La
madre le había dicho que no dejase que los nenes le levantasen la falda o le
dijesen cosas. La madre no había dicho qué eran cosas, o si las nenas podían o
no levantarle la falda, así que al final tuvo que ir inventándose qué hacer
ante cada situación. En las clases no tenía mucho tiempo para pensar en ello,
se dedicaba a hacer lo que mandase la maestra, y si le sobraba tiempo se
recreaba en escribir su nombre y apellidos con la máxima belleza, como si
pintase más allá de la clase de plástica, en matemáticas o en lengua, teniendo
que volver del recreo al ser llamada por la maestra al ver lo que había hecho
para borrarlo y volber a escrivirlo correctamente.
El
recreo solía pasarlo con una intensa emoción de querer hacer algo en él pero no
saber el qué, así que por lo general jugaba un rato en la
arena, otro rato con la pelota y otro acababa en peleas grupales con niños de
cursos superiores que no entendían cómo podía haberse visto vulnerada la regla
de que los mayores siempre ganan. Era una líder innata, o una jefa, o no sé
qué, pero lo cierto es que el resto de niños y niñas de su edad la seguían sin
que a ella le interesase quién había detrás o a los lados. A ella le
interesaban cosas muy concretas, le interesaban los dibujos que veía a la hora
de comer, le interesaba comerse un bizcochito en la merienda o mirarse los
labios al espejo al pronunciar la palabra vulva, recientemente aprendida.
—En
vul los labios van hacia arriba y en va, hacia abajo —le dijo una vez a una
niña que conoció en un parque.
Mientras
sucedía todo esto, había un niño, el nene, que se había fijado en ella. El nene
vivía con su madre a causa de un divorcio y había crecido escuchando las
canciones de desamor que ésta ponía en el coche siempre que conducía, así que
el nene miraba a la nena y pensaba que estaba seguro de dos cosas:
—No
es muy guapa y estoy enamorado de ella.
Ante
tal determinación el nene se entrenó viendo películas románticas de las que
echan a la hora de la siesta y el 14 de febrero, día de San Valentín, se acercó
a la niña y le dijo:
—Me
gustas. ¿Quieres ser mi novia?
A lo
que ella se puso nerviosa, pensó rápidamente en los nenes y las faldas y al no
encontrar una respuesta, le dio una bofetada y salió corriendo. Esa tarde se
replantearon ambos muy seriamente las cosas en sus casas. El nene hizo un
repaso a todos los canales de televisión, pero como lo más parecido que
encontró a lo que le preocupaba fue pornografía, se acercó a su madre y le
preguntó:
—¿Qué
hago si me gusta la nena?
A lo
que su madre contestó:
—Regálale
flores.
La
nena, por su parte, estaba muy confusa por el episodio con el nene. Se preguntaba
si él le gustaría también a ella, pero por más que lo pensase se daba cuenta de
que hasta el momento justo en que él le había abordado, ella no tenía recuerdos
de haberle visto nunca. Junto con esta cuestión había otra cosa que pugnaba en
su interior, y era el enfado hacia su madre que aquella merienda, diciéndole
que se estaba empezando a poner rellenita, no le había dado su bizcochito y en
su lugar había plantado ante ella, en la mesa, un plátano con un cuchillo y un
tenedor. Pese a todo, la nena fue a su madre y le preguntó si podía tener novio
si éste no le levantaba la falda. Y no es que hubiera decidido decirle al nene
que sí, sino que entendía conveniente tener esa respuesta antes de seguir
pensando. Su madre le contestó:
—Los
nenes son malos, te harán daño.
Al
día siguiente tocaba a primera hora clase de inglés, al cargo de laticher, una mujer anciana que pese al
grosor de sus gafas parecía casi ciega. Llevaban dos meses aprendiendo los
colores. La clase había empezado hacía un cuarto de hora cuando entró el nene.
Todos le miraron, llevaba cogido entre los brazos un inmenso ramo de flores.
Recorrió el aula, pasando por delante de la profesora que no le vio, hasta
llegar a la mesa más alejada donde estaba la nena, y allí dejó el ramo. Toda la
clase estalló entonces en una carcajada unánime, una risa a tanto volumen que despertó
algo en las flores, de las que empezaron a emanar cientos de abejas que
subieron al techo del aula como el humo y bajaron sobre los niños como la ira
de dios. El colegio tuvo que cerrar sus puertas durante tres días, y aun a día
de hoy todavía quedan abejas rumiando las tuberías de los baños y la cal de las
paredes. Al padre del nene le enviaron una carta pidiéndole por favor que su
hijo no volviera a llevar flores con abejas al colegio, y el padre, que no
estaba enterado de la vida de su hijo, se quedó muy preocupado.
A
todo esto, después de encontrarse relativamente a salvo en el patio del colegio,
la nena y el nene se quedaron solos. También se acercó un niño para reírse del
nene por lo de las flores, pero al ver que tenía la lengua hinchada por las
picaduras y no podía manifestar sus ideas, se desanimó y se acabó marchando. La
nena le confesó al nene que el problema de que no pudieran estar juntos era que
él tenía pito, y dicho esto se marchó como quien mete una carta en un buzón. El
nene, aquella misma tarde, cogió unas tijeras y un taburete, fue hasta el baño,
se situó a la altura del espejo del lavabo y se dispuso a cortarse el miembro.
Sin embargo, nada más ver el primer rojo, antes incluso del dolor, corrió llorando
hasta el salón, donde estaba su madre. Ella le inspeccionó y descubrió con
alivio que el crío no se había hecho nada, sin embargo murmuró:
—Claro,
con eso colgando se veía venir.
Entonces,
habiendo descartado la amputación, el nene siguió intentando por todos los
medios que la nena se enamorase de él, pero como no lo conseguía se contentó
con intentar gustarle, y al no conseguir esto tampoco, decidió llamar su
atención. Un día de abril en que ella se alejaba con las margaritas de él en la
mano, sin haber hecho nada más que decir gracias, él corrió tras ella y le tiró
tan fuerte de la coleta que ella cayó al suelo, cumpliendo, tal como había predicho
su madre, el ciclo del dolor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario