viernes, 9 de septiembre de 2016

El ascensor, el ascensor

—No, ¡No! ¡No hay más sitio en este ascensor!
—Que sí, que voy. Hacedme un hueco.
—¿Alguien tiene un periódico? No sé el tiempo que hace en la calle, llevo horas aquí dentro —el señor mayor.
—Me he cortado el pelo, ¿os gusta? —la chica a la que llamaremos Lis.
—Uf, he corrido demasiado, debíais haberme esperado, hay un botón que detiene las puertas…
—Es que no hay sitio —es mujer, castaña, rubia oscura, morena leve, qué más da.
—...Que por cierto, voy arriba, ¿podéis darle al botón?
—Ya está dado —dice la mujer de pelo multiforme en tu imaginación.
—Oh, ¿y quién le ha dado, quién será mi compañero de último piso?
—Están todos los botones dados —esta mujer está realmente enfadada desde que él entró corriendo en el ascensor. Curiosamente los pasajeros del elevador no están apretados, es como si él llenase un espacio anteriormente muerto, como que no había sitio porque todos ocupaban demasiado, algo parecido a la gente que no sabe aparcar o, sabiéndolo, presume de un exagerado egoísmo y falta de empatía. Y bueno, es que esta gente luego tendrá hijos y estos perpetuarán la sucia genética y ésta acabará por llegar más allá de los aparcamientos, a las panaderías, por ejemplo (oferta: dos croissant, dos euros ¿pero dónde ves tú la oferta? ¿Dónde la ve usted? ¿En usar un término extranjero en vez del patrio aunque, todo sea dicho, sea mucho más bonito?), o al Gobierno, lloviéndome a mí también, donde justifican sus maldades con la pantomima de que son el espejo de a gente de a pie (a propósito, ¿de dónde viene la expresión, de cuando unos tenían autos y los otros no? Me voy a comprar algo que vuele para llamarlos gente de a ruedas).
—¿Y por qué todos están dados?
—Le pedí a la peluquera que fuese recogiendo el pelo que me iba cortando y me lo pusiese para llevar. Ahora lo meteré en pequeños sobres (delicadísimos) y se lo enviaré a todos mis amigos para que comprendan, que no vean, lo que ha pasado.
—Lo siento, es que llevo mucho aquí metido y no sé dónde bajarme —se disculpó el señor mayor ante el recién llegado.
—La peluquera es amiga mía, bueno, es amiga de mi madre. Se bajó en piso anterior. La verdad es que no es amiga mía, se dedica a oler el pelo que me corta y a decirle a mi madre si huele raro. Creo… creo que voy a volver a cortármelo pronto habiéndome puesto una mascarilla de amoníaco.
—Oye, ¿alguien ha leído el título de la entrada? ¿Sabéis acaso si es una historia de amor? —intenta mirar de perfil a la mujer del pelo indefinido, sin pensar si quiera en poder girarse en tan poco espacio—. Porque claro, el protagonista sería yo —intenta guiñarle el ojo, pero cierra el ojo derecho cuando ella solo podría verle, si le mirase, el ojo izquierdo.
—¿Y por qué ibas a ser tú el protagonista? —Pregunta la enfadada. El señor mayor mira al techo por no tener un periódico, que tampoco podría leer debido a la falta de espacio, y no usa en su cabeza la expresión “no tener dónde meterse” porque, técnicamente, ya está metido. Lis lleva instintivamente un dedo a enrollarse en un mechón de pelo, pero no hay mechón. En Lis se forma un extraño sentimiento y piensa en quienes ya no están, en quien ya no está, en su pelo cortado y en su madre que no es tan mala, aunque bueno, es malísima.
—Porque esta historia ha comenzado conmigo entrado en el ascensor.
—No, ha comenzado conmigo hablando. Además, esto ni siquiera es una historia, es una conversación, que ni eso. Parece que somos cuatro, pero por lo menos somos… más de diez —son diecisiete, pero que como si son diez, que no van a hablar todos—. Tú, por ejemplo, ¿por qué no hablas? —logra sacudir a un chico asiático.
폴라는이 글을 읽을 것인가? (suena “¿pollaneun-i geul-eul ilg-eul geos-inga?”).
—Bueno, sin protagonismos. Puedes bajarte en el último piso conmigo y que imaginemos el paisaje desde las paredes sin ventanas. Cerrando tal vez los ojos. Los cierras tú y yo sobre ti, y seguimos hasta que el cielo atraviese el techo.
—Ni siquiera sería una historia de amor. Sería una historia de ligue, de romance a lo sumo —está muy enfadada y busca clavar cada palabra demoledora, después no le gusta el resultado y la rabia va subiendo, ya le llega a las rodillas.
—Bueno, si miráis hacia abajo podréis comprobar que el escrito está llegando a su fin. Yo me bajo aquí, este es mi piso. Adiós, pasen un buen día, pasad un buen día —y sale del ascensor, da un par de pasos, se detiene y gira en redondo. Les mira: a ella le arde la garganta de rabia porque realmente parece que no tenía ni ese mínimo protagonismo. El hombre mayor está a punto de derrumbarse después de tantas horas de pie sin moverse, dan ganas de decirle «bueno, pues afuera no hace ni bueno ni malo, uno de estos cielos grises que parecen en verdad la ausencia de un cielo real». Y luego está la chica del pelo recientemente corto (hay trece personas a las que vamos a ignorar), que llora, muy despacio, como un río silencioso. Los cuatro lloran en verdad. Una porque no quiere desaparecer cuando llegue el punto, otro de puro cansancio, otra porque donde ahora no hay pelo está presente una ausencia y él porque ha salido de ese microcosmos al que no volverá a entrar. Mira por última vez a Lis, se arranca una cana y la lanza dentro. La puerta del ascensor ya se cierra y la cana, como una granada, queda justo de ese lado de las puertas cuando el mundo se vuelve a mover, de arriba a abajo, parando para que se bajen los que pesan demasiado.

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