martes, 29 de noviembre de 2016

No puede salir de la bañera

Cada noche dudo. Me paro ante la puerta y vuelvo a rehacer el camino del pasillo. Tengo los dedos destrozados después de que se acabaran las uñas. El cuarto de baño se encuentra dentro de la habitación grande. Hay otro cuarto de baño en el pasillo, pero ese no tiene importancia, dentro de ese no hay nadie. Al final siempre llamo a la puerta, muy flojo, y me arrepiento porque no sé si la falta de respuesta viene de que no me ha oído o de que no quiere contestar. Acabo abriendo despacio, con el corazón agotado.
La luz es blanca y junto con los azulejos da la sensación de que el suelo debe ser muy frío. Pero a ella no le debe importar, ella está en la bañera. Me da apuro mirarla, y eso que está tapada. Está tapada con la cortina del baño, ya que no quiso la ropa y las toallas que le ofrecí.
No quiere salir de la bañera, o igual no puede, la verdad es que no lo sé, porque no me habla. Me siento tan raro estando junto a ella, sin que me mire, sin que me hable. Le pido por favor que me diga qué puedo hacer por ella, y como no dice nada solo le traigo comida que come poco y distracciones que no toca, así que la acabo dejando sola, cerrando suavemente la puerta, porque eso sí lo noto, que quiere estar sola.

Pero, ¿qué es eso? Llaman a la puerta y no espero a nadie. Voy despacio a abrir, asustado como solo se está cuando sabes que quien llama es el mal presentimiento. Abro la puerta y allí hay una chica joven a la que por supuesto conozco pero que no me hace sentir nada más que el alivio de que no fuese peor. Sin embargo, una vez me hago a un lado y ella entra deprisa, sin hablar, pienso que en realidad sí es horrible que ella esté allí. La mala posibilidad en la que había pensado no podría ser peor que ella, o bueno, sí podría, pero su presencia también es terrible. Pero, ¿cómo la echo? ¿Cómo hago ahora para que se vaya? No me sale hacer esas cosas, por favor, ni siquiera sé qué hacer con la chica que está en mi bañera.
Le ofrezco una copa para justificar que yo quiero beber y ella acepta. Por fuera estoy serio pero con aspecto normal, por dentro no dejo de gritar aterrado. Nos sentamos en el sofá y ella empieza hablar sin parar como un río que ha roto la presa. Yo la miro asintiendo de vez en cuando pero sin captar más que palabras sueltas. Al parecer ha tenido problemas y por eso está ahora aquí, pero es que por muy grandes que puedan ser sus problemas me parecen una nimiedad. «Cállate —es lo único que pienso—, cállate.»
Me termino la copa y en lo que me vuelvo a acomodar después de servirme otra ella se lanza a besarme agarrándome la cara. Y ya es que me da igual todo igual, no sé si es que me olvido de la mujer de la bañera por aquello de que es silenciosa o que como las cebras cuando las hieren mi mente se queda en blanco y ya no sufro, ya no pienso.
Así pues me dejo besar y me dejo levantar. No me importa que se me quite la ropa, siempre he sido pro-nudismo, y ella ya se desnuda sola. Pero nos desnudamos mal, a trozos, como cuando una fiera te desgarra las ropas y te deja malvestido. Sin embargo recorremos el pasillo y mi mente vuelve a la vida cuando entramos en el cuarto, en el cuarto en el que está el baño en el que está la bañera en la que está ella.
La aparto de un empujón que la hace caer sobre la cama.
—¡No!
—¡No me rechaces! —dice arrastrándose por la cama y agarrándome de los pantalones.
Entonces se abre la puerta y la veo mirarme. Viene sin cortina del baño, sin ropas ni toallas. Suena un trueno en mi interior y noto cómo los órganos se me caen hasta dentro de las piernas. Solo quiero llorar, y encima está ésta que no deja de ensuciarme el ánimo y las ropas. Y pasa todo muy deprisa, la entrometida me grita y huye. Ella sigue de pie junto a la puerta del baño. Yo me desmorono, caigo de cuclillas y empiezo a llorar mucho, sintiéndome tonto, sin poder parar, llorando como un niño. Y el tiempo se va parando porque ella camina despacio, se agacha y me da un abrazo. Yo ya no lloro, moqueo, y paso los brazos por su espalda abrazándola también.
—¿Por qué? —no puedo evitar preguntar.
—Porque no pasó nada.

