Entré
en la cafetería por perder el tiempo de una forma bien vista y me pedí un café.
Tenía esa tranquilidad tan cargada de culpa que se tiene cuando estás ahí,
donde sea, porque no estás en un lugar concreto en el que tendrías que estar.
Sin embargo, tras claudicar de intentar leer una revista que me distraía y ver
que había olvidado pedir la leche fría, empecé a escuchar una conversación que
mantenían dos chicos detrás de mí y que enseguida me cautivó.
—Entonces,
bueno, yo lo veo como un Ferrari, ¿sabes? Imagínatelo, lo conduces orgulloso
por la ciudad y a la hora de aparcarlo no quieres dejarlo en la calle donde le
pueda pasar cualquier cosa, lo dejas en garaje, lo mimas, disfrutas de él, lo
cuidas tanto que haces que el motor viva mil años.
—Y
que nadie se acerque.
—Desde
luego. Si estoy en un semáforo y el de al lado lo mira con admiración, vale,
pero si lo mira de otra forma ya estoy tardando en acelerar y dejarlo atrás. Es
que es así, tío, la imagen perfecta, un Ferrari rojo, brillante, que parezca
siempre nuevo, y las llaves en mi bolsillo.
—Bueno,
no sé, yo lo veo diferente. Imagina un caballo, vives en el campo y tienes un
caballo. Grandes extensiones verdes y ni una valla. Te gusta salir al poco de
amanecer tapado con la manta que tienes doblada en un extremo del sofá, porque
hace frío, y desde el porche…
—Porsche,
jajá.
—Sí,
sí… Bueno, desde la puerta lo ves pastar, sin que te mire, viendo como camina
despacio, como si ni pensase aún a esas horas. Luego, a lo largo del día lo ves
despierto, enérgico, te encanta verlo cabalgar. Va y viene, y a veces se te
acerca y le das manzanas o zanahorias. Si se deja lo acaricias, le cepillas,
pero si ves que de pronto quiere alejarse, volver a correr, te quedas
observándole y no le intentas detener.
—¿Pero
no te da miedo perderlo?
—¿Porque
se escape o porque me lo roben? Si es lo segundo, no; es un caballo poderoso,
de eso sí me he encargado, y sus coces son brutales, además de que es rápido y
si decide huir nadie le alcanza. Y lo segundo, bueno, no tiene vallas, puede
correr lo lejos que quiera, puede correr y no volver. A veces se ha ido y al
cabo ha vuelto. Si se quiere ir me dará pena, desde luego, pero por eso junto a
la casa intento que esté a gusto, que tenga lo que necesite, que tenga hasta
esa posibilidad de marcharse, que se sienta en casa.
—¿Y
no te importa que lo miren?
—Si
lo están mirando es porque es hermoso, de cualquier forma si empieza a cabalgar
solo voy a tener ojos para él, no para los curiosos.
—¿Y
si lo acarician?
—Mientras
que no le hagan daño… si él se deja acariciar, bueno, él se deja acariciar,
igual le silbo a ver si viene, si no lo hace imagino que entraré en casa,
tampoco me voy a quedar mirando, al poco saldré, lo más probable es que ande
bufando en la puerta buscando jugar.
Y yo
probaba a sorbos el café porque aquella conversación venía de algún lado, pero,
¿de cuál? Sin duda nada tenía que ver con coches y caballos.
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