Se sentía
mal como cada vez que después de soñar con la bicicleta y con Italia acababa
viajando por la ciudad en otro medio de transporte. Pero cuando Silvia llegó a
la acera contraria y levantó la vista para ver el edificio con todas las
ventanas encendidas en plena noche se olvidó de todo, como siempre le pasaba.
Cruzó la calle y en la puerta se repitió que no podía distraerse como siempre
le pasaba. ¿Saben aquello de ir a la cocina a hacer algo y salir quince minutos
después habiendo hecho muchas cosas pero entre ellas no la que se iba a hacer?
Lo mismo le pasa a Silvia con la vida en general, pero de una forma muy
exagerada. Tenía que recordar que iba al tercero. El ascensor estaba averiado,
algo tan común en aquel edificio que se cree que nada más terminarlo ya
instalaron el ascensor roto. Mientras subía la primera tanda de escaleras
seguía repitiéndose que tenía que ir al tercero, donde había un felpudo verde.
Lo repetía también cuando llegó al primer piso, pero antes de emprender la siguiente
tanda de escalones se fijó en que una de las puertas no estaba del todo cerrada
de modo que quedaba recortada por un rectángulo de luz muy fina pero
inquietante y bella. Silvia pensó entonces si debía continuar o si debía
cerrarla. Algo le dijo que igual quien viviese dentro había salido para un asunto
breve, sin llaves, y que si al volver se encontraba la puerta cerrada sí se iba
a convertir aquello en un asunto grave, pero también podía ser que dentro
hubiera una familia feliz completamente ignorante de que la barrera de su
intimidad y protección estaba abierta y que aquella noche podían morir todos a
mano de un sádico que subía las escaleras pensando en tirarse desde la azotea
pero que al comienzo del ascenso encontraba una curiosa razón para vivir en
forma de sangre ajena. Silvia con muy buen juicio decidió llamar con los
nudillos, pensando que si había alguien dentro le avisaría y que si no lo había
volvería a entornar la puerta. Pero en cuanto golpeó con una mínima seguridad de
producir algo audible una voz respondió tranquila y al instante:
—Pasa.
Y
ella abrió un poco la puerta dispuesta a decir que no, que ella solo estaba
subiendo y… pero el hombre, con una camisa blanca remangada y un tono moreno en
la piel de aspecto artificial, seguía sonriendo después de haberla visto y le
tendía una copa con poco vino, como cuando se sirve uno que es caro. Ella dio
un par de pasos dentro.
—Cierra
la puerta.
Y
Silvia pensó que qué raro que al final la estuviese cerrando desde dentro.
Cogió la copa y siguió al hombre hasta un reproductor de música conectado a
todo un sistema de altavoces repartidos por toda la casa. Allí él solo tuvo que
pulsar un botón y empezó a sonar una canción suave y envolvente en la que a
veces intervenía una mujer. Silvia se puso muy contenta, aquella canción le
encantaba, quizá igual era su favorita. Le preguntó que si a él también le
gustaba, pero él ya no estaba ahí, se había ido a sentar en el sofá, en una
mitad, con una de esas posturas que parecen casi obligar a sentarse a la otra
persona. Silvia se sentó, muy recta, con las piernas muy juntas, con las dos
manos sujetando la copa, un vino que aún no había probado. Y a medida que ella
se sentía más tensa, él parecía extenderse más sobre el sofá, como si se
derritiese sin perder la forma, y así le dio alcance, le rozó una oreja con dos
dedos, le despejó la frente de pelos invisibles, le retiró la copa de las
manos, le rozó la rodilla, le besó el cuello, le hizo oler su aliento a medida
que se acercaba a su cara. Así él le besó la cara entera menos los labios, que
seguían apretados, firmes, disuadiendo de ser besados. Un par de botones de la
camisa de ella y su sujetador quedaron desabrochados. Mientras todo esto pasaba
la mirada de Silvia recorrió el salón, muy grande, de izquierda a derecha.
Empezó con el piano, junto a la ventana, y se preguntó cuándo sería la última
vez que fue tocado, y si es que fue tocado alguna vez, porque ¿cada piano que
se fabrica debe ser probado por un último eslabón de la cadena productiva? De
ser así ¿éste toca notas sueltas, prueba todas las teclas en orden o interpreta
breves serenatas? Pero dejando atrás ese pensamiento fugaz su mente llegó hasta
una chimenea de esas con cristal de la gente adinerada, y allí mismo alzó la
vista para ver un cuadro en el que el sol iluminaba mal por estar tras las
nubes y donde se veía en un extremo una casa y en el resto del cuadro un
extenso prado verde. Bien visto aquel campo tenía la textura de los pelos
rizados de algunos perros, de aquellos que se asemejan a los felpudos. Un perro
verde, un felpudo verde. Y entonces se levantó de un salto de tal forma que si
aún tuviera la copa entre manos su contenido se habría derramado. Él la miró
atónito desde abajo y Silvia le dijo que muchas gracias por todo y salió de
allí de forma apresurada recordando un tercer piso, un tercer piso. Y cuando
llegó al segundo aún se repetía que un tercer piso cuando de pronto se abrió una
puerta y esta vez la luz de dentro recortó la silueta de un hombre que sujetaba
algo en su mano derecha. Silvia quiso pasar deprisa a su lado para seguir
subiendo, pero la figura del hombre se le interpuso y le agarró del pelo.
—Menuda
puta estás hecha, ¿qué te traes con el de abajo? Esta vez ya no lo cuentas.
Y
exhibió lo que portaba en su mano derecha: un cuchillo muy fino y largo de los
que se usan para cortar la carne. Ella cerró los ojos, él le subió la manga
hasta que se dio la vuelta sobre sí y Silvia gimió de dolor al sentir como la
piel se cortaba suavemente, como si viéndolo desde fuera uno no pudiese
comprender como algo tan fácil y tan suave pudiese engendrar dolor. Pero
entonces abrió los ojos y gritando le empujó con todas sus fuerzas, dando él
varios pasos hacia atrás y cayendo de espaldas. Silvia corrió escaleras arriba,
llorando, perseguida por unos gritos de ese odio que perturba cada vez que se
recuerda. Al llegar al tercero vio un felpudo verde y una puerta llena de
muescas que se abría. Esta vez no había luz en el interior. Ella entró y siguió
entrando hasta dar con un salón de forma parecida al del primer piso, en cuyo
sofá se lanzó ocultando el rostro en un cojín. Una mano que al tacto era amiga
la levantó y la guió hasta la cocina, donde ella se sentó y él encendió la
única luz, una bombilla colgada de un cable pelado. Alzando la vista pudo
comprobar que él le sonaba, y le fue reconociendo a medida que él le daba un
vaso de agua y le curaba la herida. Al principio ella no quería mirarse el
hombro, pero cuando al final lo hizo se horrorizó al presenciar que aquella
herida en forma de media luna no estaba sola, junto a ella había heridas con
costra o las marcas oscuras de cicatrices de mismas heridas. Él estuvo con
ella, contándole y cuidándola. Ella solo podía pensar en Italia y en la
bicicleta. Sin que pareciese que hubiera pasado mucho tiempo la luz del sol ya
entraba en el salón, mostrando un amanecer demasiado blanco. Silvia se dio
cuenta entonces de que debía marcharse y le prometió a aquel hombre que aquella
noche volvería y que bajo ningún concepto se detendría antes de llegar al
tercer piso, felpudo verde.
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