domingo, 29 de enero de 2017

La montaña, la cueva

Tú estás aquí, en cualquier lugar, no me importa dónde, lo importante es que quieres ir allí, justo detrás de esa montaña de aspecto inexpugnable y que, ciertamente, es inexpugnable. Pero estás de suerte, en la falda de la montaña hay una cueva que la atraviesa. Sabes que la montaña representa a una persona y que para ser alpinista debes conocerla bien como pocas veces se conoce a alguien, sin embargo tú ahora quieres relacionarte con ella, entablar amistad, flirtear, conocerla, no me importa qué, lo que ocurre es que tienes que atravesar la montaña para lo que sea que esperes, y para eso está la cueva. Lo que ocurre es que una vez entras en la cueva la descubres llena de telarañas, telarañas densas como el algodón de azúcar pero sin arañas. Tranquilos aracnofóbicos, temed claustrofóbicos. Debes pelearte a brazazos con las telarañas que no ceden y que se te pegan por todas partes. Cuando consigues liberar una extremidad descubres atrapado el resto del cuerpo. En estas condiciones es fácil rendirse, no es de extrañar que muchas veces no se alcance el otro lado de la montaña. Y es que pienso que las relaciones sociales son increíblemente tediosas, lentas y a veces incluso agobiantes, y cuando intento cambiarlo y atajar el asunto resulta que soy un tipo raro. Pues bueno, ahogaos en vuestras telarañas, yo os espero al otro lado.



(La palabra “brazazo” al parecer no existe, pero me parece una buena palabra, así que ahí se queda.)
(Mi vecino está apartando la cortina y asomando un ojo para mirarme escribir y pensar que qué estaré haciendo con esta cara y esta bata a estas horas. Me parece divertido que siendo mi vecino y manteniendo su intimidad tan cerca de la mía no vaya a leer esto que sin embargo podrán leer y leerán gente de todos lados. Está tan cerca y a la vez tan lejos… un día igual imprimo un par de cuentos y se las meto en el buzón.)

El joven dios

Hubo una vez un reino de los cielos, el hogar de los dioses. Allí las deidades tenían líneas de parentesco y se encontraban jerarquizadas. Los que se encontraban más arriba eran los más aburridos —el universo, el tiempo— porque acababan no siendo más que aquello a lo que se dedicaban. Pero cuanto más descendías más veías que los dioses miraban atentos a sus creaciones los humanos por ver cómo estos vencían al aburrimiento.
Gobernar no es fácil, y aún menos si lo haces desde la perspectiva de un dios. Así entonces hubo un dios joven al que se le entregó un espacio de tierra para que practicase en vista a en un futuro poder ser la adoración de una ciudad o de una clase social. En el territorio no había nada, solo tierra parda y matojos silvestres, pero él era un dios y enseguida pudo jugar a crear bosques, y ríos y montañas. Entonces, cuando hubo comprendido lo básico y ya le aburrían los minerales, decidió dar el siguiente paso, decidió crear vida más avanzada. Pero no empezó por los seres que se arrastran o por los gamos, los cuales suelen ser los preferidos de otros dioses novatos, sino que acudió a lo más difícil y complejo, decidió crear un humano. En todas sus formas y condiciones lo hizo normal, a la media de los humanos. Después, tras verle pálido, abrió las nubes para calentarle con el sol, le construyó un lago a medida, le regaló el fuego y fue creando para él toda una serie de fauna, para alimentarle o para que se entretuviese. El dios quería muchísimo a su humano, le mimaba y le ponía a prueba de tal forma que el resto de dioses no sabían si preocuparse o alegrarse.
Sin embargo llegó el día en que un dios superior le dijo a éste que estaba listo para encargarse de una isla más allá del océano, pero que por favor dejase aquel territorio yermo como lo había encontrado, así que nuestro joven dios sopló, arrastrando los árboles y el agua, hasta que solo quedó su humano, de rodillas, implorándole sin que se le pudiese oír desde tan lejos y con una oreja tan grande. Entonces las nubes se abrieron y de ellas salió una mano celestial, la mano se cerró en un puño quedando solo el dedo índice apuntando inquisidor contra el humano, que no sabía qué hacer viendo aquel dedo rodeado de luz que se le acercaba. El dedo se acercó hasta un punto en el que solo quedaba subirse a él y ser transportado a otro lugar, pero entonces el dedo aplastó al humano.

