lunes, 28 de noviembre de 2016

En un lugar sin mapa

Es un lugar sin mapa. Las colinas, que siempre se encuentran en la lejanía, parecen tener las cumbres azules. Las brasas de la hoguera llevan vivas desde hace tanto tiempo que en el caso de que el grupo se marchase habrían de pasar meses antes de que un ocasional viajero  comprendiera que aquel campamento había sido abandonado.
Má, inclinada sobre el fuego, está terminando la comida y espanta con su cazo de madera a insectos y hambrientos. A estas alturas ya no se sabe si su nombre viene de Madre, Mamá o Matriarca, pero por su carácter y la propensión general a obedecerla me inclinaría a pensar en esta última. Tiene un enorme trasero y ella es la primera en sumarse a las bromas sobre él, diciendo que mientras el resto tira con sus fusiles ella puede hacer lo propio después de comer potaje. Se le vuelve a acercar un hombre, que más que hombre es chico, a preguntarle por la comida.
—¡Y otra! ¡Que cuando esté lista se sabrá!
Entonces el chico, de nombre Juan, se empieza a acercar a Elelaida, que cose un uniforme o una bandera, lo mismo da pues las ropas y las causas a esas alturas están igual de sucias. Ella le mira y le sonríe, y él sonríe también, pero acierta a ver por el rabillo del ojo a don Segundo que se acerca, así que finge recoger unas mantas y las lleva al otro lado del campamento. Al hacerlo pasa junto a la pared de piedra desnuda donde se apoyan las armas y donde se apoya también Rafael, el gitano. En realidad no es gitano, con lo que se ha movido su sangre más bien es una persona sin raza, como los chuchos. Sin embargo es una persona silenciosa y no responde cuando se le dice gitano. De hecho más que silencioso es que no habla, solo dispara y lo hace bien. Pero sí sé de una situación en la que ya no habla, sino grita: cuando el grupo por algún motivo ha acabado en una población y alguna mujer se ha llevado a Rafael a la cama por el sentimiento de estar haciendo lo incorrecto que se encuentra junto al deseo. Cuando ella está tumbada y contempla cómo él se va desnudando, Rafael se quita la camisa y con los brazos abiertos le grita al techo como si fuese el cielo y donde se esconde algún dios «¡Soy un gitano!»
El olor a comida atrae a Elodio, el perro, que viene perseguido por Pablo, el niño. Elodio es el perro de Cazo, y ambos vienen de una tierra donde los animales tienen nombre y a las personas se les llama como a las cosas. Pablo no es hijo de nadie, a la vuelta de un asalto de pronto estaba en el campamento y nadie dijo haberlo traído. Ante la idea de que quizá había nacido de la tierra, Má sentenció:
—Hasta Jesús tenía padres.
Y ahora Pablo corre por entre las balas y el polvo sin que nadie le mire y buscando sobre todo la compañía del perro, Elodio, el cual prefiere estar con los adultos, tal vez por aquello que solía hacer Pablo de atar hilo alrededor de un trozo de carne y hacérselo comer para después tirar de éste sacándole la carne de las tripas.
Durante la comida el perro se va a sentar junto a su dueño, Cazo, al cual le dan menos comida porque dicen de él que es un cobarde, aunque no ha tenido aún la ocasión de demostrarlo. También dicen de él que es un pordiosero, a lo que siempre protesta amenazando con puños que nunca vuelan y diciendo que los agujeros de la ropa tienen su origen en los sables enemigos. Pero la verdad es que ha sido mendigo toda su vida y nunca ha vivido mejor que en los tiempos de guerra.
La comida termina y la mayoría de los hombres se retiran a tumbarse. Es a las mujeres a las que les toca lavar los platos de barro, sin embargo Juan se agacha junto a Elelaida y lava con ella. Don Segundo no les quita un ojo de encima, el otro está cerrado, y al final acaba por dormirse. Cuando la tarde se vuelve losa y ya todos están echados, Juan y Elelaida se escabullen hasta una zona de zarzas espesas donde consideran que el Sol les hace daño en los ojos y deciden usar la falda como tienda de campaña. Rafael, que tiene el sombrero puesto sobre el rostro, les ha visto marcharse a través del agujero que tiene en la copa. Solo Cazo y él lo saben, pero no dicen nada. Una vez Cazo les siguió y Rafael acabó por ponerle un cuchillo en el cuello para pedirle por favor que no dijese nada.
