lunes, 29 de enero de 2018

Angelitos ciegos

Dios acostumbra a acobardarse ante las decisiones difíciles, para ellas suele mandar un mensajero, que en este caso fue un ángel, de un aspecto tan tópico que no sorprendió a nadie. Las palabras fueron breves y sin mucha explicación: aquella tarde la mitad de la población desaparecería de pronto por cuestiones obvias, pero para no dejarlo al azar, se quedaría la mitad que mereciese quedarse.
Y fue extraño, la gente de la calle donde centraré este relato, que no es cierto pero casi, por lo general no se inquietó demasiado ante la posibilidad de desaparecer, que les sonaba a morir con un eco extraño. Todos ellos se veían buenos, o al menos mejores que, así que no hubo testamentos o llamadas de larga distancia. La gente hizo lo mismo que la señora G., que desde la ventana paseó su mirada por los edificios contiguos como si los acariciase. Buscaba no adivinar, sino saber quiénes no conocerían la nueva luna. Sin prejuicios la gente es buena y mala, tienen tantos delitos como bondades, el gusto exquisito y el asco perfectamente desarrollado. No le confortaba ninguna decisión fulminante, allí eran buena gente, así que dejó el juego, pero de la que se marchaba vio al muchacho de la chatarra, un joven que vivía bajo algún techo, no en la calle, pero cuyo medio de vida consistía en rebuscar en la basura y vender timando lo que encontrase. No había pruebas de que fuera drogadicto, «pero Dios sabrá que lo eres» sentenció la señora G., antes de correr la persiana e intentar conciliar la siesta del perro.
En el mismo edificio, en el primer piso, hay una mujer joven que es madre soltera. Bien visto no tiene motivos para sentirse como se siente, no tiene más tiempo cada día que el que dedica a sus dos hijos, al trabajo y a la casa. Hace un año y once meses que no toca un libro. Así que podría parecer extraño que sentada en la mesa de la cocina, apoyada la cabeza en la palma de su mano, no deje de pensar y si muero. Ella no se anda con tecnicismos, aunque no ha llegado a pensarlo le da igual desaparecer que caerse muerta, porque su pensamiento es trascendental en el sentido de que más que pensar y si muero está pensando y si mamá muere. «Bueno —piensa— si me voy igual es mejor, significaría que era mala para ellos. Y ellos… La gente que se quede tiene que ser buena, así que se harán cargo, espero, imagino, tiene que ser así». Se levanta, va a la ventana y saluda al chico de la chatarra, que no devuelve la mirada, no se sabe si a propósito o no. Mirándole se da cuenta de que ella misma no ha ido hoy a trabajar, pero es que ni siquiera se lo ha planteado, ha dado por hecho que el día de la muerte colectiva debía ser alguna especie de fiesta. Entonces oye el disparo.
Cuando apareció el ángel tuvo un miedo atroz, pero no pasaba nada antes de girar la cabeza. Todos estarían muertos de miedo y así él sería uno más, casi podría estar a gusto. Entonces miró a los lados, con las frases terribles ya preparadas, y lo que vio acabó con él. La gente estaba tranquila, algunos se santiguaban, a otros se les iba la cabeza a África pensando si entre tanta población se encontraría la mitad de la Tierra y había incluso quien sonreía incluso al pensar en los jefes de gobierno desapareciendo, como si se tratasen de la encarnación de la gente mala. ¿Y si nadie por allí se iba? Seguro que si su casa era la única que quedaba sin huésped la gente se intrigaría, empezarían a hablar e incluso se iniciaría una investigación policial, y si indagaban lo suficiente... Fue al cajón y cogió el arma. Fue a la venta y dijo «ya somos dos» al ver al chico de la chatarra. Si se iba por su propio pie, sin que le empujase Dios, las cosas podrían ser distintas, aunque de cualquier forma él no iba a estar allí para verlo.
Desde lo del ángel llovía. No caía agua del cielo pero sí miradas de los edificios, y éstas eran como una lluvia mucho más densa. No entendía por qué, si pensaban que él iba a morir, tenían que mirarle encima con odio. Había quien le miraba con lástima, también, y él miraba dentro de sí y se decía que la justicia triunfaría y que todos ellos pasarían al otro lado, y que él, a pesar de todo, era bueno y Dios sabría verlo. Cuando sonó el disparo, él cerró muy fuerte los ojos y al abrirlos pensó que ya estaba, que se había dictado la voluntad divina, pero entonces vio el río de gente que acudía a casa del difunto y se decepcionó al ver que todas aquellas personas seguían vivas.
Al caer la tarde, como se había prometido, la mitad de la gente desapareció, de pronto, con su ropa y el aire que guardaban en los pulmones. En la mencionada calle desapareció todo el mundo, habría gente en otra parte que se lo merecía más. ¿Y el chico de la chatarra? Él también desapareció.