Con probabilidades de fracaso

¿Habéis visto alguna vez el futuro en las pequeñas cosas? En las historias que te cuentan otras personas es donde más fácil se puede ver. En las películas, por ejemplo, porque son más breves y con menos detalles, como una profecía. El problema es que a veces aun en tan poco tiempo, aunque solo sea un final, lo ves todo demasiado nítido. Ni siquiera un bien o un mal, sino que lo ves, ves quién viene, quién se va y cómo quedas tú entre todo eso. Predominan las profecías tristes, pero yo he tenido todo tipo de profecías. Igual predominan en mí las tristes, igual no sé ser feliz o es que no puedo apreciar la felicidad sin la tristeza. No lo sé y ahora no me importa, estoy cansado y me gustaría cambiar algunas cosas, igual la ira acaba por venir a sustituir a la tristeza. También hay mucha ira en mí, mucha violencia manifestada de formas que le encantarían a un psicólogo: daría palmaditas y saltos en su asiento mientras pediría con emoción que lo repitiese, que es lo que lleva aspirando desde siempre a que hagan todos sus pacientes. Pero es que cómo no va a haber tristeza e ira en mí si sé cómo me gustaría que fueran las cosas y sin embargo ya he augurado cómo van a ser. Y es que además del final nace algo nuevo, como siempre, una segunda felicidad, otra historia con probabilidades de fracaso, ¿pero acaso no es demasiada pereza esperar a vivir después de vivir? A veces me cansan ciertas cosas antes de que lleguen y creo que solo es un mecanismo de defensa, un por qué hacer eso si sabes que no va a ser bueno, si sabes que no va a salir bien.

sábado, 28 de enero de 2017

El pez

Tienes la mano metida en una pecera. Un pez pequeñito flota en el agua y te picotea la mano, haciéndote cosquillas y comiéndose pequeñas imperfecciones en forma de piel muerta. Llegado el momento decides retirar la mano pero el pez sigue picoteando y no te parece bien arrebatarle ese placer. La mano lleva ahogada mucho tiempo, la piel está completamente arrugada y blanca. Esperas que pronto se canse y empiece a nadar, dejándote libre, pero sigue mordiendo. Igual la piel ahogada es piel muerta y por tanto más comida. El pez sigue y tú no quieres tener el mal gesto de retirar la mano. Alcanzas con la pierna una banqueta y te sientas. El pez sigue comiendo.

La parcela negra

Un señor noble tenía muchas tierras y algunas quedaban sin cultivar. Una parcela en cuestión, situada en la rivera oeste, tenía una tierra muy negra y fértil. No es extraño que en determinado momento un grupo de labradores sin trabajo y con agallas llegasen a esa tierra y empezasen a cultivarla, eligiendo bien el maíz, abriendo surcos en la tierra, escondiendo las semillas, cerrando la tierra y regándola toda. Entre tantas parcelas los campesinos pasaron desapercibidos hasta que dejaron de hacerlo, y así el noble les exigió explicaciones, contestando ellos que tan solo querían cultivar la tierra sin cuestionar que la propiedad fuese del señor. Sin embargo el noble les mandó mudar, ellos se negaron y éste ordenó abrir fuego. De la sangre de los cuerpos y de las plantas que no fueron recogidas, se murieron y se pudrieron, la tierra se volvió aún más fértil, pero así siguió, negra y sin tocar. Ni que pensar quiero de cuántos se pudieron haber alimentado del maíz que no creció.

domingo, 22 de enero de 2017

A beneficio de inventario

Ella le quiso aceptar
a beneficio de inventario
pero se olvidó
(que a veces pasa)
de descontar las deudas.
Y el corazón no se puede quitar
porque se perdió en la mudanza,
así que solo queda
quitar un brazo
o una pierna
o las dos manos
y meterlas en un frasco
para que así no escriba
porque es un incordio
que el escribir sea
el espejo
del alma.
Sin brazos ni piernas
sentado en un sillón
bien peinado,
bien vestido,
recortado
de fascículos caducados.
Y que como un reloj diga:
Buenos días
-a las siete-
buenas tardes
-al frutero-
buenas noches
-a la suegra-
y así se seque
y adorne el sofá
y adorne el salón
y adorne tan adorable
vida.
Pero igual se arrastra y salta
por la ventana
y descubramos todos
si en la caída te matas
o te salen alas.

