Él dice:
—Alejandra, ven.
Y Alejandra va. Deja lo
que esté haciendo y corre a verle, porque has tenido que crecer junto a él para
saber que sus tonos imperativos no son órdenes sino la frase final de toda una
larga serie de pensamientos. Entonces ella entra en la cocina, iluminada por
una bombilla pelada que a ambos les gusta así, colgando del cable, porque hace
más fácil ver sus hierritos de dentro y a los insectos dándole vueltas, y se
sienta dándole la espalda. Él entonces le recoge el pelo y usa los dedos
largos-largos como peine. Luego divide toda esa masa negra en tres y empieza a
hacer una larga trenza, que le empieza ahora a salir decente, después de una
cifra nonagenaria de veces. Ella, porque él no le ve, sonríe y pregunta:
—Papá, repíteme por
qué.
—Porque tu bisabuela la
llevaba.
La niña finge una cara
de asombro.
—¿La conociste?
—Ya sabes la respuesta.
—Dime.
—No.
—¿Y la has visto en
fotos?
—Puede que hace mucho,
no recuerdo… no.
—¿Entonces cómo sabes
que tenía una larga trenza negra?
—Porque me lo decía tu
mamá, y antes aún me lo dijo tu abuela.
—¿Conociste a la
abuela?
—Sí.
—¿Cómo era?
—Conmigo muy buena; con
el mundo un brazo de hierro, una férrea tradición y un amor incondicional por
su familia.
—¿Y conociste a mamá?
—No, tú saliste del
aire.
—¿Cómo era?
—Ya lo sabes.
—¿Cómo era?
—Como tú.
—¿Qué crees que
pensaría de mí?
—Que te gusta jugar con
tu padre y que eres maravillosa.
—¿Lo dices enserio?
Se muerde el labio.
—Claro que sí, pequeña diabla.
Entonces él la levanta
y le da un azote cariñoso. Ella vuelve corriendo a su cuarto seguida de una
imponente trenza negra. Él mira la bombilla, a la nevera, y termina mirándose
las manos, donde han quedado algunos pelos de ella que lentamente van
desapareciendo como se retuerce un folio que arde.
—¿Alejandra? —grita.
—¿Sí, papá?
Él se levanta, sin dejar
de mirarse las manos, y recorre el pasillo llegando al cuarto de su hija.
—Alejandra.
—¿Sí? —ella no deja de
jugar con dos muñecas, dejándole su perfil al padre.
—Tú no conociste a
mamá.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no quisisteis
estar juntos.
Una de las muñecas se
sigue moviendo pero ya no hay mano que la sujete.
—¿Cuándo?
—Antes de que yo
naciera.
—Porque nunca llegaste
a nacer…
—No.
Y ya solo quedan el
sonido de una nevera o de un insecto golpeándose contra una bombilla.
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