lunes, 28 de noviembre de 2016

En un lugar sin mapa

Es un lugar sin mapa. Las colinas, que siempre se encuentran en la lejanía, parecen tener las cumbres azules. Las brasas de la hoguera llevan vivas desde hace tanto tiempo que en el caso de que el grupo se marchase habrían de pasar meses antes de que un ocasional viajero  comprendiera que aquel campamento había sido abandonado.
Má, inclinada sobre el fuego, está terminando la comida y espanta con su cazo de madera a insectos y hambrientos. A estas alturas ya no se sabe si su nombre viene de Madre, Mamá o Matriarca, pero por su carácter y la propensión general a obedecerla me inclinaría a pensar en esta última. Tiene un enorme trasero y ella es la primera en sumarse a las bromas sobre él, diciendo que mientras el resto tira con sus fusiles ella puede hacer lo propio después de comer potaje. Se le vuelve a acercar un hombre, que más que hombre es chico, a preguntarle por la comida.
—¡Y otra! ¡Que cuando esté lista se sabrá!
Entonces el chico, de nombre Juan, se empieza a acercar a Elelaida, que cose un uniforme o una bandera, lo mismo da pues las ropas y las causas a esas alturas están igual de sucias. Ella le mira y le sonríe, y él sonríe también, pero acierta a ver por el rabillo del ojo a don Segundo que se acerca, así que finge recoger unas mantas y las lleva al otro lado del campamento. Al hacerlo pasa junto a la pared de piedra desnuda donde se apoyan las armas y donde se apoya también Rafael, el gitano. En realidad no es gitano, con lo que se ha movido su sangre más bien es una persona sin raza, como los chuchos. Sin embargo es una persona silenciosa y no responde cuando se le dice gitano. De hecho más que silencioso es que no habla, solo dispara y lo hace bien. Pero sí sé de una situación en la que ya no habla, sino grita: cuando el grupo por algún motivo ha acabado en una población y alguna mujer se ha llevado a Rafael a la cama por el sentimiento de estar haciendo lo incorrecto que se encuentra junto al deseo. Cuando ella está tumbada y contempla cómo él se va desnudando, Rafael se quita la camisa y con los brazos abiertos le grita al techo como si fuese el cielo y donde se esconde algún dios «¡Soy un gitano!»
El olor a comida atrae a Elodio, el perro, que viene perseguido por Pablo, el niño. Elodio es el perro de Cazo, y ambos vienen de una tierra donde los animales tienen nombre y a las personas se les llama como a las cosas. Pablo no es hijo de nadie, a la vuelta de un asalto de pronto estaba en el campamento y nadie dijo haberlo traído. Ante la idea de que quizá había nacido de la tierra, Má sentenció:
—Hasta Jesús tenía padres.
Y ahora Pablo corre por entre las balas y el polvo sin que nadie le mire y buscando sobre todo la compañía del perro, Elodio, el cual prefiere estar con los adultos, tal vez por aquello que solía hacer Pablo de atar hilo alrededor de un trozo de carne y hacérselo comer para después tirar de éste sacándole la carne de las tripas.
Durante la comida el perro se va a sentar junto a su dueño, Cazo, al cual le dan menos comida porque dicen de él que es un cobarde, aunque no ha tenido aún la ocasión de demostrarlo. También dicen de él que es un pordiosero, a lo que siempre protesta amenazando con puños que nunca vuelan y diciendo que los agujeros de la ropa tienen su origen en los sables enemigos. Pero la verdad es que ha sido mendigo toda su vida y nunca ha vivido mejor que en los tiempos de guerra.
La comida termina y la mayoría de los hombres se retiran a tumbarse. Es a las mujeres a las que les toca lavar los platos de barro, sin embargo Juan se agacha junto a Elelaida y lava con ella. Don Segundo no les quita un ojo de encima, el otro está cerrado, y al final acaba por dormirse. Cuando la tarde se vuelve losa y ya todos están echados, Juan y Elelaida se escabullen hasta una zona de zarzas espesas donde consideran que el Sol les hace daño en los ojos y deciden usar la falda como tienda de campaña. Rafael, que tiene el sombrero puesto sobre el rostro, les ha visto marcharse a través del agujero que tiene en la copa. Solo Cazo y él lo saben, pero no dicen nada. Una vez Cazo les siguió y Rafael acabó por ponerle un cuchillo en el cuello para pedirle por favor que no dijese nada.
Cuando ya vuelven los jóvenes a Elodio, perro tranquilo, le da por ladrar y de la nada salta don Segundo sobre Juan.
—¿Qué haces tú con mi hija, mal parido?
—¡Nada, le juro que mis intenciones son buenas!
—¡Serás hijo de la gran puta!
Y don Segundo alza su arma y le golpea dos veces con la culata en la cara. Juan ya sangra y se ahoga y llora. Y es en ese justo momento cuando suena un relincho y todos se callan. Varios hombres, Rafael el primero, cogen sus armas y se suben a lo más alto. Cazo desaparece.
—¡Es Alberto! —grita algún hombre.
—¿Alberto? —pregunta Má.
—¡Es el jodido Alberto en persona!
Y una euforia recorre el campamento con gritos, salvas y sombreros al aire. Pablo agarra por el cuello a Elodio, que empieza a temblar, y le cuenta:
—¡Alberto Peñagrande! Es el más grande de todos, el terror de Su Majestad. Cogió él solo a un destacamento y los mató a todos. Ay, Elodio, si está aquí él quiere decir que vamos a combatir y vamos a ganar.
Y cuando Alberto Peñagrande, más bajo que en las fotos, desmonta y se presenta, todos hacen cola y le saludan como se saluda a un obispo de la guerra. Pero nada más hacerlo don Segundo, se da la vuelta y vuelve derechito a por Pablo, que aterrorizado se arrastra hacia atrás, hasta dar con la pared donde se apoyan los fusiles y con ello hace saltar la duda y el miedo de tal forma que don Segundo para y le apunta, Rafael desenfunda y apunta a don Segundo, Má alza su cucharón de madera, Elodio huye entre gemidos seguido por Cazo y Alberto con voz de torrente exige saber qué está pasando, que las tropas revolucionarias no se comportan como locos.
Má toma la palabra:
—Que ese está liado con la novia del señor.
—¿Y qué hay de malo?
—¡Que es mi hija!
Y entonces habla Rafael:
—Soluciónenlo bebiendo.
Y así hacen. Se sientan con todos alrededor, todos menos Cazo que sigue perdido buscando al perro. El líquido que beben, como Pablo, no se sabe de dónde ha salido. Al final pierde don Segundo, rabioso porque aquel no es su campo, y culmina diciendo:
—Vale, pero esta noche te toca a ti la guardia.
Y hay risas, y hay bailes, pero Juan no puede ni acercarse a Elelaida, ya que su padre se la lleva a dormir bajo su manta. Má en un descuido se lleva a Alberto aparte y con un tono desconocido le pregunta que cómo van las cosas y cómo es que está allí. El héroe Peñagrande le contesta con sinceridad:
—Todo está perdido, señora, son imparables. Todo está perdido.
Y al final solo quedan las ascuas de la hoguera que nunca muere y Juan pensando feliz, haciendo guardia apoyado en su fusil. Le quema el rostro por los agarrones del suegro pero se va diciendo:
—Mañana no, ni al otro. Pero uno de estos días me planto ante don Segundo y le digo que quiero dar un paseo con Elelaida. No va a poder decir que no. Todo va a ir rodado, sí, rodado.
Y entonces, por el alcohol, por el dolor, por la felicidad, cierra los ojos y se dice que no se va a dormir. Se imagina que es sargento de brigada y cada poco para y grita «¡Estoy despierto!», y así con sus hombres se interna en un poblado y estos desaparecen y el poblado también y lo envuelve como una niebla púrpura y ahí, dormido, el sargento sigue gritando que está despierto.
Me imagino que Cazo se sentirá perdido cuando encuentre al perro y vuelva al campamento mañana. Esta noche los casacas verdes, tropas de élite del ejército Su Majestad, degollarán al vigía dormido y cumplirán su principio de igualdad de matarlos a todos: hombres, mujeres y niños.