sábado, 21 de enero de 2017

Era la historia de un viaje

Era la historia de un viaje. De alguien que estuvo tan cerca de lo que no podía tener que consideró que entonces solo le quedaba alejarse. Pero qué mal le hacen a alguien así los espacios grandes y vacíos, el eco que no acompaña y la nieve lisa, que no es sino una cartulina grande donde construir los recuerdos y la fantasía. El desierto no, el calor a uno no le deja vivir ni pensar. Así que acabaron quedando solo las ciudades bulliciosas, extranjeras, a poder ser, donde no hubiese lengua común y donde poder mantener conversaciones incomprensibles acerca de los árboles. Y así acabó el viajero, que nunca dejó de viajar, atado al ruido, el atronador sonido con el que cerrar los ojos y al final poder dormir.

miércoles, 18 de enero de 2017

Dos niños cogidos de la mano

Es divertido ver a dos personas que se quieren desde siempre, desde que son niños. Porque, ¿cuándo saben que se quieren? Más allá de que de repente un día se den un beso o se digan que son novios. Quizá nunca sean conscientes, quizá tan solo sientan esas cosas que se sienten cuando uno no piensa en ellas y que está socialmente mal visto escudriñar. Pero se me ocurre que algún día tendrán que enfrentarse a aquello que sin querer han formado, porque imaginemos que los niños crecen y se hacen adolescentes, en algún momento tendrán que parar en el semáforo y ver cómo ante ellos, en el cruce, pasa el sexo en su camión. No están obligados, pero tal vez quieran. ¿Cómo dos personas que se han querido en lo profundo, más allá de los gestos, van a afrontar el cuerpo de lleno aunque luego ello también les pueda llevar a lo profundo? A pesar de quererse puede ser que lo que sientan sea igual a una amistad de toda la vida, amistades de esas que no suelen desviarse y que si se tocan con estos temas o bien se destruyen o bien se constituyen como una relación muy fuerte. ¿Podría matar el sexo la relación de dos niños cogidos de la mano que no saben si al dar un paso tendrán que soltarse? Aunque igual podrían afrontar ciertos temas como un juego; afrontar cada nuevo tema como un juego, vivir sin dejar nunca de ser niños.

