miércoles, 28 de septiembre de 2016

Accidente en el cielo

Martín mira al cielo como cada noche buscando la estrella más brillante. Se encuentra en el pueblo, sentado en lo que queda del tejado de la Casa Vacía. Pronto vendrá Paula. Mientras mira el cielo estrellado no deja de repetirse «Si parpadea es una estrella, si no es un planeta». Y así de pronto ve algo, algo iluminado en el cielo que se mueve, ¿una estrella fugaz? En ese momento Paula, silenciosa como la muerte, se sienta junto a él. Ambos miran el cielo, a la bola de fuego que no puede ser sino un meteorito. Durante un momento parece no moverse, pero eso solo quiere decir que se dirige directo hacia ellos. Entonces, por si acaso, se dan la mano y piden un deseo (de protección), por ese miedo que no es miedo pero crispa la piel. En cuestión de segundos el silencio pasa a ser un sonido que hace vibrar las tejas. El sonido es bravo y lo que se les echa encima es un avión que va directo hacia el pueblo, como si lo hubiese elegido como objetivo.

El pueblo ahora sigue igual a excepción del cráter alargado que dejó la panza del avión, ya que éste no se estrelló, sino que de alguna forma es como que se arrastró por el suelo perdiendo las alas contra la primera fila de casas. Víctimas en el pueblo solo hubo las familias de las casas donde chocaron las alas, de la tripulación del vuelo no se salvó nadie.

Las causas del accidente no se conocen, o más bien no se conocen frente a los medios, los cuales no hacen demasiado por averiguarlas ya que ahora las noticias son otras. El motivo fue que al avión le explotó un motor y todos los problemas derivados de este hecho, lo que no se sabe tan bien es por qué explotó. El problema que seguía preocupando al Ministerio, a la empresa aérea y a los vecinos empezó a dilucidarse cuando descubrieron que algo se había metido en el motor. Pegadas al metal, carbonizadas y fundidas, se hallaron plumas de pájaro. Esto resultó difícil de explicar pero la versión que se dio (del Ministerio) fue que por alguna corriente de aire un pájaro de gran tamaño habría ascendido hasta semejantes alturas para ser absorbido después por el motor. Pero ese problema era ridículo en comparación con el siguiente: al fondo del mismo motor se habían hallado huesos humanos. La explicación (de nuevo del Ministerio) fue que debía haber algún paracaidista por aquellos lares pese a ser aquella una altura elevadísima para practicar la actividad; también se rondó la idea de que los huesos no fueran sino de un pasajero que habría salido despedido del tronco de la nave para meterse en la turbina.
«Nadie quiere pensar —pensaba Martín— que el motor se tragó un ángel.» 

La llama

Y el chico se va a la cama contento porque lo importante es escribir, no publicarlo. Y él ha escrito para que la llama no se apague. La llama arde como una piedrecita naranja dentro de una campana de cristal y va consumiendo el aire que hay dentro mientras se va haciendo más pequeña. Escribir es levantar algo esa campana para que la llama coja aire, porque ¿qué pasa cuando la llama se apaga? Que el mundo se queda en penumbra.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Zapatitos

Se abren las puertas del aula y un sinfín de parejitas de zapatos entran entre murmullos y van a colocarse detrás de sus pupitres. La puerta se cierra con un portazo porque nadie la sujeta.

La puerta del aula se vuelve a abrir y entra una pareja de tacones negros. Esta vez la puerta se cierra sola sin hacer ruido. El murmullo de los zapatitos cesa mientras el taconeo avanza hasta situarse al frente del aula.

Entonces uno de los tacones levanta la punta y la deja caer dos veces. Inmediatamente varias parejas de zapatos empiezan a golpear frenéticamente el suelo y así da comienzo la clase.

domingo, 25 de septiembre de 2016

Escamas

En el momento de la lucha los cortes resbalan en las escamas y el fuego las vuelve negras sin llegar a tocarte la piel. Al final, en la victoria, la gente te felicita y te da palmadas en la espalda, palmadas que no sientes debido a las escamas. Entonces te apartas y con paciencia empiezas a desprenderte de aquello que has usado como armadura. Las escamas grandes pesan como metal entre los dedos y son fáciles de retirar, pero a medida que se van haciendo más pequeñas el proceso se vuelve más lento y tiendes exasperarte. Finalmente quedan aquellas que han servido para cubrir los huecos entre las escamas mayores, unas del tamaño de una uña. Éstas se te adhieren a las yemas de los dedos, a las palmas, a las muñecas incluso. Coges una sola entre dos dedos y al abrirlos ves que no cae, entonces la coges con otros dos dedos y los agitas hasta que logras que se desprenda, pero al lograrlo miras las manos, la ropa, la piel, todas esas pequeñas escamas que antes te han salvado y ahora están acabando contigo. Pruebas a frotar con fuerza una palma contra la otra, notas cómo se te clavan y cómo apenas caen, cómo resbalan al tacto y cómo se incrustan en la piel hasta estar al nivel de ésta, sin sobresalir de tal forma que tienes que arrancarlas clavándotelas por debajo de las uñas de los dedos correspondientes. Y ahí es cuando te dan ganas de salir corriendo, de chocar contra las ramas que encuentres, de frotarte en el barro y de acabar sumergiéndote en una fuente de agua, y sin lugar a dudas lo harías si supieras que eso te librará de ellas, pero bien sabes que no es así. No podrás hacer que las escamas brillantes se despeguen de una forma rápida. Nada de correr y sumergirte porque verás que las escamas aún siguen ahí, anegadas a tu piel. Y mientras flotas sentir que puestas en las yemas te impiden dar brazadas, que las piernas se te hacen pesadas y torpes y que crees ahogarte en un charco donde en realidad solo saltas como un pez vivo que pronto se ahogará.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Cuando nos encontramos - (Pasión)