Las ratas

Esas ratas que se mueven
y buscan mi honra escondida
para morderla y hacer saltar
su sangre por las paredes.
Esas ratas que luego ríen
y su risa brota de conductos y alcantarillas
risa que se cuela en el sueño
y se filtra en forma de llanto.
Y un dios mudo.
Y una vaca seca.
Y unos lacrimales sin crecidas estivales,
tan solo ríos regulares.
Y una muerte también,
triste y sola en un rincón
con murmullo y grito que no se oye.
Pero no os equivoquéis:
no es mi sueño ni mi llanto
ni míos los gritos y salmos,
no,
no son míos,
son de las ratas.

El olmo

Yendo corriendo a clase
me tuve que parar de pronto
pues en mitad del pasillo
había crecido un olmo.

—Los olmos no dan mandarinas—
dije yo desafiante.
—Pues toma naranjas ricas—
y me tendió una brillante.

—Los árboles ni hablan ni mueven
sus hojas si el viento no sopla—.
—Es que soy una bailarina florida
que baila contenta tu copla—.

—Los árboles ni gritan ni lloran,
no gimotean diciendo «me muero»—.
—Pues, te lo suplico
deja ese hacha en el suelo—.

domingo, 27 de noviembre de 2016

La bebé

Fue el primer bebé que nació con conciencia plena. El parto no supuso el trauma que debería porque aún no tenía con qué comparar lo horrible, pero cuando el médico fue a darle un azote para que llorase, ella se le adelantó llorando de puro pánico. Una vez agarrada al seno materno miró a los presentes con miedo hasta que la madre, con esa extraña conexión, les pidió a todos que salieran. Ella bebió, lloró y finalmente se durmió, agotada como no llegaría a estarlo el resto de su vida. Los médicos auguraron algo extraño al ver que tenía los ojos abiertos, fijos en las cosas y con el ceño fruncido. Al final le hicieron pruebas con objetos de colores, con líneas en un papel y hasta con un laberinto que no pudo resolver por no poder sujetar bien el lápiz.
Aquel bebé, aquella niña de mofletes gordos y rosados, se hizo famosa mundialmente, y cuando la quisieron separar de su madre se encargó de hacerse la tonta hasta que la devolvieron a sus brazos. Tardó algún tiempo en comprender quién y qué era su padre, porque nació con conciencia pero sin conocimientos, sin embargo al final terminó por hacer de sus padres un escudo contra el mundo.
Empezó a hablar a los tres meses, y a andar a los cuatro, y pese a haberles robado a sus padres el llanto de un bebé, a cambio se siguió cagando en los pañales para que la pudiesen limpiar.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Andar perdido