domingo, 21 de enero de 2018

Una oscuridad reciente y aparcada

Tengo tanto sueño que no puedo recordar cuándo me dispararon, o más que no poder, no tengo ganas. Cualquiera se hubiese despertado asustado, o al menos sobresaltado, de tener la certeza de que al otro extremo del sueño había un disparo. A mí me dispararon y yo solo quería seguir durmiendo. Cuando desperté, en una cama blanca, blancas paredes, saltaron las alarmas y una enfermera salió corriendo para volver enseguida con dos policías de esos que te dan la sensación de que el mundo es corrupto pero tú estás a salvo. Me preguntaron, y daba igual lo que dijera, uno de ellos no dejaba de apuntar en una libreta, aunque mi respuesta fuese un ruido o un silencio, él apuntaba y cuando salieron me sentí convencido de que habían escrito su propio relato y eso me hizo sentir muy a gusto. Que ellos atrapasen a quien había disparado estaba bien, a la sociedad le alegraría saberlo, pero a mí, a aquel cuerpo dolorido pero feliz tumbado en una cama de hospital, me daba igual. ¿No tenía honor, ansias de venganza, miedo? Igual sí, pero no era momento de pensar en esas cosas; a mí me habían disparado, yo era el protagonista, me merecía un descanso.
No diré dónde fue el disparo porque eso es algo más bien íntimo, en los velatorios, si os fijáis, los muertos están vestidos. Al poco de haberme despertado quise un café, y como no quisieron dármelo, quise el alta. Vino primero el médico a decirme que salir así, en esas circunstancias, era una locura, y como no le hice caso vino luego un policía a decirme que salir así, en esas circunstancias, era una locura. A la mitad del pasillo ya se habían unido al séquito los enfermos de alzhéimer de la sexta planta para decirme que no me fuera todavía y algo más que no recuerdo. Una enfermera muy seria me entregó mis pertenencias: un pantalón raido, una camisa blanca, un cinturón incatalogable, unos zapatos, ropa interior, basura de bolsillos y una pistola.
—Disculpe, esto no es mío.
—Usted sabrá.
Y así, medio desnudo en el sótano de un hospital, con una pistola en la mano, me di cuenta de que probablemente mi agresor había disparado para después huir tirando el arma, y la policía, al ver la pistola a mi lado, habían dado por hecho que era mía. Imagino que ustedes no se habrán despertado nunca en un hospital y habrán salido armados a la calle después, pero lo que en las películas no se ve es lo incómodo que es llevarla. No cabe en ningún bolsillo, si la llevas en la mano la gente se asusta y si la metes por dentro del pantalón puede caérsete hacia fuera o por dentro de los pantalones, la única opción es engancharla con el cinturón, pero entonces acabas caminando muy despacio porque tienes la sensación de que se va a disparar en cualquier momento, así que acabé acercándome a un quiosco para comprar un periódico donde envolverla como si fuese un pescado. A la hora de ir a pagar, mientras buscaba el dinero, dejé apoyada el arma en el mostrador delante del dependiente, él, junto con las vueltas, me regaló un caramelo.
Entré en casa como quien vuelve de vacaciones y espera que el agua del retrete esté seca, pero solo hacía un día que estaba fuera. Me dejé caer sobre el sofá, más relajado, y al instante me quedé dormido. Al despertar había anochecido y tuve la desagradable sensación de haber pasado todo el día durmiendo. Frente a mí, en la mesa, estaban las llaves de la casa y la pistola. La cogí, medí su peso, jugué a ser un vaquero y me fui a la cocina a beber un vaso de agua. Después empecé a recorrer la casa, como una bola de pinball perezosa. En el baño me encontré con mi reflejo, vestía una camisa blanca y pantalones raidos, estaba armado. Por primera vez desde aquella mañana me hice la pregunta de quién me habría disparado. Lo pensaba sin quitarle ojo a mi reflejo, lo pensaba mientras levantaba el brazo. Es curioso, pensé, el arma sí era mía.