Que si yo levanto los brazos
tú te bajas las piernas.
Y bailamos en círculos
mirándonos a los ojos
como quien mira al fuego.
Y grito: ¡Ah!
Y gritas: ¡Aaah!
Y yo salto y tú te escondes
y las paredes se pintan de rojo
rojo pasión
rojos tus labios, rojos tus labios
(tus) venas, pulmones, corazón
garganta, grito, rebote
(mi) garganta, pulmones, corazón
venas, garganta, grito
grito que tú recibes.
Y las paredes dejan de palpitar
y de azul se vuelven las sábanas.
Te subes las piernas y te arropo,
me paso la mano por la garganta
y el rojo va volviendo.

martes, 20 de septiembre de 2016

Ovejímetro

Se podría decir que aquel es un valle de noche, pues de día no es gran cosa. Al irse la luz se ven bien recortadas las dos montañas de uno de los lados, formando la silueta de una eme mayúscula. Al otro lado hay cuatro montañas sin forma especial, con forma de montañas picudas, de cordillera, de espalda de dragón, como dice Martín. Este valle es conocido sobre todo por los duelos que se celebraban aquí en el siglo XVIII. En ellos los espadachines se ponían de espaldas y, llevándose el arma a atrás, debían matarse así, dando palos de ciego, espadazos de ciego. Martín a veces juega a ser espadachín, pero no le gusta la costumbre local y prefiere imaginar que mata con su rama a un enemigo que está delante. Generalmente mata al bobo de Pablo, a él le atraviesa el corazón muchas veces. Ahora tiene una rama, pero antes tenía un palo. Era un palo muy bueno y varios niños tenían envidia, uno de hecho se lo intentó quitar y llegó a casa con un chichón —porque dan igual los ensayos de esgrima, a la hora de pelear con un palo has de emplearlo como una cachiporra—. Era un palo recto, más delgado por el extremo que claramente servía de empuñadura, y Martín le había ido arrancando la corteza hasta dejarlo del color blanco que hay debajo. Pero un día, un domingo, llegó Rodrigo de la ciudad y le partió el palo contra la rodilla mientras reía muy alto. Martín no entendió aquello, su madre no se lo supo explicar y ahora tiene una rama que es un poco curva y de la que no sabe si quitar la corteza porque le gustaría encontrar un palo como el anterior.
Ya he dicho que es un valle de noche. Si la carretera que lo atraviesa soliese tener algo de tráfico es seguro que aparecería un establecimiento en el que se quedarían todos los viajeros al caer la noche, y más si hay una cuestión de corazones de por medio y suena el acero y la luna se mancha de sangre, pero eso son imaginaciones de Martín. Es un valle de noche y entonces los gallos cantan por segunda vez en el día al ver una luna tan inmensa en la que Martín puede contar hasta tres cráteres, o eso dice él, pero yo le creo. No es raro por tanto que cuando se encienden las lunes demasiado naranjas de la casa la madre y el hijo sufran semejante frenesí; ella hace el café, la colada, la comida y si se pone a tiro encuentra la escusa para que al hijo le caiga una colleja. Él por su parte se prueba la ropa del padre, ensaya esgrima nocturna, continúa aprendiendo a escribir las letras y, y a esto es a lo que quería llegar, abre la ventana de su cuarto y sale al prado, aparentemente negro. La madre sabe que sale pero ya no sabe qué hacer, además de que desde la guerra tiene siempre el miedo de que alguien venga de noche y ya no le parece mal que Martín esté por ahí perdido, en la pradera o más allá, en el bosque. Martín lleva cruzándole el pecho una bandolera que fue de su padre. Lo cierto es que en ella se llevaron granadas y cartuchos durante la guerra, pero la madre teme que aquello sobreexcite al niño (y más por la noche) además de que ahora está en la época de las espadas y no de los fusiles. El prado en otro tiempo perteneció a la casa, ahora una valla limita ésta y en la extensión verde, o negra, solo pululan ovejas. El pastor se llama Jacinto y tiene maravillado a Martín con lo que ha hecho, aunque noche tras noche uno se acaba acostumbrando. Las ovejas son ovejas de estas de pelaje blanco, las corrientes, las que son representadas en los dibujos de los niños como nubes con cabeza y patas, las frisonas, vaya. Y por el día pastan y son espantadas. Pero por la noche —y esto serviría de reclamo para ese hipotético lugar donde pernoctarían los viajeros— medio dormidas caminan, cogen carrerilla y saltan una vara de madera puesta sobre dos pilas de ladrillos. Por el día son ovejas y por la noche son ovejas que en fila india saltan una vara. Son ovejas para ser contadas, son ovejas para dormir. Martín, que solo tiene diez dedos en las manos, tiene un aparato para poder contarlas, se llama ovejímetro y se lo trajo su Rodrigo de la ciudad. En realidad es un ábaco, pero quién le rompería el encanto a un niño que pasa las bolas verdes para contar una oveja y pasa las bolas rojas para contar diez.
Martín lleva el ovejímetro en su bandolera, así como el barco metido en una botella y otros artículos mágicos o de extrema necesidad. La espada en ciernes no le acompaña porque es demasiado grande y porque va a entrar en el bosque, el cual le infunde respeto y sobre el que piensa, por alguna extraña razón, que no debe cruzar armado. Mientras camina por el prado no pierde de vista a las ovejas que con pereza —en realidad es sueño, vaya, pero los síntomas son similares— saltan, se recargan y saltan. Aun cuando no se le ha acostumbrado la vista a la oscuridad puede distinguir bien a las ovejas porque su lana brilla a la luz de la luna.
