martes, 17 de enero de 2017

Tercer piso, felpudo verde

Se sentía mal como cada vez que después de soñar con la bicicleta y con Italia acababa viajando por la ciudad en otro medio de transporte. Pero cuando Silvia llegó a la acera contraria y levantó la vista para ver el edificio con todas las ventanas encendidas en plena noche se olvidó de todo, como siempre le pasaba. Cruzó la calle y en la puerta se repitió que no podía distraerse como siempre le pasaba. ¿Saben aquello de ir a la cocina a hacer algo y salir quince minutos después habiendo hecho muchas cosas pero entre ellas no la que se iba a hacer? Lo mismo le pasa a Silvia con la vida en general, pero de una forma muy exagerada. Tenía que recordar que iba al tercero. El ascensor estaba averiado, algo tan común en aquel edificio que se cree que nada más terminarlo ya instalaron el ascensor roto. Mientras subía la primera tanda de escaleras seguía repitiéndose que tenía que ir al tercero, donde había un felpudo verde. Lo repetía también cuando llegó al primer piso, pero antes de emprender la siguiente tanda de escalones se fijó en que una de las puertas no estaba del todo cerrada de modo que quedaba recortada por un rectángulo de luz muy fina pero inquietante y bella. Silvia pensó entonces si debía continuar o si debía cerrarla. Algo le dijo que igual quien viviese dentro había salido para un asunto breve, sin llaves, y que si al volver se encontraba la puerta cerrada sí se iba a convertir aquello en un asunto grave, pero también podía ser que dentro hubiera una familia feliz completamente ignorante de que la barrera de su intimidad y protección estaba abierta y que aquella noche podían morir todos a mano de un sádico que subía las escaleras pensando en tirarse desde la azotea pero que al comienzo del ascenso encontraba una curiosa razón para vivir en forma de sangre ajena. Silvia con muy buen juicio decidió llamar con los nudillos, pensando que si había alguien dentro le avisaría y que si no lo había volvería a entornar la puerta. Pero en cuanto golpeó con una mínima seguridad de producir algo audible una voz respondió tranquila y al instante:
—Pasa.
Y ella abrió un poco la puerta dispuesta a decir que no, que ella solo estaba subiendo y… pero el hombre, con una camisa blanca remangada y un tono moreno en la piel de aspecto artificial, seguía sonriendo después de haberla visto y le tendía una copa con poco vino, como cuando se sirve uno que es caro. Ella dio un par de pasos dentro.
—Cierra la puerta.
Y Silvia pensó que qué raro que al final la estuviese cerrando desde dentro. Cogió la copa y siguió al hombre hasta un reproductor de música conectado a todo un sistema de altavoces repartidos por toda la casa. Allí él solo tuvo que pulsar un botón y empezó a sonar una canción suave y envolvente en la que a veces intervenía una mujer. Silvia se puso muy contenta, aquella canción le encantaba, quizá igual era su favorita. Le preguntó que si a él también le gustaba, pero él ya no estaba ahí, se había ido a sentar en el sofá, en una mitad, con una de esas posturas que parecen casi obligar a sentarse a la otra persona. Silvia se sentó, muy recta, con las piernas muy juntas, con las dos manos sujetando la copa, un vino que aún no había probado. Y a medida que ella se sentía más tensa, él parecía extenderse más sobre el sofá, como si se derritiese sin perder la forma, y así le dio alcance, le rozó una oreja con dos dedos, le despejó la frente de pelos invisibles, le retiró la copa de las manos, le rozó la rodilla, le besó el cuello, le hizo oler su aliento a medida que se acercaba a su cara. Así él le besó la cara entera menos los labios, que seguían apretados, firmes, disuadiendo de ser besados. Un par de botones de la camisa de ella y su sujetador quedaron desabrochados. Mientras todo esto pasaba la mirada de Silvia recorrió el salón, muy grande, de izquierda a derecha. Empezó con el piano, junto a la ventana, y se preguntó cuándo sería la última vez que fue tocado, y si es que fue tocado alguna vez, porque ¿cada piano que se fabrica debe ser probado por un último eslabón de la cadena productiva? De ser así ¿éste toca notas sueltas, prueba todas las teclas en orden o interpreta breves serenatas? Pero dejando atrás ese pensamiento fugaz su mente llegó hasta una chimenea de esas con cristal de la gente adinerada, y allí mismo alzó la vista para ver un cuadro en el que el sol iluminaba mal por estar tras las nubes y donde se veía en un extremo una casa y en el resto del cuadro un extenso prado verde. Bien visto aquel campo tenía la textura de los pelos rizados de algunos perros, de aquellos que se asemejan a los felpudos. Un perro verde, un felpudo verde. Y entonces se levantó de un salto de tal forma que si aún tuviera la copa entre manos su contenido se habría derramado. Él la miró atónito desde abajo y Silvia le dijo que muchas gracias por todo y salió de allí de forma apresurada recordando un tercer piso, un tercer piso. Y cuando llegó al segundo aún se repetía que un tercer piso cuando de pronto se abrió una puerta y esta vez la luz de dentro recortó la silueta de un hombre que sujetaba algo en su mano derecha. Silvia quiso pasar deprisa a su lado para seguir subiendo, pero la figura del hombre se le interpuso y le agarró del pelo.
—Menuda puta estás hecha, ¿qué te traes con el de abajo? Esta vez ya no lo cuentas.
Y exhibió lo que portaba en su mano derecha: un cuchillo muy fino y largo de los que se usan para cortar la carne. Ella cerró los ojos, él le subió la manga hasta que se dio la vuelta sobre sí y Silvia gimió de dolor al sentir como la piel se cortaba suavemente, como si viéndolo desde fuera uno no pudiese comprender como algo tan fácil y tan suave pudiese engendrar dolor. Pero entonces abrió los ojos y gritando le empujó con todas sus fuerzas, dando él varios pasos hacia atrás y cayendo de espaldas. Silvia corrió escaleras arriba, llorando, perseguida por unos gritos de ese odio que perturba cada vez que se recuerda. Al llegar al tercero vio un felpudo verde y una puerta llena de muescas que se abría. Esta vez no había luz en el interior. Ella entró y siguió entrando hasta dar con un salón de forma parecida al del primer piso, en cuyo sofá se lanzó ocultando el rostro en un cojín. Una mano que al tacto era amiga la levantó y la guió hasta la cocina, donde ella se sentó y él encendió la única luz, una bombilla colgada de un cable pelado. Alzando la vista pudo comprobar que él le sonaba, y le fue reconociendo a medida que él le daba un vaso de agua y le curaba la herida. Al principio ella no quería mirarse el hombro, pero cuando al final lo hizo se horrorizó al presenciar que aquella herida en forma de media luna no estaba sola, junto a ella había heridas con costra o las marcas oscuras de cicatrices de mismas heridas. Él estuvo con ella, contándole y cuidándola. Ella solo podía pensar en Italia y en la bicicleta. Sin que pareciese que hubiera pasado mucho tiempo la luz del sol ya entraba en el salón, mostrando un amanecer demasiado blanco. Silvia se dio cuenta entonces de que debía marcharse y le prometió a aquel hombre que aquella noche volvería y que bajo ningún concepto se detendría antes de llegar al tercer piso, felpudo verde.

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