martes, 17 de enero de 2017

Tercer piso, felpudo verde

Se sentía mal como cada vez que después de soñar con la bicicleta y con Italia acababa viajando por la ciudad en otro medio de transporte. Pero cuando Silvia llegó a la acera contraria y levantó la vista para ver el edificio con todas las ventanas encendidas en plena noche se olvidó de todo, como siempre le pasaba. Cruzó la calle y en la puerta se repitió que no podía distraerse como siempre le pasaba. ¿Saben aquello de ir a la cocina a hacer algo y salir quince minutos después habiendo hecho muchas cosas pero entre ellas no la que se iba a hacer? Lo mismo le pasa a Silvia con la vida en general, pero de una forma muy exagerada. Tenía que recordar que iba al tercero. El ascensor estaba averiado, algo tan común en aquel edificio que se cree que nada más terminarlo ya instalaron el ascensor roto. Mientras subía la primera tanda de escaleras seguía repitiéndose que tenía que ir al tercero, donde había un felpudo verde. Lo repetía también cuando llegó al primer piso, pero antes de emprender la siguiente tanda de escalones se fijó en que una de las puertas no estaba del todo cerrada de modo que quedaba recortada por un rectángulo de luz muy fina pero inquietante y bella. Silvia pensó entonces si debía continuar o si debía cerrarla. Algo le dijo que igual quien viviese dentro había salido para un asunto breve, sin llaves, y que si al volver se encontraba la puerta cerrada sí se iba a convertir aquello en un asunto grave, pero también podía ser que dentro hubiera una familia feliz completamente ignorante de que la barrera de su intimidad y protección estaba abierta y que aquella noche podían morir todos a mano de un sádico que subía las escaleras pensando en tirarse desde la azotea pero que al comienzo del ascenso encontraba una curiosa razón para vivir en forma de sangre ajena. Silvia con muy buen juicio decidió llamar con los nudillos, pensando que si había alguien dentro le avisaría y que si no lo había volvería a entornar la puerta. Pero en cuanto golpeó con una mínima seguridad de producir algo audible una voz respondió tranquila y al instante:
—Pasa.
Y ella abrió un poco la puerta dispuesta a decir que no, que ella solo estaba subiendo y… pero el hombre, con una camisa blanca remangada y un tono moreno en la piel de aspecto artificial, seguía sonriendo después de haberla visto y le tendía una copa con poco vino, como cuando se sirve uno que es caro. Ella dio un par de pasos dentro.
—Cierra la puerta.
Y Silvia pensó que qué raro que al final la estuviese cerrando desde dentro. Cogió la copa y siguió al hombre hasta un reproductor de música conectado a todo un sistema de altavoces repartidos por toda la casa. Allí él solo tuvo que pulsar un botón y empezó a sonar una canción suave y envolvente en la que a veces intervenía una mujer. Silvia se puso muy contenta, aquella canción le encantaba, quizá igual era su favorita. Le preguntó que si a él también le gustaba, pero él ya no estaba ahí, se había ido a sentar en el sofá, en una mitad, con una de esas posturas que parecen casi obligar a sentarse a la otra persona. Silvia se sentó, muy recta, con las piernas muy juntas, con las dos manos sujetando la copa, un vino que aún no había probado. Y a medida que ella se sentía más tensa, él parecía extenderse más sobre el sofá, como si se derritiese sin perder la forma, y así le dio alcance, le rozó una oreja con dos dedos, le despejó la frente de pelos invisibles, le retiró la copa de las manos, le rozó la rodilla, le besó el cuello, le hizo oler su aliento a medida que se acercaba a su cara. Así él le besó la cara entera menos los labios, que seguían apretados, firmes, disuadiendo de ser besados. Un par de botones de la camisa de ella y su sujetador quedaron desabrochados. Mientras todo esto pasaba la mirada de Silvia recorrió el salón, muy grande, de izquierda a derecha. Empezó con el piano, junto a la ventana, y se preguntó cuándo sería la última vez que fue tocado, y si es que fue tocado alguna vez, porque ¿cada piano que se fabrica debe ser probado por un último eslabón de la cadena productiva? De ser así ¿éste toca notas sueltas, prueba todas las teclas en orden o interpreta breves serenatas? Pero dejando atrás ese pensamiento fugaz su mente llegó hasta una chimenea de esas con cristal de la gente adinerada, y allí mismo alzó la vista para ver un cuadro en el que el sol iluminaba mal por estar tras las nubes y donde se veía en un extremo una casa y en el resto del cuadro un extenso prado verde. Bien visto aquel campo tenía la textura de los pelos rizados de algunos perros, de aquellos que se asemejan a los felpudos. Un perro verde, un felpudo verde. Y entonces se levantó de un salto de tal forma que si aún tuviera la copa entre manos su contenido se habría derramado. Él la miró atónito desde abajo y Silvia le dijo que muchas gracias por todo y salió de allí de forma apresurada recordando un tercer piso, un tercer piso. Y cuando llegó al segundo aún se repetía que un tercer piso cuando de pronto se abrió una puerta y esta vez la luz de dentro recortó la silueta de un hombre que sujetaba algo en su mano derecha. Silvia quiso pasar deprisa a su lado para seguir subiendo, pero la figura del hombre se le interpuso y le agarró del pelo.
—Menuda puta estás hecha, ¿qué te traes con el de abajo? Esta vez ya no lo cuentas.
Y exhibió lo que portaba en su mano derecha: un cuchillo muy fino y largo de los que se usan para cortar la carne. Ella cerró los ojos, él le subió la manga hasta que se dio la vuelta sobre sí y Silvia gimió de dolor al sentir como la piel se cortaba suavemente, como si viéndolo desde fuera uno no pudiese comprender como algo tan fácil y tan suave pudiese engendrar dolor. Pero entonces abrió los ojos y gritando le empujó con todas sus fuerzas, dando él varios pasos hacia atrás y cayendo de espaldas. Silvia corrió escaleras arriba, llorando, perseguida por unos gritos de ese odio que perturba cada vez que se recuerda. Al llegar al tercero vio un felpudo verde y una puerta llena de muescas que se abría. Esta vez no había luz en el interior. Ella entró y siguió entrando hasta dar con un salón de forma parecida al del primer piso, en cuyo sofá se lanzó ocultando el rostro en un cojín. Una mano que al tacto era amiga la levantó y la guió hasta la cocina, donde ella se sentó y él encendió la única luz, una bombilla colgada de un cable pelado. Alzando la vista pudo comprobar que él le sonaba, y le fue reconociendo a medida que él le daba un vaso de agua y le curaba la herida. Al principio ella no quería mirarse el hombro, pero cuando al final lo hizo se horrorizó al presenciar que aquella herida en forma de media luna no estaba sola, junto a ella había heridas con costra o las marcas oscuras de cicatrices de mismas heridas. Él estuvo con ella, contándole y cuidándola. Ella solo podía pensar en Italia y en la bicicleta. Sin que pareciese que hubiera pasado mucho tiempo la luz del sol ya entraba en el salón, mostrando un amanecer demasiado blanco. Silvia se dio cuenta entonces de que debía marcharse y le prometió a aquel hombre que aquella noche volvería y que bajo ningún concepto se detendría antes de llegar al tercer piso, felpudo verde.

