lunes, 16 de enero de 2017

Manzanas azules

No se sabía si era mañana o tarde porque siempre el cielo estaba nublado. Siempre lo estaba, tanto que ni la noche alcanzaba las calles. Así que podía ser cualquier hora cuando ella salía a buscar entre las tuberías, el ladrillo y el asfalto de los callejones estrechos de entre los edificios altos. Buscaba manzanas para aquel que la esperaba en la azotea de un edificio que ni edificio era. Eran manzanas rojas que crecían entre las tuberías oxidadas y los charcos de podredumbre. Ella las cogía y las metía en un cesto, pero en aquella ocasión apareció una figura tan grande y tan mala que sembró el callejón de oscuridad. Y en la oscuridad las manzanas rodaron y se pudrieron. Cuando la luz volvió ella lloraba apoyada en un rincón, de sus ojos no brotaban lágrimas, sino una sustancia azul, pegajosa, densa, que lo tintaba todo a su paso. Él se encontraba caminando por cualquier lugar cuando le alcanzó el charco que cubría la ciudad. Corrió entonces, haciendo el esfuerzo de tener que despegar del suelo las suelas a cada paso. Cuando la encontró se hincó de rodillas ante ella. La sustancia azul no se puede borrar, no se puede eliminar, pero el calzado y los pantalones se pueden tirar, quemar, no así las manos con las que él tocó el suelo, con las que la tocó a ella, que no quería ser tocada nunca más. Desde entonces tiene las manos azules, y también la lengua. Desde entonces no crecen manzanas entre los callejones.

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