lunes, 15 de enero de 2018

El último cuento nocturno

La puerta se abría sin hacer ruido, pero la pequeña la oyó y corrió por todo el pasillo hasta llegar a su madre, que entraba.
—¡Mira mamá, estoy borracha!
—¡Pero Lena, cómo se te ocurre! Uy, sí es verdad que estás bebida. ¡Ven aquí granuja! Mi madre me enseñó un truco muy sencillo para quitarse la borrachera de encima.
—¡Para mamá, que me haces cosquillas! ¡No estoy borracha, no estoy borracha! —y a Lena se le saltaban las lágrimas de la risa.
—Anda y corre con tus hermanos, y que no me entere yo de que vuelves a beber.
La pequeña salió corriendo y la madre suspiró, notablemente alto, al entrar en la cocina y ver la mesa llena de trastos, trastos que pertenecían al padre, que bordaba en un bastidor.
—Buenas tardes, cariño —dijo él sin levantar la mirada pero con uno de esos reojos que parecen demostrar que no se levanta la mirada porque lo que se mira es aún más importante.
—Hola. ¿Cambiaste el pantalón?
—No, he decidido quedármelo.
—Se te pasó el plazo, ¿no?
Y entonces él ya sí levantó la vista:
—Coincidieron que se acabara el plazo con que decidiese que me gustaba así.
—Bueno, tú verás. Por cierto, los niños vieron a Katy muerta.
—¿Y quién es Katy? No me suena.
—Katy es la gata de los vecinos. Era.
—¿Y están muy disgustados?
—Justo es eso, que no lo están.
—Somos terribles.
—No, idiota, me refiero a que no entienden qué es la muerte. Me preguntaba si podrías hablarles tú del tema.
—Claro.
—¿En serio?
—Sí, pero no ahora.
—¿Esperamos a que se les muera un amigo, pues?
—Te pediría que no pusieses ese tono porque tengo una idea.

—Uno, dos y tres —dijo mientras les tocaba con el dedo en la tripa a cada uno.
—¿Solo eso?
—Sí, así de fácil.
—¿Entonces Katy consiguió las piedras? —Lena, con la sábana a la altura de la barbilla, no se sabía si no se llegaba a creer la historia o si le asustaba un poco.
—¿Katy tenía alma?
—Sí.
—Entonces debió conseguir las piedras, ¿no crees? —y con el dedo con el que le acababa de tocar la tripa hablándole de la muerte, ahora le tocó la nariz.
—¿Cuántas piedras doradas necesita el alma de un gato para que el Guardián de la Noche le deje pasar?
—Ah, yo eso no lo sé, yo nunca me he muerto.
—¿Y por qué conoces esta historia entonces?
—Porque yo estudié para muerto, pero luego dije “¡alto, yo no me puedo morir sin ser primero el padre de tres granujillas!”. Pero anda, ahora a dormir, si no os incordiáis entre vosotros mañana os contaré la historia del alma de vuestra tía abuela María, que a veces viene por aquí y me pregunta muy seriamente si os educo bien.
El padre fue hasta la puerta, apagó la luz, salió, cerró la puerta y esperó unos segundos un poco tenso por ver si todo se derrumbaba.
—Lo has hecho muy bien —y sintió que una mano cariñosa se le apoyaba en el brazo.
—Antes, un comentario así hubiera venido aderezado con un beso en la mejilla.
—Tendrás que mejorar tus historias para eso.

Su madre había bordado, y lo había hecho muy bien, y él tenía que haber ido a aprender justo cuando ella no podía enseñarle nada. Vaya forma de estropear un legado.
—Buenas tardes cariño, qué tarde llegas hoy.
—Una reunión. Por cierto, ha llamado la señora Concha, los niños están obsesionados con la muerte.
—¿Quién es la señora Concha, otra gata del vecindario?
—La señora Concha es la maestra de Lena. Me ha llamado en nombre del colegio para decirme que nuestros queridos hijos están obsesionados con el tema de la muerte y que han revolucionado sus respectivas clases.
—¿Ves? Ya te lo decía, llegarán lejos.
—¿Me quieres escuchar? Tienes que arreglar este embrollo.
—¿Embrollo? ¿Y por qué lo tengo que arreglar yo?
—Pues porque tú les has llenado la cabeza de espíritus y ahora tenemos tres hijos protosuicidas encantados con la idea del más allá.
—Bueno, pues solo tienes que ir y hablarles de que cuando uno se muere su conciencia se desvanece en la nada y su cuerpo se pudre para dar lugar a millones de nuevos tipos de vida nacidos de la putrefacción.

