—No, ¡No! ¡No hay más
sitio en este ascensor!
—Que sí, que voy.
Hacedme un hueco.
—¿Alguien tiene un
periódico? No sé el tiempo que hace en la calle, llevo horas aquí dentro —el
señor mayor.
—Me he cortado el pelo,
¿os gusta? —la chica a la que llamaremos Lis.
—Uf, he corrido
demasiado, debíais haberme esperado, hay un botón que detiene las puertas…
—Es que no hay sitio
—es mujer, castaña, rubia oscura, morena leve, qué más da.
—...Que por cierto, voy
arriba, ¿podéis darle al botón?
—Ya está dado —dice la
mujer de pelo multiforme en tu imaginación.
—Oh, ¿y quién le ha
dado, quién será mi compañero de último piso?
—Están todos los
botones dados —esta mujer está realmente enfadada desde que él entró corriendo
en el ascensor. Curiosamente los pasajeros del elevador no están apretados, es
como si él llenase un espacio anteriormente muerto, como que no había sitio
porque todos ocupaban demasiado, algo parecido a la gente que no sabe aparcar
o, sabiéndolo, presume de un exagerado egoísmo y falta de empatía. Y bueno, es
que esta gente luego tendrá hijos y estos perpetuarán la sucia genética y ésta
acabará por llegar más allá de los aparcamientos, a las panaderías, por ejemplo
(oferta: dos croissant, dos euros
¿pero dónde ves tú la oferta? ¿Dónde la ve usted? ¿En usar un término extranjero
en vez del patrio aunque, todo sea dicho, sea mucho más bonito?), o al
Gobierno, lloviéndome a mí también, donde justifican sus maldades con la
pantomima de que son el espejo de a gente de a pie (a propósito, ¿de dónde
viene la expresión, de cuando unos tenían autos y los otros no? Me voy a
comprar algo que vuele para llamarlos gente
de a ruedas).
—¿Y por qué todos están
dados?
—Le pedí a la peluquera
que fuese recogiendo el pelo que me iba cortando y me lo pusiese para llevar.
Ahora lo meteré en pequeños sobres (delicadísimos) y se lo enviaré a todos mis
amigos para que comprendan, que no vean, lo que ha pasado.
—Lo siento, es que
llevo mucho aquí metido y no sé dónde bajarme —se disculpó el señor mayor ante
el recién llegado.
—La peluquera es amiga
mía, bueno, es amiga de mi madre. Se bajó en piso anterior. La verdad es que no
es amiga mía, se dedica a oler el pelo que me corta y a decirle a mi madre si
huele raro. Creo… creo que voy a volver a cortármelo pronto habiéndome puesto
una mascarilla de amoníaco.
—Oye, ¿alguien ha leído
el título de la entrada? ¿Sabéis acaso si es una historia de amor? —intenta
mirar de perfil a la mujer del pelo indefinido, sin pensar si quiera en poder
girarse en tan poco espacio—. Porque claro, el protagonista sería yo —intenta
guiñarle el ojo, pero cierra el ojo derecho cuando ella solo podría verle, si
le mirase, el ojo izquierdo.
—¿Y por qué ibas a ser
tú el protagonista? —Pregunta la enfadada. El señor mayor mira al techo por no
tener un periódico, que tampoco podría leer debido a la falta de espacio, y no
usa en su cabeza la expresión “no tener dónde meterse” porque, técnicamente, ya
está metido. Lis lleva instintivamente un dedo a enrollarse en un mechón de
pelo, pero no hay mechón. En Lis se forma un extraño sentimiento y piensa en
quienes ya no están, en quien ya no está, en su pelo cortado y en su madre que
no es tan mala, aunque bueno, es malísima.
—Porque esta historia
ha comenzado conmigo entrado en el ascensor.
—No, ha comenzado
conmigo hablando. Además, esto ni siquiera es una historia, es una conversación,
que ni eso. Parece que somos cuatro, pero por lo menos somos… más de diez —son
diecisiete, pero que como si son diez, que no van a hablar todos—. Tú, por
ejemplo, ¿por qué no hablas? —logra sacudir a un chico asiático.
—폴라는이 글을 읽을 것인가? (suena “¿pollaneun-i geul-eul ilg-eul geos-inga?”).
—Bueno, sin
protagonismos. Puedes bajarte en el último piso conmigo y que imaginemos el
paisaje desde las paredes sin ventanas. Cerrando tal vez los ojos. Los cierras
tú y yo sobre ti, y seguimos hasta que el cielo atraviese el techo.
—Ni siquiera sería una
historia de amor. Sería una historia de ligue, de romance a lo sumo —está muy
enfadada y busca clavar cada palabra demoledora, después no le gusta el
resultado y la rabia va subiendo, ya le llega a las rodillas.
—Bueno, si miráis hacia
abajo podréis comprobar que el escrito está llegando a su fin. Yo me bajo aquí,
este es mi piso. Adiós, pasen un buen día, pasad un buen día —y sale del
ascensor, da un par de pasos, se detiene y gira en redondo. Les mira: a ella le
arde la garganta de rabia porque realmente parece que no tenía ni ese mínimo
protagonismo. El hombre mayor está a punto de derrumbarse después de tantas
horas de pie sin moverse, dan ganas de decirle «bueno, pues afuera no hace ni
bueno ni malo, uno de estos cielos grises que parecen en verdad la ausencia de
un cielo real». Y luego está la chica del pelo recientemente corto (hay trece
personas a las que vamos a ignorar), que llora, muy despacio, como un río
silencioso. Los cuatro lloran en verdad. Una porque no quiere desaparecer
cuando llegue el punto, otro de puro cansancio, otra porque donde ahora no hay
pelo está presente una ausencia y él porque ha salido de ese microcosmos al que
no volverá a entrar. Mira por última vez a Lis, se arranca una cana y la lanza
dentro. La puerta del ascensor ya se cierra y la cana, como una granada, queda justo de ese lado de las puertas cuando el mundo se vuelve a mover, de arriba a
abajo, parando para que se bajen los que pesan demasiado.
Buena metáfora de la vida; claro que sí.
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