Martín llega al bosque y se interna en él porque si se parase un momento ya no se internaría en él. Igual que para subir a la bohardilla de la casa debe cantar para no tener miedo, en el bosque debe pensar. Y así va pensando que qué es el bosque sino una sucesión de árboles, solo eso, claro, árboles y el riachuelo, y los ojos que brillan en la oscuridad, y el ulular de un búho que parece sonar en todas direcciones a su alrededor, y la luz de la luna filtrándose entre las ramas de ese árbol cayendo al suelo como si fuese una extraña tela de araña… Pero no entiende muy bien a los animales (cambia la dirección del pensamiento porque no le gustaba el camino que estaba siguiendo ni le gustan las arañas), puede entender a las ardillas y a los zorros, pero no a los jabalíes, ciervos y lobos. A uno no le extraña ver al amanecer o al atardecer ciervos o jabalíes comiendo en los lindes del bosque, ni que una noche las ovejas estén muy despiertas y no salten la vara porque un lobo anda cerca, sin embargo Martín no logra imaginarse a esos animales caminando o durmiendo dentro del bosque, entre aquellos mismos árboles, porque míralos, están demasiado separados unos de otros, si anduviesen por allí uno podría verlos a mucha distancia. Martín solo soluciona este problema imaginándose un terreno especial, un rincón del bosque tal vez mágico donde los animales entran y pueden descansar, uno en el que siempre es de noche y hay muchísimo musgo que brilla por todas partes. Un lugar como el que frecuenta con Paula, a cuya casa ha llegado en cuanto ha salido del bosque.
A veces la ve mirándole desde la ventana, a veces ella salta sorpresiva desde detrás de un árbol. En algunas ocasiones la espía en la cocina, fregando tarde la vajilla bajo una luz mucho más blanca que la de su casa. En otras ocasiones tiene que jugar a atinar con una piedra en su ventana sin despertar a todos en la casa y en otras, las que menos, no logra dar con ella y se vuelve a casa solo y muy triste. Esta noche está en la cocina, suspirando aburrida, y antes de que él toque el cristal —y eso que se ha acercado a la ventana sigiloso, de puntillas en la hierba fresca—, ella ya se ha girado y le está mirando (ella le mira mira, ella le está mirando) con ojos de verdadera búha.
Salen y se internan por otro camino del bosque, uno en dirección a las montañas que representan las escamas del dragón. Ahora Martín no tiene miedo y solo desea hablar con ella, pero sabe que no debe hacerlo mientras van a su lugar ni estando cerca de la casa, de hecho mejor no hacerlo hasta que lo haga ella. Las pocas veces que no la encuentra podría ir solo allí, un lugar precioso junto al pequeño río, con piedras de musgo brillante y piedras blancas de río, a imagen y semejanza del paraíso de los animales, pero no lo hace porque no está ella y sin ella el lugar es bonito sin más. En realidad él siempre quiere hablar y apenas no hablan. No es que siempre quiera hablar, es que querría hablar más de lo que hablan, querría saber más de ella. Pero eso no se puede la mayoría de las veces y solo queda sentarse al susurro del agua, que ella meta la mano, la agite, la retire deprisa por estar el agua helada, le mire y le sonría.
¿Qué les une a Paula y a Martín? Martín desde luego no lo sabe, aunque piensa que igual la respuesta la tiene Paula porque ella sabe tantas cosas… A veces, generalmente cuando atraviesa el bosque y se obliga a pensar, piensa que quizá sí son novios, como dicen algunos, porque se ven todas las noches y no hacen cosas de novios, pero bueno, ¿qué hacen los novios sino hablar y que ella le sonría, le cuente algo que él no entiende y Martín le cuente algún hecho del día? Por ejemplo esa noche le habla de que su ovejímetro llegó a contra treinta y dos ovejas y que no sabe si quedarse con su espada porque es algo curva, a lo que ella le contesta que las cimitarras son curvas y él piensa que mañana mismo debe empezar a quitarle la corteza. Paula vuelve a meter la mano en el agua y Martín piensa que cómo no van a ser novios si se ven mucho más que los chicos y chicas mayores, que solo se ven a solas después de las fiestas y la noche de San Juan, la más corta del año, cuando se internan en el bosque por parejas porque se dice que es la noche en la que florece el helecho. Cuando Rodrigo viene de la ciudad y come con la silla muy apartada de la mesa, con las piernas muy abiertas, bebiendo vino, hablando muy alto y riendo a carcajadas mientras se golpea el muslo con una mano abierta, le suele preguntar a Martín que si tiene novia y él, según sus últimos pensamientos o si no ha podido verla la noche anterior, le contesta cada vez una cosa, conversación que Rodrigo termina sin excepción riendo muy alto.
El barco de la botella se ha dado muchos golpes contra el vidrio y ahora los mástiles cuelgan rotos. Paula dice que es que se trata de un barco después de una tormenta. A lo largo de la noche, de las horas que pasan allí, colocan la botella en el suelo y la van girando de tal manera que siempre apunte a la luna, como si fuese un reloj de luna aunque de reloj no tenga nada.
Si se van es porque Paula se levanta y Martín guarda deprisa las cosas y tira las ramas que examinaba como posibles espadas (porque como no puede atravesar el bosque armado y el pueblo queda de este lado quiere poder acabar con Pablo si se da la ocasión). Entonces caminan hasta la casa de ella y él recuerda sin excepción a Pablo, su otro novio, su novio de día, porque en el día no se verán ni hablarán ni sabrán si el musgo brilla también a la luz del sol. Ella entrará en la cocina y cuando a la mañana la descubran lavando los platos dirá que es que se quedó dormida sentada, apoyada sobre la mesa. Él pensará en los miedos del bosque por intentar no pensar en ellos y se sentirá aliviado al ver a las ovejas que ya no saltan la vara porque está amaneciendo y aún tienen un par de horas para dormir tranquilas antes de que llegue el pastor.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Mapa estelar