Perderse en un mapa para justificar que uno anda perdido. ¿Y cómo nos encontraremos, vida mía? Si no sabemos qué hemos perdido. Sabemos que algo ya no está, podemos sentirlo, pero no sabemos bien el qué ni cómo recuperarlo. Vemos a la gente como nosotros caminar por hacer algo y nos dan lástima, una lástima sincera. Y por eso mismo evitamos mirarnos al espejo muy de cerca, casi cayéndonos sobre nosotros mismos, por no tener que hurgar en las arrugas buscando una pista de lo que se ha ido. ¿O nos lo han quitado, vida mía? Uno debe decidir si vive solo o en comunidad antes de intentar entender algo, pero, ¿y si tan poco sabemos eso? ¿Y si ahí también andamos perdidos? Porque en todos los pechos se pueden encontrar túneles, y recorrerlos es tan cansado, vida mía, y tan peligroso. Imagino que hace falta una conclusión, que te la de yo o que me la des tú, pero aquí el que no anda perdido no sé dónde anda.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Felicidad

Se puede ser así
se puede ser feliz
no siéndolo.
Vivir encerrado
como un farolillo
en tu callejón
detrás de la casa donde se esconden los cables.
Un puño de felicidad
un corazón rebosante
en un cuerpo malo.
Pero ser feliz
no siéndolo, pero
siéndolo.
Sonriendo a la confusión del mundo
queriendo a la perdida
siendo
en un rostro apagado
unos ojos encendidos.

Cancerbero

Tres cabezas tenía el perro
y le llamaban cancerbero
comía pan con tortas
y le gustaba mirar
el fuego.
Una cabeza tocaba la flauta
otra llevaba sombrero
por la mañana cazaba mariposas
y por la noche guardaba el Infierno.
¡Pobre tercera cabeza!
¡Qué sola te ha dejado el resto!
Arrastrándose la pobre
allá donde va el cuerpo.
Pobre tercera cabeza
que no quiere ser cancerbero,
la cabeza que sonríe
solo quiere ser un perro.

martes, 22 de noviembre de 2016

Correspondencia

Rivas Vaciamadrid, a 16 de noviembre.

Querido Antón:
Antes de nada decirte que si el papel tiene ese olor entre dulce y amargo propio de las mandarinas es porque me acabo de comer una. Ya sabes lo que me gustan en esta época del año; ir por el mercadillo, preguntar cómo están, que me digan que pruebe una y entre gajo y gajo ir viendo los puestos de aceitunas mientras las gitanas me llaman niña. ¡Me acabo de dar cuenta! Ay, lo siento, no era una burla… Lo que me pude reír cuando me preguntaste compungido si había notado que tus manos olían a salmón, ¡en nuestra primera cita!
Pero creo que ya es hora de comentarte el porqué te escribo ahora, y lo voy a hacer rápido porque sabes lo que me gusta escribir y cómo me gusta recordar el pasado. Debo de ser la única persona que recuerda la alegría sin el menor rastro de añoranza. Me tendrías que estar viendo, arrugo la nariz con esa mueca en los labios mientras pienso que no fuimos sino idiotas por terminar con algo tan bonito por tan poca cosa. Estuve muy a gusto contigo, eso lo sabes, ¿no? Y te quise tanto… bueno, y aún te quiero, ya te expliqué que yo siempre querré a quienes he querido si no me han hecho daño, querer con ese cariño tranquilo de perro dormido en el regazo.
Pero bueno, voy a saltar de una vez al rin (se dice así, ¿no? No te quejes de que no sepa la palabra que ya me tragué muchas de esas bestialidades solo por ver cómo te brillaban los ojos). Necesito dinero, necesito que pagues la mitad. ¿Te acuerdas de cuando habíamos roto, nos insultamos, nos volvimos a besar y dijimos que una última vez? Qué insensatos fuimos, Antón, que tontos e insensatos fuimos, y ahora… Me dirás, lo sé, que vaya por la pública, pero eso es estar tiempo en cama y tiempo de preparación y ni tengo ya tiempo (tenemos, ¿eh?) ni quiero que se sepa. En la privada es un día y llegas a casa como una rosa, eso me dijo mi amiga Irene, ¿la recuerda, señora Pasternak? A Irene, digo, una vez la llevé a su casa para una noche que pasamos jugando a juegos de mesa con Antón y unos amigos suyos y usted ahí, en el quicio de la puerta, como si no se la viera, ¡que es difícil no verla, señora!
Pues eso, entrometida, que Antón y yo hemos vuelto y algo que tengo muy claro es que usted no vuelve a joder nada, ¿cómo va a hacer ahora? Se habrá fijado que esta vez he puesto UN PUTO SELLO DE LACRE marcado con un sello personalizado. Dígame cómo el pegamento era malo y la solapa del sobre se abrió cuando ha rajado el lacre o cómo el cartero nunca entregó la carta cuando, compruébelo, no hay sello porque he dejado en persona la carta en su buzón. Esta vez no estoy loca y tengo pruebas de todo y su hijo va a ver por fin que su mamita es un ser de lo más repugnante.

Con cariño, Alice.

PD: Abrir correspondencia ajena es un delito tipificado en el Código Penal.




Guadarrama, a 20 de noviembre.

Queridísima Alice:
Qué ilusión me hizo volver a recibir una carta tuya como las de antes. Fue como un besito cálido en todo el pecho. Sin embargo no te vas a creer lo que pasó: mamá me dijo que durante un par de minutos llovió fortísimo y el agua se debió colar en el buzón y ay, ¡qué desperdicio! Se notaba que hasta habías usado lacre, qué rabia me da.
¿Sería tanto pedir que me resumieses tus palabras? Porfa, porfa, porfa.

