ocurre
es que tienes que atravesar la montaña para lo que sea que esperes, y para eso
está la cueva. Lo que ocurre es que una vez entras en la cueva la descubres
llena de telarañas, telarañas densas como el algodón de azúcar pero sin arañas.
Tranquilos aracnofóbicos, temed claustrofóbicos. Debes pelearte a brazazos con
las telarañas que no ceden y que se te pegan por todas partes. Cuando consigues
liberar una extremidad descubres atrapado el resto del cuerpo. En estas
condiciones es fácil rendirse, no es de extrañar que muchas veces no se alcance
el otro lado de la montaña. Y es que pienso que las relaciones sociales son
increíblemente tediosas, lentas y a veces incluso agobiantes, y cuando intento
cambiarlo y atajar el asunto resulta que soy un tipo raro. Pues bueno, ahogaos
en vuestras telarañas, yo os espero al otro lado.
(La palabra “brazazo” al parecer no existe, pero
me parece una buena palabra, así que ahí se queda.)
(Mi vecino está apartando la cortina y asomando un
ojo para mirarme escribir y pensar que qué estaré haciendo con esta cara y esta
bata a estas horas. Me parece divertido que siendo mi vecino y manteniendo su
intimidad tan cerca de la mía no vaya a leer esto que sin embargo podrán leer y
leerán gente de todos lados. Está tan cerca y a la vez tan lejos… un día igual
imprimo un par de cuentos y se las meto en el buzón.)