El mundo es grande y solo cabe duda cuando ves una de esas películas en las que se andan millas como quien vuelve a casa. Y entre tanto mundo te fuiste a esconder. Pero da igual, sabes que da igual y si no te lo digo ahora: da igual. Porque tengo un mapa que siempre me llevará a donde has estado justo antes de volver a desaparecer. Es un mapa que todos pueden ver pero que a cada uno le lleva a un destino distinto. Los Reyes llegaron a Belén, los marineros a tierra y yo, siguiendo las estrellas, hasta donde tú estés. Es casi artificial, se iluminan unas más que otras, al verlo siempre pienso en una pista de aterrizaje, o de despegue. Y por eso en Madrid jamás te podía encontrar, aquí no tenemos estrellas, están en Pandora, junto con la esperanza. Pero nada más sea de noche y tenga un lindo cielo sabré encontrarte. Y así te pude seguir tanto tiempo, encontrándome con el humo de un tren, un sitio vacío en el banco de un parque, una falda en una esquina seguida de un callejón desierto. Y así hasta que lo sientes o te avisan y corres a esconderte en una ciudad, con su contaminación lumínica y sus corazones negros. Y mientras otros al llegar a una nueva ciudad buscan el hotel, la estación de tren, la comisaría, el ayuntamiento o la catedral, yo pregunto por las tiendas de antigüedades, las mejores librerías, las peores librerías y los cafés más curiosos. Y así jugamos hasta que me detengo en una calle y creo oler tu olor, que ya no recuerdo, creo que por allí han pasado tus piernas, de las cuales recuerdo una por haberla tenido entre mis manos, y sigo el rastro, cada vez más sincero, cada vez más cálido, hasta un curioso club. En la entrada hay un portero, algo bajo y algo gordo, sin pelo. Al pasar por su lado me dice:
—¿Estás seguro, chaval?
—¿De qué? —contesto.
—Ahí, tras esa puerta, está ella, eso lo sabemos los dos. Pero aunque tú la quieras, ¿estás seguro de que ella aún te quiere a ti?

Y así me voy, abatido, pensando que caminaré hasta las afueras de la ciudad para dejar que salgas tú también y darte ventaja. Es la primera vez que un portero me parte el corazón en vez de las piernas.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Ser

Ser tu espejo     para poder verte
ser tu peine     para tocarte el pelo
ser tu perfume     para rondarte el cuello
ser tu ropa     para poder abrazarte
ser tu sombra     para estar contigo, aunque me dejes atrás.

martes, 13 de septiembre de 2016

El pentágono

Ha llovido y el viento ahora tira fresco. Mi madre ha quitado el riego, el conductor del autobús ha limpiado el cristal y el cartero me ha entregado una carta mojada. Ésta no daba buenas noticias, por no dar no daba apenas ni palabras. Y es que hay personas que no se pueden permitir tener unos pilares como las demás, o es que esos pilares las rehúyen. Yo no soy un hombre de pilares y eso que he dedicado la mitad de mi vida a falsear datos y calendarios para conseguirlos. Yo soy un hombre de pentágonos.
Imagínate en medio de un pentágono (cielo blanco, suelo blanco, horizonte blanco) con los lados como pequeños muros de piedra. En cada una de esas cinco puntas hay personas o cosas, y no te puedes engañar, no son personas cualquiera, son esos cinco puntos que intentan sustituir (aunque ahora veremos que no) los pilares de la gente corriente —si alguien tiene problemas a la hora de imaginar pilares que piense en Venecia—. El problema es que esas personas no están ahí para servirte, lo más probable es que si quiera sepan que están ahí, por lo que frecuentemente se levantarán de su taburete asignado y empezarán a andar, a explorar ese blanco que está en todas partes como una nada o un infinito y ese muro de piedra. No es probable que estas personas se vean entre sí, ni que muestren especial interés por ti, allá tan lejos y encima tras un muro, un muro bajo pero un muro.
Ahora volved a imaginar el pentágono teniendo en cuenta que cada punta se desplaza según el movimiento de cada persona. Como se suele empezar explorando poco y en círculos eso harán las puntas, realizarán pequeñas circunferencias sobre sí mismas y la piedra del muro sonará y tú, con tan poca cosa, ya sentirás un ligero dolor de cabeza y una frente perlada de sudor.
Y entonces la cosa se desatará. Suele haber una persona que se sienta, una o dos personas, dejando sus respectivas esquinas quietas, pero otras caminarán, hacia ti o hacia fuera, y se llevarán consigo los muros que pueden crecer o decrecer y se llevarán tu salud y se llevarán su pico hasta que la piedra, que todo sea dicho: es elástica, se rompa.
Un pentágono con un lado estirado y roto. La persona que se ha marchado lo más probable es que lo haya hecho sin mala intención, pero ahora verás como esa ansia, esa necesidad de cerrar el muro permitirá que la nada blanca sea atravesada por cientos o decenas de personas aparentemente conocidas que se acercarán en un murmullo terrible y entrarán sin problemas por la brecha del muro. Durante un instante no pasará nada, igual hasta sientes una repentina alegría, pero pronto te empezarás a sentir incómodo, notarás que algo falla, que algo no está bien y que esa gente no debería estar allí desplazándote del centro hasta que compruebes que tu propio banco y lo que lo rodea está innegablemente tomado. Entonces te marcharás, tal vez despacio, hasta salir del muro de piedra. Y lo seguirás haciendo porque no te gustará esa forma tan alejada de la geometría, y lo seguirás haciendo mientras piensas que es como si la gente caminase por las acercas mientras que a ti te toca nadar por los canales de Venecia.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Hablando agua

La gente corriente habla charcos, es decir, abre la boca y ante sí quedan uno, dos o tres charcos dispersos. Quienes juegan con la palabra (domadores de anguilas) hablan riachuelos o pequeños ríos que se secan en verano. Hubo una vez un gran sabio que habló un hermoso lago.
Pero cuando tú hablas... cuando tú hablas llueve.