lunes, 16 de enero de 2017

Manzanas azules

No se sabía si era mañana o tarde porque siempre el cielo estaba nublado. Siempre lo estaba, tanto que ni la noche alcanzaba las calles. Así que podía ser cualquier hora cuando ella salía a buscar entre las tuberías, el ladrillo y el asfalto de los callejones estrechos de entre los edificios altos. Buscaba manzanas para aquel que la esperaba en la azotea de un edificio que ni edificio era. Eran manzanas rojas que crecían entre las tuberías oxidadas y los charcos de podredumbre. Ella las cogía y las metía en un cesto, pero en aquella ocasión apareció una figura tan grande y tan mala que sembró el callejón de oscuridad. Y en la oscuridad las manzanas rodaron y se pudrieron. Cuando la luz volvió ella lloraba apoyada en un rincón, de sus ojos no brotaban lágrimas, sino una sustancia azul, pegajosa, densa, que lo tintaba todo a su paso. Él se encontraba caminando por cualquier lugar cuando le alcanzó el charco que cubría la ciudad. Corrió entonces, haciendo el esfuerzo de tener que despegar del suelo las suelas a cada paso. Cuando la encontró se hincó de rodillas ante ella. La sustancia azul no se puede borrar, no se puede eliminar, pero el calzado y los pantalones se pueden tirar, quemar, no así las manos con las que él tocó el suelo, con las que la tocó a ella, que no quería ser tocada nunca más. Desde entonces tiene las manos azules, y también la lengua. Desde entonces no crecen manzanas entre los callejones.

sábado, 14 de enero de 2017

De caballos y coches

Entré en la cafetería por perder el tiempo de una forma bien vista y me pedí un café. Tenía esa tranquilidad tan cargada de culpa que se tiene cuando estás ahí, donde sea, porque no estás en un lugar concreto en el que tendrías que estar. Sin embargo, tras claudicar de intentar leer una revista que me distraía y ver que había olvidado pedir la leche fría, empecé a escuchar una conversación que mantenían dos chicos detrás de mí y que enseguida me cautivó.
—Entonces, bueno, yo lo veo como un Ferrari, ¿sabes? Imagínatelo, lo conduces orgulloso por la ciudad y a la hora de aparcarlo no quieres dejarlo en la calle donde le pueda pasar cualquier cosa, lo dejas en garaje, lo mimas, disfrutas de él, lo cuidas tanto que haces que el motor viva mil años.
—Y que nadie se acerque.
—Desde luego. Si estoy en un semáforo y el de al lado lo mira con admiración, vale, pero si lo mira de otra forma ya estoy tardando en acelerar y dejarlo atrás. Es que es así, tío, la imagen perfecta, un Ferrari rojo, brillante, que parezca siempre nuevo, y las llaves en mi bolsillo.
—Bueno, no sé, yo lo veo diferente. Imagina un caballo, vives en el campo y tienes un caballo. Grandes extensiones verdes y ni una valla. Te gusta salir al poco de amanecer tapado con la manta que tienes doblada en un extremo del sofá, porque hace frío, y desde el porche…
—Porsche, jajá.
—Sí, sí… Bueno, desde la puerta lo ves pastar, sin que te mire, viendo como camina despacio, como si ni pensase aún a esas horas. Luego, a lo largo del día lo ves despierto, enérgico, te encanta verlo cabalgar. Va y viene, y a veces se te acerca y le das manzanas o zanahorias. Si se deja lo acaricias, le cepillas, pero si ves que de pronto quiere alejarse, volver a correr, te quedas observándole y no le intentas detener.
—¿Pero no te da miedo perderlo?
—¿Porque se escape o porque me lo roben? Si es lo segundo, no; es un caballo poderoso, de eso sí me he encargado, y sus coces son brutales, además de que es rápido y si decide huir nadie le alcanza. Y lo segundo, bueno, no tiene vallas, puede correr lo lejos que quiera, puede correr y no volver. A veces se ha ido y al cabo ha vuelto. Si se quiere ir me dará pena, desde luego, pero por eso junto a la casa intento que esté a gusto, que tenga lo que necesite, que tenga hasta esa posibilidad de marcharse, que se sienta en casa.
—¿Y no te importa que lo miren?
—Si lo están mirando es porque es hermoso, de cualquier forma si empieza a cabalgar solo voy a tener ojos para él, no para los curiosos.
—¿Y si lo acarician?
—Mientras que no le hagan daño… si él se deja acariciar, bueno, él se deja acariciar, igual le silbo a ver si viene, si no lo hace imagino que entraré en casa, tampoco me voy a quedar mirando, al poco saldré, lo más probable es que ande bufando en la puerta buscando jugar.
Y yo probaba a sorbos el café porque aquella conversación venía de algún lado, pero, ¿de cuál? Sin duda nada tenía que ver con coches y caballos.