Con muchísimo cariño: tu osezno.

Disco duro

Me explicaron
que el disco duro
va yendo lento
por tener un poco aquí
y un poco allá
y que hay que hacer tralará.
Sé cómo se siente el ordenador
yo también estoy
disperso.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Niña de trenza negra

Él dice:
—Alejandra, ven.
Y Alejandra va. Deja lo que esté haciendo y corre a verle, porque has tenido que crecer junto a él para saber que sus tonos imperativos no son órdenes sino la frase final de toda una larga serie de pensamientos. Entonces ella entra en la cocina, iluminada por una bombilla pelada que a ambos les gusta así, colgando del cable, porque hace más fácil ver sus hierritos de dentro y a los insectos dándole vueltas, y se sienta dándole la espalda. Él entonces le recoge el pelo y usa los dedos largos-largos como peine. Luego divide toda esa masa negra en tres y empieza a hacer una larga trenza, que le empieza ahora a salir decente, después de una cifra nonagenaria de veces. Ella, porque él no le ve, sonríe y pregunta:
—Papá, repíteme por qué.
—Porque tu bisabuela la llevaba.
La niña finge una cara de asombro.
—¿La conociste?
—Ya sabes la respuesta.
—Dime.
—No.
—¿Y la has visto en fotos?
—Puede que hace mucho, no recuerdo… no.
—¿Entonces cómo sabes que tenía una larga trenza negra?
—Porque me lo decía tu mamá, y antes aún me lo dijo tu abuela.
—¿Conociste a la abuela?
—Sí.
—¿Cómo era?
—Conmigo muy buena; con el mundo un brazo de hierro, una férrea tradición y un amor incondicional por su familia.
—¿Y conociste a mamá?
—No, tú saliste del aire.
—¿Cómo era?
—Ya lo sabes.
—¿Cómo era?
—Como tú.
—¿Qué crees que pensaría de mí?
—Que te gusta jugar con tu padre y que eres maravillosa.
—¿Lo dices enserio?
Se muerde el labio.
—Claro que sí, pequeña diabla.
Entonces él la levanta y le da un azote cariñoso. Ella vuelve corriendo a su cuarto seguida de una imponente trenza negra. Él mira la bombilla, a la nevera, y termina mirándose las manos, donde han quedado algunos pelos de ella que lentamente van desapareciendo como se retuerce un folio que arde.
—¿Alejandra? —grita.
—¿Sí, papá?
Él se levanta, sin dejar de mirarse las manos, y recorre el pasillo llegando al cuarto de su hija.
—Alejandra.
—¿Sí? —ella no deja de jugar con dos muñecas, dejándole su perfil al padre.
—Tú no conociste a mamá.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no quisisteis estar juntos.
Una de las muñecas se sigue moviendo pero ya no hay mano que la sujete.
—¿Cuándo?
—Antes de que yo naciera.
—Porque nunca llegaste a nacer…
—No.
Y ya solo quedan el sonido de una nevera o de un insecto golpeándose contra una bombilla.

viernes, 18 de noviembre de 2016

La bruja

A la víspera de la fecha acabo despertando yo a los gallos. La luz amarilla lo ilumina todo, y después sale el Sol. La bruja que recorre los sueños aparece entonces a la altura de mi ventana y me hace un hueco en su escoba. Ésta es muy joven y guapa, y hace tiempo que viste como las personas (no tanto) normales. Le gusta hablarme de gente que se parece a mí y yo ahí no puedo corresponderla, no conozco a nadie, así que le hablo de dónde la he visto reflejada y ella y ríe y da vueltas por el cielo. Es una bruja y hace magia, pero no sé hasta dónde llega la magia y hasta dónde la bruja. A veces sube mucho, hasta las nubes, desde donde podemos ver al Sol hablando en otras lenguas y donde depositamos nuestros sueños para resguardarlos de los daños que puedan sufrir el resto del año, y entonces gira y me deja caer. Yo en esos momentos siempre pienso que ya está, que es el fin, y se me ocurren palabras de todo tipo, palabras preciosas, que se me olvidan al instante mismo en el que ella me adelanta en la caída y me recoge riendo como ríen los gatos que mientras te dan zarpazos exigen mimos. La última vez que me recogió, sin embargo, no rió, sino que me plantó un beso y me selló la boca para que no pudiese hablar durante un rato, porque le encanto, dice, pero tengo un don excepcional para convertir lo fantástico en algo cotidiano y aburrido. También la última vez, mientras le agarraba la cintura desde detrás, le pregunté a cuantos chicos se había comido aquel último año, ella río con esa risa que es sonrisa pero es risa y contestó que andaba en pretensiones de comerme a mí. Yo le cuelo en los bolsillos papeles con versos y firmas y ella mechones de pelo que arden blancos como el incienso.
Le pido que quiero verla más y veo cómo mis palabras toman forma de los eslabones de una cadena. A ella se le vuelven lagos los ojos y quiere decir que sí y a la vez que no, porque se ha acostumbrado a guardar su escoba en mi ropero pero también sabe que si dejo de ser una excepción ella perderá la seguridad de una felicidad entre trecientassesentaycinco. Por no tener que darnos una respuesta nos damos un abrazo y la cadena desaparece, y aunque seguimos sin vernos yo voy rondando los bosques en donde me aseguran que hay cabañas perdidas y me cuentan también que cerca del pueblo, cuando el ocaso toma forma, se ve una silueta que danza en el aire.
Al final llegan las doce de la noche y como en un cuento las cosas desaparecen ante los ojos, los gritos se pierden por las grutas de la montaña, los animales y demás seres se atreven a volver a salir y yo entro, resignado, en mi cuarto, donde encuentro un pequeño papel con un hechizo escrito, en realidad el más poderoso, que me permitirá volver a verla mañana, porque mañana no es el día próximo, porque en el idioma de las brujas un día es un año.