viernes, 9 de septiembre de 2016

El ascensor, el ascensor

—No, ¡No! ¡No hay más sitio en este ascensor!
—Que sí, que voy. Hacedme un hueco.
—¿Alguien tiene un periódico? No sé el tiempo que hace en la calle, llevo horas aquí dentro —el señor mayor.
—Me he cortado el pelo, ¿os gusta? —la chica a la que llamaremos Lis.
—Uf, he corrido demasiado, debíais haberme esperado, hay un botón que detiene las puertas…
—Es que no hay sitio —es mujer, castaña, rubia oscura, morena leve, qué más da.
—...Que por cierto, voy arriba, ¿podéis darle al botón?
—Ya está dado —dice la mujer de pelo multiforme en tu imaginación.
—Oh, ¿y quién le ha dado, quién será mi compañero de último piso?
—Están todos los botones dados —esta mujer está realmente enfadada desde que él entró corriendo en el ascensor. Curiosamente los pasajeros del elevador no están apretados, es como si él llenase un espacio anteriormente muerto, como que no había sitio porque todos ocupaban demasiado, algo parecido a la gente que no sabe aparcar o, sabiéndolo, presume de un exagerado egoísmo y falta de empatía. Y bueno, es que esta gente luego tendrá hijos y estos perpetuarán la sucia genética y ésta acabará por llegar más allá de los aparcamientos, a las panaderías, por ejemplo (oferta: dos croissant, dos euros ¿pero dónde ves tú la oferta? ¿Dónde la ve usted? ¿En usar un término extranjero en vez del patrio aunque, todo sea dicho, sea mucho más bonito?), o al Gobierno, lloviéndome a mí también, donde justifican sus maldades con la pantomima de que son el espejo de a gente de a pie (a propósito, ¿de dónde viene la expresión, de cuando unos tenían autos y los otros no? Me voy a comprar algo que vuele para llamarlos gente de a ruedas).
—¿Y por qué todos están dados?
—Le pedí a la peluquera que fuese recogiendo el pelo que me iba cortando y me lo pusiese para llevar. Ahora lo meteré en pequeños sobres (delicadísimos) y se lo enviaré a todos mis amigos para que comprendan, que no vean, lo que ha pasado.
—Lo siento, es que llevo mucho aquí metido y no sé dónde bajarme —se disculpó el señor mayor ante el recién llegado.
—La peluquera es amiga mía, bueno, es amiga de mi madre. Se bajó en piso anterior. La verdad es que no es amiga mía, se dedica a oler el pelo que me corta y a decirle a mi madre si huele raro. Creo… creo que voy a volver a cortármelo pronto habiéndome puesto una mascarilla de amoníaco.
—Oye, ¿alguien ha leído el título de la entrada? ¿Sabéis acaso si es una historia de amor? —intenta mirar de perfil a la mujer del pelo indefinido, sin pensar si quiera en poder girarse en tan poco espacio—. Porque claro, el protagonista sería yo —intenta guiñarle el ojo, pero cierra el ojo derecho cuando ella solo podría verle, si le mirase, el ojo izquierdo.
—¿Y por qué ibas a ser tú el protagonista? —Pregunta la enfadada. El señor mayor mira al techo por no tener un periódico, que tampoco podría leer debido a la falta de espacio, y no usa en su cabeza la expresión “no tener dónde meterse” porque, técnicamente, ya está metido. Lis lleva instintivamente un dedo a enrollarse en un mechón de pelo, pero no hay mechón. En Lis se forma un extraño sentimiento y piensa en quienes ya no están, en quien ya no está, en su pelo cortado y en su madre que no es tan mala, aunque bueno, es malísima.
—Porque esta historia ha comenzado conmigo entrado en el ascensor.
—No, ha comenzado conmigo hablando. Además, esto ni siquiera es una historia, es una conversación, que ni eso. Parece que somos cuatro, pero por lo menos somos… más de diez —son diecisiete, pero que como si son diez, que no van a hablar todos—. Tú, por ejemplo, ¿por qué no hablas? —logra sacudir a un chico asiático.
폴라는이 글을 읽을 것인가? (suena “¿pollaneun-i geul-eul ilg-eul geos-inga?”).
—Bueno, sin protagonismos. Puedes bajarte en el último piso conmigo y que imaginemos el paisaje desde las paredes sin ventanas. Cerrando tal vez los ojos. Los cierras tú y yo sobre ti, y seguimos hasta que el cielo atraviese el techo.
—Ni siquiera sería una historia de amor. Sería una historia de ligue, de romance a lo sumo —está muy enfadada y busca clavar cada palabra demoledora, después no le gusta el resultado y la rabia va subiendo, ya le llega a las rodillas.
—Bueno, si miráis hacia abajo podréis comprobar que el escrito está llegando a su fin. Yo me bajo aquí, este es mi piso. Adiós, pasen un buen día, pasad un buen día —y sale del ascensor, da un par de pasos, se detiene y gira en redondo. Les mira: a ella le arde la garganta de rabia porque realmente parece que no tenía ni ese mínimo protagonismo. El hombre mayor está a punto de derrumbarse después de tantas horas de pie sin moverse, dan ganas de decirle «bueno, pues afuera no hace ni bueno ni malo, uno de estos cielos grises que parecen en verdad la ausencia de un cielo real». Y luego está la chica del pelo recientemente corto (hay trece personas a las que vamos a ignorar), que llora, muy despacio, como un río silencioso. Los cuatro lloran en verdad. Una porque no quiere desaparecer cuando llegue el punto, otro de puro cansancio, otra porque donde ahora no hay pelo está presente una ausencia y él porque ha salido de ese microcosmos al que no volverá a entrar. Mira por última vez a Lis, se arranca una cana y la lanza dentro. La puerta del ascensor ya se cierra y la cana, como una granada, queda justo de ese lado de las puertas cuando el mundo se vuelve a mover, de arriba a abajo, parando para que se bajen los que pesan demasiado.