miércoles, 11 de enero de 2017

Perdón por el desorden

—Eh, tú, que he vuelto.
Y así desaparece y todos se ponen a buscarlo. Es de pronto famoso; antes era rico, pero ahora es famoso. ¿A quién le ha hablado? A ese muchacho al que ahora acosan los medios con micrófonos que parecen buscar reventarle la nariz. Y el pobre ahí parado, sin saber qué decir ni qué hacer. Imagino que el mensaje del desaparecido quería decir algo más de lo que hemos oído todos.

Inciso para soltar lastre:
Desde ya pido disculpas al lector por lo que está leyendo; no voy a decir que he empezado a escribir sin saber cómo continuar porque eso estaría muy mal visto y, qué diantres, no voy a dar tanto asco como el escritor que ando leyendo que de tan pesado cuesta leer y entonces me colapsa la lista de lectura y leo poco.
—Pero Miguel, si no te gusta déjalo.
—Ni en broma. Creo que habré dejado de leer unos cinco libros en toda mi vida, y a por uno volví al cabo de los años para rematarlo (todo esto entendiendo excluidos los libros de poesía). Considero que abandonar un libro es abandonarse de alguna forma ante lo fácil y en parte soy muy dado a perderme rodando por la cuesta de lo fácil que acaba por llevar a abrirte la cabeza, eso y que siempre confío en que si no consigo quedarme con las cosas éstas se quedarán en el subconsciente y que desde ahí, desde lo secreto, me vendrán ayudando en el futuro, algo así como que conseguir leer algo que te costaba te ayudará a crecer de la forma que se pueda crecer al leer algo que te cuesta y, ojo, no hablo de cosas malas, sino de cosas más bien difíciles, porque visto así sí que he ido dejando alguna lectura de retrete atascado que te devuelve el contenido. Además de que lo que estoy leyendo eran diez relatos y voy por el último (el más largo, una novela corta, un “¿así que dices, Homero, que ya ves Ítaca? Sería una putada que uno de tus marineros creyendo abrir una bolsa llena de botines liberase todos los vientos que te acaba de regalar Eolo y tu barco se perdiese de nuevo por el Egeo”) y ya da como cosa dejarlo a estas alturas y habiendo un par de relatos que me han gustado mucho. (¿Un relato es como una persona? ¿Puedes esperar que cambie? ¿Puedes esperarlo acaso de una persona?).

Inciso dentro del inciso para pedir perdón en general por todo el texto porque tela:
Perdón.
Fin del inciso dentro del inciso para pedir perdón en general por todo el texto porque tela.

Y así es que el primer personaje que prometo no saber por qué ha sido catalogado de rico ya no va a salir más, ya no tiene importancia, ha dicho su frase y ya está. Si algo de todo este texto tuviese una mínima importancia sería en su caso el chico que ha quedado, al que un micrófono de un importante canal de noticias le está lavando los dientes.
Fin del inciso para soltar lastre.

