domingo, 20 de noviembre de 2016

Niña de trenza negra

Él dice:
—Alejandra, ven.
Y Alejandra va. Deja lo que esté haciendo y corre a verle, porque has tenido que crecer junto a él para saber que sus tonos imperativos no son órdenes sino la frase final de toda una larga serie de pensamientos. Entonces ella entra en la cocina, iluminada por una bombilla pelada que a ambos les gusta así, colgando del cable, porque hace más fácil ver sus hierritos de dentro y a los insectos dándole vueltas, y se sienta dándole la espalda. Él entonces le recoge el pelo y usa los dedos largos-largos como peine. Luego divide toda esa masa negra en tres y empieza a hacer una larga trenza, que le empieza ahora a salir decente, después de una cifra nonagenaria de veces. Ella, porque él no le ve, sonríe y pregunta:
—Papá, repíteme por qué.
—Porque tu bisabuela la llevaba.
La niña finge una cara de asombro.
—¿La conociste?
—Ya sabes la respuesta.
—Dime.
—No.
—¿Y la has visto en fotos?
—Puede que hace mucho, no recuerdo… no.
—¿Entonces cómo sabes que tenía una larga trenza negra?
—Porque me lo decía tu mamá, y antes aún me lo dijo tu abuela.
—¿Conociste a la abuela?
—Sí.
—¿Cómo era?
—Conmigo muy buena; con el mundo un brazo de hierro, una férrea tradición y un amor incondicional por su familia.
—¿Y conociste a mamá?
—No, tú saliste del aire.
—¿Cómo era?
—Ya lo sabes.
—¿Cómo era?
—Como tú.
—¿Qué crees que pensaría de mí?
—Que te gusta jugar con tu padre y que eres maravillosa.
—¿Lo dices enserio?
Se muerde el labio.
—Claro que sí, pequeña diabla.
Entonces él la levanta y le da un azote cariñoso. Ella vuelve corriendo a su cuarto seguida de una imponente trenza negra. Él mira la bombilla, a la nevera, y termina mirándose las manos, donde han quedado algunos pelos de ella que lentamente van desapareciendo como se retuerce un folio que arde.
—¿Alejandra? —grita.
—¿Sí, papá?
Él se levanta, sin dejar de mirarse las manos, y recorre el pasillo llegando al cuarto de su hija.
—Alejandra.
—¿Sí? —ella no deja de jugar con dos muñecas, dejándole su perfil al padre.
—Tú no conociste a mamá.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no quisisteis estar juntos.
Una de las muñecas se sigue moviendo pero ya no hay mano que la sujete.
—¿Cuándo?
—Antes de que yo naciera.
—Porque nunca llegaste a nacer…
—No.
Y ya solo quedan el sonido de una nevera o de un insecto golpeándose contra una bombilla.

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