—¿Trampas?
—Sí, querer morirse antes de tiempo.
—¿Y uno cuándo se tiene que morir?
—Cuando le toca.
—¿Y cuándo le toca?
—¡Menos mal que no lo sé! ¿Os imagináis? Qué aburrida la vida si lo supiéramos.
—Pero Lena, no le interrumpas. Sigue, papá.
—Pues eso, el Devorador de Almas. Dos cavidades oscuras por ojos, miles de dientes afilados como astillas, un hedor frío proveniente de sus entrañas.
—¡Pero si tiene las piedras doradas!
—¡No! Hizo trampas y se quitó la vida antes de tiempo. Cuando le enseñe las piedras, éstas ya no serán doradas, de pronto se verán rojas, y el Devorador de Almas es ciego y sordo, pero sin embargo se siente repelido por el color dorado… y atraído por el rojo. Buenas noches, chicos, ale, a dormir.
Cuando salió del cuarto de los niños reinaba el silencio y se encontró solo en el pasillo, su mujer no estaba allí.

—Y mira que las revistas de costura siempre me parecieron lo más aburrido del mundo, ¿te puedes creer?
—Sí, sí, claro.
—¿Me estás escuchando?
—Cariño, ahora no tengo tiempo, me han llamado del trabajo, me tengo que ir.
—¿A estas horas?
—Sí, es una urgencia. Por cierto, tienes que hablar con los niños para que hagan los deberes, cuéntales un cuento si quieres.
—Cariño.
—¿Qué pasa?
—Llevo ya un tiempo con este bordado y no me has dicho nada sobre él.
—Ya me lo enseñarás. Buenas noches.

—Ni la espada, ni la flecha, ni la magia. Nada. A aquel dragón solo le hacía efecto un antiguo hechizo venido de lo más profundo del desierto de Udon’Don. Así que la doncella y el vagabundo tuvieron que juntar todos sus conocimientos, todo lo aprendido, que ante ellos fue creciendo como una bola de azul púrpura. Ella aportó lo que le enseñaron sus maestros; él, lo que le enseñó la vida. Y cuando le lanzaron la bola, el dragón se deshizo en hilos de fuego que volvieron al Sol, de donde había salido. Buenas noches.
A ellos dos se les olvida lavarse los dientes, y Lena aún se resiste a la ducha.
—¡Se le había empezado a caer la piel! Así que Bartín-Bartón le llevó hasta la Gran Cascada, donde el agua le limpió y le devolvió la nariz que se le había caído durante el camino. En agradecimiento, él le cubrió las encías con un mágico ungüento blanco, azul y rojo que hizo que le volvieran a nacer los dientes. Buenas noches.
Se dejan la mitad del plato. Sí, hoy también tengo reunión.
—¿Y sabéis por qué había vencido la joven Damieris a los tres colosos? Sí, porque se había comido todo el banquete que le había ofrecido el Rey Sol. Buenas noches.
Y uno de los niños les enseñó unas fotografías de un hombre con una erección.
—Y así es como nacen los niños. Buenas noches.
No le pueden levantar la voz a un profesor.
Buenas noches.

—¿Hoy también trabajas?
—Sí, es este proyecto, que nos tiene a todos hartos en la oficina.
—¿Alguna idea para la historia de hoy?
—No, hoy tema libre. O si quieres descansa, estarás cansado.
—No, tranquila, tengo algo en mente. Una lección de la vida.
—Bien, genial, yo me voy ya.
—Cariño.
—¿Sí?
—Recuerda que tienes tres hijos.
—¿Por qué lo dices?
—Ten buena noche.