Al chico se lo acaban llevando hombres vestidos de negro de esos que aparecen en las películas que ni son policías ni son nada, gente a la que en realidad pagan durante toda la vida por si en alguna ocasión le da por aparecer a un extraterrestre o algo parecido. Se lo llevan y le dicen:
—¿Dónde se ha ido, chico?
Y el chico de pronto agita el rostro, como despertando.
—No lo sé, prometo que no lo sé.
Empieza a tener miedo por su integridad corporal y sus ojos se preparan para ponerse llorosos. Una mano se apoya en su hombro, es una mano grande, más bien se come su hombro.
—Entonces dinos, chico, ¿qué significaba aquello que dijo antes de saltar?
—¿Cómo era?
—Decía que había vuelto.
Y al chico le brillan los ojos, pero ya no por el lacrimal, sino porque siente algo así como un calorcito en el pecho, esa especie de alegría que se siente cuando a alguien que quieres y que no andaba demasiado bien de pronto te mira con esa cara de habitación bien iluminada ventilándose (ese fluir lento y muy blanco de las cortinas).
—Pues qué va a significar, que ha vuelto a escribir, que trae relatos. A saber de dónde los saca, pero la ilusión la lleva puesta.

martes, 10 de enero de 2017

Regalos

El otro día comprando regalos
encontré cosas perfectas
para quienes ya no están.

Ya podían haber dejado una
dirección
unos números en un papel
unas letras con indicaciones:
no llames al timbre
no hagas ruido
y, por favor,
desde luego,
no te folles al portero.

Que las casas modernas no tienen
chimenea
que el rojo tiene que entrar
atravesando los cristales
llenándolo todo
de sangre y de ilusión.

Y así quién quiere regalos
ni todo el oro del mundo
ni aunque sean a medida.

Mejor olvidar al mendigo
que trabaja un solo día al año
(una noche)
mejor olvidarte a ti
olvidarme a mí
que solo sabes elegir regalos
y no personas
con las que juntarte.



(escrito en la taza del váter,
con la tapa cerrada)

domingo, 8 de enero de 2017

Vendo cuerpo

Vendo cuerpo
tiene veinte años
pero está seminuevo.
He pasado tanto tiempo evadido
que apenas lo he usado.

sábado, 7 de enero de 2017

Morirse de fuera

La guía nos hace pasar al salón, donde se queda quieta esperando a que entremos todos, y entonces empieza a hablar.
Sobre la chimenea, el cuadro. La persona retratada es el sujeto activo.
A sus pies, en el ataúd abierto, el muerto es el sujeto pasivo.
Miro mi rostro en el ataúd y murmuro:
—Dios, qué pálido estoy.
Alzo la vista, miro al cuadro y el rostro representado se gira para no mirarme. Entonces la guía se calla y pasamos a la siguiente habitación.
Considero que todo el mundo debería poder ver lo que es morir para alguien.

jueves, 5 de enero de 2017

Al lado de la sala de estudio

Al lado de la sala de estudio hay un cuarto sobre cuya puerta cerrada un cartel dice "Talleres". En el cuarto que dice talleres se han habilitado talleres para los niños los días de navidad que son laborables. Las paredes no logran silenciar del todo los gritos docentes de la maestra que imparte el taller ni las intervenciones esporádicas de los pequeños que llegan a los estudiantes, que si están estudiando en navidad es porque tienen los exámenes a la vuelta, una vuelta que en realidad no es esquina y es terrible y que los pobres niños, ilusos, magníficos, aún no conocen y que gracias a este sistema educativo igual no conocerán. Bueno, que estos sonidos les llegan a los estudiantes como un rumor retrasado por más de quince años.
No es tan raro entonces imaginar que la profesora se gire dando la espalda a los alumnos para coger algo que estaba a su espalda y que ahora está a su frente y al volver a girarse dé un respingo al ver entre los niños, que están sentados en el suelo con las piernas cruzadas, a un tipo que por edad y barba debe encontrarse entre el adolescente y el adulto medio.
De alguna forma la presencia del estudiante acabará por ser normal o por lo menos soportada, y la profesora continuará con sus juegos a los que el nuevo se unirá con la asistencia necesitada de los más pequeños.
Otro respingo es probable que dé la mujer cuando descubra en un momento dado que la mayoría o ya el total de los asistentes son estudiantes y que de los niños no se sabe nada, que igual andan jugando entre apuntes subrayados de divertidos colores. Pero no pasa nada, esta historia terminará como desde un inicio se esperaba: la profesora desaparecerá también y el público de longevos estudiantes apreciará que ella es sustituida por un niño o por una niña alegremente vestida que impartirá un magnífico taller navideño para los más pequeños.

