lunes, 29 de enero de 2018

Angelitos ciegos

Dios acostumbra a acobardarse ante las decisiones difíciles, para ellas suele mandar un mensajero, que en este caso fue un ángel, de un aspecto tan tópico que no sorprendió a nadie. Las palabras fueron breves y sin mucha explicación: aquella tarde la mitad de la población desaparecería de pronto por cuestiones obvias, pero para no dejarlo al azar, se quedaría la mitad que mereciese quedarse.
Y fue extraño, la gente de la calle donde centraré este relato, que no es cierto pero casi, por lo general no se inquietó demasiado ante la posibilidad de desaparecer, que les sonaba a morir con un eco extraño. Todos ellos se veían buenos, o al menos mejores que, así que no hubo testamentos o llamadas de larga distancia. La gente hizo lo mismo que la señora G., que desde la ventana paseó su mirada por los edificios contiguos como si los acariciase. Buscaba no adivinar, sino saber quiénes no conocerían la nueva luna. Sin prejuicios la gente es buena y mala, tienen tantos delitos como bondades, el gusto exquisito y el asco perfectamente desarrollado. No le confortaba ninguna decisión fulminante, allí eran buena gente, así que dejó el juego, pero de la que se marchaba vio al muchacho de la chatarra, un joven que vivía bajo algún techo, no en la calle, pero cuyo medio de vida consistía en rebuscar en la basura y vender timando lo que encontrase. No había pruebas de que fuera drogadicto, «pero Dios sabrá que lo eres» sentenció la señora G., antes de correr la persiana e intentar conciliar la siesta del perro.
En el mismo edificio, en el primer piso, hay una mujer joven que es madre soltera. Bien visto no tiene motivos para sentirse como se siente, no tiene más tiempo cada día que el que dedica a sus dos hijos, al trabajo y a la casa. Hace un año y once meses que no toca un libro. Así que podría parecer extraño que sentada en la mesa de la cocina, apoyada la cabeza en la palma de su mano, no deje de pensar y si muero. Ella no se anda con tecnicismos, aunque no ha llegado a pensarlo le da igual desaparecer que caerse muerta, porque su pensamiento es trascendental en el sentido de que más que pensar y si muero está pensando y si mamá muere. «Bueno —piensa— si me voy igual es mejor, significaría que era mala para ellos. Y ellos… La gente que se quede tiene que ser buena, así que se harán cargo, espero, imagino, tiene que ser así». Se levanta, va a la ventana y saluda al chico de la chatarra, que no devuelve la mirada, no se sabe si a propósito o no. Mirándole se da cuenta de que ella misma no ha ido hoy a trabajar, pero es que ni siquiera se lo ha planteado, ha dado por hecho que el día de la muerte colectiva debía ser alguna especie de fiesta. Entonces oye el disparo.
Cuando apareció el ángel tuvo un miedo atroz, pero no pasaba nada antes de girar la cabeza. Todos estarían muertos de miedo y así él sería uno más, casi podría estar a gusto. Entonces miró a los lados, con las frases terribles ya preparadas, y lo que vio acabó con él. La gente estaba tranquila, algunos se santiguaban, a otros se les iba la cabeza a África pensando si entre tanta población se encontraría la mitad de la Tierra y había incluso quien sonreía incluso al pensar en los jefes de gobierno desapareciendo, como si se tratasen de la encarnación de la gente mala. ¿Y si nadie por allí se iba? Seguro que si su casa era la única que quedaba sin huésped la gente se intrigaría, empezarían a hablar e incluso se iniciaría una investigación policial, y si indagaban lo suficiente... Fue al cajón y cogió el arma. Fue a la venta y dijo «ya somos dos» al ver al chico de la chatarra. Si se iba por su propio pie, sin que le empujase Dios, las cosas podrían ser distintas, aunque de cualquier forma él no iba a estar allí para verlo.
Desde lo del ángel llovía. No caía agua del cielo pero sí miradas de los edificios, y éstas eran como una lluvia mucho más densa. No entendía por qué, si pensaban que él iba a morir, tenían que mirarle encima con odio. Había quien le miraba con lástima, también, y él miraba dentro de sí y se decía que la justicia triunfaría y que todos ellos pasarían al otro lado, y que él, a pesar de todo, era bueno y Dios sabría verlo. Cuando sonó el disparo, él cerró muy fuerte los ojos y al abrirlos pensó que ya estaba, que se había dictado la voluntad divina, pero entonces vio el río de gente que acudía a casa del difunto y se decepcionó al ver que todas aquellas personas seguían vivas.
Al caer la tarde, como se había prometido, la mitad de la gente desapareció, de pronto, con su ropa y el aire que guardaban en los pulmones. En la mencionada calle desapareció todo el mundo, habría gente en otra parte que se lo merecía más. ¿Y el chico de la chatarra? Él también desapareció.

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