martes, 15 de noviembre de 2016

Criaturas del bajomundo

Y… sorpresa. Los ligeros torbellinos, los tododidéptidos, los mancurnias y las sinsaboras huyen como las cucarachas al encender la luz de la cocina cuando abro la puerta del laboratorio. Un tododidéptido especialmente feo tiene apellido de botella, así que eso hago, lo meto en una botella que fue de ron y le queda pequeña, ¡que divertido verle a través del cristal tintado mirar al tapón de corcho! Los torbellinos, valientes cabrones enfadados, dan vueltas alrededor de mis tobillos, queriendo que les ataque y me acabe golpeando contra el mobiliario. A ellos les ignoro, es más divertido ir cazando mancurnias, que grandes, lentas y asfixiadas son el asco y la pena condensadas en bolsas casi rosas, color piel. Las cojo y noto su viscosidad entre los dedos. Las lanzo al suelo, donde resbalan unos centímetros y se quedan quietas, con gritos agudos de agonía impropios de algo que no se puede mover. Hay que reírse y me río. Lanzo al suelo cada objeto de vidrio que encuentro y es que el sonido de cristales rotos es la banda sonora de la masacre de la cordura, sin contar que espanta a los torbellinos y hace gritar aún más a los mancurnias. Pero uno no puede ignorar que el trabajo debe ser un trabajo bien hecho y allí, escondidas en la esquina, están las sinsaboras. No son pocos los torbellinos que pasan a situarse delante de mí, intentando protegerlas sin saber —que yo lo sé—, que realmente están siendo manipulados, una manipulación que se le adjudica a cada uno en el momento mismo de nacer. Las sinsaboras son peligrosas, hasta puntos que desconozco, yendo desde el aburrimiento más denso hasta segregar venenos por la piel. No es raro pues que empleé el fuego contra ellas, contra la esquina. ¡Cómo rugen los torbellinos, cómo gimen los mancurnias, cómo gritan los tododidéptidos! Y qué paz hay ya, es el caos pero qué paz siento. Es entonces cuando abandono el laboratorio y los torbellinos, los únicos intactos, giran con gran frenesí para menguar su velocidad de pronto, bastante confusos. Pero cometen un error, y es acercarse a la puerta pensando en comprobar que ya están a salvo, porque en ese momento la puerta se abre de golpe y todos ellos son arrastrados hacia el interior de una aspiradora. Entonces cierro la puerta y echo la llave, dejando a las criaturas dentro y la aspiradora en el contenedor amarillo, que es donde se tira el plástico.

La maldad

Tengo un jardín tan bonito... está sembrado de maldad, que crece como flores negras. Mi maldad no hace daño a nadie y aun así es mala. Susurrante, pinchosa, trepadora, una maldad que sonríe y te hace actuar sonriendo (terrible media sonrisa). No es una maldad de hombres serios, es una maldad divertida, para mí, claro.
Mi jardín huele a incienso y estas flores no siguen al Sol, sino a la Sombra. Y creo que ahora... ahora voy a cortar esta de aquí y sí, te la voy a dar a ti.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Ojos de cierva revolucionaria