Cuando ya vuelven los jóvenes a Elodio, perro tranquilo, le da por ladrar y de la nada salta don Segundo sobre Juan.
—¿Qué haces tú con mi hija, mal parido?
—¡Nada, le juro que mis intenciones son buenas!
—¡Serás hijo de la gran puta!
Y don Segundo alza su arma y le golpea dos veces con la culata en la cara. Juan ya sangra y se ahoga y llora. Y es en ese justo momento cuando suena un relincho y todos se callan. Varios hombres, Rafael el primero, cogen sus armas y se suben a lo más alto. Cazo desaparece.
—¡Es Alberto! —grita algún hombre.
—¿Alberto? —pregunta Má.
—¡Es el jodido Alberto en persona!
Y una euforia recorre el campamento con gritos, salvas y sombreros al aire. Pablo agarra por el cuello a Elodio, que empieza a temblar, y le cuenta:
—¡Alberto Peñagrande! Es el más grande de todos, el terror de Su Majestad. Cogió él solo a un destacamento y los mató a todos. Ay, Elodio, si está aquí él quiere decir que vamos a combatir y vamos a ganar.
Y cuando Alberto Peñagrande, más bajo que en las fotos, desmonta y se presenta, todos hacen cola y le saludan como se saluda a un obispo de la guerra. Pero nada más hacerlo don Segundo, se da la vuelta y vuelve derechito a por Pablo, que aterrorizado se arrastra hacia atrás, hasta dar con la pared donde se apoyan los fusiles y con ello hace saltar la duda y el miedo de tal forma que don Segundo para y le apunta, Rafael desenfunda y apunta a don Segundo, Má alza su cucharón de madera, Elodio huye entre gemidos seguido por Cazo y Alberto con voz de torrente exige saber qué está pasando, que las tropas revolucionarias no se comportan como locos.
Má toma la palabra:
—Que ese está liado con la novia del señor.
—¿Y qué hay de malo?
—¡Que es mi hija!
Y entonces habla Rafael:
—Soluciónenlo bebiendo.
Y así hacen. Se sientan con todos alrededor, todos menos Cazo que sigue perdido buscando al perro. El líquido que beben, como Pablo, no se sabe de dónde ha salido. Al final pierde don Segundo, rabioso porque aquel no es su campo, y culmina diciendo:
—Vale, pero esta noche te toca a ti la guardia.
Y hay risas, y hay bailes, pero Juan no puede ni acercarse a Elelaida, ya que su padre se la lleva a dormir bajo su manta. Má en un descuido se lleva a Alberto aparte y con un tono desconocido le pregunta que cómo van las cosas y cómo es que está allí. El héroe Peñagrande le contesta con sinceridad:
—Todo está perdido, señora, son imparables. Todo está perdido.
Y al final solo quedan las ascuas de la hoguera que nunca muere y Juan pensando feliz, haciendo guardia apoyado en su fusil. Le quema el rostro por los agarrones del suegro pero se va diciendo:
—Mañana no, ni al otro. Pero uno de estos días me planto ante don Segundo y le digo que quiero dar un paseo con Elelaida. No va a poder decir que no. Todo va a ir rodado, sí, rodado.
Y entonces, por el alcohol, por el dolor, por la felicidad, cierra los ojos y se dice que no se va a dormir. Se imagina que es sargento de brigada y cada poco para y grita «¡Estoy despierto!», y así con sus hombres se interna en un poblado y estos desaparecen y el poblado también y lo envuelve como una niebla púrpura y ahí, dormido, el sargento sigue gritando que está despierto.
Me imagino que Cazo se sentirá perdido cuando encuentre al perro y vuelva al campamento mañana. Esta noche los casacas verdes, tropas de élite del ejército Su Majestad, degollarán al vigía dormido y cumplirán su principio de igualdad de matarlos a todos: hombres, mujeres y niños.

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