jueves, 8 de septiembre de 2016

La serpiente metálica

Después de mucho pensar he llegado a la conclusión de que los huevos son las ambulancias.
El otro día entré en una guarida. No sabía exactamente dónde entraba, no lo recordaba, pero al parecer ya había estado allí muchas veces, en palabras de mi acompañante. Túneles angostos, laberínticos, con un sinfín de bifurcaciones, y la gente, inconsciente y loca, atravesando unos dientes de metal —no sé si naturales o creados por el hombre, de cualquier forma una clara advertencia de que no había que seguir por allí— para internarse más y más abajo entre las paredes de piedra blanca. Al principio sentí emoción por la aventura, después miedo y mi acompañante me tuvo que sujetar y guiar, finalmente todas aquellas luces, colocadas por manos humanas que ya debieron explorar aquello hace mucho, me cegaron y dejaron confuso, completamente a merced de quien me llevaba. Entonces bajamos al último nivel, más oscuro, donde la gente se congregaba junto a lo que parecía el cauce seco de un río negro. De pronto se oyó el ruido, sonó como un roce de metales que más tarde ligué a los colmillos escondidos de la bestia. El terror fue total, una serpiente blanca, inmensa y muy rápida salió del otro extremo de la cueva por donde desaparecía el cauce seco y enseguida se encontró sobre todo éste. Caí al suelo aferrándome a las piernas de mi acompañante, con aquella cabeza tan cerca, esos ojos de un amarillo muerto. Pensaba que abriría la boca y saltaría sobre la gente —todos unos locos, no se movían, no huían en desbandada— sin embargo de pronto pareció morir. Creía que algo le había herido sin que yo lo hubiese podido apreciar, pues de pronto su piel se abrió por un lado, a lo largo de toda ésta surgieron grandes heridas de las que empezó a brotar gente viva —que alegría sentí en este momento; iluso, iluso, iluso—, sin embargo, cuando apenas habían terminado y yo me preguntaba dónde estaban los vítores, los aplausos, la gente allí congregada avanzó y todo el mundo, con prisas incluso, se perdieron dentro de las luminosas tripas de la serpiente, que de inmediato —mi acompañante tiraba de mí y yo lloraba de pánico— curó sus heridas y desapareció por la abertura en la roca contraria a la que usó para aparecer, otra vez rápida y de nuevo emitiendo aquel chillido.
No es de extrañar que la relación con mi acompañante se viera afectada y que buscase otras formas de viajar. Sin embargo no tardé en comprobar que la ciudad estaba infestada de crías o larvas de aquellas serpientes del subsuelo. Grandes y verdes en la periferia —se entiende que habrá más comida— y azules y más pequeñas por las calles, sin que los padres huyesen con sus hijos, sin que apareciese el ejército, sin nada, solo aquellas bestias con la boca a un lado que comen con cuenta gotas y solo a veces expulsan personas vivas por entre las tripas (imagino que se debe a algún tipo de indigestión).
Una vez uno entiende que la gente está loca o ávida de suicidio tiende a serenarse, sin embargo no dejaba de preguntarme cómo lograban las serpientes blancas del subsuelo hacer pulular por la superficie aquellos gusanos verdes. La respuesta se me presentó un día en un atasco. Presencié, en medio del caos, a una mujer que sangraba por la cara y un brazo tras haber colisionado con otro vehículo. La recogieron en lo que para mí siempre había sido una ambulancia y sentí paz, sin embargo, días más tarde, presencié a un gusano verde deteniéndose a regurgitar a aquella misma señora.
Las ambulancias eran los huevos que se convertían en gusanos verdes y estos en serpientes blancas, pero, ¿cómo empezaba el ciclo? Estuve mucho tiempo atendiendo a las entradas de las grutas del subsuelo y jamás vi allí ningún hecho revelador.
No fue sino hasta un tiempo después, habiendo descubierto que algunas de estas serpientes también salen a la luz, aunque con el cuerpo cambiado, como compuesto de grandes escamas en vez de tener la piel lisa y uniforme, que descubrí el origen de todo. Había dos serpientes dirigiéndose la una hacia la otra, muy deprisa (todo esto lo presencié después, en los telediarios) y al estar a la misma altura estallaron. Más tarde, cuando las cámaras volvieron a grabar, aquello estaba repleto de huevos que se tragaron algunas personas y se esparcieron por toda la ciudad, para pavor mío y de quienes pueden apreciar estos terrores que deambulan entre nosotros.

martes, 6 de septiembre de 2016

Escritos hallados en un cuaderno

A falta de pan, buenos son escritos hallados en un cuaderno.


Es... un niño. Un niño que está solo, mira arriba y dice «huele a luna», y es verdad, chico, huele muchísimo a luna, pero tú tranquilo, que huele solo en este valle y aquí vendrán todos siguiendo el olor. Y cuando estén todos podrás buscar a quien te falta.
Y se sucedió el desfile de caras, de manos que se movían frenéticamente. El niño miró con ojos de luna e incluso se internó dos veces entre la multitud. Cuando todos se fueron, apareció con un perro.
«¿Es acaso a quien buscabas?» pregunté decepcionado.
«Sí, se llama Sol.»


Cada noche, al apagar las luces y buenas noches, la niña se levantaba intentando no hacer ruido, recorría el pasillo y entraba en el baño sin ventanas. Allí se acercaba al espejo, que debía estar reflejándola en la oscuridad y le contaba a la otra ella lo acontecido en el día.
Pero esto ocurría solo en vacaciones, en casa de la tía. En casa de sus padres el baño de los niños no tenía espejo y no había niña rubia que la escuchase, tal vez, moviendo los labios.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Se levantó una mañana

Se levantó una mañana, como es normal, y no volvió. No volvió no porque no quisiera, sino porque no se lo planteó. Tan solo salió de casa, recorrió la calle y quiso ir a la ciudad caminando, pero en el camino se perdió y le pareció una tontería intentar ubicarse. Tan solo siguió campo a través, atravesando autopistas con pasos de cebra, encontrando el amor (en sueños) en cualquier lugar. Alimentándose de tierra y agua fresca de riachuelos procedentes de los desagües de las fábricas. A veces, mientras no dejaba de caminar, temía aburrirse, pero así, mientras pensaba en cómo no aburrirse, no se aburrió, por lo que alcanzó la máxima abstracción, y sus piernas se volvieron troncos de árbol y  sus brazos aletas de pingüino. Le creció barba y se le cayó sola. Cuando la piel quemada le dolía se metía para adentro turnándose un rato con el esqueleto (ahora exoesqueleto) y los músculos quedaban tendidos en la cuerda de tender la ropa. Y así, caminando, llegó hasta el principio, a donde llegan siempre los pasos, a pensar en aquella persona recordada al ver un halcón en el cielo, a pensar en una ciudad extranjera por el olor de un bizcocho para el desayuno. El problema es que vio su casa por detrás, por el otro lado, y no reconociéndola siguió hasta recorrer la calle, para luego intentar llegar hasta la ciudad andando y se volvió a perder, solo que esta vez en la otra dirección de la carretera.