lunes, 2 de enero de 2017

Atrapa al pobre desdichado

Se repite las frases de ánimo de sus padres que son los que le han empujado casi literalmente a acudir a la fiesta. Se coloca en un rincón, muy recto, con un vaso en la mano por tener la mano ocupada. No se sienta ni se apoya contra la pared porque se fija en que la gente que lo hace enseguida se vuelve a mover y él sabe que no se va a mover y que será más claro para todos que es un pasmarote y de verdad que le asusta que le vean así o incluso que le vean de la forma que sea porque si está ahí, parado en medio de ningún lado, es porque no quiere llamar la atención, porque solo quiere repetirse las frases de su padres, pensar por qué el tiempo toma forma de humo y se mueve tan lento y por qué dios inventaría un sudor tan desagradable. Está allí porque ella le ha invitado y está tan nervioso porque ella le ha invitado. Antes la ha visto de lejos pero no se ha acercado a saludarla porque no sabría qué decirle y porque si tiene que huir casi prefiere disculparse al día siguiente por no haber podido ir. De pronto le asalta la idea de que ha sido invitado por error y de alguna forma eso le tranquiliza, se lleva el vaso un par de veces a los labios por hacer algún movimiento pero en realidad no bebe.
Entonces pasa.
La espalda de un hombre inmenso se aparta para mostrarla a ella, tan cerca de él, tan de repente. De golpe se siente colapsado y piensa si girarse, si mirar el vaso, pero la educación acaba primando y la mira, aún con el brazo sujetando el vaso en ángulo de noventa grados, una cuña de alcohol y tendones bastante artificial que es lo único que los separa. Para ocasiones como esta y muchísimas más debería existir un libro de instrucciones de la vida. Ella da un paso, porque lo tiene que hacer todo ella, y se comunican brevemente a gritos sobre el fragor de la batalla. Entonces ella le dice que la siga a bailar y en ese momento él sí bebe, bebe la mitad del vaso y siente la quemazón en tres lugares distintos dentro del cuerpo. Deja el vaso apoyado en la mesa, en una esquina para poder identificarlo luego, pero enseguida lo echa en falta cuando descubre (recuerda) que no sabe bailar y que el estar sujetando el vaso le daría la oportunidad de moverse despacio de un lado a otro con la escusa de mantener estable el tubo de plástico de contenido inflamable. Ella le mira y le sonríe y a él le encantaría sonreír pero su cara es cuero tensado y no logra ni arrugar la frente. Va notando cómo el sudor se seca y forma cristales. Se mueve lento, imitando a destiempo los pasos que hace ella, pero al menos hace creer que la está parodiando y ella ríe. Llega a pensar que es curioso lo mucho que es capaz de pensar una persona en una situación como esa: evaluar a los presentes, apreciar el color morado que prima en el ambiente, estudiarla con detalle, recordar las oraciones paternas, intentar recordar qué acaba de beber, apreciar lo rápido que se mueven los pies, preguntarse por qué le ha invitado, por qué le mira, intentar recordar su propio aspecto, preguntarse cómo es que ahora está con él, cómo es que nadie interviene en ese diminuto espacio de dos que bailan para llevársela y que él pueda volver a su lugar apartado, su copa y esta vez distraerse rumiando la rabia. Pero qué magnífico, acaba siendo él mismo el que grita algo, se da la vuelta y sale de la masa danzante. Ella le llega a alcanzar el brazo y ambos se dicen cosas que ninguno llega a oír. Entonces él le pregunta parte de todos esos porqués y es que esa no es la situación convenida y ella seguramente se ha enfadado o se lo ha tomado a mal y atraviesa la masa de gente para perderse en la luz violeta. Y quién sabe, igual luego vuelve a verle.
Pero él ya no está, ha salido lo más rápido posible sin mirar a nadie a la cara. Igual al final de la calle ha llorado de rabia. Lo más probable es que al día siguiente él no logre hacer nada y solo piense en lo ocurrido y en lo que podría hacer ahora para solucionarlo. De nuevo el libro de instrucciones para la vida. Esperemos que no cometa la estupidez de no hacer nada por no saber qué hacer y que ella haga también algo o le perdone o quién sabe qué. Lo cierto es que el pobre, pase lo que pase finalmente, no dejará de soñar con ella durante al menos seis meses.