La conocí como se conocen
casi todas las cosas, por casualidad. Era una fotografía; en ella, a oscuras,
miraba a la cámara una chica con el pecho desnudo y las astas de un ciervo. Era
por aquella época cuando me dedicaba a entrevistar a gente desconocida solo
porque a mí me resultase interesante, y de ella me gustó, de primeras, su
determinación y rabia por no poder luchar en guerras pasadas que igual incluso se
perdieron pero en las que lo que estuvo en juego fueron los ideales, la
libertad o el grito. Como tantas otras personas en aquellos días, desde la más
joven adolescencia ya vivía una eclosión de libertades sexuales y morales que
afectaba a todos los ámbitos de su vida. Estudiaba artes, y cuando le dijeron que
aquello eran estudios de vagabundo, contestó: «pues seré la vagabunda más feliz
de esta ciudad». De hecho, cuando accedió a quedar conmigo y me recibió en su
casa, abrió la puerta vestida con unos pantalones cortos de chándal y una
camisa blanca sin nada debajo tan manchada de pintura que uno no podía concebir
que no se hubiese manchado así sino a propósito. Andaba con zancadas rápidas y
sin embargo arrastraba una melodía triste de guitarra española que no me
extrañaría que hubiese sido compuesta en un descanso de los defensores de
Madrid. Me abrió la puerta y acto seguido se perdió en la penumbra del salón
sin decirme pasa, quieres algo, por favor siéntate. Pasé y al principio
hablamos a gritos, yo desde el salón y ella desde el baño, donde se estaba
cambiando de ropa con la puerta sin cerrar, sin importarle que pudiese verla
reflejada en el espejo. Y es que para ella el cuerpo desnudo estaba desprovisto
de todo sexo hasta que su dueña decidía lo contrario, y de hecho donde la había
conocido ya había visto todo lo que ocultaban sus ropas, pues además de pintar
a lienzo le gustaba reproducir cuadros impresionistas sobre su tripa, pecho,
cuello y cara. La entrevista duró poco, hasta me olvidé de tomar notas teniendo
luego que reproducir los acontecimientos de memoria, porque ella no tenía
agenda y había aceptado verme en una tarde sembrada de tantas labores sociales
que debía escoger cada día cuáles le apetecían más. De hecho salió por la puerta
antes que yo, pidiéndome que cerrara al salir y sin mirar atrás mientras yo la
perdía con la mirada calle abajo.
Tras este primer
encuentro, la conversación —que nunca lo fue como tal— se llevó a cabo por
medios no presenciales pese a que nos acabábamos encontrando por los lugares más
concurridos de Madrid, donde yo sacaba mi libreta ilusionado para que ella me
agarrase del brazo y corriendo acabásemos en manifestaciones, edificios
ocupados o en aquel parque sin farolas donde en la noche la gente cantaba y
tocaba instrumentos antiguos hasta que llegaba la policía a la mañana siguiente,
y donde estoy convencido que fue la primera vez que le vi los ojos.
Ella era comunista,
mucho, de esas personas que si te descuidas consiguen un busto de sus líderes
favoritos. Cuando le comenté que yo no era ni comunista ni capitalista me
respondió «tú eres tonto». En su momento le dije en broma que cómo es que no
llevaba en la piel tatuados la oz y el martillo, a lo que contestó sin pensar «los
llevo tatuados en el alma», y cuando le conté, por puro placer de intentar
hacerla de rabiar, que yo era anarquista, me dijo «a mí me da igual lo que seas
mientras quieras luchar».
Y bueno, después me
alejé de ella; yo tenía mis ocupaciones y ella las suyas, además de algunos
sueños de tan difícil resolución que a mí me dolerían de estar en su lugar. Y
no solo eso, sino que siempre que estaba con ella sentía una intensidad tal que
el bolígrafo dejaba de pintar o atravesaba las hojas con una fuerza de la que
no lo había dotado. Sin embargo le seguí la pista desde lejos, lo cual, con
internet, nunca fue difícil. De hecho fui yo quien le ayudó a publicar aquel
extraño libro que escribió: La Norma me
va a matar. Ella defendía que no lo editásemos porque quería que llegase a
todo el mundo de forma gratuita, y yo defendía que esta era la mejor forma de
que llegase a más manos, que la gente desconfía de lo gratis, y si no hicimos
lo que ella decía usando de nuevo el cauce de internet fue por puro egoísmo
mío: yo quería un ejemplar. Aún hoy, de memoria, puedo recitar el principio del
libro: «La norma me va a matar, sí, me va a matar, y a ti también te va a matar.»
Y el final: «Escribo todo esto ahora, de madrugada, porque me aterroriza
levantarme mañana por la mañana y dejar de sentirlo, haberlo olvidarlo.»
Y es que ella tenía razón,
desde que nacemos se nos enseña cómo
existir. Ahora, viéndolo con perspectiva, estoy seguro de que le seguía la
pista porque la envidiaba, pero no a ella, sino a cómo era. Yo querría poder
estar a su altura. En aquella entrevista que le conseguí le preguntaron que
cómo podía defender a los pobres del mundo si nunca había estado en su
situación, y cuando insinuaron que viajase a los arrabales de un país
tercermundista ella dijo que no, que quería al enemigo cerca para derribarlo
mejor. Terminó aquello con una frase que no recuerdo a qué contestaba, pero con
una mano calló al entrevistador y le dijo que nadie se iba a sentar con él o
con ella a leer la letra pequeña del contrato que firmas con la vida.
Al final si le perdí la
pista no sé si fue porque ella se alejó o lo hice yo. No quería tener hijos y
sin embargo tuvo una preciosa hija a la que llamó como ella misma: Carolina. Un
nombre que no iba con la madre, porque sin duda es un nombre que mientras se va
pronunciando va menguando, bajando como un tobogán, y ella no se cansó jamás de
decir que no había que morir en silencio.
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