El absurdo de las tres de la mañana

La situación roza tales puntos de absurdo que amenaza con destruir el equilibrio espacio-temporal, que según las películas es algo extremadamente delicado.
Llevo las últimas semanas durmiéndome de forma súbita, generalmente estando ya en la cama, aunque leyendo, pero también en otros lugares como puedan ser el sofá, la silla, la tumbona del jardín… No hay un acomodamiento previo, no ahueco la almohada, me pongo el pijama, me lavo los dientes o le pongo al menos el marcapáginas al libro, de hecho ni recuerdo ir a dormirme o tener sueño, tan solo estoy despierto y de pronto me despierto comprendiendo que he estado dormido. Mi madre, que a veces se levanta en la noche para beber agua, ha adoptado la costumbre de buscarme por la casa de tres a cinco de la mañana y apagar la luz de la estancia en la que me encuentre. En otros tiempos me habría llevado a la cama y me habría arropado, en otros tiempos.
Lo que ocurre es que se han visto malas gentes por el barrio. Defina usted malas gentes cuando el chatarrero lleva despertando a quienes no madrugan desde que el pan es pan y las hormigas son hormigas, pero bueno, que los vecinos están asustados y esa clase de temor es contagiosa, como correr tras el que ha firmado un seguro contra-incendios de su yate. Además, al margen de temores en bocas ajenas yo mismo había visto coches que van y vienen sin destino aparente, jóvenes bebiendo y fumando a las dos de la mañana —los días que no me había dormido, entiéndase—, basura en las calles y conductores de autobús que no dejaban de decir tacos en presencia de criaturitas y que se llevaron una amonestación leve. Y si a todo ello le sumas la escala de robos en esta urbanización en los meses de verano, pues me asusté o, mejor dicho, me previne. Así fue como empecé a rondar las ventanas de la casa, que como es un chalet de dos pisos cuenta con buenas vistas e increíbles puntos ciegos. Mi plan era rondar todas las ventanas del piso superior, pero mi madre y mi hermano no tardaron en prohibirme el paso a sus cuartos. Así pues mi itinerario se acabó componiendo de las ventanas de mi cuarto, del estudio y del baño que utilizamos mi hermano y yo. Estudiaba las dos calles en las que nuestra casa hace esquina y lo que se podía del callejón, que no era mucho. El cristal de la ventana del baño está ahumado, por lo que tenía la ventana abierta, para poder ver y para provocar una corriente fresca en las noches calurosas de verano. El problema es que esta ventana da a la calle y justo debajo se encuentra el tejado del garaje, por lo que una persona no especialmente ágil podría trepar por éste y entrar al baño, al pasillo, a la casa y a nuestra ruina. Por todo esto no es de extrañar que fuese allí, en el baño, donde más tiempo pasase y, como la ventana está encima de la bañera y tenía para ver bien, poder sacar la cabeza en caso de necesidad y tener la comodidad de apoyar los brazos en el marco de la ventana, me tuviese que meter en la bañera.
Y he aquí el absurdo. Me encontraba de guardia a las dos de la mañana, y en una pausa en la que me senté a escribir un cuento malísimo escuché en el callejón, debajo de mi ventana, a tres jóvenes adolescentes con problemas transcendentales de jóvenes adolescentes, y como buenos adolescentes gritaban y como buenos jóvenes desconocían que es de mala educación hacerlo a las dos de la mañana en un lugar exclusivamente residencial donde la gente duerme con la ventana abierta por si la cigüeña se anima a venir. Así que me armé de valor —para este tipo de actos se requiere mucho valor— y les informé, en un grito, de la hora que era y de que podían irse a… a otro lugar a seguir hablando. Se marcharon, furiosos, pero se marcharon. Al parecer uno de ellos vivía cerca y no quería que su padre se pudiese enterar de su reciente profesión de floricultor especializado en cannavis sativa. Entonces, al rato, dejé mi cuarto y me fui a la bañera, a sacar el rostro por la ventana. Y hasta ahí recuerdo, pero deduzco que me quedé dormido, de golpe, cayendo en la bañera con la sonrisa de quien sube al cielo o se interna en los sueños. Con la cabeza donde se colocan los pies, ese lugar ya ha sido utilizado muchas otras veces para dormir, por ejemplo en Málaga, hace nueve años, cuando Carlos y yo nos quedamos dormidos y no oímos las llamadas a la puerta de Manuel (no el de ahora, el anterior, pon un Manuel en tu vida) que tuvo que dormir en la ducha, que ni siquiera bañera, de la habitación de Diego Díaz y Alejandro Koronis, con el único consuelo de una almohada y una toalla. Bien, pues yo me desplomé con pequeñas zetas brotándome de entre los labios. Y resulta que uno de los tres muchachos, que no el vecino, iracundo como se iracunda uno en la juventud, escaló el tejado del garaje, subió hasta la ventana del baño, metió una pierna, la otra, el culo por medio de saltitos y aterrizó sobre mi tripa.
Eran las tres de la mañana y mi madre había empezado la ronda para ver dónde encontraba a su hijito del alma, su piedrecita del pensamiento, su bebé peleón, su tiránido roba-almas, dormido. El ruido la alertó y al abrir la puerta del baño se encontró la cortina de la bañera rodando por el suelo, con brazos, piernas y rostros en su interior.
«Qué raro —se dijo— esa mitad de ahí se parece a mi hijo.»

