No se sabía si era mañana o tarde porque siempre el
cielo estaba nublado. Siempre lo estaba, tanto que ni la noche alcanzaba las
calles. Así que podía ser cualquier hora cuando ella salía a buscar entre las
tuberías, el ladrillo y el asfalto de los callejones estrechos de entre los
edificios altos. Buscaba manzanas para aquel que la esperaba en la azotea de un
edificio que ni edificio era. Eran manzanas rojas que crecían entre las
tuberías oxidadas y los charcos de podredumbre. Ella las cogía y las metía en
un cesto, pero en aquella ocasión apareció una figura tan grande y tan mala que
sembró el callejón de oscuridad. Y en la oscuridad las manzanas rodaron y se
pudrieron. Cuando la luz volvió ella lloraba apoyada en un rincón, de sus ojos
no brotaban lágrimas, sino una sustancia azul, pegajosa, densa, que lo tintaba
todo a su paso. Él se encontraba caminando por cualquier lugar cuando le
alcanzó el charco que cubría la ciudad. Corrió entonces, haciendo el esfuerzo
de tener que despegar del suelo las suelas a cada paso. Cuando la encontró se
hincó de rodillas ante ella. La sustancia azul no se puede borrar, no se puede
eliminar, pero el calzado y los pantalones se pueden tirar, quemar, no así las
manos con las que él tocó el suelo, con las que la tocó a ella, que no quería
ser tocada nunca más. Desde entonces tiene las manos azules, y también la
lengua. Desde entonces no crecen manzanas entre los callejones.
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