miércoles, 9 de noviembre de 2016

Ojos de cierva revolucionaria

La conocí como se conocen casi todas las cosas, por casualidad. Era una fotografía; en ella, a oscuras, miraba a la cámara una chica con el pecho desnudo y las astas de un ciervo. Era por aquella época cuando me dedicaba a entrevistar a gente desconocida solo porque a mí me resultase interesante, y de ella me gustó, de primeras, su determinación y rabia por no poder luchar en guerras pasadas que igual incluso se perdieron pero en las que lo que estuvo en juego fueron los ideales, la libertad o el grito. Como tantas otras personas en aquellos días, desde la más joven adolescencia ya vivía una eclosión de libertades sexuales y morales que afectaba a todos los ámbitos de su vida. Estudiaba artes, y cuando le dijeron que aquello eran estudios de vagabundo, contestó: «pues seré la vagabunda más feliz de esta ciudad». De hecho, cuando accedió a quedar conmigo y me recibió en su casa, abrió la puerta vestida con unos pantalones cortos de chándal y una camisa blanca sin nada debajo tan manchada de pintura que uno no podía concebir que no se hubiese manchado así sino a propósito. Andaba con zancadas rápidas y sin embargo arrastraba una melodía triste de guitarra española que no me extrañaría que hubiese sido compuesta en un descanso de los defensores de Madrid. Me abrió la puerta y acto seguido se perdió en la penumbra del salón sin decirme pasa, quieres algo, por favor siéntate. Pasé y al principio hablamos a gritos, yo desde el salón y ella desde el baño, donde se estaba cambiando de ropa con la puerta sin cerrar, sin importarle que pudiese verla reflejada en el espejo. Y es que para ella el cuerpo desnudo estaba desprovisto de todo sexo hasta que su dueña decidía lo contrario, y de hecho donde la había conocido ya había visto todo lo que ocultaban sus ropas, pues además de pintar a lienzo le gustaba reproducir cuadros impresionistas sobre su tripa, pecho, cuello y cara. La entrevista duró poco, hasta me olvidé de tomar notas teniendo luego que reproducir los acontecimientos de memoria, porque ella no tenía agenda y había aceptado verme en una tarde sembrada de tantas labores sociales que debía escoger cada día cuáles le apetecían más. De hecho salió por la puerta antes que yo, pidiéndome que cerrara al salir y sin mirar atrás mientras yo la perdía con la mirada calle abajo.
Tras este primer encuentro, la conversación —que nunca lo fue como tal— se llevó a cabo por medios no presenciales pese a que nos acabábamos encontrando por los lugares más concurridos de Madrid, donde yo sacaba mi libreta ilusionado para que ella me agarrase del brazo y corriendo acabásemos en manifestaciones, edificios ocupados o en aquel parque sin farolas donde en la noche la gente cantaba y tocaba instrumentos antiguos hasta que llegaba la policía a la mañana siguiente, y donde estoy convencido que fue la primera vez que le vi los ojos.
Ella era comunista, mucho, de esas personas que si te descuidas consiguen un busto de sus líderes favoritos. Cuando le comenté que yo no era ni comunista ni capitalista me respondió «tú eres tonto». En su momento le dije en broma que cómo es que no llevaba en la piel tatuados la oz y el martillo, a lo que contestó sin pensar «los llevo tatuados en el alma», y cuando le conté, por puro placer de intentar hacerla de rabiar, que yo era anarquista, me dijo «a mí me da igual lo que seas mientras quieras luchar».
Y bueno, después me alejé de ella; yo tenía mis ocupaciones y ella las suyas, además de algunos sueños de tan difícil resolución que a mí me dolerían de estar en su lugar. Y no solo eso, sino que siempre que estaba con ella sentía una intensidad tal que el bolígrafo dejaba de pintar o atravesaba las hojas con una fuerza de la que no lo había dotado. Sin embargo le seguí la pista desde lejos, lo cual, con internet, nunca fue difícil. De hecho fui yo quien le ayudó a publicar aquel extraño libro que escribió: La Norma me va a matar. Ella defendía que no lo editásemos porque quería que llegase a todo el mundo de forma gratuita, y yo defendía que esta era la mejor forma de que llegase a más manos, que la gente desconfía de lo gratis, y si no hicimos lo que ella decía usando de nuevo el cauce de internet fue por puro egoísmo mío: yo quería un ejemplar. Aún hoy, de memoria, puedo recitar el principio del libro: «La norma me va a matar, sí, me va a matar, y a ti también te va a matar.» Y el final: «Escribo todo esto ahora, de madrugada, porque me aterroriza levantarme mañana por la mañana y dejar de sentirlo, haberlo olvidarlo.»
Y es que ella tenía razón, desde que nacemos se nos enseña cómo existir. Ahora, viéndolo con perspectiva, estoy seguro de que le seguía la pista porque la envidiaba, pero no a ella, sino a cómo era. Yo querría poder estar a su altura. En aquella entrevista que le conseguí le preguntaron que cómo podía defender a los pobres del mundo si nunca había estado en su situación, y cuando insinuaron que viajase a los arrabales de un país tercermundista ella dijo que no, que quería al enemigo cerca para derribarlo mejor. Terminó aquello con una frase que no recuerdo a qué contestaba, pero con una mano calló al entrevistador y le dijo que nadie se iba a sentar con él o con ella a leer la letra pequeña del contrato que firmas con la vida.
Al final si le perdí la pista no sé si fue porque ella se alejó o lo hice yo. No quería tener hijos y sin embargo tuvo una preciosa hija a la que llamó como ella misma: Carolina. Un nombre que no iba con la madre, porque sin duda es un nombre que mientras se va pronunciando va menguando, bajando como un tobogán, y ella no se cansó jamás de decir que no había que morir en silencio.

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