jueves, 1 de septiembre de 2016

La Leprosita

Dado que el doctor Alejandro está de vuelta después de un mes de retiro en un sanatorio de Guadalajara, creo que ha llegado el momento de que os hable de la Leprosita.
Entras en la habitación, que está en penumbra por idea de la enfermera Marga, y ves las paredes cubiertas con inmensas estanterías repletas de libros. Desde la entrada a la izquierda, narrativa; a la derecha, poesía; y al fondo una densa colección de libros de psicología (Freud no, Freud está abajo). También hay una mesa con un ordenador y una ventana que hace esquina. Por todo esto es comprensible que a la estancia se la llamase “el estudio”, sin embargo desde hace tres años han ido ocupando los suelos y las paredes —paredes ya cubiertas por las estanterías, así que es la estantería la que sufre los defectos de ser pared— todo tipo de lienzos, tablones y demás repertorio difícil de catalogar. Y es al fondo, bajo una estantería y junto a la mesa del ordenador, donde se encuentra la Leprosita.
Requiere de cuidados cada dos días, has de acercarte en penumbra y despacio, en parte por no tropezar, incluso herirte, con los bártulos y en parte por la seriedad de la acción que vas a llevar a cabo. Verás una especie de plástico, has de agacharte y retirarlo con cuidado ya que está metido por debajo de un tablón de madera. Tampoco es que haya sobrante de plástico, por lo que tienes que retirar un poco de cada lado a la vez, ten claro que debajo está la Leprosita y el plástico no ha de tocarla nunca, eso es lo más importante. Debajo del plástico hay dos cosas: un vaso de agua que fue incorporado por la enfermera Marisa con la intención de humedecer la atmósfera de dentro del plástico y la Leprosita en sí. De ésta puedes ver de primeras solo una mano y un pie; la mano izquierda apoyada sobre la madera y el pie derecho, apoyado también en la madera cerca de la esquina contraria. El resto son vendajes, en total tres, que antiguamente fueron trapos y más antiguamente unas bragas, un trozo de una camiseta y un trapo que al parecer siempre fue trapo.
Para entender lo que hay debajo del plástico, para entenderla a ella, creo que es recomendable decir en qué postura está debajo de las tres vendas, es una postura corriente y si no se la ve al leer la descripción es todo culpa mía. Culo en el suelo, mano izquierda con la palma en el suelo y los dedos mirando en dirección contraria al tronco. Pierna izquierda estirada hasta la rodilla y luego doblada hacia dentro, toda ella en contacto con el suelo (la parte de detrás del muslo queda entonces hacia un lado y no hacia abajo). Pie derecho apoyado en el suelo pero pierna doblada hacia arriba. Codo derecho apoyado en rodilla derecha y mano colgando parcialmente. Entonces, dicho esto, diré que la primera tela que hay que retirar es la más grande y es la que cuelga de la cabeza hacia delante y que cae también por toda la espalda. Una vez fuera, la segunda venda —es alargada y fina porque se compone sobretodo de la parte de debajo de unas bragas azules con dibujitos muy divertidos de personajes infantiles de otra época— recorre desde el hombro izquierdo hasta la mano derecha, pasando por todo el brazo y parte de la espalda y cuya función es cuidar esa mano, la parte más delicada de la Leprosita. La última venda, que ahora recuerdo que fue bayeta de cocina, se encarga de cubrir cintura y pierna izquierda. Y así es como quedan la mano izquierda y el pie derecho al aire (aire bajo un plástico enganchado a la madera dentro de una habitación cerrada).
Bien, pues levantado el plástico has de retirar con cuidado cada una de las tres vendas, también, antes de ello, apartar el vaso de agua para que no se vuelque. Entonces verás, a un lado de la madera y también bajo la mesa, un pequeño frasco de plástico, originario de una peluquería, lleno de agua que habrás de fumigar —coloquialmente conocido como hacer fus fus— sobre todas las partes de la Leprosita. Como no quiero mover la madera por temor a hacerle daño, nunca le he visto la cara ni gran parte del pecho, así que estas rozas se las humedezco a ciegas. Finalmente llevarás los vendajes al baño, los mojarás y se los volverás a colocar sobre las partes anteriormente indicadas para taparla, junto con el vaso, con el plástico.
Lo cierto es que este episodio se repetía cada dos días sin menores complicaciones hasta que por desgracia el puente del 15 de agosto se tuvo que quedar sola más de cuatro días ya que la enfermera Marisa y yo nos tuvimos que ausentar. A la vuelta encontré signos horribles: la mano y el pie que quedaban sin cubrir se habían empezado a agrietar. Al descubrirlo dediqué a esas partes un intensivo fusfuseo. Sin embargo, días más tarde y a raíz de un despiste poco ético de varios días, descubrí que las grietas de pie y mano se habían ensanchado y que en la espalda empezaban a aparecer también dos finas rajas. El doctor Alejandro no dejaba de preguntarme por la mano derecha de la Leprosita, su joya, pero ésta seguía estando perfecta, los dedos ahí un poco cerrados, la mano en sí muy natural. A la espalda le dediqué más agua del fumigador, pero a las otras dos partes les apliqué agua del vaso, directamente, dejé caer gotas sobre las rajas, de todas formas era una medida extraordinaria.

Mañana el doctor Alejandro comprobará el estado de la Leprosita. No creo que le guste, la verdad, al detener las aperturas de la mano la piel se disolvió en parte y ahora los dedos parece que tuvieran branquias. Las heridas de la espalda siguen, aunque avanzan lentamente. La mano derecha por lo menos sigue en su buen estado. No me atrevo a girar la madera, a mirarle la cara a la Leprosita, porque temo encontrarme un rostro que me mira con dolor o, peor, que no puede si quiera mirarme.