La puerta se abría sin hacer ruido. La madre sacó el móvil del bolso y dejó éste sobre una silla junto a la entrada. También se quitó los tacones y pasó de puntillas a la cocina a por un vaso de agua. Sobre la mesa, terminado, estaba el bordado de su marido, era el capullo de una rosa roja en el proceso de florecer. Lo acarició, era bonito. En el pasillo vio que aún había luz bajo la puerta de la habitación de sus hijos, y al llegar a ella la empujó con los dedos. Dentro, sobre la cama, estaban tumbados sus tres hijos mirando al padre, también tumbado, que le daba la espalda a la puerta.
—Y es así cómo él ya no pudo hacer nada más. Nuestro protagonista se encontraba delante del espejo que había colocado allí el brujo, y su amada estaba detrás de él, en algún lugar extraño junto a ese mago. Nuestro protagonista atacó el espejo con todo lo que tuvo, intentó romperlo, pero sus golpes se le volvían en contra, hasta que cayó exhausto. Y al otro lado, una risa conocida, no dejaba de oírse.
—¿Y así termina?
—Así termina. Buenas noches, chicos —entonces se giró sobre la cama y la miró a ella—. Buenas noches para ti también, mi amor.

domingo, 7 de enero de 2018

Onironauta

Nadie se movió cuando sonó el timbre, después, al cabo de un rato, justo antes de volver a llamar, desde fuera se pudieron oír unos pasos débiles, aunque no se sabía si se debía a la fuerza de la pisada o al calzado. Una señora llegó hasta la puerta y su mano fue a abrir, pero se detuvo, entonces fue a acercarse a la mirilla, pero se detuvo de nuevo, apoyó las manos sobre la madera y las empezó a mover en círculos con los ojos cerrados.
—¿Hola? Buenos días, soy Violeta, vengo por la entrevista.
Le habían oído, así que la señora abrió los ojos y abrió la puerta. La abrió despacio al principio, para poder ver por la rendija que quedaba a la chica joven que, efectivamente, venía a la entrevista, pero la siguió abriendo despacio después, aunque ya hubiese quedado a la vista el interior de la casa.
—Sí, Violeta, claro, pasa.
La señora se dio la vuelta y enfiló sin más por el pasillo a la cocina. Violeta, que no sabía qué hacer, frotó a conciencia las deportivas contra el felpudo y entró cerrando la puerta. La casa, lo que pudo ver, tenía una decoración  de esas que son antiguas porque nadie se ha dedicado nunca a sustituir las cosas que quedaron rotas. Antes de llegar a la cocina, más allá en el pasillo, vio a un chico joven, adolescente, que salía del baño en pijama.
—Buenos días, soy Violeta, puede que acabe siendo la cuidadora de tu hermano.
—Yo no tengo hermanos —el chico tenía esos ojos que se tienen cuando se está enfermo o se duerme demasiado.
—El trabajo sería para él —la señora, al oír la conversación, había vuelto atrás y ahora se encontraba en el quicio de la puerta, justo al lado de Violeta, y a ella, pese a ser la señora bastante baja, le molestaba increíblemente su cercanía.
—¿Él necesita una cuidadora?
El chico volvía a entrar en su cuarto, del cual no salió luz mientras estuvo la puerta abierta, lo que quería decir que dentro las persianas seguían bajadas.
—Pase, siéntese, ¿le apetece algo, un café?
—Un vaso de agua, por favor. ¿Qué edad tiene?
—Dieciséis años.
—¿Pero tiene algún tipo de, bueno, de problema?
—No, no exactamente, siéntese, por favor. Tome, el agua.
Ambas estaban ahora sentadas en una mesa de cocina algo pequeña, casi cara a cara con un televisor muy pequeño a un lado que estaba colocado en una mesa igual de alta que la otra pero del mismo ancho que el aparato.

El cielo es violeta, el aire es violeta, a lo lejos parece haber torres… pero no las puedo ver, las tapa una niebla, no, no es la niebla, es el cielo que me envuelve. El aire es violeta y ya no suena el crepitar de las llamas como sonaba antes, pero, ¿cuándo sonaba? No recuerdo cuándo fue, pensaba que era hace un rato, pero ahora se me antoja muy lejano. Alguien me llamaba, alguien gritaba mi nombre, pero no pedía auxilio, esa persona me odiaba. No logro recordar quién era… Espera, ¿quién eres tú? Detente, no te alejes, si lo haces te perseguiré hasta que te canses. ¿Qué dices? No logro oírte, espera, ¡espera!