La conocí como se conocen casi todas las cosas, por casualidad. Era una fotografía; en ella, a oscuras, miraba a la cámara una chica con el pecho desnudo y las astas de un ciervo. Era por aquella época cuando me dedicaba a entrevistar a gente desconocida solo porque a mí me resultase interesante, y de ella me gustó, de primeras, su determinación y rabia por no poder luchar en guerras pasadas que igual incluso se perdieron pero en las que lo que estuvo en juego fueron los ideales, la libertad o el grito. Como tantas otras personas en aquellos días, desde la más joven adolescencia ya vivía una eclosión de libertades sexuales y morales que afectaba a todos los ámbitos de su vida. Estudiaba artes, y cuando le dijeron que aquello eran estudios de vagabundo, contestó: «pues seré la vagabunda más feliz de esta ciudad». De hecho, cuando accedió a quedar conmigo y me recibió en su casa, abrió la puerta vestida con unos pantalones cortos de chándal y una camisa blanca sin nada debajo tan manchada de pintura que uno no podía concebir que no se hubiese manchado así sino a propósito. Andaba con zancadas rápidas y sin embargo arrastraba una melodía triste de guitarra española que no me extrañaría que hubiese sido compuesta en un descanso de los defensores de Madrid. Me abrió la puerta y acto seguido se perdió en la penumbra del salón sin decirme pasa, quieres algo, por favor siéntate. Pasé y al principio hablamos a gritos, yo desde el salón y ella desde el baño, donde se estaba cambiando de ropa con la puerta sin cerrar, sin importarle que pudiese verla reflejada en el espejo. Y es que para ella el cuerpo desnudo estaba desprovisto de todo sexo hasta que su dueña decidía lo contrario, y de hecho donde la había conocido ya había visto todo lo que ocultaban sus ropas, pues además de pintar a lienzo le gustaba reproducir cuadros impresionistas sobre su tripa, pecho, cuello y cara. La entrevista duró poco, hasta me olvidé de tomar notas teniendo luego que reproducir los acontecimientos de memoria, porque ella no tenía agenda y había aceptado verme en una tarde sembrada de tantas labores sociales que debía escoger cada día cuáles le apetecían más. De hecho salió por la puerta antes que yo, pidiéndome que cerrara al salir y sin mirar atrás mientras yo la perdía con la mirada calle abajo.
Tras este primer encuentro, la conversación —que nunca lo fue como tal— se llevó a cabo por medios no presenciales pese a que nos acabábamos encontrando por los lugares más concurridos de Madrid, donde yo sacaba mi libreta ilusionado para que ella me agarrase del brazo y corriendo acabásemos en manifestaciones, edificios ocupados o en aquel parque sin farolas donde en la noche la gente cantaba y tocaba instrumentos antiguos hasta que llegaba la policía a la mañana siguiente, y donde estoy convencido que fue la primera vez que le vi los ojos.
Ella era comunista, mucho, de esas personas que si te descuidas consiguen un busto de sus líderes favoritos. Cuando le comenté que yo no era ni comunista ni capitalista me respondió «tú eres tonto». En su momento le dije en broma que cómo es que no llevaba en la piel tatuados la oz y el martillo, a lo que contestó sin pensar «los llevo tatuados en el alma», y cuando le conté, por puro placer de intentar hacerla de rabiar, que yo era anarquista, me dijo «a mí me da igual lo que seas mientras quieras luchar».
Y bueno, después me alejé de ella; yo tenía mis ocupaciones y ella las suyas, además de algunos sueños de tan difícil resolución que a mí me dolerían de estar en su lugar. Y no solo eso, sino que siempre que estaba con ella sentía una intensidad tal que el bolígrafo dejaba de pintar o atravesaba las hojas con una fuerza de la que no lo había dotado. Sin embargo le seguí la pista desde lejos, lo cual, con internet, nunca fue difícil. De hecho fui yo quien le ayudó a publicar aquel extraño libro que escribió: La Norma me va a matar. Ella defendía que no lo editásemos porque quería que llegase a todo el mundo de forma gratuita, y yo defendía que esta era la mejor forma de que llegase a más manos, que la gente desconfía de lo gratis, y si no hicimos lo que ella decía usando de nuevo el cauce de internet fue por puro egoísmo mío: yo quería un ejemplar. Aún hoy, de memoria, puedo recitar el principio del libro: «La norma me va a matar, sí, me va a matar, y a ti también te va a matar.» Y el final: «Escribo todo esto ahora, de madrugada, porque me aterroriza levantarme mañana por la mañana y dejar de sentirlo, haberlo olvidarlo.»
Y es que ella tenía razón, desde que nacemos se nos enseña cómo existir. Ahora, viéndolo con perspectiva, estoy seguro de que le seguía la pista porque la envidiaba, pero no a ella, sino a cómo era. Yo querría poder estar a su altura. En aquella entrevista que le conseguí le preguntaron que cómo podía defender a los pobres del mundo si nunca había estado en su situación, y cuando insinuaron que viajase a los arrabales de un país tercermundista ella dijo que no, que quería al enemigo cerca para derribarlo mejor. Terminó aquello con una frase que no recuerdo a qué contestaba, pero con una mano calló al entrevistador y le dijo que nadie se iba a sentar con él o con ella a leer la letra pequeña del contrato que firmas con la vida.
Al final si le perdí la pista no sé si fue porque ella se alejó o lo hice yo. No quería tener hijos y sin embargo tuvo una preciosa hija a la que llamó como ella misma: Carolina. Un nombre que no iba con la madre, porque sin duda es un nombre que mientras se va pronunciando va menguando, bajando como un tobogán, y ella no se cansó jamás de decir que no había que morir en silencio.

Cuento pedido

Me pidieron que escribiese un cuento con las palabras: Perlas, saltamontes y Sol.
(Aprovecho para recordar que en este blog se puede y se agradece comentar, para lo cual se pueden emplear incluso el anonimato y la alevosía.)

