Tengo tanto sueño que no
puedo recordar cuándo me dispararon, o más que no poder, no tengo ganas.
Cualquiera se hubiese despertado asustado, o al menos sobresaltado, de tener la
certeza de que al otro extremo del sueño había un disparo. A mí me dispararon y
yo solo quería seguir durmiendo. Cuando desperté, en una cama blanca, blancas
paredes, saltaron las alarmas y una enfermera salió corriendo para volver enseguida
con dos policías de esos que te dan la sensación de que el mundo es corrupto
pero tú estás a salvo. Me preguntaron, y daba igual lo que dijera, uno de ellos
no dejaba de apuntar en una libreta, aunque mi respuesta fuese un ruido o un
silencio, él apuntaba y cuando salieron me sentí convencido de que habían
escrito su propio relato y eso me hizo sentir muy a gusto. Que ellos atrapasen
a quien había disparado estaba bien, a la sociedad le alegraría saberlo, pero a
mí, a aquel cuerpo dolorido pero feliz tumbado en una cama de hospital, me daba
igual. ¿No tenía honor, ansias de venganza, miedo? Igual sí, pero no era momento
de pensar en esas cosas; a mí me habían disparado, yo era el protagonista, me
merecía un descanso.
No diré dónde fue el
disparo porque eso es algo más bien íntimo, en los velatorios, si os fijáis,
los muertos están vestidos. Al poco de haberme despertado quise un café, y como
no quisieron dármelo, quise el alta. Vino primero el médico a decirme que salir
así, en esas circunstancias, era una locura, y como no le hice caso vino luego
un policía a decirme que salir así, en esas circunstancias, era una locura. A
la mitad del pasillo ya se habían unido al séquito los enfermos de alzhéimer de
la sexta planta para decirme que no me fuera todavía y algo más que no
recuerdo. Una enfermera muy seria me entregó mis pertenencias: un pantalón
raido, una camisa blanca, un cinturón incatalogable, unos zapatos, ropa
interior, basura de bolsillos y una pistola.
—Disculpe, esto no es
mío.
—Usted sabrá.
Y así, medio desnudo en
el sótano de un hospital, con una pistola en la mano, me di cuenta de que
probablemente mi agresor había disparado para después huir tirando el arma, y
la policía, al ver la pistola a mi lado, habían dado por hecho que era mía.
Imagino que ustedes no se habrán despertado nunca en un hospital y habrán salido
armados a la calle después, pero lo que en las películas no se ve es lo
incómodo que es llevarla. No cabe en ningún bolsillo, si la llevas en la mano
la gente se asusta y si la metes por dentro del pantalón puede caérsete hacia
fuera o por dentro de los pantalones, la única opción es engancharla con el
cinturón, pero entonces acabas caminando muy despacio porque tienes la
sensación de que se va a disparar en cualquier momento, así que acabé
acercándome a un quiosco para comprar un periódico donde envolverla como si
fuese un pescado. A la hora de ir a pagar, mientras buscaba el dinero, dejé
apoyada el arma en el mostrador delante del dependiente, él, junto con las
vueltas, me regaló un caramelo.
Entré en casa como
quien vuelve de vacaciones y espera que el agua del retrete esté seca, pero
solo hacía un día que estaba fuera. Me dejé caer sobre el sofá, más relajado, y
al instante me quedé dormido. Al despertar había anochecido y tuve la
desagradable sensación de haber pasado todo el día durmiendo. Frente a mí, en
la mesa, estaban las llaves de la casa y la pistola. La cogí, medí su peso,
jugué a ser un vaquero y me fui a la cocina a beber un vaso de agua. Después
empecé a recorrer la casa, como una bola de pinball perezosa. En el baño me
encontré con mi reflejo, vestía una camisa blanca y pantalones raidos, estaba
armado. Por primera vez desde aquella mañana me hice la pregunta de quién me
habría disparado. Lo pensaba sin quitarle ojo a mi reflejo, lo pensaba mientras
levantaba el brazo. Es curioso, pensé, el arma sí era mía.
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