—¿Todo lo de los papeles es cierto? No tengo forma de comprobarlo, si me dice que lo es la creeré.
—¿El currículo? Sí, trabajaba hasta hace dos meses cuidando a dos hermanos a tiempo completo.
—¿Pero tiene experiencia con chicos, con adolescentes?
—Hice prácticas en un instituto y me tocó llevar algunas clases de chicos de su edad, pero nunca he tratado con ellos en un sentido tan íntimo. ¿Necesita algún cuidado especial, en el aseo tal vez?
Mientras Violeta hablaba, el brazo de la señora, como si fuese algo distinto al resto del cuerpo, como si fuese una serpiente quizás, se había ido alargando hasta alcanzar el mando a distancia del televisor, lo encendió, bajó el volumen hasta que apenas se oyó, y empezó a cambiar de canales centrándose solo en los que hablaban de noticias. Violeta se concentró en pensar que aquello era inherente a la edad y que nada tenía que ver con la educación.
—No, no… él se ducha y come bien, algo despacio, puede, pero ahí podría descansar usted, mientras esté despierto en general.
—¿Despierto, dice?
—Sí, sí… Solo tiene que vigilarle el sueño.
Y Violeta empezó a pensar en la autolesión, la masturbación o la apnea del sueño, que no tenía muy claro en qué consistía pero que sabía que algo tenía que ver con dejar de respirar mientras se duerme.

—Ah, eres tú, me alegro mucho de verte. ¿Has visto? Aquí todo es violeta.
—No, por favor, no, otra vez no.
—¿Qué te ocurre? Esto es precioso, ¿por qué lloras?
—¿Por qué tienes que hacer esto? Déjame en paz, por favor, si me quieres vete.
—No te entiendo, no sé a dónde quieres que vaya, no entiendo qué ocurre, ¿por qué lloras?
—¡Quita!
—Intentaba limpiarte las mejillas. ¿Recuerdas…? Bueno, da igual... ¿Recuerdas cuando…?
—¡Vete!
—¿Pero qué te ocurre? ¡¿Qué te he hecho?!
—¿Que qué me has hecho? ¡Mira esto, mira dónde estamos!
—Dónde estamos… ¿Dónde estamos? Aquí todo es precioso.
—No, ¡No!
—¿Qué haces? Deja que te abrace.
—¡Quita! ¡Quítate de encima! ¡No!

—¿Entonces le parece bien?
—Sí, es perfecto, es el doble de lo que cobraba en el último.
La anciana asintió un par de veces sin apartar la vista de la pantalla, se había ido metiendo cada vez más en ella.
—¿Entonces qué dice que tendría que hacer?
—¿Eh? Nada, nada. Solo sentarse a su lado, vigilarle, limpiarle la frente si suda mucho, traerle agua si se lo pide, y despertarle cuando se altere.
—¿Despertarle?
—Señorita, ¿acostumbra a leer el periódico por la mañana? —la mujer se levantó, alcanzó un ejemplar que había doblado junto a la nevera y se lo acercó—. Página treinta y dos.
La página treinta y dos incluía dos noticias: la primera era una extensión menor de un caso de corrupción política por un asunto de un vertido de residuos, la segunda hablaba de un incendio en un bloque de pisos de la capital. Violeta esperó a que la señora le mirase y entonces le interrogó levantando las cejas.
—Él soñó con fuego.
—¿Soñó que pasaría lo del incendio?
—Soñó que pasaba.
—¿Está diciendo que él lo provocó?
—En uno de esos pisos vivía un antiguo compañero suyo de colegio.
—Siento oír eso, pero creo que acaba de explicarlo; cuando se enteró de la noticia debió imaginar que había soñado con fuego y ya toda la historia cobró sentido en su cabeza. Esas cosas pasan, y no quiere decir que mienta, a veces, sin más, uno acaba por creerse cosas que no son reales.
La señora miraba la pantalla con el labio torcido, en ella se veían los restos de un avión que se había estrellado en la madrugada.
—¿Esa compañía es española?
—No, he volado alguna vez con ella, creo que es alemana o al menos centroeuropea.
Y entonces cambió de canal.
Y entonces sonó el timbre.
La señora miró a Violeta y Violeta miró el reloj preguntándose si no sería otra entrevista.
—Abra —y su voz salió sin que abriera apenas la boca, como si el sonido se propagase por el aire muerto de una cueva.
Violeta fue a abrir, estuvo ausente dos minutos y volvió.
—En la puerta hay dos agentes, preguntan por su hijo, no les he dejado pasar.
La silla volcó cuando se levantó, recorrió el pasillo y abrió la puerta de la habitación de su hijo.
—¿Qué has hecho?
En el cuarto solo brillaban las mejillas húmedas.
—Lo siento, mamá, de verdad que lo siento.