El otro día salí al jardín buscando rosas con las que hacerme una corona, pero no había, así que la corona me la hice con hojas de otoño. Mientras estaba contemplándome en el espejo oí un grito alargado de mi madre y me asusté, luego volvió a gritar y entonces me calmé. Pero una tercera vez me llamó por mi nombre y tuve que subir. La mesilla de noche y la cama estaban regadas de joyas, las joyas de mamá. Al principio no entendía bien la escena, pues aquel era el caos por el que mamá gritaba —manos en la cabeza y fija contemplación de las sábanas— y no podía ser que se debiese a ladrones ya que en apariencia no había habido robo alguno.
—¿Qué pasa, mamá? ¿Qué es todo esto?
—No lo sé, he llegado y… estaba todo así.
Entonces me vino a la cabeza la imagen de un mono de los que rondan por los templos de la India y se dedican a hurtar objetos en las narices de sus dueños haciendo gala de la soberbia humana que sin duda se les ha contagiado. Pero no podía ser, era otoño. Así que entonces pensé en las urracas, porque a las urracas les gustan los objetos brillantes y no sería la primera vez que se han hallado joyas en sus nidos.
—Mamá, ¿quieres mirar si falta algo?
Y en efecto faltaba; pero era extraño, porque faltaban unos pendientes de perlas de los que sin embargo las pequeñas partes de plata que debían sujetarlos a las orejas estaban ahí, sobre la cama, arrancadas del conjunto.
Tras examinar atentamente el cuarto no me quedó ya duda de que la urraca había entrado por la ventana que se encontraba ligeramente abierta para ventilar. Bajé las escaleras y salí al jardín, donde supe sin gran dificultad que mi corona de laureles pardos se había desmoronado. No sé muy bien que me hizo mirar al suelo cuando lo que yo buscaba andaba en los cielos o en los árboles, tal vez fue un ligero destello, pero en el momento antes de desaparecer vi un insecto refugiarse en una madriguera al otro lado del jardín con una de las perlas de mamá.
Para mí toda aquella historia era un aburrimiento, quería terminarla cuanto antes como favor a mamá y después dedicarme de nuevo a mis juegos florales y a la diosa coronada. Por ello no es de extrañar que en vez de meter el ojo, el dedo y el palo en la madriguera fuese directamente con una pala a escavar, destruir y encontrar. Mientras cavaba recordé la escena anterior y llegué a la conclusión de que el insecto debía ser una langosta, o tal vez un saltamontes, lo mismo me dio, pues de pronto el suelo cedió ante mis pies y un gran hoyo apenas tapado por una fina franja de tierra se descubrió ante mis pies —y mi trasero—. La luz de la reciente entrada me mostró paredes escavadas de aspecto cavernoso, el murmullo del agua lejana y un brillo un poco más allá. Había olvidado al insecto y avancé ante aquella extraña luminosidad.
—Mamá va a estar contenta.
Ante mí no estaban sus pendientes, estaban todos, todas las perlas de la ciudad, cientos de ellas, de colgantes, pendientes y vestidos. Cogí dos puñados y llené con ellos mis bolsillos, pero me detuvo un sonido que pretendía ser hostil. A mi lado estaba el saltamontes, dispuesto a defender su botín con todo lo que tenía: sus fauces y esas patas que tienen con forma de sierra a las cuales no hay que subestimar.
Entonces fue cuando vi al resto de insectos. En aquella cueva estaba todo lo malo, y no malo para nosotros, sino para ellos mismos, allí se encontraba lo equivalente a una residencia de ancianos del mundo de los insectos, los minusválidos, los patasrotas, y la suma de perlas, emitiendo todas juntas un ligero destello en la oscuridad, no era para ellos sino el Sol.
Acabé por tomar solo las perlas de mamá dejando allí el resto del botín, y el saltamontes, que lo entendió, salió de allí haciendo fe a su nombre y saltó montañas. Y bueno, si digo que me llevé las perlas de mamá no quiero decir solo que recuperase sus pendientes, sino que pude regalarle todo un colgante por su cumpleaños. Me gusta verla sonreír con tantos soles colgándole del cuello.

martes, 8 de noviembre de 2016

Serpiente

Serpiente, ¿qué eres? Para Nino eres la vida, para muchos la muerte. Yo no te tengo miedo ni tampoco te quiero. Serpiente, ¿quién eres? Para muchos una mujer, para algunos un dios malo, para Perseo un conjunto de éxitos. Yo te veo por las esquinas pero al doblarlas no te encuentro. Serpiente, ¿cómo actúas?  Para muchos silenciosa, para otros saltando a la cara, Cleopatra te metió en su cama. Yo huelo tu veneno antes de oler la sangre. Serpiente, ¿dónde estás?

jueves, 3 de noviembre de 2016

Así

El último abrazo, el último beso, la última comida, el penúltimo abrazo, el penúltimo beso, el último viaje, el último vamos, el último sexo, el penúltimo viaje, la última cena, el único desayuno, el penúltimo sexo, el antepenúltimo sexo, el último tiempo, el penúltimo vamos, el último regalo… el primer sexo, el primer abrazo, el primer beso, el último beso como amigos.
Levántate ahora y mírate las manos, pues ya no tienes ningún valor. A mí no me mires, no quiero saber de ti ni de tu sombra, ¡llévatela lejos! Huye, huid los dos, marchaos y que os sepulten mil muros, pero no quiero saber más de ti. No quiero verte mirándome ni que me lleguen tus sonidos lastimosos que no oiré. No quiero saber de ti porque te desprecio porque te desprecias porque sabes que te debes despreciar, que es lo adecuado al caso, que es lo correcto. No me mires o te volveré ciego. Date la vuelta y mira tus pasos errados, tu desgracia, pero no me mires a mí, el espejo.